22

Eran casi las cinco cuando subía en dirección norte por la 101. La luz de la tarde ya había desaparecido. El calabobos envolvía el tráfico como el vapor y los limpiaparabrisas dejaban en el cristal manchas simétricas en forma de abanico. Dave Levine es una calle de una sola dirección, y tuve que desviarme por la salida de Missile y girar a la izquierda por Chapel. Di la vuelta y tomé la calle del final para seguir la dirección contraria. Dejé Pacific Meadows a la derecha y empecé a mirar los números de las casas. El edificio que buscaba estaba sólo a una manzana. Encontré un hueco en esa misma acera y aparqué. Me acerqué a pie, encorvada para protegerme de la llovizna.

Era una estructura lisa de paredes estucadas, con cuatro viviendas en total, dos abajo y dos arriba, y una escalera abierta para acceder al primer piso. El Apartamento 1 estaba a mi derecha, y el Apartamento 2 enfrente del 1. El apellido Bart estaba escrito con rotulador negro en el buzón del Apartamento 3. Retrocedí tres peldaños y miré las ventanas del primer piso. Había luz en varias habitaciones del lado derecho. Subí las escaleras, llamé a la puerta y esperé. Detrás de mí, por el espacio abierto que quedaba entre las dos mitades del edificio, la lluvia era como una gasa que vendara la calle. Por la abertura entraba un chorro de aire frío.

—¿Quién es?

—¿La señora Bart?

Oí que ponían la cadena de seguridad, y la mujer entreabrió la puerta.

—¿Sí?

—Disculpe la molestia. Me llamo Kinsey Millhone. Soy investigadora privada y trabajo para la exmujer del doctor Purcell. ¿Podría hablar con usted?

—No sé nada. Hace meses que no lo veo.

—¿No sabe que han encontrado su cadáver en el lago Brunswick?

—Lo he leído. ¿Qué pasó? El periódico no lo explicaba.

—¿Le interesa saber cómo murió?

—Bueno, no creo que se suicidara, si es eso lo que quieren demostrar.

—Yo tampoco lo creo, pero puede que nunca lo sepamos. Mientras tanto, trato de reconstruir los acontecimientos que condujeron a su muerte. ¿Recuerda la última vez que habló con él?

No respondió, pero en sus ojos había información.

Cambió el viento y sentí unas gotas de lluvia en la cara.

—¿Podría entrar? —pregunté impulsivamente—. Aquí fuera hace frío.

—¿Cómo sé que es usted quien dice ser?

Metí la mano en el bolso y saqué la billetera. Extraje la licencia del compartimento plastificado y se la pasé por la ranura. La miró brevemente y retrocedió. Cerró la puerta para quitar la cadena y abrió de nuevo.

Nada más entrar, repitió todo el proceso pero al revés. Me quité el chubasquero y lo colgué de un perchero que había al lado de la puerta. Me detuve para mirar a mi alrededor. El piso era una curiosa mezcla de encanto antiguo y detalles insoportables: arcos, suelo de madera noble, ventanas estrechas con persianas de listones de madera, un viejo radiador de pared situado cerca de la puerta del dormitorio. En la salita había una chimenea con un tronco medio quemado en el fogón, encima de un montón de cenizas. La temperatura del piso no era más alta que la de la calle, pero al menos no había corrientes. Por un pasillo abovedado del fondo vi las baldosas de un cuarto de baño, una combinación retro de marrón y beis que databa probablemente de la época en que construyeron el edificio. Sin verlo siquiera sabía que en el espacio de la cocina no habría electrodomésticos modernos, ni lavavajillas, ni microondas, ni triturador de basuras. La cocina sería original y antigua, una O’Keefe o una Merrit, con dos hornos de portezuela de vidrio y una bandejita encima para el salero y el pimentero. Recromada y totalmente adaptada, costaría una fortuna, aunque un horno no acabaría de funcionar bien y el jovenzuelo progre que llegara a comprarla se comería el pan a medio hacer sin darse cuenta.

Me indicó con la mano que me sentara en un sillón tapizado de gris y ella volvió a instalarse en el sofá. Era más joven de lo que esperaba, unos cuarenta años, y tan falta de animación que pensé que había tomado algún tranquilizante. Su cabello era del color roble de los viejos suelos de madera. Llevaba un chándal gris y por el cuello de la sudadera le asomaba una camiseta blanca. Se había quitado los zapatos; la forma de sus pies había dejado un perfil de suciedad en la planta de los calcetines blancos de algodón. Por lo visto, no sabía qué hacer con las manos. Por fin cruzó los brazos y escondió los dedos, como para protegerlos del frío.

—¿Por qué ha venido?

—El lunes estuve hablando con Penelope Delacorte en el Saint Terry. Su nombre salió en la conversación y pensé que podría ayudarme a llenar algunos huecos. ¿Me permite que la tutee? —Encogió un hombro con indiferencia y entendí que me daba permiso—. Sé que la señora Delacorte y tú dejasteis Pacific Meadows casi al mismo tiempo. Dijo que por esta zona había pocos puestos de trabajo de tu especialidad. ¿Has encontrado otro empleo?

Quería que diera la impresión de que mi charla con la señora Delacorte había sido larga y amistosa y no como había sido en realidad.

—Todavía estoy buscando —repuso—. Cobraré el paro hasta que se acabe.

Sus ojos eran de un gris pálido y su actitud desganada.

—¿Cuánto tiempo estuviste allí? —pregunté.

—Quince años.

—¿Haciendo qué?

—Oficinas. Me contrataron como administrativa y fui ascendiendo. Por las noches iba a la facultad, hasta que me licencié.

—¿En qué?

—En Administración y Economía de Hospitales, que parece más impresionante de lo que es. Siempre me ha atraído más la contabilidad que la administración, así que estaba contenta…, más o menos.

—¿Puedo hacerte unas preguntas sobre Pacific Meadows?

—Claro. Ya no trabajo allí y no tengo nada que ocultar.

—¿A quién pertenecía el edificio antes de pasar a manos de Glazer y Broadus?

—A una compañía llamada Silver Age Enterprises. No sé cómo se llamaba el propietario; puede que hubiera más de uno. Y antes fue de otra compañía, Endeavor Group.

Metí la mano en el bolso, saqué un cuaderno de espiral con un lápiz metido en el alambre y apunté aquellos nombres.

—Cuando era de Silver Age, ¿eran las mismas personas los propietarios y los explotadores o las dos funciones estaban separadas?

—Estaban separadas. Medicare y Medicaid se fundaron como ramas de la Seguridad Social en los años sesenta y sus estatutos no preveían que se pudieran cometer fraudes. Las normas sobre las diferentes atribuciones de propietarios y explotadores creo que no se introdujeron hasta finales de los setenta, cuando el Congreso aprobó la fundación de unidades de Prevención del Delito, para bien y para mal. No puedes imaginarte cuántos departamentos diferentes vienen detrás de esos tipos: la Inspección General, las secciones civil y penal de la Fiscalía del Estado, el FBI, el Ministerio de Sanidad, la Dirección Económica de Sanidad y la UCFM, la Unidad de Prevención del Delito de Medicare. Eso no detiene a los defraudadores. A los tramposos les gustan las normas y las reglas. Cada vez que pones un tope, se las ingenian para eludirlo. Todo un estímulo para la libre empresa —añadió secamente—. He visto a Pacific Meadows cambiar de manos tres veces, y el precio casi se duplicaba en cada transacción.

Tomé otro par de notas mientras pensaba de qué modo comprobaría cuánto habían significado en dólares aquellas negociaciones.

—¿Trabajaste para Endeavor y para Silver Age?

—En realidad, creo que Silver Age era filial de Endeavor. La cabeza visible de Endeavor era una mujer llamada Peabody. Solía incluir todos sus gastos personales en nuestros servicios deducibles. Reformaba su casa y lo incluía como «mantenimiento y reparaciones» de Pacific Meadows. O se ponía unas cortinas nuevas y alegaba que las había instalado en las habitaciones de los pacientes. Comida, servicios, viajes, ocio…, lo aprovechaba todo.

—¿No es ilegal hacer eso?

—Puede que algunas fueran legales, pero casi todas estas operaciones eran delictivas. Llamé la atención del administrador sobre algunos conceptos, pero me dijo, literalmente, que me metiera en mis asuntos. Dijo que la compañía de gestión revisaba periódicamente los libros y que todo estaba bien. Sabía que si insistía me iban a poner de patitas en la calle, así que me pareció más fácil tener la boca cerrada. Cuando llegó Silver Age, hubo otro contable durante un tiempo. Luego lo despidieron y volví a encargarme yo de los libros. Es probable que por entonces hubiera ya algún tejemaneje, pero yo no llegué a enterarme de nada en concreto.

—¿Por qué no te fuiste y buscaste otro empleo?

—Aquel me gustaba.

—Podrías haber buscado otro igual en otra parte, ¿no?

—Sí, pero soy muy tozuda. Pensaba que un día reventarían y arderían por los cuatro costados, y que yo estaría allí para presenciarlo, y quizá para atizar un poco el fuego.

—¿Cambió algo cuando llegó el doctor Purcell?

—Durante los primeros meses, no. Luego advertí que aumentaban los gastos por conceptos como servicios de ambulancia, fisioterapia, equipos portátiles de rayos X y sillas de ruedas. Empecé a tomar nota de todo y remití un informe al señor Harrington, el jefe del departamento de facturación de Genesis. Fue un error, como luego se demostró, pero no me importó. No me lo dijo, pero estoy convencida de que le hizo poca gracia, ya que lo comprometía en aquel tinglado.

—Eras una conflictiva habitual.

—Eso espero.

—Y estaban molestos contigo, incluso antes de la auditoría.

Asintió con la cabeza y dijo:

—Mucho. Dejaron pasar algún tiempo y luego me despidieron. El doctor Purcell quiso intervenir, pero no tenía poder y no le hicieron caso. Penelope se enfadó y dejó el empleo en un arrebato, cosa que les vino muy bien. Dio la impresión de que éramos culpables de alguna fechoría y de que Genesis estaba haciendo limpieza. Aún tenían al doctor Purcell de cortafuegos si las investigaciones de Prevención del Delito seguían adelante…

—Cosa que sucedió.

—Desde luego. No desistirán hasta que averigüen qué pasa.

—Si no recuerdo mal, Joel me dijo que Genesis era parte de un grupo llamado Millennium Health Care.

—Sí, pero yo creo que algunas de esas compañías, si no todas, son empresas fantasma cuya función es encubrir a los que tienen la sartén por el mango.

—¿De qué modo?

—La compañía A, propiedad del señor Smith, compra un geriátrico. Smith funda una empresa fantasma con una plantilla de ejecutivos sin ninguna conexión aparente con él. La compañía A vende la institución a esta otra compañía, también del señor Smith, a un precio muy hinchado, convirtiendo las ganancias en beneficios acumulados…

—Que pagan menos impuestos —deduje.

—Exacto. La segunda compañía puede utilizar el valor ficticio de la institución recién adquirida como garantía de otros préstamos. Mientras tanto, aparece la falsa compañía C y el «nuevo» propietario de la institución le arrienda el edificio y los alrededores por un alquiler altísimo.

Levanté la mano.

—Espera un poco. —Retrocedí mentalmente en la cronología. Algo me había llamado la atención mientras hablaba. No era nada que hubiera dicho, sino algo que me estaba preguntando desde que había entrado en aquella casa—. La noche que desapareció, el doctor Purcell salió de Pacific Meadows a las nueve en punto. ¿Pasó por aquí para hablar contigo?

Estuvo callada tanto rato que no creí que fuera a responder.

—Sí.

—¿Sobre qué?

—Me dijo que había solicitado una entrevista con el FBI. Creía saber lo que estaba sucediendo y quiénes estaban detrás, a saber: Harvey y Joel.

—Pero esos dos no corrían ningún riesgo, ¿no? Quiero decir que, por lo que sé, no tenían que ver con la gestión cotidiana de Pacific Meadows. El auténtico timo tenía que venir de Genesis, ya que las cuentas de la Seguridad Social las tramitaban ellos.

—Puede que haya más conexiones de las que crees. Puede que el doctor Purcell se volviera ambicioso, porque empezó a estampar su firma en servicios que sabía que eran falsos, sobre todo rayos X y ambulancias. Es probable que cobrase algún pellizco por hacerlo. El FBI lo presionó y por eso accedió a colaborar.

—Pero ¿qué sentido tenía cerrarle la boca? Tiene que haber un montón de gente al tanto del fraude. Como tú, por ejemplo.

—Yo nunca tuve ninguna responsabilidad. Ahora que él ha muerto, pueden echarle la culpa de todo.

—¿Le contó a alguien más lo que sabía?

—Si lo hizo, no me dijo nada.

—¿Y por qué recurrió a ti? No creía que lo conocieras tanto.

—Quería que lo ayudara. Supuso que yo no tenía nada que perder.

—¿Crees que les dijo a Joel y Harvey lo que estaba a punto de hacer?

—Si era inteligente, no. Sé que comió con Joel aquel día, pero no me comentó nada más.

—No lo entiendo. Si hay tantos organismos del Estado pisándoles los talones, ¿cómo es que no los han pillado?

Se encogió de hombros.

—Casi todo lo que declaran es legal, y donde las cifras son falsas, todo lo demás parece correcto. Utilizan diagnósticos normales y tratamientos normales. Procuran no pasarse de la raya de una manera evidente. Es como jugar con el capital flotante. Saben hasta dónde pueden apretar sin que se levante la bandera roja.

—Pero la bandera se levantó. ¿Sabes por qué?

—Alguien debió de telefonear para quejarse, porque hablé la semana pasada con el investigador de Prevención del Delito y casi todo lo que le dije ya constaba en sus archivos.

Las facturas falsas de Klotilde tenían que formar parte del plan.

—Poseo cierta información que podría ser de ayuda y me gustaría mirar antes unos papeles a principios de semana, si hay tiempo.

—Eso sería magnífico. Hablaré otra vez con el investigador; yo puedo entregarle lo que sea.

—Hay algo más que no tengo claro. ¿Por qué se arriesgarían a facturar servicios supuestamente prestados a una persona ya fallecida?

—Mira, estás tratando con la administración local, con la estatal y con la federal. Si te pillan, dices «ay» y devuelves el dinero. ¿Crees que la administración te va a procesar por haberte «equivocado» en doscientos dólares?

—Sí, claro. ¿Qué hay entre Harvey Broadus y esa enfermera que se llama… Pepper Gray?

—Dejó a su mujer por ella; luego me enteré de que había vuelto con Celine.

La miré atentamente. No sabía si iba a responder a la pregunta que acababa de ocurrírseme.

—¿Fuiste tú quien llamó a Medicare para quejarse?

—Lo hizo otra persona.

—¿Quién?

—No estoy segura, pero sospecho que ella.

—¿Pepper?

—Sí.

—¿Pepper levantó la liebre?

—Bueno, piénsalo. Cuando Harvey rompió con ella, estaba en la posición perfecta para delatarlos. Vi que su nombre o sus iniciales aparecían a menudo en facturas por artículos o servicios cuestionables. Seguramente preparaba ella las facturas de toda la clínica. ¿Por qué iba a seguir protegiéndolo si se había deshecho de ella?

—Pues ahora están muy unidos.

—¿En serio? Me sorprende. Imagínate el aprieto en que se verá si él se entera de lo que ha hecho…

Dejó el pensamiento en el aire y lo subrayó con una sonrisa casi imperceptible.

Cuando iba camino de casa pasé por el despacho para recoger fichas de cartulina. Tenía dos paquetes recién comprados en el cajón del escritorio y quería transcribir las notas que había tomado en el cuaderno de gusanillo. Bajé por Dave Levine hasta Capillo, giré a la izquierda, crucé State Street y comprobé que la lluvia había vaciado el centro de Santa Teresa. Era sábado, pasaban de las seis de la tarde y muchas tiendas habían cerrado. Había luz, en los escaparates, pero el interior estaba a oscuras, con la iluminación imprescindible para disuadir a las bandas de ladrones. Doblé por el camino de acceso que rodeaba el edificio de Lonnie y aparqué en la parte trasera.

Bajé del coche. Por encima de la pared trasera veía las luces del chalecito que había al otro lado del callejón. Fui incapaz de resistir la tentación de mirar las habitaciones que había alquilado hacía una semana. El aparcamiento estaba vacío: ni el menor rastro de la furgoneta de Tommy ni de su Porsche rojo. Las persianas superiores de la parte derecha estaban subidas, pero las inferiores estaban bajadas. Vi que una sombra se ponía delante de la luz. Puede que Richard estuviera enseñando la oficina a otra persona.

Me aparté, consciente de que aquello ya no era mío. A lo hecho, pecho; no tenía sentido lamentarse. Suerte que Mariah Talbot había aparecido en el momento oportuno, de lo contrario sería inquilina de unos asesinos despiadados. Crucé el aparcamiento de Lonnie y subí las escaleras hasta la tercera planta. Entré en el bufete, que estaba iluminado pero vacío; recorrí el silencioso pasillo interior y abrí la puerta de mi despacho.

Fui a la mesa, abrí el cajón inferior y saqué los dos paquetes de fichas que todavía estaban envueltos en plástico. Abrí uno y empecé a tomar notas. Durante una hora me sentí segura, absorta en el trabajo. A las siete y cuarto até las fichas con una goma elástica y las guardé en el bolso con el resto del paquete.

Cerré el despacho, salí y bajé al trote por las escaleras. Al llegar al primer descansillo miré por el ventanuco. No es exactamente una ventana, sino una ranura de treinta centímetros de ancho por sesenta de alto, cuyo cometido es ventilar. Desde el primer piso veía con claridad el callejón y la parte posterior del chalecito de los Hevener. La puerta trasera estaba abierta de par en par. Las persianas de la oficina de la derecha (que aún era mía en mi pensamiento) seguían abiertas. La luz estaba encendida, pero la ventana parecía abrirse ahora a un espacio sin habitar. Algo no cuadraba, pero no sabía qué. Puede que alguien hubiera salido un momento y se hubiera dejado abierta la puerta trasera. Fuera lo que fuese, no tenía la menor intención de ir a fisgar.

Seguí bajando y crucé el pequeño aparcamiento hasta llegar a mi coche. Pasé por el supermercado y compré papel higiénico, vino, leche, pan, huevos, pañuelos de papel y un montón de congelados. Ya en mi barrio, tuve que aparcar a manzana y media de mi casa, lo que me cabreó de veras. Con el bolso de mano y dos bolsas de comestibles, tuve que hacer juegos malabares para cruzar la verja. Mientras avanzaba por el patio vi un movimiento a mi derecha y alguien que surgía de la oscuridad. Di un brinco de un palmo y apenas pude reprimir un grito cuando se me cayó una bolsa y abracé la otra. Allí estaba Tommy Hevener, con las manos en los bolsillos del impermeable.

—Hola.

—¡Maldita sea! ¡Eso no se hace! ¿Qué estás haciendo aquí?

—Hablemos.

—No quiero hablar. Apártate de mi camino.

Me encogí para sacar las llaves. Una bolsa se había roto y me puse a trasvasar el contenido a la otra. Se había cascado la mitad de los huevos, y yo misma había estrujado el pan de molde al querer impedir que se cayera. Cargada con los artículos recuperados, no tenía ni idea de cómo iba a ingeniármelas para entrar en casa.

—Olvídalo —dije.

Encontré las llaves y me acerqué a la puerta, consciente de que Tommy se había adelantado para cortarme el paso. Alargó el brazo y apoyó la mano en la puerta. Se pegó a mí. Aparté la cara para evitar el contacto.

—Aléjate de mí —insistí; pensé en la pistola.

—No hasta que me digas qué está pasando.

—Si no te vas, gritaré.

—No gritarás —murmuró.

—¡Henry!

—¡Chist!

—¡¡¡Henry!!!

La luz trasera de Henry se encendió. Lo vi asomarse por la puerta.

—¡Socorro!

—Zorra —masculló Tommy.

Henry salió por la puerta trasera con un bate de béisbol. Tommy lo vio, dio media vuelta y se alejó a paso tranquilo, con desdén manifiesto, dando a entender que no lo intimidaban. Henry llegó corriendo, con el bate levantado y con una expresión de furia que no le había visto en mi vida. Oí los pasos de Tommy, que se alejaba por la acera.

—¿Qué ocurre? ¿Llamo a la policía?

—No se moleste. Para cuando llegaran, ya estaría lejos.

—¿Te ha hecho daño?

—No, pero me ha dado un susto de muerte.

—Creo que deberías denunciarlo. Así tendrán antecedentes si repite.

—Hablaré el lunes con Jonah.

—Haz algo más que hablar. Ese individuo es peligroso. Tienes que conseguir una orden de alejamiento.

—Para lo que va a servir… De verdad, estoy bien. ¿Podría ayudarme a meter todo esto en casa?

—Desde luego. Abre la puerta y lo tendrás dentro en un abrir y cerrar de ojos.

El domingo hubo mucha lluvia y mucha oscuridad. Pasé el día con el chándal puesto, tirada en el sofá y con un edredón en las piernas. Terminé una novela y empecé otra; tenía otras dos en reserva, así que ya podía salir el sol por donde quisiese. A las cinco sonó el teléfono. Escuché el mensaje para saber quién llamaba. Fiona. Sentí tal alivio que casi me enamoré de ella.

—Siento no haber tenido ocasión de hablar con usted después del funeral —dijo—. Blanche dio a luz a última hora de la tarde.

—Ah, ¿sí? Enhorabuena. ¿Qué ha sido?

—Niña. Tres kilos y trescientos treinta y ocho gramos. La van a llamar Chloe. En realidad, Blanche ya estaba de parto en el servicio fúnebre. Andrew y ella se saltaron la recepción del club de campo y fueron directamente al Saint Terry. Ni siquiera llegó al paritorio. Dio a luz en el pasillo, en una camilla.

—Guau. Por los pelos. ¿Qué tal se encuentra?

—Muy bien. La niña tuvo que quedarse otro día por una ictericia, pero el médico cree que ya está bien. La llevaremos a casa esta tarde. Le dije a Blanche que le cuidaría a los niños mañana para que ella descanse un poco. Ojalá se haga una ligadura de trompas y ponga fin a todo esto. No puede parir tanta criatura. Es absurdo.

—Bueno, seguro que se alegrará usted de que todo haya salido bien.

—Lo cierto es que la llamo por otro asunto. Anoche, cuando fui al hospital a visitar a Blanche, vi el Volvo de Crystal en el camino de entrada de una casa de Bay. Ya conoce usted ese barrio. Encontrar sitio es una pesadilla. El aparcamiento del hospital estaba lleno, así que tuve que rodear la manzana para buscar una plaza libre, y por eso vi su coche. Como es natural, sentí curiosidad, y esta mañana volví a pasar. Y allí seguía. Supongo que podrá usted averiguar de quién es esa casa.

—Claro que podré. Deme la dirección. —La anoté, y luego dije—: ¿Qué le preocupa?

—Creo que por fin se está quitando la careta. Ya conoce ese rumor sobre su lío con Clint Augustine, su monitor. Lo había olvidado hasta que vi el coche y empecé a hacerme preguntas. Trame lo que trame, creo que vale la pena averiguarlo, ¿no cree?

—Suponiendo que fuera ella.

—La matrícula decía «Crystal», era inconfundible.

—¿Cómo sabe que fue ella quien lo condujo hasta allí? Pudo haber sido cualquier otra persona.

—Lo dudo. ¿Quién iba a hacerlo?

—No sé, Rand o Nica, o cualquier criado de la casa.

—Melanie también sugirió lo mismo, aunque no sé por qué se empeñan en defenderla. Llamé al inspector Paglia y le expliqué que usted investigaría el asunto. Tal como le dije a él, es exactamente lo que habrían tenido que hacer desde el primer día.

Estaba segura de que el inspector Paglia había sabido valorar su información.

Después de colgar marqué el número del gimnasio. Cuando contestó Keith, oí impactos de pesas al fondo. Los fieles del domingo.

—Hola, Keith. Soy Kinsey Millhone. Cuando estuve ahí la semana pasada, te pregunté por Clint Augustine. ¿No tendrás por ahí su dirección y su teléfono? Creo que me vendría bien un entrenador personal, para variar.

—Deja que lo mire. Espera. —Lo oí abrir el cajón y pasar las páginas de la sobada carpeta de tres agujeros que le había visto en otras ocasiones—. Sé que lo tengo por alguna parte. Aquí está.

Anoté los datos y advertí que la dirección correspondía a la casa de Glazer en Horton Ravine.

—¿Está actualizado tu fichero? Me dijeron que ahora tenía una casa en Bay, cerca del Saint Terry.

—No creo. Es la primera vez que oigo algo así.

—¿Cuándo hablaste con él por última vez? Puede que se haya mudado.

—Hace meses. En febrero o marzo, por esa época. Entonces venía por aquí con regularidad, ocho o diez veces por semana, aunque es posible que se haya llevado los clientes a otro gimnasio. Averigua si está fuera de servicio y dímelo, así quitaré su nombre del registro. Tengo otros monitores muy buenos, si él no estuviera disponible.

—Genial. Muchas gracias.

Saqué el «listado» y pasé páginas hasta que encontré la calle Bay. Recorrí los números de las casas con el dedo hasta que llegué al que me interesaba. Había esperado que Fiona estuviera equivocada, pero el inquilino que figuraba allí era J. Augustine, aunque el teléfono no coincidía con el que me había dado Keith. Marqué este y dio desconectado; no me sorprendió. Sin duda fue de Clint mientras estuvo hospedado en el chalecito de los Glazer. Estaba claro que había que actualizar la información de Keith. Dejé el «listado». No podía creer que Crystal hubiera ido a buscar a Clint el mismo día del funeral de Dow. Descolgué y marqué el número de Bay.

El hombre que contestó tenía unos modales que rayaban en la impertinencia.

—¿Sí? —Su voz fue brusca e impaciente.

—¿Puedo hablar con Clint?

—No puede ponerse. ¿Quién es?

—No importa. Llamaré más tarde.

La casa de Bay Street era de estilo Victoriano y se había construido probablemente a fines del siglo XIX: era de madera, estaba pintada de blanco y tenía dos plantas y un porche que abarcaba la anchura de la fachada. Muchas residencias unifamiliares de aquel barrio se habían transformado en oficinas del hospital que había a media manzana. No vi el Volvo de Crystal en el camino de acceso. Una cerca blanca rodeaba el patio, que era pequeño y sin hierba, aunque con multitud de rosales podados y reducidos a manojos de ramas con espinas. No costaba imaginar que, cuando echaran flores, estas darían un olor tan dulzarrón como un popurrí. El suelo estaba empapado de lluvia, que caía con suavidad.

Pasé por delante de la casa y di la vuelta en el cruce. Aparqué al otro lado de la calle y me dispuse a esperar. Aún faltaba una hora para que empezara el turno de visita del Saint Terry y las calles estaban casi vacías. Incluso protegida por la cortina de lluvia, tenía la impresión de que me veía todo el mundo, allí sentada al volante. No era una vigilancia, era más bien una incursión en nombre de la batalla que libraban las viudas de Dow. No quería pensar en Crystal, cuya historia con los hombres había sido una sucesión de desastres. Uno la dejó embarazada y al parecer tuvo que criar a la hija ella sola. Se casó con otro que se aprovechaba de ella, y después con otro que parecía muy respetable pero que bebía demasiado y tenía unas inclinaciones muy particulares en la cama. Clint tenía cuarenta y tantos años, era atractivo, robusto y con un cuerpo bien hecho. No parecía muy listo, pero tenía muchísima paciencia con los clientes, cuyos deseos de ponerse en forma eran tan entusiastas como poco duraderos. La última vez que creía haberlo visto había sido poco después de Año Nuevo, cuando llegó al gimnasio un nuevo reemplazo de conversos, arrepentidos de los excesos navideños. Su clientela por aquellas fechas solía ser la más pesada en todos los sentidos. Crystal, a su manera, tenía demasiada clase para tratar con individuos como él; pero, por otra parte, sólo había un matrimonio de distancia entre su presente y su pasado como chica de strip-tease y, aunque parecía refinada y de buen gusto, probablemente era tan hortera como él. En el amor, como en otros asuntos, la gente acaba buscando a los de su mismo nivel.

Moví el espejo retrovisor, sin poder olvidarme de Tommy Hevener. Que no lo viera no quería decir que no estuviera por allí. Cada vez que pensaba en él sentía retortijones en las tripas.

A las seis y veinticinco llegué a la conclusión de que Crystal no iba a presentarse por allí. Ya había encendido el motor cuando apareció un Volvo por el cruce con Missile y avanzó hacia donde yo estaba. Crystal iba al volante.