23

Apagué el motor y seguí sentada. La vi reducir la velocidad y aparcar en el camino de acceso. Empuñé el paraguas y bajé del coche al mismo tiempo que ella del suyo. Era una de esas ocasiones en que la línea recta era la distancia más corta entre dos puntos; no iba a esconderme entre los arbustos ni a mirar a hurtadillas por las ventanas para buscar la verdad.

—¿Crystal?

Ya había cruzado la verja y se volvió a mirarme. Llevaba una parka impermeable, botas camperas, tejanos ceñidos y un jersey blanco de punto grueso. Abrazaba un paquete de camisas para protegerlas de la humedad. Iba poco maquillada y se había recogido los rubios cabellos en un moño. Se quedó con una mano en el pestillo, visiblemente desconcertada.

—¿Podemos hablar un minuto?

Tardó en responder un poco más de lo normal.

—¿De qué?

—De Clint. Da la casualidad de que vamos al mismo gimnasio.

—¿Qué quieres?

Cabeceé.

—Alguien vio tu coche aquí y pensó que a lo mejor volvías.

Cerró los ojos unos segundos.

—Fiona.

No quería delatarla, pero tampoco veía razones para negarlo. ¿Con qué objeto? Crystal sabía que había estado trabajando para Fiona; además, ¿qué otra persona iba a seguirle los pasos?

—Supongo que sabrás que habló con el inspector Paglia.

—Joder. No puede dejar a nadie en paz. ¿Qué pretende? ¿Vigilar mis movimientos el resto de mi existencia? ¿Hacer que me sigan para poder señalarme con el dedo? Lo que yo haga con mi vida no es asunto suyo, maldita sea.

—Oye, oye, no fue idea mía. Si estás cabreada, desahógate con ella.

—Sí, claro. —Hizo una pausa y se esforzó por dominarse. Cuando volvió a hablar, su voz era más de resignación que de enfado—. Protejámonos de la lluvia. Es ridículo que nos quedemos aquí, empapándonos.

La seguí por la verja. Subimos los peldaños de la entrada y nos refugiamos bajo el porche. Cerré el paraguas y lo sacudí.

—Supongo que no tiene sentido fingir que no me has visto hoy.

—Me gusta tan poco como a ti.

—¿Sabes? Durante todo el tiempo que estuve casada con Dow, esa mujer hizo cuanto pudo para hacerme desgraciada. ¿Cuánta mierda más tengo que tragar?

—No es la única que oyó los rumores sobre Clint.

—¿Y de quién procedían? De Dana Glazer, seguro. Menudo pendón.

—La gente habla de estas cosas. Antes o después, tenía que salir a la luz.

—Oh, vamos. ¿Sabes una cosa? No hay ninguna ley que diga que no pueda visitar a un amigo, así que ¿por qué no vuelves y le dices que se vaya a tomar por el culo? —Gesticuló como arrepentida y enfadada consigo misma; tras una breve pausa, continuó—: No, no le digas eso. No quiero atizar el fuego. Clint era mi entrenador. Hacíamos pesas. Fin del mensaje. Nunca tuvimos relaciones sexuales de ninguna clase. Si no me crees, entra y pregúntaselo a él. Aquí te espero.

—¿Qué probaría eso? Estoy segura de que es demasiado caballero para delatarte.

—¿No tienes amigos varones? ¿Es que las relaciones entre un hombre y una mujer siempre tienen que pasar por el sexo?

—Yo no he dicho que seas culpable de nada. Te estoy diciendo lo que parece. La gente murmura. Fiona vio aquí tu coche ayer y hoy estás en el mismo sitio.

Me miró con fijeza y pareció tomar una decisión.

—Entra y te presentaré formalmente.

—¿Por qué iba a hacerlo?

—¿Por qué no? Ya que has llegado hasta aquí… Por cierto, encontré el pasaporte de Dow mientras revisaba su ropa. Estaba en el bolsillo interior del abrigo que se llevó a Europa el otoño pasado.

—Bueno, un misterio menos. ¿Son suyas? —pregunté, señalando las camisas.

—Otros pueden aprovecharlas.

Abrió la puerta de la casa con una llave que colgaba de su propio llavero. Entró y se hizo a un lado para dejarme pasar. No sé por qué, pero me sentía algo turbada.

La primera habitación estaba amueblada como un recibidor pasado de moda, con un sofá de respaldo curvilíneo, mesas de varios tamaños y sillas estilo reina Ana. Todos los muebles lucían un tapete de punto para protegerlos del polvo y de las manchas de grasa. Había un reloj de péndulo y cientos de chucherías; cristal blanco, cristal de oro, cristal de Steuben, porcelana Lladró, fotos enmarcadas de familiares fallecidos hacía mucho. Crystal apenas miró la habitación, siguió por el pasillo y salió por la cocina a un porche acristalado. Clint estaba en un sillón de ruedas La-Z-Boy, de cara al patio. Crystal dejó las camisas en una mesita de madera y le dio un rápido beso en la frente.

—Te he traído camisas y a una amiga. ¿Recuerdas a Kinsey? Va a tu gimnasio.

Al principio pensé: «No, no es Clint, me confundo. Ha de ser otra persona». Pero era él. Le ocurriera lo que le ocurriese, no era ni sombra de lo que había sido. Tenía contracturas en las manos y una debilidad muscular tan acentuada que apenas podía mover la cabeza. Había perdido muchos kilos. Tenía las órbitas hinchadas y amoratadas, como si le hubieran dado un puñetazo. Le vi manchas o lesiones cutáneas en la frente y en los brazos. Preferí no ver lo demás. Un viejo corpulento trabajaba en el patio, sujetando ramas de enredadera; probablemente era el padre de Clint, el hombre que había contestado al teléfono.

Crystal estaba diciendo:

—Hemos coincidido en la calle y me preguntó por ti.

—¿Qué tal estás? —dije, como una imbécil; era evidente que no estaba bien y que no lo volvería a estar nunca.

—Clint tiene dermatomiositis, una enfermedad sistémica del tejido conectivo. Muy aguda en su caso. Puede que sea una reacción autoinmune, pero nadie lo sabe. Se la diagnosticaron… a finales de enero, ¿no? —Se lo decía a él, como si buscara confirmación a sus palabras—. Los médicos esperaban que remitiera, y lo más aconsejable fue que estuviera en reposo absoluto.

—¿Por eso alquiló el chalecito de los Glazer?

—Sí. Quería tenerlo cerca de mí para no perderlo de vista. Cuando el contrato terminó, pensamos que era mejor que viniese a casa de sus padres durante un tiempo. —Se acercó a él—. ¿Dónde está tu madre? ¿Ha salido?

La respuesta de Clint fue un murmullo, pero ella pareció entenderlo, probablemente porque llevaba diez meses escuchando sus pautas prosódicas en deterioro creciente.

—¿Por qué no has dejado que la gente sepa la verdad?

—Clint me pidió que no lo hiciera, y yo he respetado su decisión. Por lo que has visto hasta ahora, ¿crees que hay algo más?

—Tendré que decírselo a Fiona.

—Claro —dijo—. Para eso te paga. Me sorprende incluso que lo saques a relucir.

—Podría ser muy complicado quitártela de encima.

Crystal sonrió a Clint, que la miraba con devoción perruna.

—Han descubierto el pastel —le dijo—. ¿Recuerdas a la exmujer de Dow? Por fin ha averiguado que tenemos un tórrido romance. Kinsey nos ha pillado con las manos en la masa.

Me ruboricé. A Clint pareció gustarle la broma y yo a duras penas podía quejarme.

—Tengo que irme —dije.

—Mejor. Se cansa cuando hay visita. Te acompañaré a la puerta.

Sentí el calor de su cólera mientras avanzábamos juntas. Sabía que le había sentado mal aquella invasión de su intimidad. De la suya y de la de Clint.

—Mira, lo siento.

—Olvídalo.

—¿Lo sabía Dow?

—Cualquiera pudo decírselo —repuso—. Yo, desde luego, no. La gente prefiere pensar lo peor. Eso es lo malo.

El tráfico era lento; había coches en todos los carriles de la autopista, estorbados al parecer por un accidente que había ocurrido un poco más adelante. Volví a mi casa por calles normales para evitar el atasco. Las farolas estaban encendidas y las calzadas brillaban como el charol bajo la lluvia. Había luz en todas las casas de mi barrio. Encontré un espacio para aparcar delante de la casa de Henry. Di gracias al cielo, porque me ahorraba los charcos de media manzana. Crucé la chirriante verja y rodeé mi casa para ir a la parte posterior. Las luces de la cocina de Henry estaban apagadas. Probablemente estaría en el local de Rosie, donde también yo estaría en un periquete.

Abrí la puerta y entré. Mientras la cerraba, alguien cargó contra ella desde el exterior y reculé con violencia. Mi bolso produjo un impacto sordo al tocar el suelo y vi que el llavero salía despedido y aterrizaba en la alfombra. Seguí trastabillando, manoteando instintivamente para mantener el equilibrio. Cuando llegué al suelo, Tommy Hevener me asió del pelo, me incorporó y me arrastró de espaldas. Tropezamos y se dejó caer con brusquedad, inmovilizándome entre sus rodillas. Me había dado la vuelta como a una tortuga y estaba boca arriba, manoteando en busca de un asidero. Se le había levantado el impermeable, pero no lo suficiente para no amortiguar cualquier golpe que yo pudiera propinarle.

Me echó una mano al cuello y me hundió los dedos de la otra en las mejillas, con tanta fuerza que me obligó a abrir las mandíbulas. Pegó su cara a la mía. Sentí su aliento en mi boca.

—Henry te dio el nombre de un joyero de Los Ángeles y resulta que ese tipo no existe. ¿De qué va todo esto?

La puerta se abrió con violencia, estrellándose contra la pared. Di un grito. Richard estaba en el umbral, con la gabardina negra. Cerró la puerta, totalmente impasible mientras Tommy me apretaba con más fuerza.

—Responde.

—No lo sé. Nunca he hablado con él. Alguien se lo dijo a Henry, y él se limitó a darme el nombre. Tú estabas allí.

—No.

Me zarandeó la cabeza, utilizando mi pelo como punto de apoyo. Le clavé las uñas en la mano para que aflojara la presa de los dedos. El dolor era insoportable.

—Suelta, suelta. Es la verdad. Nunca he visto a ese hombre. Lo juro.

—Dime que no encontraste la caja fuerte y la vaciaste.

—¿Qué caja fuerte?

—La del puto despacho. No te hagas la tonta. Sabes exactamente a qué me refiero. La forzaste. Nos limpiaste y queremos que nos devuelvas la mercancía.

—¿Qué mercancía? Ni siquiera sé de qué estás hablando.

—Levántala —dijo Richard.

Tommy no se movió. Me sujetaba el pelo con tanta fuerza que temí que me arrancase un mechón de cuajo. No podía mover la cabeza. Estaba muerta de miedo. ¿Qué había hecho Mariah? ¿Tenderme una trampa?

—Tommy —dijo Richard.

Tommy dejó de apretar a regañadientes. Me puse de lado y me alejé de él dando vueltas. Me puse a gatas y cabeceé mientras abría la boca con desesperación.

—No sé nada de ninguna caja fuerte. Nunca la he visto. —Me llevé una mano al cuello para tragar más aire—. Tendría que haber sido una idiota para haberla forzado. Todavía tengo la llave. Está en el llavero. —Fui a recogerlo y lo levanté para que lo vieran—. Míralas y piensa. Si lo hubiera hecho, habría cerrado el lugar para que no lo supierais. ¿Iba a dejarlo abierto para despertar sospechas?

—¿Cómo sabes que se quedó abierto? —preguntó Richard.

Parecía más tranquilo que Tommy, pero no menos peligroso. Me quitó el llavero, buscó la llave del despacho y la sacó de la anilla. El resto se lo arrojó a Tommy. Respondí a los dos, mirándolos alternativamente.

—Porque mi despacho actual está allí mismo, al otro lado del callejón. —Richard guardaba silencio y yo empecé a titubear—. Os estoy diciendo la verdad. Anoche pasé por mi oficina. Miré al otro lado del callejón y vi que la puerta estaba abierta.

—¿A qué hora?

—Creo que a las siete. Alrededor de las siete.

—¿Por qué no llamaste a la policía? —preguntó Tommy.

—Pensé que Richard estaría enseñando las dependencias.

Tommy estaba sentado, con las rodillas dobladas, moviendo la cabeza.

—Hostia. No sabes en qué lío estamos. Todo ha desaparecido, joder. Todo el maldito…

—Cierra el pico, Tommy. No hace falta que ella lo sepa. Saquémosla de aquí antes de que aparezca alguien.

—Siento que os robaran los objetos de valor, pero no fui yo. Os lo juro.

—Sí, vale, pero estamos hundidos de todas formas. Sin blanca. Se acabó.

—Déjalo ya —insistió Richard, y me puso en pie de un tirón—. Encárgate de ella. Yo conduciré.

—Conduciré yo. Es mi furgoneta.

—Muy bien.

Richard me rodeó con los brazos, inmovilizándome los míos contra los costados. Me levantó y me llevó hacia la puerta, mitad a cuestas y mitad a rastras.

Me sujeté al marco el tiempo suficiente para poner los pies en el suelo. Tensé las piernas para obligarlo a detenerse.

—Quiero mi bolso —dije gesticulando.

Me sentía como una niña reclamando el osito de trapo. Tommy se agachó, recogió el bolso y lo registró dando manotazos. Encontró la Davis, comprobó el cargador, se lo guardó y tiró el bolso a un lado. Con él se fueron mis esperanzas. Miré hacia atrás y vi que apagaba las luces, cerraba la puerta y se reunía con nosotros en el patio.

Tenía la furgoneta aparcada a la vuelta de la esquina. Richard me sujetaba el brazo izquierdo y me clavaba tanto los dedos que supe que me saldrían cardenales. Me bloqueaban por ambos lados y andaban a un paso que me obligaba a ir al trote. ¿Qué me harían? ¿Violarme, mutilarme y matarme? ¿Qué sentido tenía? Si me llevaban a su casa, ya podía gritar hasta desgañitarme, porque nadie me oiría.

Llegamos a la furgoneta. Richard abrió la puerta del copiloto. Abatió el asiento y me metió de un empujón en el estrecho espacio que había detrás, estrellándome la cabeza contra el quicio.

—¡Eh! —exclamé.

Aquello era intolerable. Me froté la cabeza como pude en aquel foso. Tommy se sentó al volante. Las dos puertas se cerraron con sendos impactos que sonaron a disparos de fusil. Tommy introdujo la llave en el contacto y puso el motor en marcha. Se apartó de la acera con un chirrido que probablemente dejó una marca de caucho en la calzada. Me aferré al respaldo del asiento, tratando de valorar la situación.

Por el momento estaba a salvo. Tommy estaba demasiado ocupado conduciendo para prestarme atención y Richard no tenía ángulo para volverse y maltratarme otro poco. La lluvia salpicaba en los cristales y Tommy puso en marcha los limpiaparabrisas.

—¿Dónde teníais la caja fuerte? —pregunté—. A mí aquello siempre me pareció vacío.

—En el suelo del ropero —repuso Tommy—; debajo de la moqueta.

—No te hagas la tonta —dijo Richard, hastiado.

—¿Cuánta gente lo sabía, además de vosotros dos?

—Nadie —contestó Tommy.

—¿Qué es esto? ¿El concurso de las veinte preguntas? —protestó Richard—. ¿Por qué no lo dejas?

—¿Quién la abrió el último?

—Joder, Tommy, esto es una mierda. ¿Vas a seguirle la corriente?

—La abrió Richard. Teníamos algo que queríamos vender. Fue a Los Ángeles el viernes y el tío en cuestión no existía. Pensó que yo se la había jugado y se cabreó.

—¿Cuándo volvió? ¿Era muy tarde?

—No, no era tarde —exclamó Richard con irritación—. Eran las cinco. Fui a la oficina y dejé el material en la caja fuerte.

—¿Seguía allí todo lo demás?

—Claro que sí. Y ahora ¿quieres callarte de una puta vez?

—Quizá te viera alguien con la mercancía y te siguiera. Si vieron dónde estaba escondida la caja fuerte, esperaron a que salieras y la limpiaron.

—¡He dicho que te calles!

Pasó el brazo izquierdo por encima del respaldo y me dio un revés en la cara. No fue un golpe fuerte, pero el muy cabrón me dolió. Los ojos se me llenaron de lágrimas. Me toqué la nariz, esperando que no me la hubiera roto. Parecía que no.

—¡Para ya! ¡Joder! —exclamó Tommy.

—¿Quién te ha nombrado jefe?

—Que la dejes en paz.

—¿Por qué? ¿Porque te la jodes?

—¡No se me jode! —No me gusta que me acusen de acostarme con un tipo al que no soporto. Hubo un momento de silencio, y luego dije—: A lo que íbamos. ¿Cómo abrieron la caja? ¿Con un taladro?

—No te callarás nunca, ¿verdad?

Pensé que era una buena pregunta, pero me callé y me alejé del asiento y de su alcance. El espacio en que estaba era pequeño y estrecho, alfombrado con una moqueta barata. Miré alrededor esperando ver algún arma, una llave inglesa o un destornillador, pero no encontré nada. Palpé el perímetro y mis dedos se cerraron alrededor de un bolígrafo. No creía que fuera muy efectivo, pero ¿por qué no? Apreté el bolígrafo con fuerza. ¿Y si se lo clavaba a Richard en el oído?

El paseo hasta la casa, a toda velocidad por las calles resbaladizas que serpenteaban por Horton Ravine, duró siete minutos. Tuve que sujetarme en las curvas, que me hacían dar bandazos. Cuando Tommy entró en el camino de acceso, sacó el mando a distancia y apretó un botón. La puerta izquierda del garaje empezó a oscilar y a abrirse, y se encendió una luz. Tommy introdujo la furgoneta, se detuvo y echó el freno de mano. La plaza contigua estaba vacía. El Porsche rojo de Tommy estaba en la siguiente. En el otro lado había otro Porsche, de un negro brillante, presumiblemente de su hermano.

Richard bajó del vehículo, dejando abierta la portezuela. Por el hueco, delante mismo de la puerta de la cocina, vi dos grandes cubos de basura. Por encima de los cubos, en la pared, había una fila de botones. Pensé que Richard iba a apretar uno para cerrar la puerta del garaje, pero lo que hizo fue mirar en la parte trasera de la furgoneta. Abrió una caja de herramientas y rebuscó entre el contenido. Medí la distancia, pero no iba a tener tiempo de abalanzarme, cerrar la puerta y echar el seguro antes de que me lo impidiera. Me volví hacia Tommy.

—Tú estabas en mi casa anoche. Yo vi que había alguien en vuestro local cuando me detuve camino de mi casa. Tú no pudiste limpiar la caja y llegar a mi casa tan pronto.

Se volvió hacia mí.

—¿Qué?

—Si no fuiste tú, fue él. ¿Quién más sabía la combinación? Sólo vosotros dos, ¿no es cierto?

Richard volvió con una cuerda.

—Nadie te ha preguntado. Sal.

—Piénsalo, Tommy. Por favor.

Tommy guardó silencio un momento. Luego bajó de la furgoneta y la rodeó por delante hasta llegar a la otra portezuela.

—Richard, ¿qué estamos haciendo? Es una majadería. Tendríamos que haberla dejado en paz. No sabe nada.

Richard apenas lo miró.

—Apártate. Ya me ocupo yo.

—¿Quién te ha nombrado jefe? ¿Para qué coño es eso?

—Voy a atarla y a machacarla hasta que nos diga dónde ha escondido la mercancía.

—No piensas con la cabeza.

—¿Quién te ha preguntado? —replicó Richard—. Te dije que no te la follaras. Todo esto es culpa tuya.

—Sí, claro. Ahora es culpa mía —dijo Tommy. Se le había pasado el cabreo y había algo nuevo en su expresión. Metió la mano en el bolsillo del impermeable; sabía que se había guardado la pistola en un bolsillo, pero no recordaba en cuál—. Sabes que tiene razón. Yo sé dónde me encontraba anoche y puedo demostrarlo gracias a ella. ¿Cómo sé que no fuiste tú quien limpió la caja?

Richard dio un bufido.

—¿Por qué iba a hacer algo así? No conozco a nadie a quien colocárselo, por si no te acuerdas.

—Eso dices ahora. Puede que te lo llevaras todo a Los Angeles el viernes. Pudiste venderlo, quedarte el dinero y luego venir con el rollo del robo. Sólo cuento con tu palabra para saber que dejaste la mercancía en su sitio. Después de tu regreso, yo no volví a ver las joyas.

—Eso son bobadas.

—Ya te daré yo bobadas. La caja no la reventaron. Quien lo hizo tenía la puta combinación. Sólo tú y yo la conocíamos. Sé que no fui yo, así que sólo quedas tú.

—Que te den por el culo —dijo Richard.

Metió la mano por detrás del respaldo con intención de atraparme. Levanté el bolígrafo y se lo clavé en el dorso de la mano. Rugió de furia. Quiso sujetarme, pero me escabullí hacia el asiento del conductor. Abatió el asiento con violencia, dispuesto a sacarme a rastras. Tomé impulso y le solté dos coces en la mano. Le acerté de lleno y le aplasté tres dedos con el talón.

—¡Hostia! —Apartó la mano y fulminó con la mirada a Tommy—. Joder, Tommy, ayúdame.

—Contesta a mi pregunta.

—No seas idiota. Yo no me llevé nada. Y ahora saquémosla de aquí.

—Eramos los únicos que lo sabíamos. Que le den por el culo al ladrón. No hubo ningún ladrón.

Richard cerró la puerta del copiloto.

—Muy bien, caraculo. Te estoy diciendo la verdad. Yo no lo hice, ¿lo entiendes? Yo no te lo haría, pero tú sí me lo harías a mí, porque ya me lo has hecho antes. Así que ¿cómo sé que no fuiste tú?

—Yo no abrí la caja. Lo hiciste tú, Richard. Quisiste ir solo a Los Ángeles. Las joyas han desaparecido, so…

Richard asió a Tommy por las solapas de la chaqueta. Lo atrajo hacia sí y luego le dio un empujón. Tommy reculó trastabillando, pero consiguió mantener el equilibrio y se lanzó contra él. Vi volar el puño de Richard; alcanzó a Tommy en la boca y este perdió el equilibrio, cayendo sobre los cubos de plástico, que rodaron por el suelo. Me agaché y metí la mano por el lateral del asiento, en busca de la palanca que lo abatía. La encontré y abrí la puerta del conductor. Me deslicé por el hueco, me encogí y bajé pegada al guardabarros sin erguirme. Oía el escalofriante choque de carne contra carne, un gruñido cuando uno u otro encajaba un golpe. Asomé la cabeza. Tommy trataba de incorporarse y de sacar la Davis del bolsillo del impermeable. Las piernas le flaquearon y cayó. Tenía un hilo de sangre en la nariz. Gimió y levantó los ojos hacia su hermano con expresión aturdida. Richard le dio un puntapié. Se agachó y le quitó la pistola de la mano.

Retrocedió un paso y apuntó. Tommy levantó una mano casi sin ganas, y dijo:

—No, Richie, no.

Richard disparó. El proyectil perforó el pecho de Tommy, aunque la sangre tardó en salir.

Richard miró a su hermano sin expresión y le dio con el pie.

—Te está bien empleado, so capullo. Por acusarme.

Tiró la pistola a un lado. La oí chocar contra el suelo del garaje y vi que resbalaba hasta quedar debajo de la furgoneta. Richard pulsó el botón que activaba la otra puerta del garaje. Se condujo con indiferencia mientras rodeaba el Porsche rojo y subía al de color negro. Arrancó y salió marcha atrás. Con el motor gimiendo, fue reculando hasta el camino de entrada.

Rodeé a gatas el morro de la furgoneta y me acerqué a Tommy para tomarle el pulso: estaba muerto. Vi la pistola. Estaba a punto de recogerla cuando me detuve. Mi mano se alzó bruscamente, como un piloto que suspende un aterrizaje. Por nada del mundo quería emborronar las huellas que Richard había dejado en el arma. Me levanté, crucé la puerta y eché el pestillo mientras buscaba el teléfono. No me llegaba la camiseta al cuerpo y temía que Richard volviera a buscarme.

Marqué el 911 y conté lo del tiroteo a la funcionaría que me atendió. Le expliqué quién había disparado, le di el nombre, la descripción del Porsche y la matrícula, H-E-V-N-E-R-1. Le di la dirección de Horton Ravine, repitiendo dos veces cada cosa. Me dijo que me quedara allí hasta que llegaran los agentes.

—Claro —dije, y colgué.

Luego llamé a Lonnie.