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—Creo que me gustaría aparcar de una vez por todas las tonterías —dijo Dahl a sus compañeros de laboratorio.

Los cuatro guardaron silencio y cruzaron las miradas.

—De acuerdo, no tendrá que seguir trayéndonos el café —dijo Mbeke, al cabo.

—No se trata del café, Fiona —dijo Dahl.

—Lo sé —respondió Mbeke—. Pero pensé que valía la pena probar.

—Se trata de su experiencia en grupos de desembarco —dijo Collins.

—No —dijo Dahl—. No sólo se trata de mi experiencia en grupos de desembarco, sino del hecho de que todos ustedes desaparecen siempre que Q’eeng asoma por aquí, y también tiene que ver con el modo en que la gente se aparta de él cuando camina por los pasillos, por no mencionar esa puta caja y el hecho de que hay algo que huele a podrido en esta nave.

—De acuerdo —dijo Collins—. Preste atención. Hace un tiempo, nos dimos cuenta de que existía una altísima relación entre los equipos de desembarco que lideraban o incluían a ciertos oficiales, y la muerte de tripulantes. El capitán, el comandante Q’eeng, el ingeniero jefe West, el jefe médico Hartnell y el teniente Kerensky.

—Y no sólo se trata de la muerte de los tripulantes —dijo Trin.

—Cierto —dijo Collins—. También hay más cosas.

—Por ejemplo, si alguien moría estando Kerensky cerca, todo el mundo estaría a salvo si se mantenía a su lado —aclaró Dahl, recordando a McGregor.

—Kerensky tan sólo tiene una tenue relación con ese efecto —intervino Cassaway.

Dahl se volvió hacia Cassaway.

—¿Se trata de un efecto? ¿Le han puesto nombre?

—Es el Efecto del Sacrificio —dijo Cassaway—. Es más fuerte con Hartnell y Q’eeng. Con el capitán y Kerensky… no tanto. Y no funciona en absoluto con West. Ese hombre es una puta trampa andante.

—Las cosas explotan sin cesar a su alrededor —dijo Mbeke—. Nada tranquilizador tratándose del ingeniero jefe.

—El hecho de que la gente muera estando en compañía de estos oficiales es tan claro, tan obvio, que todo el mundo tiende a evitarlos —explicó Collins—. Si caminan por la nave, los tripulantes saben fingirse inmersos en un asunto importante que los lleva a otra parte por orden de su supervisor o el encargado de la sección. Por eso todos parecen apresurarse siempre que están en su presencia.

—Pero eso no explica cómo saben ustedes cuándo deben ir a por café o inspeccionar el almacén siempre que Q’eeng está a punto de personarse en el laboratorio.

—Existe un sistema de seguimiento —dijo Trin.

—¿Un sistema de seguimiento? —preguntó Dahl, incrédulo.

—No es tan sorprendente —dijo Collins—. Todos tenemos teléfonos que informan de nuestra ubicación al sistema informático del Intrepid. Como su oficial superior, yo misma podría pedir al ordenador que le localizase dondequiera que esté situado en la nave.

—Pero Q’eeng no es su subordinado. Tampoco el capitán Abernathy lo es —objetó Dahl.

—El sistema de seguimiento y alerta no es estrictamente legal —admitió Collins.

—Pero todos ustedes tienen acceso a él.

—Ellos tienen acceso —puntualizó Cassaway, señalando a Collins y Trin.

—Les avisamos cuando están a punto de llegar —dijo Trin.

—«Voy a por café» —dijo Dahl, imitándolo.

Trin asintió.

—Sí, aunque eso sólo funciona si ustedes dos están aquí —dijo Cassaway—. Porque si no estamos jodidos.

—No podemos incluir a toda la nave en este sistema de alerta temprana —dijo Trin—. Resultaría demasiado evidente.

Cassaway lanzó un bufido.

—Como si se dieran cuenta de algo —dijo.

—¿Qué significa eso?

—Significa que el capitán, Q’eeng y los demás parecen ignorar por completo el hecho de que la mayoría de la dotación de la nave se aparta de su camino para evitarlos —aclaró Mbeke—. También ignoran el hecho de que son responsables de la muerte de muchos tripulantes.

—¿Cómo pueden ignorar eso? —preguntó Dahl—. ¿Es que nadie se lo ha contado? ¿Nadie los ha puesto al corriente de las estadísticas?

Los cuatro compañeros de laboratorio de Dahl cruzaron miradas.

—En una ocasión alguien hizo un comentario al capitán —dijo Collins—. Pero no cuajó.

—¿Qué quiere decir?

—Quiere decir que hablar con ellos sobre la cantidad de tripulantes que trituran es como hablar con una pared de ladrillo —dijo Cassaway.

—Entonces tendríamos que acudir a otra persona —dijo Dahl—. Al almirante Comstock, por ejemplo.

—¿No creerá que no lo hemos intentado? —preguntó Cassaway—. Nos hemos puesto en contacto con el mando de la Flota. También con la Oficina Militar de Investigación de la Doble U. Incluso hemos enviado gente a hablar con periodistas. Pero no ha servido de nada.

—No existen pruebas concluyentes que apunten a infracciones o incompetencia por parte de los mandos, eso es lo que nos han dicho —dijo Trin—. No a nosotros específicamente, sino a todo aquel que expone sus quejas al respecto.

—¿A cuánta gente tienes que perder para que se te considere un mando incompetente? —preguntó Dahl.

—Lo que no han dicho es que en calidad de nave insignia de la Doble U, el Intrepid corre con muchas más misiones peliagudas de naturaleza diplomática, militar y de investigación que cualquier otra nave de la flota —dijo Collins—. Por tanto corre también con más riesgos, razón por la cual la estadística hace que se pierdan más vidas entre los tripulantes. Sencillamente ése es el riesgo que uno corre al ocupar un puesto tan destacado.

—En otras palabras, que la muerte de los tripulantes es una característica más, no un error —concluyó Cassaway, seco.

—Y ahora ya sabe por qué nos limitamos a evitarlos —dijo Mbeke.

Dahl lo meditó unos instantes.

—Pero no explica lo de la Caja.

—Es que no tenemos una buena explicación que justifique lo de la Caja —dijo Collins—. Nadie la tiene. Oficialmente, la Caja no existe.

—Parece un microondas, incluso con el campanilleo del final, pero el resultado es un sinsentido —dijo Dahl—. Hay que presentar los resultados personalmente, y no importa lo que digas cuando entregues los datos a Q’eeng, siempre y cuando le des algo que pueda solucionar. No creo que deba enumerar todos los motivos por los que resulta tan jodidamente extraño, ¿verdad?

—Así se ha hecho desde que llegamos a este lugar —dijo Trin—. Eso nos dijo la gente que teníamos que hacer cuando nos destinaron a esta nave. Lo hacemos porque funciona.

Dahl levantó ambas manos.

—Entonces, ¿por qué no usarlo siempre? —preguntó—. Nos ahorraría mucho tiempo.

—Porque no funciona con todo —dijo Trin—. Sólo con aquellas cosas que son extraordinariamente difíciles.

—Como descubrir esa supuesta «contrabacteria» en seis horas —dijo Dahl.

—Exacto.

Dahl miró en torno de la sala.

—¿No les preocupa que un laboratorio científico tenga una caja mágica? —preguntó.

—¡Pues claro que sí! —exclamó Collins—. Yo la odio. Pero tengo que creer que no se trata de magia de verdad. Sencillamente tenemos un elemento tecnológico increíblemente avanzado que nos beneficia. Es como mostrarle el teléfono a un hombre de las cavernas. No tendría ni idea de cómo funciona, pero eso no le impediría mantener una conversación a través de él.

—Si el teléfono fuese como la Caja, la única vez que permitiese hacer una llamada a un hombre de las cavernas sería si estuviese cubierto de llamas —dijo Dahl.

—Es lo que es —dijo Collins—. Y por alguna razón, para que funcione, tenemos que hacer la danza Kabuki de mostrar las bobadas que arroja como resultado. Lo hacemos porque funciona. No sabemos qué hacer con los datos, pero el ordenador del Intrepid sí. Y en ese momento, en una emergencia, nos basta con eso. No nos gusta nada, pero no tenemos más opción que usarla.

—Cuando llegué al Intrepid le dije a Q’eeng que en la Academia teníamos problemas a la hora de replicar parte del trabajo que se hace a bordo —dijo Dahl—. Ahora entiendo el porqué. Se debe a que, de hecho, ustedes no hacen nada.

—¿Ha terminado ya, alférez? —preguntó Collins, visiblemente cansada de tanta pregunta.

—¿Por qué no me lo contaron nada más llegar a bordo?

—¿Qué se suponía que debíamos decir, Andy? —preguntó Collins—. Hola, bienvenido al Intrepid, evite a los oficiales porque probablemente frecuentar su compañía lo matará, sobre todo si los acompaña en una misión de desembarco, ah, y, por cierto, aquí le muestro la caja mágica que usamos para hacer las cosas imposibles. Menuda primera impresión se habría llevado, ¿eh?

—No nos habría creído —dijo Cassaway—. Al menos hasta que llevase el tiempo suficiente para comprobarlo por sí mismo.

—Es una locura —sentenció Dahl.

—Sí, lo es —dijo Collins.

—¿Y no tienen una explicación racional que lo justifique? ¿No han elaborado al menos una hipótesis?

—La explicación racional es la que nos proporcionó la Doble U —respondió Trin—. El Intrepid toma parte en misiones de alto riesgo. Por tanto muere más gente de resultas de ello. Con tal de compensarlo, la dotación sufre de supersticiones y ha elaborado estrategias para evitar a sus oficiales. Y nosotros recurrimos a tecnologías avanzadas que no entendemos, pero que nos permiten completar las misiones.

—Pero no creen en ello —dijo Dahl.

—No me gusta —dijo Trin—. Pero no tengo motivos para no creer en ello.

—Pues tiene más sentido que la teoría de Jenkins —dijo Mbeke.

Dahl se volvió hacia Mbeke.

—No es la primera vez que lo menciona.

—Elabora un proyecto personal de investigación —dijo Collins.

—¿Sobre esto?

—No exactamente —dijo Collins—. Es quien construyó el sistema de seguimiento y alarma temprana que usamos con el capitán y los demás. La inteligencia artificial del sistema informático lo considera un intruso y no deja de prohibirle el acceso, razón por la que él trabaja en sus mejoras para que podamos seguir usándolo.

Dahl se volvió hacia Cassaway.

—Usted dijo que parecía un yeti.

—Es que tiene aspecto de yeti —dijo Cassaway—. De un yeti o de Rasputín. He oído describirlo de ambos modos. Y ambos son correctos.

—Creo que me he topado con él —dijo Dahl—. Después de ir al puente a entregar a Q’eeng los datos de la Caja cuando Kerensky estaba infectado. Me encontré con él en el corredor.

—¿Qué le dijo? —preguntó Collins.

—Me advirtió que me mantuviese apartado del puente —respondió Dahl—. También que evitase la «narrativa». ¿A qué coño se refería?

Mbeke abrió la boca para hablar, pero Collins se le adelantó.

—Jenkins es un programador brillante, pero también anda un poco extraviado en su propio mundo, y la vida a bordo del Intrepid le ha afectado más que a otros.

—Con eso se refiere a que la mujer de Jenkins murió en una misión de desembarco —aclaró Mbeke.

—¿Qué sucedió?

—Un asesino cirqueriano abrió fuego sobre ella —dijo Collins—. El asesino apuntaba al embajador de la Doble U para Cirqueria. El capitán tiró al suelo al embajador cuando Margaret estaba justo detrás de él. La bala la alcanzó en el cuello. Murió antes de desplomarse. Después Jenkins escogió distanciarse en parte de la realidad.

—¿Qué cree él que está pasando?

—Dejémoslo para otra ocasión —propuso Collins—. Ahora ya sabe lo que pasa y por qué. Lamento no haberle puesto antes al corriente, Andy. Pero ahora ya lo sabe. Y ahora sabe qué hacer cuando yo o Ben digamos de pronto que vamos a por café.

—Esconderme —dijo Dahl.

—«Esconderse» no es el verbo que nos gusta utilizar —dijo Cassaway—. «Efectuar tareas alternativas» es el término.

—Pero no en el almacén —dijo Mbeke—. Porque ése es nuestro lugar donde efectuamos tareas alternativas.

—Entonces efectuaré tareas alternativas sentado a mi escritorio.

—Por ahí van los tiros.

* * *

En el comedor, a la hora de cenar, Dahl puso al corriente a sus cuatro amigos de lo que había averiguado en el laboratorio.

—¿Has conseguido la información que te pedí? —preguntó.

—Pues sí —respondió Finn.

—Estupendo.

—Antes quiero dejar bien claro que por lo general no hago esta clase de trabajos gratis —dijo Finn, ofreciendo su teléfono a Dahl—. Por lo general, algo así supondría la paga de una semana. Pero toda esta mierda me trae de cabeza desde la misión de desembarco. Quería verlo con mis propios ojos.

—¿Se puede saber de qué estáis hablando? —intervino Duvall.

—Pedí a Finn que me consiguiera unos informes —dijo Dahl—. Principalmente informes médicos.

—Los de tu novio —dijo Finn.

—¿Qué? —Dahl abrió los ojos como platos al oír eso.

—Duvall sale con Kerensky —dijo Finn.

—Cierra el pico, Finn, no estoy saliendo con él —dijo Duvall, mirando de reojo a Dahl—. Después de que se recuperase, Kerensky me buscó para agradecerme que le salvara la vida. Dijo que cuando lo metimos en la lanzadera, pensó que había muerto porque un ángel flotaba sobre él.

—Ay, Dios —dijo Hester—. Dime que no basta con decir esa clase de cosas, porque si no tendré que suicidarme.

—No basta —le aseguró Duvall—. De todos modos, me preguntó si podía invitarme a algo la próxima vez que estuviésemos de permiso en tierra. Le dije que lo pensaría.

—Novios —dijo Finn.

—Me dispongo a clavarte un cuchillo en el ojo —anunció Duvall a Finn, amenazándolo con el cubierto.

—¿Por qué quieres consultar los informes médicos del teniente Kerensky? —se interesó Hanson.

—La semana pasada, Kerensky cayó víctima de la plaga —respondió Dahl—. Se recuperó lo bastante rápido para encabezar una misión de desembarco, donde perdió la conciencia debido al ataque de una máquina. Se recuperó de nuevo con la rapidez necesaria para ligar con Maia hoy.

—Para ser justos tenía un aspecto de pena —dijo Duvall.

—Para ser justos probablemente tendría que haber muerto —dijo Dahl—. La plaga meroviana funde la piel de las personas sobre el hueso. Kerensky estaba a quince minutos de morir cuando se curó, ¿y una semana después ya lidera una misión de desembarco? Si normalmente se tarda eso en superar un resfriado fuerte, una bacteria carnívora…

—Vamos, que tiene un sistema inmunológico que sería la envidia de cualquiera —dijo Duvall.

Dahl la miró con los ojos entornados mientras le tendía el teléfono.

—En los últimos tres años, Kerensky ha encajado tres disparos, ha sufrido cuatro enfermedades mortales, ha sido aplastado por un montón de rocas, herido en un accidente de lanzadera, sufrido quemaduras cuando el panel de control del puente le explotó en la cara, experimentado una descompresión atmosférica parcial, padecido de inestabilidad mental inducida, encajado las mordeduras de dos animales venenosos y perdido el control de su propio cuerpo a manos de un parásito alienígena. Eso antes de la reciente plaga y nuestra misión de desembarco.

—También ha contraído tres enfermedades de transmisión sexual —señaló Duvall mientras repasaba el informe.

—Disfruta de esa copa —le dijo Finn.

—Creo que pediré penicilina sin hielo —dijo Duvall, devolviendo el teléfono a Dahl—. Resumiendo, que no tendría que andar por ahí vivito y coleando.

—Olvidemos el hecho de que tendría que estar muerto —dijo Dahl—. Cómo es posible que, además de no haber muerto, siga siendo el mismo. Ese tipo tendría que ser el ejemplo perfecto de lo que supone el estrés postraumático.

—Existen terapias para combatirlo —señaló Duvall.

—Ya, pero no sé si podrían aplicársele tan a menudo —objetó Dahl—. Hablamos de diecisiete heridas o contusiones graves en un período de tres años, lo que equivale a una cada dos meses. A estas alturas tendría que haber adoptado a perpetuidad una postura fetal. Tal como están las cosas, es como si se concediera el tiempo necesario para recuperarse antes de que vuelvan a patearle el trasero otra vez. No es real.

—¿Todo esto tiene sentido o es que estáis celosos de sus habilidades físicas? —preguntó Duvall.

—El caso es que en esta nave pasa algo raro —aseguró Dahl, repasando los datos—. Mi oficial al mando y los compañeros del laboratorio me han puesto al corriente de eso, así como de lo que pasa con las misiones de desembarco, con el tal Kerensky y etcétera. Pero no me lo trago.

—¿Por qué no? —preguntó Duvall.

—Porque tampoco creo que ellos lo hagan —dijo Dahl—. Y porque no explica algo como esto. —Arrugó el entrecejo y se volvió hacia Finn—. ¿No pudiste encontrar nada sobre Jenkins?

—Te refieres al yeti con el que nos topamos —dijo Finn.

—Ése.

—En el sistema informático no figuran datos sobre él —dijo Finn.

—Pues no nos lo inventamos —dijo Dahl.

—No, no lo hicimos —admitió Finn—. Pero no figura en el banco de datos. Claro que si se trata del dios informático que han sugerido tus compañeros de laboratorio, y se cuela a voluntad en la red, no creo que deba sorprendernos tanto que sus datos hayan desaparecido, ¿no?

—Tenemos que dar con él —dijo Dahl.

—¿Por qué?

—Porque creo que sabe algo de lo que nadie quiere hablar —dijo Dahl.

—Tus amigos del laboratorio aseguran que está loco —apuntó Hester.

—No creo que pueda decirse que son sus amigos —objetó Hanson.

Todo el mundo se volvió hacia él.

—¿A qué viene eso? —preguntó Hester.

Hanson se encogió de hombros.

—Según ellos, el motivo de que no le contaran lo que estaba pasando se debió a que no les hubiese creído antes de experimentarlo en carne propia. Puede que eso sea cierto. Pero también es verdad que mientras él viviera en la inopia, no podía hacer lo que ellos: evitar al comandante Q’eeng y a los demás oficiales, e ingeniárselas para no formar parte de las misiones de desembarco. Pensadlo bien. En una ocasión, nosotros cinco tomamos parte en la misma misión de desembarco, en una nave que cuenta con miles de tripulantes. ¿Qué tenemos en común?

—Somos los nuevos —dijo Duvall.

Hanson asintió.

—Y hasta ahora, ninguno de nuestros compañeros nos había puesto al corriente de lo que sucede, momento en que ya es demasiado tarde para evitarlo.

—Tú no crees que el motivo de que no nos lo dijeran se debe a que carecíamos de la información necesaria para creerlos —dijo Dahl—, sino a que, de ese modo, si alguien tenía que morir, seríamos nosotros y no ellos.

—No es más que una teoría —dijo Hanson.

Hester miró a Hanson con admiración.

—No tenía ni idea de que fueses tan cínico —dijo.

Hanson volvió a encogerse de hombros.

—Cuando eres el heredero de la tercera mayor fortuna en la historia del universo, aprendes a cuestionarte las motivaciones de la gente.

—Tenemos que dar con el paradero de Jenkins —dijo de nuevo Dahl—. Tenemos que averiguar lo que sabe.

—¿Cómo sugieres que lo hagamos? —preguntó Duvall.

—Pues empezando por los túneles de cargamento —propuso Dahl.