Cuando por fin me metí en la cama era medianoche. Los inspectores Paglia y Odessa llegaron a casa de los Hevener poco después que Lonnie y por lo menos hicieron como que me compadecían mientras hablábamos de los acontecimientos que habían desembocado en la muerte de Tommy. Me consideraban una testigo, no una sospechosa, lo que sin duda tuvo mucho que ver con el trato que me dispensaron. Lonnie estuvo ojo avizor, a pesar de todo, y protegió mis derechos durante la entrevista cada vez que creyó que se estaban propasando. La inspección del escenario del crimen duró una eternidad: huellas dactilares, dibujos, fotografías; el interminable bucle de mi declaración, que repetía contando hasta los detalles más absurdos. Guardaron y etiquetaron la Davis como prueba. Pasaría un año por lo menos hasta que volviera a verla. A Richard lo detuvieron en menos de una hora, en la 101, camino de Los Ángeles. Cabía la remota posibilidad de que se hubiera llevado las joyas, pero no estaba segura. Lonnie me llevó a casa.
El lunes por la mañana me salté la carrera, y luego el gimnasio. Donde no tenía agujetas tenía cardenales. También estaba deshecha emocionalmente. Fui a la oficina, empecé a dar vueltas y al final encontré plaza para aparcar a unas seis manzanas. Recorrí a pie todo aquel trecho y tomé el ascensor. Cuando entré en el bufete, vi a Jennifer sentada a su mesa, poniéndose la última capa de laca en las uñas.
Por una vez, Ida Ruth y Jill no parecían vigilarla. Las encontré hablando en el pasillo. Al verme, guardaron silencio y me miraron con lástima.
—El café está hecho —dijo Jill—. ¿Quieres que te traiga una taza?
—Sí, muchas gracias.
Entré en el despacho y marqué el número de Fiona. Cuando contestó, intercambiamos la cháchara habitual. Supuse que no sabía nada del tiroteo, porque no lo mencionó. O no le importaba. Siempre cabía esta segunda posibilidad, tratándose de ella.
Al fondo oí ruido de metales, sillas arrastrándose y gritos: la bulliciosa prole de Blanche, que pasaban la tarde en casa de la abuelita. Con aquellos suelos de cemento, el ruido sonaba a pista de patinaje o de autos de choque.
—Usted me dijo que averiguase quién vivía en la casa de Bay Street. Ya tengo la respuesta. Allí viven los padres de Clint Augustine, y el hijo está con ellos…
—Ya le dije que tenían una aventura.
—Bueno, no exactamente.
Jill apareció por la puerta y dejó una taza de café encima del escritorio. Le lancé un beso y pasé a explicarle a Fiona la enfermedad de Clint. Me había informado sobre la dermatomiositis en el Manual Merck que tengo en el escritorio de casa. La enfermedad ya era terrible de por sí, y los síntomas de Clint en particular eran graves.
—Sospecho que durante el último año no ha estado en condiciones de tener relaciones sexuales ni de ningún otro tipo —señalé aliviada al hablar de algo que no fuera el tiroteo de la noche anterior.
—Puede que la haya juzgado mal —admitió Fiona a regañadientes.
—Es difícil saberlo —dije, para no hurgar en la herida.
—¿Y el dinero desaparecido?
—La policía lo está investigando, así que ya lo resolverán ellos. No le cobraré el tiempo que dediqué a ese detalle.
Pareció recuperarse de la desilusión.
—Bueno, supongo que aquí finaliza nuestro contrato. Calcule usted lo que le debo y dedúzcalo del saldo del anticipo. No hace falta que me presente ningún informe final. Con esta llamada será suficiente.
—De acuerdo. Esta misma tarde le enviaré un cheque por correo.
Titubeó un momento.
—¿Podría devolverme el dinero en metálico?
—Claro. No hay problema. Se lo llevaré esta tarde.
Estaba sentada a la mesa, limpiando y organizando archivos, cuando entró Jennifer y me alargó un papel.
«Kinsey:
»Perdona lo que te hice, pero no tenía elección. Aquí está la diferencia entre nosotras: básicamente, tú eres honrada y tienes conciencia. Yo no.
»Mariah».
—¿Dónde estaba esto?
—Encima de mi mesa.
Más muerta que viva, acerqué el teléfono y marqué el 713, prefijo de Texas, y luego el 555-1212, de información. Cuando respondió la operadora, le pedí el teléfono del sheriff del condado donde estaba Hatchet. Me dio el número y lo anoté. Luego acerqué la carpeta que me había dado Mariah Talbot. Repasé los recortes de prensa hasta que vi el nombre del sheriff que había investigado el asesinato de los Hevener. Marqué el número de Mariah y escuché el mensaje de siempre: «Hola, soy Mariah Talbot. Está usted al habla con las oficinas de Seguros El Guardián en Houston, Texas…». Colgué. Cualquiera podía grabar un mensaje así en un contestador automático. Cualquiera podía encargar un paquete de tarjetas comerciales.
Marqué el número de Texas y pregunté por el sheriff Hollis Cayo. Me identifiqué y dije desde dónde le llamaba.
—He estado dándole vueltas a dos homicidios que investigó usted en 1983. Jared y Brenda Hevener.
—Los recuerdo —dijo—. Eran buenas personas y no merecían aquello. ¿Qué desea exactamente?
—Creo que debo transmitirle cierta información. Tommy Hevener murió anoche. Su hermano le disparó en medio de una discusión.
Se produjo un momento de silencio mientras mi interlocutor asimilaba lo que le había dicho.
—No puedo decir que me sorprenda. Espero que no me dirá ahora que Richard viene hacia Hatchet.
—No, no. La policía lo detuvo y lo encerró en la cárcel de aquí. Por lo que sé, está en bancarrota total, así que seguramente lo defenderá un abogado de oficio. Pero hay algo que quisiera saber. ¿Llegaron a detener a Casey Stonehart?
—No, señora. Se esfumó. Desapareció del mapa poco después de los asesinatos y probablemente lo ayudaron los dos hermanos. Nuestra mejor hipótesis es que murió, pero nunca lo sabremos. Texas es un estado muy grande. Hay muchas hectáreas donde cavar tumbas anónimas.
—Tengo entendido que la hermana de Brenda Hevener y Seguros El Guardián querían presentar una demanda. ¿Sabe usted algo de eso?
—Sí, señora. Creo que por estas fechas andan recogiendo información. ¿Por qué le interesa?
—Hace una semana vino una investigadora privada a mi despacho y me gustaría saber si usted la conoce. Se llama Mariah Talbot.
Casi vi su sonrisa cuando respondió.
—Sí, la conocemos. «María la Arpía». Metro setenta y cinco, sesenta y siete kilos, veintiséis años. Ojos azules y pelo prematuramente gris.
—Bueno, me alegra oírle decir eso. Empezaba a creer que se lo había inventado todo. ¿Cuánto hace que trabaja para Seguros El Guardián?
—Yo no he dicho que trabaje ahí. El caso es que Talbot es el nombre del hermano mayor de Casey. Hay otro que se llama Flynn. Y creo que hay otros dos por alguna parte, pero con los que yo trato es con los dos primeros. La cuestión es que es una familia de impresentables. No hacen más que entrar y salir de la cárcel, son una banda de sociópatas.
Sentí un escalofrío.
—¿Y qué tiene que ver Mariah con ellos?
—La mujer de que usted habla es Mariah Stonehart, hermana de Casey. La única mujer de la familia.
—Ah —dije.
Cuando colgué, apoyé la cabecita en la superficie de la mesa. Supongo que debería haberlo sabido, pero ya no había ninguna duda: aquella mujer era astuta.
A las diez y media fui a los juzgados municipales a hacer una comprobación para Tina Bart. Sería un consuelo enfrascarse en los interminables trámites de la burocracia cotidiana, donde las probabilidades de violencia y traición eran mínimas. Además, sentía una curiosidad auténtica por las operaciones comerciales de Glazer, sobre todo por su conexión con Servicios Administrativos Genesis. El investigador de Prevención del Delito probablemente le seguía ya la pista a las tres empresas más grandes que había oído mencionar: Millennium Health Care, Silver Age y Endeavor Group. No sé por qué, pero tenía la sensación de que las cosas estaban empezando a ponerse feas para Joel Glazer y su socio, Harvey Broadus.
Empecé por la Oficina del Asesor, que estaba en el edificio de la Administración del Condado, y allí repasé los impuestos pagados por Pacific Meadows. Como era de esperar, Glazer y Broadus figuraban como propietarios. Busqué otras propiedades que fueran nominalmente suyas e hice una lista. Salí de la Oficina del Asesor y me dirigí al Registro del Condado. Los archivos estaban ordenados allí por Vendedores y Compradores. Pasé una hora revisando ventas de propiedades, escrituras de otorgamiento, escrituras de fideicomiso, gravámenes fiscales, cesiones de derechos y restituciones. Tina Bart tenía razón. El edificio y el suelo de Pacific Meadows habían cambiado de manos tres veces en los últimos diez años, y cada venta había comportado un aumento sustancial del precio. La finca se había vendido a Maureen Peabody en 1970 por 485.000 dólares. Esta la había vendido a Endeavor Group en 1974 por 775.000 dólares. En 1976 se vendió a Silver Age por 1.500.000 dólares; y, finalmente, en 1980, la adquirió la compañía de Glazer y Broadus, Century Comprehensive, por la friolera de tres millones. Por los impuestos devengados por la operación de compraventa, vi que el valor catastral de la propiedad era de 2.700.000 dólares.
Crucé la calle, entré en la biblioteca pública y me puse a buscar el nombre de Maureen Peabody en los directorios municipales. Entre el directorio y el «listado», descubrí que era la viuda de un hombre llamado Sanford Peabody, quien había trabajado en el City Bank de Santa Teresa desde 1952 hasta que murió, en primavera de 1976. Era muy probable que Maureen comprara el geriátrico con el dinero que había heredado.
Tuve un presentimiento y volví a los juzgados para comprobar los matrimonios celebrados entre 1976 y 1977. Descubrí que en febrero de 1977 se había expedido una licencia de matrimonio a nombre de Maureen Peabody y Fredrick Glazer, el segundo matrimonio para ambos. Ella tenía cincuenta y siete años y él sesenta y dos. No hacía falta mucha imaginación para comprender que Maureen era la madrastra de Joel Glazer. Podía apostar a que el nombre de Maureen volvería a aparecer entre los ejecutivos de Endeavor y Silver Age. La única cuestión pendiente era quién poseía Genesis, la compañía gestora de Pacific Meadows. La compañía figuraba con otras entre las solicitudes de inscripción de una razón social inexistente. La propietaria oficial era Dana Jaffe, en representación de Servicios Administrativos Genesis. La dirección postal estaba en Santa Maria. Como domicilio privado había puesto la casa de Perdido, la misma en la que vivía cuando estuve buscando a Wendell Jaffe. Era muy probable que Joel la hubiese convencido de que firmara la representación antes de casarse. Puede que Dana entendiera el significado o que no lo entendiera. En la superficie, Genesis era totalmente independiente de Pacific Meadows. En el fondo, Joel Glazer controlaba ambas, lo que lo situaba en la posición ideal para cosechar los beneficios de toda la facturación fraudulenta que se presentaba a la Seguridad Social. Por suerte no iba a estar cerca cuando Dana descubriese que se había casado con otro sinvergüenza. Se había enfadado conmigo cuando había metido a su hijo en la cárcel. La que iba a armar cuando tuviera que renunciar al tren de vida que llevaba en Horton Ravine.
Salí a la luz de la calle, parpadeando como si hubiera estado en un cine. Miré el reloj. Era cerca de mediodía y sentía curiosidad por saber cómo iba la investigación policial. Deduje las dos horas extra que me había concedido Fiona. Luego fui al banco y saqué los novecientos setenta y cinco dólares que le debía. Crucé Anaconda y fui andando por Floresta hasta la sandwichería Arcade. La ventana de pedidos para llevar estaba abierta, pero no parecía que tuviera mucho trabajo. Las mesas y los bancos estaban aún demasiado húmedos para que los utilizara nadie. Al pasar por delante del escaparate vi a Odessa sentado solo ante una mesa de mármol; era el único cliente del local, a pesar de que la cafetería de enfrente estaba abarrotada. Lo saludé con la mano y entré. Me senté en la silla de varillas dobladas que había al otro lado de la mesa.
—¿Qué tal? —dijo.
—He estado peor. Pensaba que hoy te llevarías la comida al despacho.
—Demasiado deprimente. Necesito luz. Los fluorescentes me dan ganas de suicidarme.
Se estaba comiendo otra hamburguesa que le habían puesto con algunas patatas fritas en una caja roja de plástico.
—Al menos comes a gusto.
Sonrió. El aire húmedo le había encrespado el ya rebelde pelo negro. Cualquier mujer en su situación se desesperaría probando lacas, geles, espumas y productos contra los rizos. Paglia lo había hecho bien: se había afeitado el cráneo. Odessa señaló las patatas, invitándome a robarle alguna.
Negué con la cabeza.
—No, gracias. Vengo de fisgar en el registro de la propiedad. Parece que los socios del doctor Purcell han estado defraudando a la Seguridad Social y quieren echarle la culpa a él.
—¿Estás hablando de Glazer?
—Y de Harvey Broadus. Purcell lo descubrió y concertó una cita con el FBI. Nadie sabe lo lejos que estarían dispuestos a llegar para que tuviera la boca cerrada. ¿Qué ha dicho el forense?
—Encontró restos de pólvora en la sien derecha. No había mucha cantidad para analizar, pero dice que la herida tiene más aspecto de haberse producido con semicontacto que con contacto. Significa que la pistola estaba a cierta distancia y no apretada contra la piel. Purcell habría podido hacerlo si su brazo hubiera medido veinte centímetros más. Volvieron a registrar la zona del pantano, pero hasta ahora no han encontrado la bala. Creo que van a ampliar el radio de búsqueda. Es posible que le dispararan en otra parte y después llevaran el coche allí.
—Eso sería muy complicado, ¿no? ¿Con él sentado al volante?
—Tampoco eso le encajaba a Jonah. Ya lo conoces. No deja de pensar en la manta que llevaba Purcell en las rodillas, la verde claro de moaré. Preguntó a Crystal y le dijo que se la había regalado ella. Hace un año le dio una especie de botiquín para urgencias en carretera, por si le pasaba algo: comida, linterna, botella de agua, material de primeros auxilios… Lo llevaba en el maletero del coche. La manta era parte del conjunto. Jonah cree que el asesino se la puso encima y se sentó en las piernas del muerto para conducir el coche hasta el lugar donde lo encontramos. Habría utilizado la manta para no mancharse de sangre.
—Vaya, qué sangre fría. ¿Y el moaré no habría dejado pelos en los pantalones del asesino?
—Claro. Y restos de sangre también, pero ha tenido tiempo de sobra para deshacerse de los indicios.
Tomé una patata frita, la mojé en salsa de tomate y volví a dejarla en la caja.
—Hablé con Crystal anoche. Encontró el pasaporte de Dow en el bolsillo de un abrigo que llevó en el último viaje que hicieron. ¿Y Paulie? ¿Cuál es su historia?
—Jonah me hizo investigarla después de hablar contigo. La primera vez que la detuvieron tenía trece años; su abuela creyó que le habían robado el coche y llamó a la policía, pero resultó que se lo había llevado Paulie. También ha estado detenida por merodeo y por daños intencionados. Es una muchacha con demasiado tiempo libre y poca vigilancia.
—Ella y Leila juntas, problema seguro.
—La investigación no ha terminado. Hemos enviado a un agente a la escuela para comprobar si los días en que estaba fuera del pensionado coinciden con las fechas de los reintegros efectuados por el cajero automático. Si esas chicas pasan el fin de semana en un sitio que no sea su casa, necesitan el permiso de un progenitor o del tutor, además de la autorización de la persona a la que quieren visitar. Por lo visto, siempre se las ha apañado para jugar a dos bandas. No es fácil. La dirección de la escuela ha visto todos los trucos del mundo, pero es una chica lista. Hemos confiscado los extractos bancarios y los archivos del servicio de correos donde está el apartado postal. El fiscal del distrito y el asistente social están hablando con el juez en este preciso momento. Esperamos tenerlo resuelto esta tarde.
—Hay algo más. El otro día pasé por la casa de Horton Ravine. Leila había salido de la escuela sin permiso. Crystal estaba histérica y me autorizó para registrar su cuarto. Tiene una cajita de metal escondida debajo del colchón. Probablemente sea droga, pero también podría estar allí el dinero desaparecido. Quizá Paulie y ella planearan escaparse. No sería mala idea no perderlas de vista.
—Descuida —dijo.
Volví al despacho a la una y cuarto. La lluvia empezaba a caer otra vez y ya me tenía harta. Desde el asesinato de Tommy, con el despliegue de adrenalina que había propiciado, se había apoderado de mí una extraña depresión. La conversación con Odessa había precipitado la caída irremediable. Envidié a los tres, a Jonah Robb, a Odessa y a Jim Paglia. Purcell había sido asesinado y, aunque podían tardar en averiguar quién lo mató, seguían trabajando en ello.
Me senté al escritorio y me quedé mirando las hojas del ficus artificial. Visto desde el centro de la habitación, el polvo acumulado parecía talco. Un día de aquellos limpiaría a fondo. Giré el sillón y empuñé un bolígrafo. Dibujé una caja en el secante.
Pasé el resto de la tarde haciendo las faenas que había venido posponiendo durante la semana anterior. Mecanografié la información que había descubierto sobre Genesis e hice fotocopias de las facturas de Klotilde, adjuntando una parte razonable de su historial. Esperaba que nadie me preguntara cómo había obtenido aquella información. Mientras hacía fotocopias de los originales y veía la luz pasar por la pantalla, me puse a pensar en la petición de Fiona. ¿Por qué querría que le abonara los novecientos setenta y cinco dólares en metálico? Seguro que había una explicación muy sencilla. No creía que temiera en serio que fuese a darle un cheque sin fondos, así que tenía que ser otra cosa. No se me iba de la cabeza la imagen de su casa de la ladera. Recordé las telas y andamios que parecían constituir el decorado permanente del vestíbulo.
También le daba vueltas a la manta de moaré verde que Crystal había regalado a Dow, y a la posibilidad de que el asesino se hubiera sentado en sus rodillas después de apretar el gatillo. Yo no habría querido ir muy lejos. Desde luego, no me habría metido por caminos públicos, para evitar que un transeúnte u otro conductor mirasen en el momento más inoportuno y me vieran en brazos de un muerto. Si yo fuera el asesino, habría pensado en el pantano, en lo genial que sería que el muerto y el coche desaparecieran a la vez. Jonah había partido de la base de que el asesino había cometido un error al calcular mal la posición de la roca que había impedido que el coche se hundiera por completo. Pero ¿y si era al revés? ¿Y si el asesino había querido que encontraran el coche? Si la muerte de Dow tenía que parecer un suicidio, el error accidental podía no ser tal error. El asesino sabía que la roca estaba allí y había creído que el coche sería visible cuando se hiciese de día. Pero el vehículo se desvió ligeramente y se hundió tanto que quedó oculto.
Hasta última hora de la tarde no abrí el cajón inferior del escritorio para sacar el listín telefónico y buscar en las páginas amarillas la sección de pintores. Habría unos cien, columna tras columna, unos con anuncios enmarcados, otros con eslóganes graciosos: SI USTED NO PINTA NADA EN SU CASA, LLÁMENOS Y LE PINTAREMOS MONAS; CHARLIE MONAS E HIJOS, PINTORES. Imaginé por un momento a la familia Monas sentada a la mesa de la cocina, proponiendo ocurrencias y comparando ideas a fin de aprovechar al máximo el presupuesto para publicidad.
Empecé por la A y recorrí nombres con el dedo hasta que tropecé con uno que recordaba haber visto en los rótulos que había ante la casa de Fiona. Ocupaba un renglón. RALPH TRIPLET, COLGATE. Sin señas. Anoté el teléfono. Fiona tenía la pinta de ser de las que contrataban a trabajadores independientes, demasiado necesitados de trabajo para discutir con ella. Se había saltado todos los vistosos anuncios de media página y página entera.
Marqué el número de Ralph Triplet. Tenía que inventar una excusa, pero no se me ocurría ninguna.
Respondieron al primer timbrazo.
—Pinturas Ralph Triplet.
—Muy buenas, señor Triplet —dije—. Me llamo Kinsey Millhone. Acabo de hacer un trabajo para Fiona Purcell, del Camino del Pantano Viejo…
—Espero que haya cobrado.
—Por eso le llamo. ¿Tarda mucho en pagar, quizá?
—Más bien es que no paga. ¿Ha visto su casa? Blanco por todas partes. Cualquiera pensaría que es fácil, pero hemos probado ya seis matices distintos: hielo, alabastro, cáscara de huevo, ostra… No encuentra nada que le vaya bien. Cuando llevo pintada media pared, quiere otro color. Demasiado verde, dice. O que le quite rosa. Y a todo esto hace semanas que no me paga. El arquitecto ha solicitado que se le embargue la finca y yo ya la amenazo con hacer lo mismo. Al final fui a comprobar su crédito. Tendría que haberlo hecho al principio, pero ¿cómo iba a saberlo? Le gusta aparentar, pero el caso es que está utilizando una tarjeta de crédito para saldar las deudas de la otra. ¿Cómo dice usted que se llama?
—No importa —dije, y colgué.
Saqué las fichas sujetas con la goma elástica. Esta vez no escribí nada. Las removí una y otra vez, fijándome en la información que había recogido la semana anterior, sobre todo en los detalles del último día de Dow. La señora Stegler me había hecho de pasada un comentario que en aquellos momentos, a la luz de todo lo que había averiguado desde entonces, me llamó la atención. Dijo que Fiona había pasado por allí mientras Dow estaba fuera comiendo. Lo había esperado en su despacho y finalmente se había ido, dejándole una nota. Yo había estado sentada en aquel despacho y sabía lo fácil que le habría resultado abrir el cajón y sacar la pistola.
Mientras subía por el Camino del Pantano Viejo entre la creciente oscuridad, me sentía como en un estado de animación suspendida. Mi único síntoma de agitación era que tomaba las curvas demasiado aprisa para las condiciones de la húmeda carretera. Tenía una idea, una intuición que verificar antes de llamar a Jonah Robb. Doblé a la izquierda por el camino que se desviaba junto a la finca y me detuve en el aparcamiento de detrás de la casa.
Fui a la puerta principal y llamé al timbre. Tardó lo suyo en responder. Me quedé mirando el lago Brunswick; bajo aquella débil luz, la superficie parecía tan plateada como si fuera de mercurio. Habían transcurrido once días desde la primera vez que había llegado a aquel sitio y me había puesto a contemplar el mismo paisaje. La empinada pendiente era ya un lugar de ensueño poblado de arbustos que llegaban a la rodilla: cardos, avena silvestre y centeno abatidos por el viento. Si seguía lloviendo, la ya reblandecida ladera se hundiría hasta sepultar la calzada.
Se abrió la puerta. Pese a hacer de niñera de sus nietos, Fiona llevaba un traje negro de lana con grandes hombreras y frunces en la cintura. Las solapas y los puños de la chaqueta eran de falsa piel de leopardo. Llevaba el cabello oculto por un turbante que también imitaba la piel de leopardo. No conseguía parecerse a Gloria Swanson. Le di el sobre.
—He incluido una factura para su contabilidad. Espero que no le importe firmar un recibo por el dinero.
—Claro que no. ¿No quiere pasar?
Entré en el vestíbulo. Había un triciclo en el pasillo y el suelo estaba cubierto con los mismos objetos infantiles que había visto en casa de Blanche: juegos de construcciones, piezas de plástico, un calcetín, galletas partidas, pinturas. Los niños habían construido una gigantesca tienda de campaña con las telas y lienzos del pintor, que ahora cubrían todas las sillas de la sala. Los vi dar saltos, emitiendo las risas chillonas y artificiales que preludian una terrible y encarnizada batalla.
Fiona me firmó el recibo. Se había pintado las uñas de rojo oscuro, y también los labios. Tenía una mancha de carmín en los incisivos. El efecto era extraño, como si tuviera gingivitis. Arranqué la copia del recibo y se la di.
—¿Qué tal está Blanche? —pregunté.
—Muy bien. Al menos esta tarde tendrá paz y tranquilidad. Andrew pasará a recoger a los niños después de cenar…, en el caso de que estemos vivos todavía.
—¿Puedo usar su cuarto de baño?
—Hay uno en la cocina.
—Enseguida vuelvo —dije.
Fiona regresó al salón y se puso a dar órdenes a los nietos para que lo recogieran todo. Me pareció que los niños cooperaban.
Crucé la cocina y abrí la puerta que comunicaba con el garaje de tres plazas. El cielo estaba oscuro y apenas se veía nada en aquel recinto. Había un BMW aparcado en la plaza más cercana, pero las otras dos estaban vacías. Fiona me había dicho que, cuando Dow iba a visitarla, le hacía guardar el coche en el garaje para no dar pie a habladurías. Encendí la luz, pero sirvió de poco.
Saqué la linterna y fui hasta la pared del fondo. Me imaginé sentada en el Mercedes plateado de Dow. Miré a la izquierda y calculé la trayectoria de una bala disparada desde el asiento delantero, que atravesara la cabeza del conductor y la ventanilla y fuera a dar allí. Habría apostado cualquier cosa a que Fiona no se habría molestado en sacar el proyectil de la pared. Tenía a mano pintura blanca de sobra para ocultar cualquier prueba de sus actos. ¿Quién iba a mirar en aquel sitio? La policía y sus detectores de metales estarían rastreando la ladera hasta el camino.
La pared parecía totalmente lisa a la débil luz de la bombilla del techo. Pasé la mano por encima, esperando advertir el ligero bulto del yeso. La pared estaba intacta. Ni una señal. La enfoqué con la linterna en oblicuo, esperando que destacara algún relieve. No había nada. Recorrí todo el perímetro, pero no vi el menor indicio de que a Dow le hubieran disparado allí antes de trasladar el coche. Ni trozos de cristal ni manchas de aceite donde debía de haber estado el Mercedes. Estaba desconcertada, tan frustrada que sentía ganas de llorar. Tenía que ser como yo pensaba. Estaba segurísima.
Se abrió la puerta de la cocina y apareció Fiona. Me miró fijamente.
—Pensé que le había pasado algo.
También yo la miré, con la boca repentinamente seca, mientras buscaba una explicación que justificara mi conducta.
—El inspector Paglia estuvo aquí antes haciendo exactamente lo mismo. Examinó las paredes en busca de una bala incrustada y no encontró ninguna.
—Fiona, lo siento.
—De eso estoy segura. —Guardó silencio unos instantes—. Una pregunta, si me lo permite. Si realmente hubiera matado a Dowan, ¿por qué la habría contratado a usted?
Las mejillas me ardían, pero sabía que tenía que decirle la verdad.
—Pensé que necesitaba que encontrasen el cadáver para cobrar el seguro. Contratándome, quedaba libre de toda sospecha.
Su mirada me traspasó, pero no levantó la voz.
—Es usted una joven muy arrogante. Salga de mi casa.
Y se fue dando un portazo.
Salí del lugar, subí al coche y bajé por la colina, muerta de vergüenza y sin saber dónde meterme. ¿Cómo podía excusarme? Me había equivocado con ella. Me había equivocado con Crystal y Clint Augustine. Me había equivocado con Mariah, que me había tomado el pelo. Al llegar al cruce, giré a la izquierda. Había recorrido una manzana cuando vi una figura conocida que andaba de espaldas por el arcén. Era Paulie, con el pulgar levantado. Tejanos, botas de excursionista y la misma cazadora de cuero negro que le había visto la vez anterior. Cuero de excelente calidad, por cierto. Me pregunté si Leila y ella la habrían comprado con los treinta mil.
Reduje la velocidad y me detuve en el arcén mientras Paulie corría hacia mí. Cuando llegó, abrí la portezuela del copiloto.
—Sube. ¿Vas a ver a Leila?
—Sí. Está en la casa de la playa.
Entró y cerró de un portazo, esparciendo aromas de tabaco y marihuana. Tenía el pelo castaño y liso, y podía haberle brillado si se hubiera acordado de lavárselo. Vi gotas de lluvia prendidas de sus mechones, como si fueran lentejuelas. Tenía un aspecto poco corriente, pero había algo obsesivo en sus ojos grandes y castaños.
—Puedes dejarme en la ciudad —sugirió—. Allí es fácil encontrar quien me lleve.
—No me importa llevarte. Me vendrá bien tomar el aire —dije. Esperé a que no pasara ningún coche y reanudé la marcha—. Tienes suerte de que haya venido por aquí. No suelo moverme por esta zona. ¿Estabas en casa de Lloyd?
—Sí, pero él no estaba y no he encontrado la llave, y no quería esperarle con este frío. ¿No estás harta de esta puta lluvia?
No respondí a aquello.
—¿Sois amigos Lloyd y tú?
—Un poco, por Leila.
—¿Cómo crees que se sentirá cuando Lloyd se vaya a vivir a Las Vegas? ¿Crees que lo echará de menos?
—Una burrada. Se quedó hecha una mierda cuando lo supo.
—¿Ha vuelto a la escuela?
—Hasta el miércoles no. La llevará su madre.
—Bueno, quizá pueda ir a visitar a Lloyd cuando él se haya instalado —dije—. ¿Cuándo se va? Dijo que dentro de un par de días.
—Más o menos. Quiero que me lleve con él.
—¿Dejarías la ciudad?
—Pues claro. Este sitio es una mierda.
—¿No tienes familia aquí?
—Sólo a mi abuela, y a ella no le importaría. Me deja hacer todo lo que quiero.
La miré.
—¿Has estado alguna vez en Las Vegas?
—Cuando tenía seis años. —Una sonrisa iluminó su cara y su expresión se animó—. Nos alojamos en el Flamingo. Mi hermana y yo nos bañamos en la piscina y comimos tanto cóctel de gambas que vomitó en unos arbustos. Y cuando anochecía nos dedicábamos a terminar todas las bebidas que la gente se dejaba en las mesas. ¡Qué fuerte! ¡Hacíamos cada una…! Ni siquiera podíamos andar derechas.
—No sabía que tuvieras una hermana.
—No la he visto desde entonces, ni a ella ni a mi madre.
Sentí curiosidad, pero ya le había hecho muchas preguntas y no quería que pensara que la estaba interrogando… aunque era lo que estaba haciendo, claro está.
—Yo lo pasaría mal con tanto calor.
—A mí me gusta. Apuesto a que no me molestaría ni siquiera en verano. Me resultaría fácil vivir allí. Qué pasada.
—¿Y el dinero no sería un problema?
—Qué va. Tengo mucho. —Vi que vacilaba, sopesando el patinazo que acababa de dar. Era evidente que había hablado más de la cuenta—. Es probable que encuentre trabajo aparcando coches en cualquiera de los grandes casinos. Algo por lo que den buenas propinas. El tipo que conozco dice que un aparcacoches puede llegar a ganar cien pavos diarios.
—Creía que tenías dieciséis años.
—Todo el mundo dice que parezco mayor. Llevo encima un carnet de conducir falso que dice que tengo dieciocho. Nadie lo comprueba. Mientras aparezcas a la hora de trabajar, ¿a quién le importa? —Yo pensaba que era espabilada, pero sus ideas sobre el funcionamiento del mundo no eran más que fantasías—. ¿Crees que no sé cuidar de mí misma?
—Estoy segura de que sí.
—Me las arreglo bien sola. Ya me he acostumbrado. Vivo en la calle la mitad del tiempo, así que mejor allí que aquí. Quizá Lloyd consiga una casa y me deje vivir con él.
—¿Crees que eso estaría bien?
Me miró con indignación.
—No me lo estoy follando. Sólo es un amigo.
—¿Qué hará Leila si te vas? Creía que erais inseparables.
Lo que en realidad estaba pensando era lo fácil que le resultaría a Lloyd meter a las chicas en el coche antes de salir de California. No creía que Paulie quisiera irse sin Leila. La miré y vi que forcejeaba con la respuesta.
—Es su problema. Ya se las arreglará.
Llegamos a casa de Crystal. Me detuve en el aparcamiento y Paulie bajó del coche. No creía que Crystal se alegrara de verla, aunque probablemente se comportaría con educación. Supuse que Leila y Paulie, inseparables como eran, acabarían en la cárcel en las próximas horas. Lástima de Las Vegas y su fabulosa carrera como aparcacoches.
Dejé el motor encendido y esperé a que Paulie llamara al timbre. Vi que en la casa de al lado, sobre el rótulo de SE VENDE, habían cruzado una pegatina que decía VENDIDA. Crystal abrió la puerta. Si le molestó ver a Paulie, no lo manifestó; quizá fuera más fácil tratar con Leila cuando Paulie estaba presente. Vio mi coche y me saludó con la mano. Le devolví el saludo y di marcha atrás, iluminando con los faros el garaje descubierto, donde estaban el Volvo y el descapotable. La plaza de la izquierda estaba vacía y supuse que sería donde aparcaba Dow. Sentí un escalofrío. Doblé por Paloma Lañe, recorrí media manzana y me detuve en el arcén. Bajé y volví a la casa. Al pisar el camino del aparcamiento oí crujir la grava, como si masticaran hielo.
Crystal había cerrado la puerta y todo estaba a oscuras. Olía el océano y oía el batir de las olas. El silencio era como un bálsamo que flotara en el inmóvil aire nocturno. La lluvia había dejado tras de sí un fuerte olor a algas marinas, a ramas de pino y a soledad. Hasta la oscuridad poseía un olor propio. «Atrévete a ser idiota», me dije. «De todas formas, hay gente que cree que lo eres, de modo que la cosa tiene poca importancia».
Tal como había hecho en casa de Fiona, visualicé el Mercedes en la posición en que habría estado si Dow lo hubiera aparcado allí aquella noche y me acerqué al punto que habría coincidido con el asiento delantero. Quizá Crystal le había prometido una orgía y se la había explicado con detalles tan apetitosos que Dow había dado plantón a Fiona para irse con su mujer. Seguramente se la imaginó saliendo a recibirlo con un camisón sugestivo, o cualquier otra cosa transparente, de un tejido tan suave y sedoso que la brisa del mar lo levantaría. Crystal sabía utilizar su cuerpo. Podía tener ya en casa el Colt Python 357. Había dicho a la policía que Dow lo guardaba en su despacho del geriátrico o en la guantera del coche. Ella tenía acceso a los dos sitios, gracias sobre todo a las visitas de Griffith al geriátrico. Aunque hubiese aparecido con chándal y zapatillas de deporte, le habría bastado con abrir la puerta del coche y matarlo con la suavidad de un beso. Llevar el cadáver al pantano fue un bonito detalle para despistar y, al parecer, el riesgo de que la vieran en la autopista tuvo menos peso que la posibilidad de complicar a Fiona. Dada la cantidad de dinero que Fiona iba a cobrar, era inevitable creer que sería la primera sospechosa para la policía.
Miré a la izquierda y calculé la trayectoria de una bala disparada en aquella dirección. Al fin y al cabo, si le habían disparado desde el otro asiento y la bala había atravesado la cabeza del buen doctor, dicha bala, después de romper la ventanilla, había tenido que empotrarse en la pared de madera de la casa contigua, que estaba a tres metros.
Anduve por la desigual franja de hierba que se extendía entre el garaje descubierto y la casa de al lado. Puede que antaño hubiera sido un garaje independiente y que lo hubieran adosado posteriormente a la casa como ala de invitados o sala de recreo. Saqué la linterna y la encendí. Aparté los arbustos y barrí con la luz las tablas mal cortadas. El agujero era grande, y tan negro como una telaraña rinconera.
Volví sobre mis pasos y me dirigí a la puerta principal de la casa de Crystal. Pulsé el timbre. Abrió enseguida y como preparada para recibir a un pedigüeño o a un vendedor.
—Ah, no esperaba que fueras tú —dijo—. ¿Qué pasa?
—¿Me dejas llamar por teléfono?
Pareció desconcertada, pero retrocedió un paso y me dejó entrar. Iba descalza, con chándal y con el cabello recogido en lo alto de la cabeza. Miró al exterior.
—¿Y tu coche?
—En el camino. El motor se caló y necesito otro medio de transporte para volver a casa.
—Puedo llevarte yo —propuso—. Espera un momento, que voy por las llaves.
—No, no, por favor. No quiero molestarte. Tengo un buen amigo que vive cerca y es un mecánico experto. Le pediré que eche un vistazo. Quizá pueda arreglarlo ahora mismo.
—Bueno, si no resulta, ya te llevaré yo.
Se oía música a todo volumen en el primer piso. Imaginé a Paulie y a Leila planeando la fuga. Esperaba que la policía se presentase antes de que desaparecieran realmente. No sabía dónde estaba Rand. Quizás en el cuarto de baño, preparando a Griffith para llevarlo a la cama.
Me acompañó al estudio y se quedó en el umbral mientras me sentaba ante el escritorio. Esbocé una sonrisa y dije, con la esperanza de que se fuera:
—No tardaré ni un minuto.
Descolgué y marqué el número de la casa de Jonah. Si contestaba Camilla, la jodíamos. Solía dejar el auricular en la mesa y no decía a Jonah que lo llamaban. Alguien se puso al habla.
—Jonah Robb. ¿Diga?
—Ah, hola. Soy yo.
—¿Kinsey?
Parecía confuso y seguramente lo estaba.
—Si, soy yo —confirmé.
—¿Qué pasa?
—Estoy en casa de Crystal, la de la playa. Tengo un pequeño problema y me gustaría que vinieras a echar un vistazo.
—Muy bien —dijo con cautela—. Allá voy. ¿De qué se trata?
—No te preocupes. Puedo esperar. ¿Te viene bien? También puedo llamar a Vince.
—Bueno, estoy en mitad de un asunto. ¿Es importante?
—Mucho. ¿Tienes la dirección?
—Conozco la casa. ¿Estás en algún apuro?
—Todavía no, pero podría ser. Hasta ahora, y gracias.
Colgué y, cuando levanté los ojos, Anica estaba con Crystal en la puerta. Las dos muy juntas, Crystal delante, Anica un poco detrás. Anica había apoyado la mano en el brazo de Crystal, y de repente entendí lo que había tenido delante durante todo el tiempo.
—¿Hay algún problema? —preguntó Anica.
—En realidad, no. Estoy esperando a un amigo para que me eche una mano. No sé qué le pasa a mi coche. Llegará enseguida.
—Ah, bueno. ¿Quieres tomar con nosotras una copa de Chardonnay mientras esperas?
—Pues sí.
Las seguí a la terraza. Y allí nos quedamos, sentadas en la oscuridad, las tres solas, bebiendo vino y charlando, escuchando el batir de las olas, hasta que llegó Jonah.