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—¡Vamos! ¡Casi hemos llegado a las lanzaderas! —gritó el teniente Kerensky.

Dahl disfrutó de un vertiginoso segundo para reflexionar en el aspecto lozano que tenía Kerensky para haber sido víctima recientemente de aquella plaga. Luego, al igual que Hester y todos los demás componentes del grupo de desembarco, corrió como loco por el corredor de la estación espacial, intentando superar en la carrera a la muerte mecanizada que les pisaba los talones.

La estación espacial no pertenecía a la Unión Universal, sino que se trataba de una estación comercial independiente que podía, o no, contar con una licencia estrictamente legal, pero que en todo caso transmitía repetidamente por hiperonda una llamada de socorro que adjuntaba una segunda y oculta señal codificada. El Intrepid respondió a la primera, despachando a la estación dos lanzaderas con equipos de desembarco. Había descifrado la señal oculta mientras los grupos estaban presentes.

Decía: «Manténganse al margen: las máquinas han perdido el control.»

El equipo de desembarco de Dahl había caído en la cuenta de lo que pasaba antes de que a bordo del Intrepid descifrasen el mensaje. Fue concretamente cuando una de las máquinas rebanó en juliana a la tripulante López. Los gritos lejanos procedentes de los corredores sugirieron la posibilidad de que el segundo grupo de desembarco también se hallara sumido en el doloroso proceso de llegar a la misma conclusión.

El segundo grupo de desembarco, integrado entre otros por Finn, Hanson y Duvall.

—¿Qué clase de gilipollas te cifra un mensaje para avisarte sobre máquinas asesinas? —gritó Hester, situado en la retaguardia de la columna que formaba su grupo de desembarco.

Los vibrantes golpes secos que se oían a lo lejos sugerían que una de las máquinas, una de las gordas, no andaba muy lejos de ellos en ese momento.

—Silencio —dijo Dahl.

Sabían que las máquinas podían verlos; también era muy probable concluir que las máquinas podían oírlos. Dahl, Hester y los otros dos restantes miembros de la tripulación del equipo se sentaron en cuclillas, a la espera de que Kerensky les ordenase qué hacer a continuación.

Kerensky consultó el teléfono.

—Dahl —dijo, haciéndole un gesto para que avanzara hacia él. Dahl se acercó a su teniente, quien le mostró el mapa que aparecía en la pantalla del teléfono—. Nosotros estamos aquí —dijo, señalando un corredor—. El muelle de lanzaderas está aquí. Veo dos posibles vías que conducen allí: la primera por la sección de ingeniería de la estación, y la otra a través de la zona de comedores.

«Menos hablar y más tomar decisiones, por favor», pensó Dahl, que asintió.

—Creo que tendremos más oportunidades si nos separamos —dijo Kerensky—. De ese modo, si las máquinas localizan a un grupo, el otro podría alcanzar las lanzaderas. ¿Está usted capacitado para pilotarlas?

—Hester sí lo está —se oyó decir Dahl, lo cual le hizo preguntarse cómo lo sabía. No recordaba haber sido consciente de ello con anterioridad a ese momento.

Kerensky cabeceó en sentido afirmativo.

—Entonces ustedes dos, junto al tripulante McGregor, vayan por la zona de comedores. Yo y Williams iremos por la sección de ingeniería. Nos reuniremos en la lanzadera, si podemos esperaremos al grupo de desembarco del teniente Fischer, y saldremos de aquí cagando leches.

—Sí, señor —dijo Dahl.

—Buena suerte —dijo Kerensky, que hizo un gesto a Williams para que lo acompañara.

«No parece muy licuado que digamos», pensó de nuevo Dahl mientras se reunía con Hester y McGregor.

—Quiere que nos dividamos. Nosotros tres iremos por la zona de los comedores hasta el muelle de lanzaderas —informó a sus dos compañeros mientras Kerensky y Williams se adentraban en el corredor en dirección a la sección de ingeniería.

—¿Cómo? —preguntó McGregor, visiblemente contrariado—. Menuda mierda. Yo no quiero ir con usted. Quiero ir con Kerensky.

—Ésas son nuestras órdenes.

—Y qué —dijo McGregor—. No lo pilla, ¿verdad? Kerensky es intocable. Usted no. Usted no es más que un alférez del montón. Nos encontramos en una estación espacial llena de putos robots asesinos. ¿De veras cree que logrará salir con vida de aquí?

—Cálmese, McGregor —dijo Dahl con las palmas de las manos en alto. El suelo tembló bajo sus pies—. Aquí estamos perdiendo el tiempo.

—¡No! —exclamó McGregor—. ¡Es que no lo entiende! López ha muerto delante de las narices de Kerensky. Ella era el sacrificio. Ahora todos los que acompañen a Kerensky estarán a salvo.

Echó a correr detrás de Kerensky, adentrándose en el corredor justo cuando la máquina de matar que los había seguido doblaba la esquina. McGregor la vio y tuvo tiempo de abrir la boca, sorprendido, antes de que el arpón que lanzaba la máquina lo ensartase, atravesándole el hígado.

Hubo una pausa infinitesimal durante la cual dio la impresión de que todo estaba dispuesto sobre el tablero: Dahl y Hester agazapados en un rincón del corredor, la máquina de matar en el otro, y en mitad del pasillo McGregor, con el arpón clavado en el hígado, sangrando.

McGregor volvió la cabeza hacia Dahl, que lo miraba horrorizado.

—¿Lo ve? —dijo, escupiendo sangre.

Se oyó un latigazo metálico, y McGregor voló hacia la máquina de matar, que ya había accionado las cuchillas giratorias.

Dahl gritó el apellido de McGregor, se puso en pie, desenfundó el arma que ceñía en la cadera y abrió fuego, apuntando al centro de la nube roja, detrás de la cual sabía que encontraría a la máquina de matar. El haz de pulso rebotó sin causar daños en la superficie de la máquina. Hester lanzó un grito y empujó a Dahl por el corredor en dirección contraria a la máquina, que armaba de nuevo el arpón. Doblaron la esquina y accedieron a otro corredor que desembocaba en la zona de comedores. Irrumpieron a través de la puerta doble, que cerraron tras de sí.

—Estas puertas no podrán contenerla —dijo Hester sin aliento.

Dahl examinó la entrada.

—Allí hay otro acceso —señaló—. Puertas cortafuegos o una escotilla, quizá. Busca un panel.

—Lo he encontrado —dijo Hester. Presionó un enorme botón rojo. Se produjo un chirrido seguido por un zumbido. Un par de puertas pesadas empezaron a cerrarse lentamente, y entonces lo hicieron aún con mayor lentitud, entornadas—. ¡Venga, vamos! —le apremió Hester.

A través del cristal de la puerta cerrada se perfiló a lo lejos la silueta de la máquina de matar.

—Se me ha ocurrido una idea —dijo Dahl.

—¿Tiene que ver con echar a correr? —se interesó Hester.

—Apártate del panel —dijo Dahl.

Hester reculó, ceñudo. Dahl levantó el arma de pulso y abrió fuego sobre el panel de mandos de la puerta al mismo tiempo que el arpón alcanzaba la puerta doble, que seguidamente arrancó. El panel saltó por los aires entre una lluvia de chispas, y las pesadas puertas cortafuegos se movieron, cerrándose con un sonoro estruendo metálico.

—¿Disparar sobre el panel? —preguntó Hester, incrédulo—. ¿Ésa era tu gran idea?

—Tuve una corazonada —dijo Dahl, enfundando el arma de pulso.

—¿Que la estación espacial tiene un cableado que pone en peligro su propia seguridad? —preguntó Hester—. ¿Que todo este lugar se ha pasado por el forro las putas normativas?

—Bueno, basta con ver a esas máquinas de matar para reparar en ello —dijo Dahl.

Se oyó un golpe fuerte cuando el arpón alcanzó la puerta cortafuegos.

—Si esa puerta está construida como el resto de este lugar, esa cosa no tardará en atravesarla —opinó Hester.

—De todos modos no nos quedaremos aquí, esperando a que eso suceda —dijo Dahl, que sacó el teléfono para consultar el plano de la estación en la pantalla—. Vamos. Hay una puerta en la cocina que nos acercará al muelle. Si tenemos suerte no nos toparemos con nada más antes de llegar allí.

* * *

A dos pasillos de alcanzar el muelle, Dahl y Hester encontraron a los supervivientes del grupo de desembarco del teniente Fischer: Fischer, Duvall, Hanson y Finn.

—Vaya, menuda suerte la nuestra —dijo Finn al ver a Dahl y Hester. Pronunció aquellas palabras con tono sarcástico, un tono también que delataba que estaba a punto de perder los nervios. Hanson puso una mano en su hombro.

—¿Dónde están Kerensky y el resto de su grupo? —preguntó Fischer a Dahl.

—Nos separamos —respondió el alférez—. Kerensky y Williams siguen vivos, al menos que nosotros sepamos. Perdimos a López y a McGregor.

Fischer asintió.

—Nosotros a Payton y a Webb.

—¿Arpones o cuchillas? —se interesó Dahl.

—Robots enjambre —respondió Duvall.

—A ésos no los hemos visto.

Fischer sacudió la cabeza.

—Es increíble —dijo—. Acaban de trasladarme al Intrepid. Es mi primera misión de desembarco y ya he perdido a dos de mis hombres.

—No creo que sea culpa suya, señor —dijo Dahl.

—No sé cómo va a convencerme de ello —dijo Fischer. Les hizo un gesto para que avanzaran, y recorrieron con cuidado el trecho que los separaba del muelle de lanzaderas—. ¿Alguno más de los presentes está capacitado para pilotar esos aparatos? —preguntó cuando accedieron al lugar.

—Yo —dijo Hester.

—Estupendo. —Fischer señaló la lanzadera que había pilotado Kerensky—. Caliente motores. Yo haré lo propio en la mía. Quiero que todos ustedes suban a esa lanzadera con Hester. —Y, señalándole, añadió—: Si ve que una de esas máquinas se acerca, no espere más y despegue. Yo dispongo de espacio suficiente para Kerensky y Williams. ¿Entendido?

—Sí, señor —dijo Hester.

—Pues suba ya —ordenó Fischer al tiempo que se introducía en la cabina de su propia lanzadera.

—Todo lo relacionado con esta misión apesta —dijo Hester ya embarcado en el vehículo auxiliar, mientras repasaba la secuencia de comprobaciones prevuelo. Finn, Duvall y Hanson se ajustaban el cinturón de seguridad; Dahl se quedó vigilando en la escotilla, atento por si aparecían Kerensky y Williams.

—Hester, ¿en algún momento me habías dicho que sabías pilotar una lanzadera? —preguntó Dahl, volviéndose hacia su amigo.

—Ando un poco liado en este momento.

—Yo tampoco sabía que estuviera capacitado para hacerlo —admitió Finn desde su asiento. Necesitaba dar rienda suelta a la ansiedad, y hablar era preferible a orinarse encima—. Y eso que hace más de un año que lo conozco.

—No es una de esas cosas que pase uno por alto —dijo Dahl.

—Bueno, no somos tan amigos —dijo Finn—. Yo sólo lo quiero por su taquilla.

Dahl no dijo nada y volvió a prestar atención al acceso al muelle.

—Aquí está —dijo Hester, apretando un botón. Los motores cobraron vida y se abrochó el cinturón de seguridad—. Cierra la escotilla. Vamos a salir de aquí.

—Espera, aún no —dijo Dahl.

—A la mierda —dijo Hester. Presionó el botón del panel de control que la cerraba.

Dahl lo evitó recurriendo al mando situado junto a la escotilla.

—¡Aún no! —gritó a Hester.

—Pero ¿qué coño te pasa? Fischer tiene espacio de sobra para Kerensky y Williams. Yo voto por que nos marchemos, y puesto que aquí soy yo el puto piloto, ¡mi voto es el único que cuenta!

—Vamos a esperar —insistió Dahl.

—Joder, ¿quieres decirme por qué? —preguntó Hester—. ¿Por qué puta razón?

Desde su asiento, Hanson señaló con el brazo.

—Ahí llegan —dijo.

Dahl miró por la escotilla. Kerensky y Williams accedieron al muelle, caminando con dificultad, seguidos por el estruendo rítmico de las máquinas.

Fischer asomó la cabeza por la escotilla de la lanzadera y vio a Dahl.

—¡Vamos! —dijo, y echó a correr hacia Kerensky y Williams. Dahl saltó de la lanzadera y lo siguió.

—Nos siguen seis máquinas —informó Kerensky cuando los alcanzaron—. No hemos podido llegar antes. Los enjambres robot… —Se precipitó al suelo. Dahl lo sostuvo antes de que cayera.

—¿Se encarga usted de él? —preguntó Fischer a Dahl. Y cuando vio que asentía, añadió—: Llévelo a su lanzadera. Dígale al piloto que despegue. Yo me encargo de Williams. Aprisa. —Fischer pasó el brazo bajo la axila de Williams y lo llevó hacia la lanzadera. Williams se volvió hacia Kerensky y Dahl con una expresión de horror.

La primera de las máquinas irrumpió con estruendo en el muelle.

—¡Vamos, Andy! —gritó Duvall desde la escotilla.

Dahl apretó el paso y cruzó la distancia que lo separaba de la lanzadera, arrojando prácticamente a Kerensky sobre Duvall y Hanson, quienes también se habían levantado de sus asientos. Aferraron al teniente y tiraron de él hacia el interior del vehículo; seguidamente entró Dahl, que se desplomó en la cubierta.

—Bueno, ¿podemos irnos ya? —preguntó Hester, retóricamente, porque había cerrado la escotilla sin esperar una respuesta.

La lanzadera se alzó con un brinco en el muelle justo cuando alguien la golpeaba en un costado.

—Un arpón —dijo Finn. Había abandonado su asiento y se encontraba sobre Hester, atento al monitor de popa—. Pero no se ha clavado.

La lanzadera dejó atrás el muelle.

—Hasta nunca —masculló Hester.

—¿Cómo está Kerensky? —preguntó Dahl a Duvall, quien examinaba al teniente.

—No responde, pero no parece estar herido —respondió la alférez, que seguidamente se volvió hacia Hanson—. Jimmy, tráeme el botiquín de primeros auxilios, por favor. Está detrás del asiento del piloto.

Hanson fue a buscarlo.

—¿Ya sabes lo que haces? —preguntó Dahl.

Duvall levantó brevemente la vista.

—Te habré contado que serví en infantería, ¿no? Hice un curso de cuidados médicos. Pasé una larga temporada cuidando del prójimo. —Sonrió—. Hester no es el único que tiene habilidades ocultas.

Hanson regresó con el botiquín de primeros auxilios. Duvall lo abrió y puso manos a la obra.

—Ay, mierda —dijo Finn, que seguía atento al monitor.

—¿Qué sucede? —Dahl se le acercó.

—La otra lanzadera —dijo Finn—. He obtenido una lectura de sus cámaras. Mire.

Dahl prestó atención a la imagen. Las cámaras mostraban docenas de máquinas que inundaban el lugar y dirigían sus ataques sobre la lanzadera. Sobre ellas flotaba una nube oscura y cambiante.

—Eso es el enjambre robot —murmuró Finn.

La visión de la cámara perdió momentáneamente la señal, sufrió una fuerte sacudida y hubo un fundido en negro.

Finn se hundió en el asiento del copiloto y golpeó la pantalla que habían estado mirando.

—Su lanzadera se ha visto comprometida —dijo—. Los motores no responden y parece que el casco tiene una brecha que hace peligrar su estanqueidad.

—Tenemos que volver a por ellos —dijo Dahl.

—No —dijo Hester.

Dahl resopló, pero Hester se volvió para mirarle fijamente.

—No, Andy. Si hubiese una brecha en el caso de la lanzadera, el enjambre robot se habría introducido por ella. Si ya está dentro, entonces Fischer y Williams han muerto.

—Tiene razón —dijo Finn—. No queda nadie a quien podamos ir a buscar. No serviría de nada que volviésemos. El muelle está lleno de esas cosas. Esta lanzadera carece de armamento. Lo único que haríamos sería proporcionar una segunda oportunidad a esas máquinas asesinas.

—Hemos tenido suerte de huir —dijo Hester, volcándose de nuevo en los mandos.

Dahl se volvió hacia Kerensky, que gemía en voz baja mientras Duvall y Hanson lo atendían.

—Dudo que la suerte haya tenido nada que ver —dijo.