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Los nuevos tripulantes del Intrepid fueron recibidos a bordo por un oficial de cubierta llamado Del Sol, que rápidamente los hizo desfilar a los puestos que les habían asignado. Dahl se personó ante el oficial científico jefe de la nave, Q’eeng.

—Señor —se presentó Dahl, saludando.

Q’eeng respondió al saludo.

—Alférez aspirante Dahl —dijo—. Es un placer conocerle. No siempre recibo así a los recién llegados, pero acabo de terminar mi turno de servicio y se me ha ocurrido que podría mostrarle su puesto. ¿Tiene algún objeto personal que quiera guardar?

—No, señor —respondió Dahl.

Su equipaje y el de los demás era sometido a inspección por parte de los miembros de seguridad de a bordo, que posteriormente distribuirían por las cabinas que les asignaran, cuya ubicación les sería informada mediante un mensaje enviado a sus teléfonos.

—Tengo entendido que ha pasado varios años en Forshan y que habla usted la lengua de allí —dijo Q’eeng—. Los cuatro dialectos, me refiero.

—Así es, señor —dijo Dahl.

—Estudié brevemente en la Academia —dijo Q’eeng, que carraspeó antes de añadir—: Aaachka faaachklalhach ghalall chkalalal.

Dahl mantuvo la misma expresión facial. Q’eeng acababa de intentar pronunciar con el tercer dialecto el tradicional saludo del cisma de la derecha «Te ofrezco el pan de la vida», pero tanto la estructura de la frase como el acento lo habían transmutado en «Violemos tartas juntos». Haciendo a un lado el hecho de que sería muy inusual que un miembro del cisma de la derecha hablase de forma voluntaria el tercer dialecto, que era el dialecto natal del fundador del cisma de la izquierda y, por tanto, la tradición dictaba evitarlo, violar mutuamente una tarta no constituía una práctica que se considerase aceptable en Forshan.

Aaachka faaachklalhach faadalalu chkalalal —dijo Dahl, ofreciendo la respuesta tradicional de «Rompo el pan de la vida contigo» en el tercer dialecto.

—¿Lo he dicho correctamente? —preguntó Q’eeng.

—Su acento es peculiar, señor.

—Por supuesto. Entonces, tal vez deba dejar en sus manos cualquier conversación en la lengua de Forshan.

—Sí, señor.

—Sígame, alférez —ordenó Q’eeng al tiempo que echaba a andar.

Dahl apretó el paso para mantenerse a su altura.

En torno a Q’eeng, el Intrepid era un hervidero de actividad; la dotación y los oficiales se desplazaban con paso decidido por los corredores, todos ellos con aspecto de tener entre manos un asunto de gran importancia. Q’eeng pasó entre ellos como si cortase el oleaje. Se apartaban de él como por arte de magia al verlo acercarse, y recuperaban su actividad en cuanto pasaba de largo por su lado.

—Esto es como caminar por el centro en plena hora punta —comentó Dahl, mirando a su alrededor.

—Verá que todos los miembros de esta tripulación son eficientes y efectivos —explicó Q’eeng—. Como buque insignia de la Unión Universal, el Intrepid puede escoger a los suyos.

—Eso no lo dudo, señor —dijo Dahl, que se volvió brevemente para mirar hacia atrás.

Los tripulantes situados a su espalda habían frenado el paso considerablemente y observaban atentos a Q’eeng y a él. Dahl fue incapaz de interpretar sus expresiones.

—Tengo entendido que usted solicitó en la Academia ser destinado al Intrepid —expuso Q’eeng.

—Sí, señor. —Dahl devolvió la atención a su oficial superior—. Su departamento está haciendo un trabajo muy innovador. Parte de lo que hacen ustedes a bordo es tan avanzado que tuvimos serias dificultades reproduciéndolo en la Academia.

—Espero que eso no sea una sugerencia de que somos unos chapuceros —le advirtió Q’eeng con cierta tensión en el tono de voz.

—En absoluto, señor —aseguró Dahl—. Su reputación como científico es impecable. Y sabemos que en la clase de trabajo a la que se dedica su departamento, las condiciones iniciales son a un tiempo significativas y difíciles de recrear.

Q’eeng se mostró más relajado al oír aquello.

—El espacio es inmenso —explicó—. La misión del Intrepid consiste en explorar. Buena parte de la ciencia que investigamos es de trinchera: identificar, describir, formular hipótesis iniciales. Luego seguimos adelante, dejando que sean los demás quienes desarrollen nuestro trabajo.

—Sí, señor. Es esa ciencia de trinchera la que me interesa. La exploración.

—Entonces se verá usted tomando parte en las misiones de desembarco —dijo Q’eeng.

Ante ellos, un tripulante pareció tropezar con sus propios pies. Dahl le asió del brazo para evitar que cayera.

—¡Guau! —exclamó Dahl, ayudándole a incorporarse—. Tenga cuidado.

Cuando el tripulante se alejó, el «gracias» murmurado quedó prácticamente enmudecido con el rápido eco de sus pasos.

—Ágil y educado —dijo Dahl con una sonrisa torcida, antes de dejar de sonreír al reparar en que Q’eeng se había parado y le miraba con fijeza—. Señor.

—Los desembarcos —insistió Q’eeng—. ¿Se ve usted participando en los equipos que los componen?

—En la Academia todo el mundo me consideraba más bien una rata de laboratorio —dijo Dahl. Q’eeng arrugó el entrecejo—. Pero entiendo que el Intrepid es una nave exploradora, así que no veo el momento de explorar.

—Espléndido —respondió Q’eeng, que echó de nuevo a andar—. Ser una rata de laboratorio está bien en la Academia, y puede que sea adecuado en otros destinos. Pero el motivo de que el Intrepid haya realizado tantos descubrimientos, que, entre otros, han sido interesantes para usted, se debe a la disposición de los tripulantes a actuar sobre el terreno y ensuciarse las manos. Le pido que tenga eso en mente.

—Sí, señor.

—Muy bien —dijo Q’eeng, que se detuvo ante una puerta cuyo letrero rezaba «Xenobiología». La puerta daba a un laboratorio y la franqueó, seguido por Dahl.

Estaba vacío.

—¿Dónde están todos, señor? —preguntó el alférez.

—Los miembros de la dotación del Intrepid efectúan constantes consultas interdepartamentales, y a menudo están destinados a otros puestos secundarios, incluso terciarios —explicó Q’eeng—. Su tercer cometido, por cierto, es el de miembro auxiliar del departamento de lingüista por su conocimiento de la lengua de Forshan. Así la gente no se siente tan encadenada a su puesto.

—Entendido, señor.

—De todos modos… —Q’eeng sacó el teléfono e hizo una llamada—. Teniente Collins. Acaba de llegar al laboratorio el nuevo miembro de su departamento para presentarse ante usted. —Hubo una pausa—. Bien. Eso es todo. —Q’eeng guardó el teléfono—. La teniente Collins llegará en seguida para darle la bienvenida.

—Gracias, señor —contestó Dahl, haciendo el saludo militar.

Q’eeng asintió, respondió al saludo y se alejó por el corredor. Dahl se asomó por la puerta para verlo marcharse. La quilla de Q’eeng, capaz de cortar el oleaje, lo precedió hasta que dobló una esquina y lo perdió de vista.

* * *

—Eh —dijo alguien a espaldas de Dahl.

El alférez se dio la vuelta. Había un tripulante de pie en mitad del laboratorio. Dahl se volvió de nuevo hacia la puerta, atento a la esquina por la que había desaparecido Q’eeng, antes de mirar de nuevo al tripulante.

—Ah, hola —le saludó Dahl—. Usted no estaba aquí hace unos instantes.

—Sí, tenemos esa capacidad —dijo el tripulante, que se acercó a Dahl con la mano extendida—. Jake Cassaway.

—Andy Dahl. —Se estrecharon la mano—. ¿Y puede saberse cómo lo hacen?

—Es un secreto profesional —dijo Cassaway.

De pronto se abrió una puerta situada en el extremo opuesto del laboratorio, por la que entró otra tripulante.

—Un secreto profesional que no ha durado nada —se lamentó Cassaway.

—¿Qué hay ahí dentro? —Dahl señaló la puerta con un gesto.

—Es el almacén.

—¿Estaban escondidos en el almacén?

—No estábamos escondidos —negó la tripulante—. Hacíamos inventario.

—Andy Dahl, le presentó a Fiona Mbeke —dijo Cassaway.

—Hola —saludó Dahl.

—Tendría que alegrarse de que estuviésemos haciendo inventario, porque eso significa que usted, por ser el nuevo, no tendrá que hacerlo.

—Vaya, pues muchas gracias —dijo Dahl.

—Pero sí tendrá que traer los cafés —puntualizó Mbeke.

—Eso lo daba por sentado.

—Y mire, ahí llegan los demás —anunció Cassaway, señalando con una inclinación de cabeza la pareja que entraba por la puerta del corredor.

Uno de ellos, una mujer, se acercó de inmediato a Dahl, quien la saludó al ver la identificación de teniente que llevaba en el hombro.

—Relájese —dijo Collins, que sin embargo devolvió el saludo—. Aquí la única vez que saludamos es cuando Su Majestad entra por la puerta.

—Se refiere al comandante Q’eeng —dijo Dahl.

—Pero se habrá dado cuenta del chiste —dijo Collins—. «Q’eeng» suena como «queen», que en inglés es «reina».

—Sí, señora —afirmó Dahl.

—Ya ve que aquí somos muy aficionados a los juegos de palabras —explicó Collins.

—Entendido, señora —dijo Dahl con una sonrisa.

—Muy bien. Porque lo último que necesitamos es tener otro capullo serio por aquí. Veo que ya conoce a Cassaway y Mbeke.

—Sí, señora.

—Se habrá dado cuenta de que soy su jefa —dijo, abarcando con un gesto a los tripulantes presentes—. Y éste es Ben Trin, segundo al mando del laboratorio. —Trin dio un paso al frente para estrechar la mano de Dahl—. Y con él ya estamos todos.

—Exceptuando a Jenkins —señaló Mbeke.

—Bueno, no verá a Jenkins —dijo Collins.

—Podría —objetó Mbeke.

—¿Cuándo fue la última vez que vio a Jenkins? —preguntó Trin a Mbeke.

—Creí verlo en una ocasión, pero resultó ser un yeti —dijo Cassaway.

—Ya basta de hablar de Jenkins —dijo Collins.

—¿Quién es Jenkins? —preguntó Dahl.

—Está metido en un proyecto independiente —explicó Collins—. Es muy exhaustivo. Olvídelo, nunca lo verá. Veamos… —Alargó el brazo hacia una de las mesas, levantó una tableta y la encendió—. Nos llega usted de la Academia con muy buenas notas, señor Dahl.

—Gracias, señora.

—¿Sigue Flaviu Antonescu dirigiendo el departamento de xenobiología?

—Sí, señora.

—Por favor, Dahl, deje de rematar todas sus frases con ese «señora», suena como si tuviera una especie de tic en las cuerdas vocales.

Dahl sonrió de nuevo.

—De acuerdo —dijo.

Collins asintió mientras volcaba de nuevo su atención en la pantalla de la tableta.

—Me sorprende que Flaviu le recomendara para servir a bordo del Intrepid.

—Al principio se negó —admitió Dahl, recordando la discusión que había mantenido con el jefe de su departamento en la Academia—. Quería que aceptase un puesto en un laboratorio de investigación de Europa.

—¿Por qué no lo aceptó? —quiso saber Collins.

—Quería ver el universo. No me sedujo nada la perspectiva de pasarme la vida mirando microbios de Europa, metido en un túnel de hielo a sesenta kilómetros de la superficie.

—¿Tiene algo en contra de los microbios de Europa? —inquirió Collins.

—Estoy seguro de que como microbios son la mar de majos —dijo Dahl—, así que merecen a alguien que realmente desee estudiarlos.

—Debió usted mostrarse muy insistente para lograr que Flaviu cambiase de opinión —dijo Collins.

—Mis notas eran lo bastante altas para llamar la atención del comandante Q’eeng. Y tuve la suerte de que surgiese una vacante aquí.

—No fue suerte —intervino Mbeke.

—Fue un tiburón del hielo longraniano —dijo Cassaway.

—Que es todo lo contrario a tener suerte —dijo Mbeke.

—¿Un qué? —preguntó Dahl.

—El miembro de la tripulación a quien sustituye usted se llamaba Sid Black —explicó Trin—. Formaba parte del grupo de desembarco de Longran Siete, que es un planeta de hielo. Mientras exploraban una ciudad del hielo abandonada, el grupo de desembarco fue atacado por tiburones del hielo. Se llevaron a rastras a Sid. Nadie volvió a verlo.

—A su pierna sí —dijo Mbeke—. Al menos la parte inferior.

—Silencio, Fiona —ordenó Collins, enfadada. Dejó en la mesa la tableta y se volvió de nuevo hacia Dahl—. Ya ha conocido al comandante Q’eeng —dijo.

—Sí.

—¿Le ha mencionado las misiones de desembarco?

—Sí —confirmó Dahl—. Me preguntó si me interesaba tomar parte en ellas.

—¿Qué respondió?

—Le dije que solía dedicarme al trabajo de laboratorio pero que asumía que participaría en misiones de desembarco. ¿Por?

—Q’eeng lo tiene en su radar —dijo Trin a Collins.

Dahl miró a Trin, antes de volcar de nuevo la atención en la teniente.

—Aquí hay algo que se me escapa, señora —dijo.

—No —dijo Collins, volviéndose hacia Trin—. Prefiero tener la opción de adoctrinar a mi tripulación antes de que Q’eeng les eche el guante. Eso es todo.

—¿Existe algún desacuerdo filosófico entre ustedes? —preguntó Dahl.

—No tiene importancia —dijo Collins—. No se preocupe por ello. Veamos, lo primero es lo primero. —Señaló hacia un rincón—. Usted se sentará a esa consola. Ben le proporcionará una tableta y le darás las indicaciones pertinentes, y Jake y Fiona le pondrán al corriente de cualquier cosa que quiera saber. Sólo tiene que preguntar. Ah, como es usted el nuevo tendrá que encargarse del café.

—Ya me lo habían dicho.

—Muy bien —dijo Collins—, porque no me vendría mal tomarme una taza ahora mismo. Ben, encárgate de enseñarle dónde está todo.

* * *

—¿Os preguntaron por los grupos de desembarco? —preguntó Duvall mientras llevaba la bandeja a la mesa donde Dahl y Hanson se hallaban sentados.

—A mí sí —respondió Hanson.

—También a mí.

—¿Es cosa mía o a bordo todo el mundo se comporta de forma rara cuando los mencionan? —preguntó Duvall.

—Pon un ejemplo —pidió Dahl.

—Me refiero a que a los cinco minutos de ocupar mi nuevo puesto oí tres historias distintas de tripulantes que habían estirado la pata en una misión de desembarco. A uno lo aplastó una roca al caer. A otro la toxicidad de la atmósfera. Y el tercero se evaporó de resultas de un impacto de arma de pulso.

—Uno murió al averiarse la escotilla de la lanzadera —dijo Hanson.

—A otro lo devoraron los tiburones del hielo —dijo Dahl.

—¿Perdón? —Duvall parpadeaba, perpleja—. ¿Qué coño es un tiburón del hielo?

—A mí me ha pasado lo mismo —admitió Dahl—. Tampoco tenía ni idea de que existieran.

—¿Se trata de un tiburón compuesto de hielo? —preguntó Hanson—. ¿O de uno que vive en el hielo?

—No me lo especificaron —respondió el alférez, pinchando un trozo de carne con el tenedor.

—Estoy pensando que tendrías que haberlos insultado por mentirosos después de contarte lo de los tiburones del hielo —opinó Duvall.

—A pesar de la escasez de detalles, encaja con lo que has dicho —dijo Dahl—. La gente aquí está obsesionada con las misiones de desembarco.

—Eso se debe a que siempre muere alguien en ellas —matizó Hanson.

Duvall enarcó ambas cejas.

—¿Qué te empuja a decir eso, Jimmy?

—Bueno, nosotros somos los reemplazos de antiguos miembros de la dotación —explicó Hanson, señalando entonces a Duvall—. ¿Qué pasó con el tripulante al que sustituyes? ¿Lo han trasladado?

—No —dijo Duvall—. Es el que murió evaporado.

—El mío se precipitó al vacío cuando la escotilla se averió —dijo Hanson—. Y el de Andy acabó devorado por un tiburón del hielo. Quizá tengas que admitir que aquí pasa algo raro. Me apuesto a que si localizamos a Finn y Hester nos dirán tres cuartos de lo mismo.

—Hablando del rey de Roma… —dijo Dahl, señalando con el tenedor. Hanson y Duvall se volvieron hacia el lugar al que señalaba y vieron a Hester de pie al final de la cola del comedor, bandeja en mano, mirando el comedor con aire entristecido.

—Desde luego ése no es la alegría de la huerta —comentó Duvall.

—Ah, no pasa nada —dijo Hanson, que seguidamente llamó a Hester. Éste dio un respingo al oír su nombre, pareció plantearse si debía unirse a ellos y, finalmente, fue como si se resignase ante la idea, caminó hacia su mesa y se sentó dispuesto a comer.

—Bueno —dijo finalmente Duvall a Hester, tratándolo con familiaridad—. ¿Qué tal te ha ido el día?

Hester se encogió de hombros mientras revolvía la comida con el tenedor. Al cabo, torció el gesto al levantar la vista, dejar el cubierto en la mesa y mirar a su alrededor.

—¿Qué pasa? —preguntó Duvall.

—¿Es cosa mía o aquí todo el mundo está obsesionado con las putas misiones de desembarco?