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—¿Adónde se supone que vas, Dahl? —preguntó Duvall. Todos estaban de pie en mitad del corredor principal de la estación espacial de Ángeles V, viendo cómo Dahl se separaba inesperadamente de ellos—. Vamos, hombre, que estamos de permiso en tierra —dijo—. Es hora de pillar la borrachera del siglo.

—Y de echar un polvo —añadió Finn.

—Borrachera y polvo —dijo Duvall—. No necesariamente por ese orden.

—No es que sea malo hacerlo por ese orden —dijo Finn.

—¿Tú ves? Apuesto a que ése es el motivo de no tengas muchas segundas citas —dijo Duvall.

—Pero no estamos hablando de mí —le recordó Finn—. Hablamos de Andy. Que nos está dejando tirados.

—¡Sí! ¡Lo está haciendo! —protestó Duvall—. ¡Andy! ¿No quieres emborracharte con nosotros y luego echar un polvo?

—Claro que sí —le aseguró Dahl—. Pero antes necesito hacer una llamada de hiperonda.

—¿No podrías haberlo hecho en el Intrepid? —preguntó Hanson.

—Esta onda, no.

Duvall puso los ojos en blanco.

—Todo esto tiene que ver con tu actual obsesión, ¿me equivoco? Te juro, Andy, que desde que se te metió esa idea de Jenkins en la cabeza has dejado de ser un tipo divertido. Llevas diez días enteros ceñudo. Alégrate, hombre, cabrón malhumorado.

Dahl sonrió al oír esto.

—Me daré prisa, te lo prometo. ¿Dónde os busco?

—He reservado una suite en el Hyatt de la estación —dijo Hanson—. Allí nos encontrarás. Nos reconocerás porque seremos los que pierden la sobriedad a pasos agigantados.

Finn señaló a Hester.

—Y en su caso, la virginidad.

—No tardo nada —prometió Dahl.

—¡Más te vale! —exclamó Hanson.

Acompañado por los demás, vagabundeó por el corredor entre bromas y risotadas. Dahl los vio alejarse y después se dirigió a la zona comercial, en busca de la estación de ondas.

Encontró una encajonada entre una cafetería y un negocio de tatuajes. Apenas era mayor que un kiosco, y tan sólo albergaba tres terminales de onda en su interior, una de las cuales estaba averiada. Un tripulante ebrio de otra nave discutía en voz alta en una de las otras dos. Dahl ocupó la tercera.

«Bienvenido a Hiperonda Puntosurf», leyó en el monitor. A continuación la terminal le informó del coste por minuto de abrir una onda. Una de cinco minutos le costaría casi toda la paga de una semana, lo cual no sorprendió del todo a Dahl. Se necesitaba una enorme cantidad de energía para abrir un túnel en el espacio/tiempo que conectara el tiempo real con otra terminal situada a años luz de distancia. La energía costaba dinero.

Dahl sacó la anónima ficha de crédito que guardaba a mano para aquellas cosas que no quería que pudieran rastrearse hasta su propia cuenta de crédito, y la colocó sobre la zona habilitada para la lectura y cobro. El monitor registró los datos de la ficha y abrió un panel de envío. Dahl pronunció una dirección de teléfono de la Academia, y esperó a que se efectuara la conexión. Estaba bastante seguro de que encontraría despierta, activa, a la persona a quien estaba llamando. La Doble U mantenía a todas sus naves y estaciones en el huso horario Universal porque, de otro modo, la enorme variedad de horarios y zonas horarias imposibilitaría que nadie hiciese nada. La Academia estaba en Boston. Dahl fue incapaz de calcular qué diferencia horaria había respecto de la suya.

La persona situada al otro lado de la línea aceptó la llamada, dando únicamente paso a la señal de audio.

—Seas quien seas, estás interrumpiendo mi carrera matinal —dijo una voz de mujer.

Dahl esbozó una sonrisa torcida.

—Buenos días, Casey —saludó—. ¿Cómo anda mi bibliotecaria favorita?

—¡Mierda! ¿Andy? —Al cabo de un segundo se activó la imagen de video y Casey Zane apareció en pantalla, sonriente y con la USS Constitution detrás.

—Veo que vuelves a correr por Freedom Trail —dijo Dahl.

—El ladrillo me facilita no perderme —dijo Casey—. ¿Dónde estás?

—A unos trescientos años luz de distancia, pagando por cada centímetro de hiperonda que nos separa —respondió el alférez.

—Entendido —aseguró Casey—. ¿Qué necesitas?

—El Archivo de la Academia tendrá los planos de todas las naves de la flota, ¿verdad?

—Claro —dijo Casey—. Al menos los de todas aquellas naves cuya existencia quiera reconocer.

—¿Qué posibilidad existe de que sean manipulados?

—¿Desde fuera? No —dijo Casey—. Los archivos no admiten conexiones con sistemas informáticos externos, en parte para evitar posibles manipulaciones. Todos los datos tienen que pasar por un bibliotecario. Ése es el componente de seguridad de nuestro trabajo.

—Ya imagino —dijo Dahl—. ¿Existe alguna posibilidad de que puedas enviarme una copia de los planos del Intrepid?

—No creo que estén clasificados, por tanto no sería un problema —dijo Casey—. Aunque tal vez deba censurar cierta información sobre el ordenador y los sistemas de armamento.

—No hay problema —dijo Dahl—. De todos modos esos sistemas no son lo que me interesa.

—Dicho lo cual, si en la actualidad sirves a bordo del Intrepid, tendrías que poder obtener los planos de la nave a través de su base de datos —dijo Casey.

—Poder puedo —dijo Dahl—. Ha habido algunos cambios en un puñado de sistemas de a bordo, y creo que me resultaría útil disponer de los originales para comparar y contrastar.

—De acuerdo —dijo Casey—. Me encargaré de ello cuando vuelva al archivo. Un par de horas, al menos.

—Perfecto —dijo Dahl—. Además, hazme el favor de utilizar esta dirección, en lugar de la mía de la Doble U. —Le facilitó la dirección alternativa que había creado anónimamente en un servicio público mientras estudiaba en la Academia.

—Sabrás que debo dejar constancia de tu petición —le advirtió Casey—. Lo cual incluye la dirección a la cual envío la información.

—No pretendo actuar a espaldas de la Doble U —dijo Dahl—. Te juro que no tiene nada que ver con espionaje.

—Dice el hombre que utiliza una terminal pública y anónima de hiperonda para llamar a una de sus mejores amigas, en lugar de hacerlo a través de su propio teléfono —dijo Casey.

—No te pido que cometas traición —dijo Dahl—. Te lo juro por lo más sagrado.

—De acuerdo —cedió Casey—. Somos amigos y eso, pero el espionaje no entra dentro de mis atribuciones.

—Te debo una.

—Me debes una cena —dijo Casey—. La próxima vez que pases por aquí. La vida de una bibliotecaria no es muy excitante que digamos, ¿sabes? Necesito vivir a través de lo que me cuenten los demás.

—Confía en mí si te digo que en este momento hasta yo me planteo seriamente emprender una nueva vida como archivero.

—Ahora me estás haciendo la pelota —dijo Casey—. Te enviaré por onda lo que me pides cuando llegue al despacho. Ahora corta la comunicación antes de que te arruines.

Dahl esbozó de nuevo la sonrisa torcida.

—Hasta luego, Casey —dijo.

—Nos vemos, Andy —se despidió ella, cortando la comunicación.

* * *

A su llegada, Dahl encontró a un invitado en la suite.

—Andy, ya conoces al teniente Kerensky —dijo Duvall con un tono de voz que le pareció curiosamente neutral.

Hester y ella se encontraban a ambos lados de Kerensky, que les rodeaba el hombro con los brazos. Daba la impresión de que ambos lo levantaban un poco del suelo.

—Señor —saludó Dahl.

—¡Andy! —saludó Kerensky con la voz turbia. Se apartó de Duvall y Hester, dio dos pasos tambaleantes y descargó una fuerte palmada en la espalda de Dahl con la mano con la que no sostenía la bebida—. ¡Estamos de permiso en tierra! Aquí el rango no importa. Para usted, en este momento no soy más que Anatoly. Adelante, dígalo.

—Anatoly —repitió Dahl.

—¿Lo ve? No es tan difícil, ¿verdad? —preguntó Kerensky, que apuró a continuación la copa—. Vaya, veo que me he quedado seco —dijo, alejándose.

Dahl enarcó una ceja, mirando a Duvall y Hester.

—Menuda esponja —dijo Hester—. Ya estaba borracho antes de que llegásemos aquí.

—Una esponja cachonda —puntualizó Duvall—. Me ha pasado el brazo por el hombro para magrearme un pecho. Teniente o no, creo que voy a darle una buena tunda.

—Ahora mismo el plan consiste en emborracharlo lo bastante para que pierda el conocimiento antes de que se sobrepase con Duvall —dijo Hester—. Luego lo arrojaremos al contenedor de la ropa sucia.

—Mierda, ahí viene otra vez —les advirtió Duvall.

En efecto, Kerensky caminaba con dificultad hacia el trío. Se desplazaba con un vector más lateral que frontal. Se detuvo para hacerse una idea de la situación.

—¿Por qué no lo dejáis de mi cuenta? —propuso Dahl.

—¿De veras?

—Claro. Yo cuidaré de él hasta que pierda el conocimiento —dijo Dahl.

—Tío, te debo una mamada —dijo Duvall.

—¿Qué?

—¿Qué? —preguntó también Hester.

—Lo siento —dijo Duvall—. En la infantería, cuando alguien te hace un favor le dices que le debes un acto sexual. Si es poca cosa, una paja; si es algo de cierta importancia, una mamada. Un gran favor se traduce en un polvo. Es la costumbre. No es más que una forma de hablar.

—Entendido —dijo Dahl.

—Vamos, que no voy a hacerte ninguna mamada —dijo Duvall—. Sólo para dejar las cosas claras.

—Lo que cuenta es la intención —dijo Dahl, volviéndose hacia Hester—. ¿Y tú qué me dices? ¿También quieres deberme una mamada?

—Me lo estoy pensando —dijo Hester.

—¿A qué viene tanto hablar de mamadas? —preguntó finalmente Kerensky.

—Vale, de acuerdo, te debo una —cedió Hester.

—Excelente. Pues os veré más tarde —dijo Dahl.

Hester y Duvall retrocedieron precipitadamente.

—¿Adónde van? —preguntó Kerensky, parpadeando lentamente.

—Planean una fiesta de cumpleaños —respondió Dahl—. ¿Por qué no se sienta, señor? —Señaló uno de los sofás que había en la suite.

—Anatoly —le recordó Kerensky—. Dios, odio cuando la gente recurre al rango estando de permiso en tierra. —Se desplomó pesadamente en el sofá, y fue un milagro que no vertiese una sola gota de la copa—. Aquí somos como hermanos, ¿sabe? Bueno, excepto las que son hermanas. —Miró a su alrededor, buscando con la vista a Duvall—. Me gusta tu amiga —dijo, tuteándolo.

—Lo sé —dijo Dahl, sentándose también.

—Me salvó la vida —continuó Kerensky—. Es un ángel. ¿Crees que le gusto?

—No —dijo Dahl.

—¿Por qué no? —balbuceó Kerensky, herido—. ¿Le van las mujeres o algo?

—Está casada con su trabajo.

—Oh, vaya. Casada. —Kerensky no parecía haber oído el resto de lo que había dicho Dahl. Tomó otro largo sorbo.

—¿Le importa si le hago una pregunta?

Con la mano que no usaba para sostener la copa, Kerensky le dio a entender mediante gestos que preguntara lo que quisiera.

—¿Cómo se cura tan rápido? —preguntó Dahl.

—¿Qué quieres decir?

—¿Recuerda cuando contrajo la plaga meroviana?

—Por supuesto —dijo Kerensky—. Estuve a punto de morir.

—Lo sé. Pero entonces, al cabo de una semana, fue usted quien lideró el grupo de desembarco donde yo servía.

—Bueno, verás, es que me recuperé —dijo Kerensky—. Hallaron una cura.

—Sí —dijo Dahl—. Fui yo quien llevó la cura al comandante Q’eeng.

—¿Fuiste tú? —preguntó Kerensky, que se arrojó sobre Dahl, a quien envolvió en un abrazo de oso. El teniente desbordó la bebida por el borde lateral de la copa y el contenido salpicó el cogote de Dahl—. ¡Tú también me salvaste la vida! Gracias. Os quiero. Os quiero a todos. —Kerensky rompió a llorar.

—No se merecen. —Dahl apartó al teniente con toda la delicadeza que pudo. Era consciente de que todos los presentes en la estancia se esforzaban por ignorar lo que estaba pasando en el sofá—. Lo que quiero decir es que, a pesar de la cura, usted se curó muy rápidamente. Luego sufrió graves heridas en la misión de desembarco en la que tomé parte. Pero a pesar de eso, en un par de días se había recuperado.

—Ah, bueno, ya sabes. La medicina moderna es realmente buena —dijo Kerensky—. Además, siempre me he curado rápido. Es algo característico de los miembros de mi familia. Corren historias sobre uno de mis antepasados que tomó parte en la Gran Guerra Patriótica. Estuvo en Stalingrado. Encajó como veinte balazos de los nazis cuando cargaba sobre ellos. No era de este planeta, tío. Así que es posible que yo lo haya heredado. —Miró su copa—. Tenía la copa más llena —dijo.

—Está bien eso de curarse tan rápido, teniendo en cuenta la de veces que resulta herido —aventuró Dahl.

—¡Lo sé! —exclamó Kerensky con énfasis—. ¡Gracias! ¡Nadie más se ha dado cuenta de ello! Me refiero a qué coño pasa con eso. No soy estúpido, ni torpe o algo así. Pero cada vez que salgo de misión acabo magullado. ¿Sabes cuántas veces… me ha alcanzado el fuego enemigo?

—Tres en los últimos tres años —dijo Dahl.

—¡Sí! —dijo Kerensky—. Además de todo el resto de las cosas que me pasan. Ya sabes cómo es. El puto capitán y Q’eeng me han hecho un muñeco vudú o algo por el estilo. —Siguió allí sentado, cabizbajo, y a continuación mostró indicios de estar a punto de quedarse dormido.

—Un muñeco vudú —dijo Dahl, espabilando a un asustado Kerensky—. Eso es lo que usted cree.

—Bueno, no, no literalmente —dijo Kerensky—. Porque eso sería una tontería, ¿no? Aunque da esa impresión. Siento que siempre que el capitán y Q’eeng afrontan una misión de desembarco que saben que va a torcerse, se dicen: «Eh, Kerensky, ésta es la misión perfecta para usted», y entonces voy y… no sé, me perforan el bazo o algo. La mitad de las veces es algo tan absurdo que ni siquiera tengo la menor idea de lo que pasa. Soy astronavegante, tío. Un astronavegante de narices. Yo sólo quiero… astronavegar. ¿Vale?

—¿Por qué no lo habla con el capitán y Q’eeng? —preguntó Dahl.

Kerensky esbozó una sonrisa burlona. El labio le tembló debido al esfuerzo.

—Porque ¿qué coño se supone que voy a decirles? —Empezó a rebullir en el sofá haciendo movimientos teatrales—. «Capitán, comandante Q’eeng, verán ustedes, no puedo participar en esta misión. Para variar, escojan a otro para que reciba una cuchillada en un ojo.» —Dejó de moverse y permaneció inmóvil unos instantes—. Además, no sé. En ese momento parece tener sentido, ¿entiendes?

—No lo sé —dijo Dahl.

—Cuando el capitán me informa que tomaré parte en una misión de desembarco, es como si alguna otra parte de mi cerebro tomase las riendas —dijo Kerensky. A juzgar por su tono de voz era como si intentara descifrar un enigma—. Me siento lleno de confianza y tengo la impresión de que existe un buen motivo para que un astronavegante tan bueno como yo vaya a sacar muestras médicas, se enfrente a máquinas de matar o lo que sea. Luego regreso al Intrepid, preguntándome qué coño he hecho. Porque no tiene el menor sentido, ¿verdad?

—No lo sé —repitió Dahl.

Kerensky pareció sumirse unos instantes en sus pensamientos.

—En fin, a la mierda, ¿no? —dijo más animado—. Sigo vivo, y aquí estoy, de permiso en tierra, acompañado por las personas que me salvaron la vida. —Volvió a rodear a Dahl con los brazos incluso con mayor torpeza—. Te quiero, tío. De veras. Vamos a tomar otra copa y luego nos buscamos unas putas. Quiero que me hagan una mamada. ¿Tú quieres que te hagan una mamada?

—Ya he encargado un par —dijo Dahl—. Así que todo en orden por aquí.

—Ah, vale —dijo Kerensky—. Eso es estupendo. —Y entonces se puso a roncar, apoyando la cabeza en el hombro de Dahl.

Cuando el alférez levantó la vista, vio a sus cuatro amigos mirándole.

—Todos vosotros me debéis una mamada —dijo.

—¿Qué tal si lo cambiamos por una copa? —preguntó Finn.

—Trato hecho —dijo Dahl, que agachó la barbilla para mirar a Kerensky—. ¿Ahora qué hacemos con la bella durmiente?

—Hay un contenedor de la ropa sucia ahí fuera —sugirió Hester, esperanzado.