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Dahl se encontraba en su puesto, clasificando las esporas de Theta Orionis XII, cuando la tableta de Ben Trin emitió un sonido. Tris se volvió hacia la pantalla y dijo:

—Voy a por un café. —Y se dirigió hacia la puerta.

«¿Qué tendrá de malo mi café?», se preguntó Dahl mientras se concentraba de nuevo en su trabajo. En la semana transcurrida desde que subió a bordo del Intrepid, a Dahl, en honor a la promesa dada, le habían asignado el papel de encargado del café. Su labor consistía en mantener la cafetera caliente y servir café a sus compañeros de laboratorio siempre que le mostraran la taza vacía. No le incordiaban mucho porque la mayoría de las veces cada uno se preocupaba de prepararse su propio café, aunque de vez en cuando disfrutaban de su privilegio de contar con él para no tener que molestarse.

Se había quedado solo en el laboratorio.

—Pero qué coño —dijo Dahl.

Se abrió la puerta de entrada al laboratorio, y por ella entraron Q’eeng y el capitán Abernathy.

Dahl se levantó para hacer el saludo militar.

—Capitán. Comandante.

Q’eeng paseó la mirada a su alrededor.

—¿Dónde están sus compañeros, alférez Dahl? —preguntó.

—Tenían asuntos que resolver fuera —respondió tras unos segundos.

—Nos basta con él —sentenció Abernathy, que se acercó resuelto hacia Dahl. Llevaba un vial en la mano—. ¿Sabe qué es?

«Un vial», pensó Dahl. Pero aquellas palabras no salieron de sus labios.

—Una muestra xenobiológica —dijo en su lugar.

—Muy bien —dijo Abernathy, tendiéndosela—. Como bien sabe, alférez, nos hallamos sobre el planeta Merovia, lugar donde abundan las maravillas artísticas, pero cuyos habitantes sienten un rechazo supersticioso hacia cualquier práctica de la medicina. —Hizo una pausa, como esperando recibir una muestra de que su interlocutor entendía sus palabras.

—Por supuesto, señor —dijo Dahl, ofreciéndole lo que confiaba que fuese la respuesta esperada.

—Por desdicha también sufren una plaga a escala planetaria que está minando su población —añadió Q’eeng—. A la Unión Universal le preocupa que los daños causados por la plaga arruinen a toda la población y hundan al planeta en una época oscura de la que tal vez no se recupere nunca.

—El gobierno de Merovia ha rechazado la ayuda médica de la Unión Universal —dijo Abernathy—. Así que el Intrepid recibió el encargo secreto de recoger muestras de la plaga y crear una contrabacteria que podamos liberar en el territorio y que acabe con la plaga.

«¿Contrabacteria?», pensó Dahl. «¿No se referirá a una vacuna?» Pero antes de que pudiera pedir una aclaración, Q’eeng hablaba de nuevo.

—Enviamos un grupo de desembarco encubierto compuesto por dos hombres con la misión de tomar muestras, pero en el proceso se infectaron —dijo el oficial científico jefe—. La plaga meroviana ya se ha cobrado la vida del alférez Lee.

—Esa maldita plaga le licuó la piel en los huesos —dijo, hosco, Abernathy.

—El otro tripulante del Intrepid infectado es el teniente Kerensky —dijo Q’eeng.

Al mencionar esto, tanto Abernathy como el oficial científico jefe miraron fijamente a Dahl, como para enfatizar el puro y abyecto terror ante el hecho de que el tal teniente Kerensky se hubiese infectado.

—Oh, no —dijo Dahl para no desentonar—. Kerensky no.

Asintiendo, Abernathy continuó:

—Por tanto entenderá la importancia del vial que tiene en sus manos. Úselo para dar con la contrabacteria. Si lo logra, salvará a Kerensky.

—Y a los merovianos —dijo Dahl.

—Sí, a ellos también —confirmó Abernathy—. Tiene seis horas.

Dahl parpadeó.

—¿Seis horas?

Abernathy se mostró irritado ante aquella pregunta.

—¿Hay algún problema? —preguntó.

—No es mucho tiempo —dijo Dahl.

—¡Maldita sea, hombre! —exclamó Abernathy—. ¡Estamos hablando de Kerensky! Digo yo que si Dios creó el universo en seis días, usted podrá dar con la contrabacteria en seis horas.

—Lo intentaré, señor —aseguró Dahl.

—No bastará con que lo intente —dijo Abernathy, que dio una fuerte palmada a Dahl en el hombro—. Necesito oír de sus labios que lo hará. —Sacudió con fuerza a Dahl por el hombro.

—Lo haré —dijo Dahl.

—Gracias, alférez Dill —dijo Abernathy.

—Dahl, señor.

—Dahl —se corrigió Abernathy, volviéndose hacia el comandante Q’eeng, apartando la atención de Dahl de forma tan absoluta que fue como si hubiera apagado un interruptor—. Vamos, Q’eeng. Necesitamos hacer una llamada de hiperonda al almirante Drezner. No tenemos margen de error. —Abernathy salió al corredor con paso marcial, seguido de cerca por Q’eeng, que se despidió de Dahl con aire ausente.

Dahl permaneció de pie, inmóvil, unos instantes, vial en mano.

—Voy a repetirlo otra vez —dijo, hablando solo—: Pero qué coño.

* * *

Se abrió la puerta del almacén, y por ella asomaron Cassaway y Mbeke.

—¿Qué querían? —preguntó Cassaway.

—¿Otra vez comprobando el inventario? —preguntó Dahl, burlón.

—Nosotros no le decimos cómo hacer su trabajo —dijo Mbeke.

—Bueno, ¿qué querían? —preguntó Collins, que irrumpió de pronto por la puerta del laboratorio, seguida por Trin, taza de café en mano.

Dahl se planteó la posibilidad de lanzar un buen grito, pero se contuvo para concentrarse en la respuesta. Mostró en alto el vial.

—Se supone que debo encontrar una contrabacteria para esto.

—¿Una qué? —preguntó Trin—. ¿No querrá decir más bien una vacuna?

—Me limito a repetir lo que me han pedido —dijo Dahl—. Y me han dado seis horas.

—Seis horas —repitió Trin, mirando a Collins.

—Así es. Lo cual, aunque supiera qué es una contrabacteria, no es tiempo suficiente. Lleva semanas elaborar una vacuna.

—Dígame, Dahl. Cuando Q’eeng y Abernathy estaban aquí, ¿cómo se dirigieron a usted? —preguntó Collins.

—¿A qué se refiere?

—¿Entraron y le dijeron sin más lo que necesitaban? ¿O se pusieron a hablar sin descanso y soltaron un montón de paridas que usted no necesitaba saber?

—Bueno, se enrollaron un poco, sí.

—¿Se mostró el capitán especialmente dramático? —preguntó entonces Cassaway.

—En este contexto, ¿qué entiende usted por «particularmente dramático»?

—Algo así —dijo Mbeke, que puso las manos en los hombros de Dahl y lo sacudió—. ¡Maldita sea, hombre! ¡No me venga con que lo intentará! ¡Hágalo!

Dahl dejó con cuidado el vial en la mesa para evitar soltarlo accidentalmente.

—Dijo casi esas mismas palabras —respondió a Mbeke.

—Vaya, pues son algunas de sus palabras favoritas —dijo Mbeke, que no insistió más.

—No entiendo nada de todo esto —confesó Dahl, mirando a sus compañeros de laboratorio.

—Una pregunta más —dijo Collins, ignorando la queja del alférez—. Cuando le dijeron que tenía que hallar esta contrabacteria en un plazo de seis horas, ¿le dijeron el porqué?

—Sí. Dijeron que era el plazo que quedaba para salvar la vida del teniente.

—¿Qué teniente? —preguntó Collins.

—¿Acaso importa eso?

—Responda a la pregunta, alférez —dijo Collins, mencionando el rango de Dahl por primera vez en una semana.

—Uno llamado Kerensky —dijo Dahl.

Hubo una pausa después de pronunciar el apellido.

—Pobre capullo —dijo Mbeke—. Siempre acaba jodido, ¿no?

—Se recuperará —dijo Cassaway tras lanzar un bufido. Y volviéndose hacia Dahl, añadió—: Hubo algún muerto, ¿no?

—Un alférez llamado Lee se licuó —dijo Dahl.

—Lo ves —dijo Cassaway a Mbeke.

—De verdad, alguien tiene que explicarme lo que está pasando aquí —insistió Dahl.

—Ha llegado la hora de sacar la caja —anunció Trin, sorbiendo de nuevo el café.

—Cierto —dijo Collins, que señaló a Cassaway con una inclinación de cabeza—. Vaya a buscarla, Jake.

Cassaway puso los ojos en blanco y se dirigió al almacén.

—Al menos díganme quién es el teniente Kerensky.

—Forma parte de la dotación asignada al puente —le informó Trin—. Técnicamente es astronavegante.

—El capitán y Q’eeng dijeron que formaba parte de un grupo de desembarco encargado de tomar muestras biológicas —dijo Dahl.

—Estoy seguro de que fue así —dijo Trin.

—¿Por qué asignar semejante misión a un astronavegante?

—Ahora entenderá usted a qué venía el «técnicamente» de antes. —Trin tomó otro sorbo de café.

La puerta del almacén se deslizó al abrirse y Cassaway salió con una especie de caja pequeña en las manos que acercó hasta la placa de inducción más próxima que estaba vacía. La cosa se encendió.

—¿Qué es eso? —preguntó Dahl.

—Es la Caja —aclaró Cassaway.

—¿Tiene un nombre formal?

—Probablemente.

Dahl se acercó para inspeccionarla de cerca, abriéndola y mirando dentro.

—Parece un horno microondas —dijo.

—Pues no lo es —dijo Collins, que tomó el vial y se lo confió a Dahl.

—Entonces, ¿qué es? —preguntó a Collins el alférez.

—Es la Caja —respondió Collins.

—¿Y ya está? ¿La caja?

—Si le hace sentirse mejor pensar que se trata de un ordenador cuántico dotado de una avanzada capacidad artificial inductiva, cuyo diseño nos ha sido legado por una raza avanzada pero extinta de guerreros-ingenieros, entonces puede usted considerarla como tal —dijo Collins.

—¿De eso se trata? —insistió Dahl.

—Claro —dijo Collins, devolviendo el vial al alférez—. Póngalo en la Caja.

Dahl contempló el vial antes de cogerlo.

—¿No quiere que prepare la muestra?

—Normalmente ése sería el procedimiento, sí —dijo Collins—. Pero estamos hablando de la Caja, con mayúscula, así que limítese a meterlo ahí.

Dahl insertó el vial en la Caja, colocándolo en mitad del disco de cerámica que había al fondo, en el interior. Cerró la portezuela de la Caja y observó el panel situado en la parte exterior, donde figuraban tres botones: uno verde, uno rojo y uno blanco.

—El verde la pone en marcha —informó Collins—. El botón rojo la para. El blanco sirve para abrir la portezuela.

—Tendría que ser algo más complejo que eso —opinó Dahl.

—Normalmente lo es —se mostró de acuerdo Collins—. Pero esto es…

—Esto es la Caja —terminó la frase Dahl—. Eso ya lo he pillado.

—Ahora póngala en marcha —dijo Collins.

Dahl presionó el botón verde. La Caja se puso en marcha, emitiendo un zumbido. En el interior se encendió una luz. Dahl echó un vistazo para ver que el vial giraba en el disco donde lo había colocado, movido por una cinta transportadora.

—Menuda tomadura de pelo —dijo Dahl a nadie en particular, antes de levantar de nuevo la vista hacia Collins—. Y ahora, ¿qué?

—¿Dice que Abernathy y Q’eeng le pusieron un plazo de seis horas?

—Así es —confirmó el alférez.

—Pues en unas cinco horas y media la Caja le hará saber que tiene una solución —aseguró Collins.

—¿Cómo me lo hará saber?

—Mediante un fuerte timbrazo. —Y Collins abandonó la sala.

* * *

Unas cinco horas y media después, más o menos, se oyó un timbre más discreto de lo que esperaba. El zumbido que surgía del motor de la cinta transportadora de la Caja cesó, y también se apagó la luz.

—Ahora, ¿qué? —Dahl no quitaba ojo de la Caja.

—Compruebe su tableta —sugirió Trin sin apartar la vista de su propio trabajo. Aparte de Dahl, era el único que seguía presente en el laboratorio.

Dahl se hizo con la tableta, y tras encenderla apareció en pantalla la imagen giratoria de una compleja molécula orgánica, además de una larga columna de datos. Dahl intentó interpretarlos.

—Es un sinsentido —dijo al cabo de un minuto—. Una larga, larga columna de sinsentidos.

—No hay problema —dijo Trin, que abandonó su propio trabajo para acercarse a Dahl—. Ahora preste atención. Esto es lo que hará a continuación. En primer lugar, lleve la tableta al puente, allí encontrará a Q’eeng.

—¿Por qué? —preguntó Dahl—. Podría enviarle los datos por correo.

Trin negó con la cabeza.

—No es así como funciona la cosa.

—Pero… —empezó a decir Dahl, momento en que Trin levantó la mano para interrumpirlo.

—Haga el favor de cerrar el pico y prestar atención, ¿quiere? Sé que no tiene sentido, que es una estupidez, pero así es como debe hacerse. Lleve la tableta a Q’eeng. Muéstrele los datos. Luego, una vez los haya consultado, diga: «Casi la tenemos, pero la capa de proteína nos está dando problemas». Luego señale cualquier punto de los datos que figuren en pantalla en ese momento.

—¿La capa de proteína? —preguntó Dahl.

—No tiene por qué ser la capa de proteína —dijo Trin—. Usted diga lo que quiera. Errores de transcripción de las enzimas. La reproducción del ADN no responde adecuadamente. Personalmente creo que lo de la capa de proteína es lo más fácil. Aquí el asunto es que usted necesita decir que todo es casi perfecto, excepto algo concreto que debe afinarse. Y es en ese momento cuando señala los datos.

—¿De qué me servirá eso?

—Proporcionará una excusa a Q’eeng para arrugar el entrecejo, mirar fijamente los datos durante un minuto y decirle que usted ha pasado por alto algo básico que él resolverá —detalló Trin—. En ese momento, usted tendrá la opción de decir algo del estilo de «¡Por supuesto!» o «¡Asombroso!», o, si realmente quiere hacerle la pelota, «Nosotros no podríamos haberlo solucionado ni en un millón de años, comandante Q’eeng». A él le van esas cosas. No lo admitiría en público, pero le van.

Dahl despegó de nuevo los labios, momento en que Trin volvió a levantar la mano.

—O usted podría hacer lo que hacemos los demás, que es salir cagando leches del puente en cuanto le sea posible —sugirió Trin—. Entréguele los datos, señale el error, deje que lo resuelva, recupere la tableta y salga de allí. No llame la atención sobre sí mismo. No diga o haga nada inteligente. Haga acto de presencia, cumpla con su cometido y salga de allí. Es lo más inteligente que puede hacer. —Trin volvió a volcar su atención en su trabajo.

—Nada de todo esto tiene el menor sentido —dijo Dahl.

—No, no lo tiene —admitió Trin—. Ya se lo he dicho antes.

—¿Alguno de ustedes se tomará la molestia de explicarme qué pasa?

—Quizá algún día —dijo Trin, sentado ante su consola—. Pero no en este momento. En este momento tiene que correr a llevar esos datos al puente para que los vea Q’eeng. Su plazo de seis horas está a punto de vencer. Aprisa.

* * *

Al salir a toda velocidad por la puerta del laboratorio de xenobiología, Dahl chocó con alguien, cayó al suelo y perdió la tableta. Cuando se recompuso, miró a su alrededor en su busca, pero la había recogido la persona con la que había chocado: Finn.

—Nadie tendría que andar por ahí con tantas prisas —dijo Finn.

Dahl le arrebató la tableta de las manos.

—Usted no tiene en la conciencia a nadie que acabará licuado, a menos que llegue al puente en diez minutos —dijo Dahl, que se alejó en dirección al puente.

—Eso es muy dramático —dijo Finn, alcanzando a Dahl.

—¿No tiene algo que hacer?

—Sí —dijo Finn—. Tengo que ir al puente. Debo entregar un manifiesto a mi jefe, el capitán Abernathy.

—¿Acaso nadie a bordo envía mensajes por correo? —preguntó Dahl.

—Aquí en el Intrepid les gusta el toque personal.

—¿Cree que se trata de eso? —preguntó Dahl cuando pasaron junto a un puñado de tripulantes.

—¿Por qué lo pregunta?

—No tiene importancia —dijo Dahl tras encogerse de hombros.

—Me gusta esta nave —confesó Finn—. Es mi sexto destino. Todas las demás naves en las que he servido estaban mandadas por oficiales que tenían un palo metido en el culo en todo lo relativo a los procedimientos y protocolos. Esta nave cuenta con una atmósfera tan relajada que es como estar en un crucero. Qué coño, pero si mi propio jefe se escaquea del capitán siempre que se le presenta la ocasión.

De pronto, Dahl frenó el paso, obligando a Finn a hacer lo propio para evitar un segundo choque.

—Se escaquea del capitán —dijo.

—Es como si tuviera una especie de sexto sentido —dijo Finn—. En un momento dado está hablando de una noche que pasó con un ambisexual gordusiano, y al instante siguiente sale a por café. En cuanto desaparece por la puerta entra el capitán.

—¿Me lo dice usted en serio?

—¿Por qué cree que soy yo quien entrega los mensajes?

Dahl negó con la cabeza y echó a andar de nuevo, seguido por Finn.

El puente era elegante y contaba con una distribución espléndida, tanto que a Dahl le recordaba el vestíbulo de algunos rascacielos que había visitado en la zona alta.

—Alférez Dahl —lo saludó el oficial científico jefe Q’eeng al verlo entrar desde su consola—. Por lo visto le gusta apurar al máximo.

—Hemos trabajado lo más rápido que hemos podido —se excusó Dahl.

Se dirigió hacia Q’eeng, a quien mostró la tableta con la columna de datos que iba desfilando por la pantalla y la molécula que giraba sobre sí. Q’eeng observó la pantalla en silencio. Al cabo de un minuto, levantó la vista a Dahl y carraspeó.

—Lo siento, señor —dijo Dahl, recordando su línea de diálogo—. Teníamos un noventa y nueve por ciento cuando topamos con un problema. Se trata de… la capa de proteína. —Un segundo después señaló un punto de la ristra de datos absurdos.

—En su laboratorio siempre tropiezan con la capa de proteína, ¿no es así? —murmuró Q’eeng, observando de nuevo la pantalla.

—Sí, señor.

—La próxima vez, recuerde examinar con mayor atención la relación existente entre los enlaces péptidos —le advirtió Q’eeng, tecleando algo en la tableta—. Descubrirá que tiene la solución delante de las narices. —Orientó la tableta hacia Dahl. La molécula que giraba sobre sí había dejado de hacerlo y varios de sus enlaces estaban iluminados en un parpadeante color rojo. Por lo demás, la molécula no había experimentado ningún otro cambio.

—Eso es asombroso, señor —dijo Dahl—. No sé cómo ha podido escapárseme.

—Sí, claro —dijo Q’eeng, que volvió a aporrear el teclado táctil de la tableta. Los datos se trasmitieron desde el aparato a la consola del oficial científico jefe—. Por suerte quizá tengamos tiempo suficiente para obtener la solución mejorada y llevarla al sintetizador de material para salvar a Kerensky. —Q’eeng devolvió con gesto brusco la tableta a Dahl—. Gracias, alférez, eso es todo.

Dahl abrió la boca, pretendiendo decir algo más. Q’eeng se quedó mirándolo, intrigado. Entonces la imagen de Trin se materializó en la mente del alférez.

«Haga acto de presencia, cumpla con su cometido y salga de allí. Es lo más inteligente que puede hacer.»

Por tanto, Dahl inclinó levemente la cabeza y abandonó el puente.

Finn lo alcanzó al cabo de un instante.

—Bueno, menuda pérdida de mi tiempo —comentó—. Me encanta.

—Hay algo que huele raro en esta nave —dijo Dahl.

—Confíe en mí, no hay absolutamente nada raro —aseguró Finn—. Es su primer destino. Le falta perspectiva. Acepte lo que le dice un profesional: no encontrará un lugar mejor donde servir.

—No estoy muy seguro de que sea de fiar… —dijo Dahl, que se interrumpió al ver que un espectro peludo aparecía ante ambos. El espectro se los quedó mirando y hundió un dedo en el pecho de Dahl.

—Usted —dijo el espectro, hundiendo más el dedo—. Usted ha tenido mucha suerte ahí dentro. No sabe la suerte que ha tenido. Escúcheme, Dahl. Manténgase alejado del puente. Evite la narrativa. La próxima vez lo absorberá, eso seguro. Entonces todo habrá acabado para usted. —El espectro miró a Finn—. Usted también, holgazán. Será carne de cañón…

—¿Quién es usted y qué medicación está tomando? —preguntó Finn.

El espectro miró burlón a Finn.

—No crea que me propongo volver a advertírselo —dijo—. Háganme caso o no, pero si no lo hacen dense por muertos. Y entonces, ¿qué? Pues que estarán muertos. Eso es el qué. A partir de ahora depende de ustedes. —El espectro se alejó a paso vivo, doblando una esquina que daba a un túnel de cargamento.

—¿Qué coño era eso? —preguntó Finn—. ¿Un yeti?

Dahl se volvió hacia su compañero, pero no respondió. Recorrió el pasillo y accionó el panel de acceso que daba al túnel.

Pero el corredor estaba vacío.

Finn apareció a espaldas de Dahl.

—Recuérdeme lo que acababa de decirme acerca de este lugar —dijo.

—Que hay algo que huele raro en esta nave —repitió Dahl.

—Pues sí —admitió Finn—. Creo que es muy posible que tenga razón.