21

Tan pronto como se fueron, dejé la copa y busqué el lavabo más cercano. La puerta estaba cerrada. Probé a girar el pomo, pero habían cerrado por dentro. Esperé apoyada en la pared para ser la primera de la cola. Oí la cisterna, y luego el grifo de la pila. Al poco rato se abrió la puerta y salió el hombre del bigote y el pelo plateado. Me sonrió educadamente y se alejó.

Me encerré en el lavabo e hice mis necesidades. Tras subirme los pantis por encima del ombligo, como una faja, salí y busqué un lugar en las escaleras: el tercer peldaño desde la cima, el punto perfecto para observar a los asistentes. Rand paseaba con Griffith en la cadera. El niño llevaba un traje de marinero azul celeste, y Rand reproducía moviendo los labios el monólogo imaginario de Griff como si este fuera el muñeco de un ventrílocuo. No vi a Leila, aunque supuse que andaría por la casa. Crystal no toleraría que le boicoteara el acto.

Los encargados de la comida habían terminado de servir un bufé frío de pechugas de pollo, ensalada de tres clases, espárragos en lata, huevos duros con salsa picante y cestas de panecillos. Junto a la mesa había ya pequeños grupos, aunque ninguno se atrevía a ser el primero. En circunstancias normales, ya haría un buen rato que me habría ido de la casa, pero me intrigaba el hombre del pelo plateado. Lo vi volver al salón, esta vez en compañía de una morena demacrada que llevaba una copa de vino en una mano y se enlazaba con la otra al brazo del hombre. Vestía una blusa de malla negra y manga larga y un ajustado pantalón de cuero negro ceñido por un ancho cinturón de plata. Los tacones de aguja de sus botas parecían mondadientes de doce centímetros. Era una indumentaria más apropiada para trabajar en las esquinas que para asistir a un velatorio. Y, aunque esbelta, no lo era tanto como para estar por encima de las revelaciones despiadadas. Su liposuccionista debería haberle quitado otro kilo de grasa de las cartucheras.

Parecía alerta y no dejaba de mirar a su alrededor con nerviosismo. Su sonrisa, cuando aparecía, era insegura y no acababa de llegar a los ojos. No debería utilizar este vocabulario, pero tenía el «aura» oscura; casi podía ver el campo magnético que la rodeaba. Estaba crispada, lista para el combate. ¿Qué estaba pasando allí? El hombre parecía conocer a mucha gente. Relajado y tranquilo, hablaba primero con un grupo y luego con otro, mientras ella seguía colgada de su brazo. En contraste con el conjunto de puta que lucía su pareja, él vestía traje de buen corte, de un azul oscuro tradicional, camisa azul claro y corbata de un matiz parecido. Le eché casi sesenta años, aunque era de esos hombres que envejecen bien, delgado y de aspecto saludable. Tenía que ser médico. No se me ocurría qué otro motivo podría haberle llevado a Pacific Meadows a medianoche, aparte de echar un polvo improvisado con Pepper Gray.

Murmuró algo a la mujer y se puso en la cola de la cena, recogiendo la bandeja y la servilleta con los cubiertos. Aunque ella se colocó detrás de él, no se hablaron. Lo vi servirse hasta llenar la bandeja, mientras su amiga se servía un par de hojas de lechuga y cuatro espárragos. El hombre fue a sentarse en el único sitio libre que quedaba en el sofá; dejó la copa de vino y la bandeja en la mesa del servicio y se puso a comer. Cuando su amiga fue a reunirse con él, no había sitio para ella en el sofá. Se quedó en pie un momento, esperando que él se apartase para hacerle un hueco; pero el hombre estaba concentrado en la comida y la mujer no tuvo más remedio que sentarse sola en una silla, algo alejada. Se puso a comer para disimular la contrariedad, aunque nadie parecía haberse dado cuenta. El camarero iba de un lado para otro con una botella de Chardonnay. La mujer levantó los ojos con brusquedad y le enseñó la copa, que el otro llenó generosamente.

Advertí movimiento a mis espaldas y me volví. Anica bajaba por la escalera. Se detuvo un momento para mirar desde la barandilla. Como de costumbre, vestía con buen gusto pero sin que se notara: camisa blanca de manga larga, pantalón negro de pata de elefante y unos mocasines negros tan blandos que parecían zapatillas. Se había puesto espuma en el pelo caoba y se había hecho un copete, con los aladares peinados hacia atrás.

—Buen sitio para sentarse. ¿Has comido ya?

—Dentro de un rato, cuando terminen los de la cola. Aprovecho para mirar a la gente. ¿Quién es aquel hombre de pelo plateado que está en el sofá? El del traje azul oscuro.

Anica siguió la dirección de mi mirada.

—Es Harvey Broadus. Joel y él deben de haberse repartido los honores. Joel y Dana han ido al club de campo, donde Fiona ha recibido a los suyos. Harvey ha venido aquí. De esta manera nadie puede acusarlos de favoritismos.

—¿Quién es la mujer del pantalón de cuero?

—Celine, la mujer de Harvey. Veinteañera. La dejó hace ocho meses, pero se lo ha pensado mejor.

—Ah, sí. Crystal me contó que estaba en medio de un divorcio muy desagradable.

—«Estaba», efectivamente. Supongo que costaba demasiado y ha preferido vivir con ella a que le arranque la piel a tiras. Es un capullo, pero a veces me da lástima. Ella bebe como una esponja. Se pasa casi todo el año entrando y saliendo de la Betty Ford. El resto del tiempo se va de viaje a lugares de lujo, a La Costa o al Golden Door. Sólo quiere lo mejor.

—¿Es que las personas casadas no son felices nunca?

—Claro que sí. Lo que pasa es que pocas lo son con el cónyuge con el que se han casado. —Vi que miraba a otra parte—. Ah, ah. Será mejor que baje. Luego hablamos.

Anica pasó por mi lado y bajó al salón. Miré hacia la puerta principal y vi a Pepper Gray. Anica la vio también y se dirigió hacia ella. Cambiaron un educado saludo. Anica echó mano de su abrigo e hizo una seña al camarero, que viró hacia ellas con una bandeja llena de copas de champaña. Sin la cofia y el uniforme blancos, Pepper parecía más pacífica y bonita y menos una mujer que prestaba primeros auxilios extramatrimoniales. Miré a mi amigo del pelo plateado, preguntándome si la habría visto al mismo tiempo que yo. Pepper avanzó por el salón. Los dos tenían que saber que ambos estaban allí, pero ninguno prestaba la menor atención al otro y no cambiaron saludos de ninguna clase.

Celine alzó la cabeza, se puso rígida y dejó en la bandeja un tenedor con espárrago. Anica se colgó del brazo de Pepper y la condujo hacia las puertas correderas y la terraza. La cabeza de Celine giró sobre su eje; tenía la mirada helada y fija. Observaba a Pepper con la cautela del conejo que sabe que la zorra está cerca. O sabía que su marido se la pegaba, o tenía un radar extraordinario, aunque probablemente había un poco de las dos cosas. No me costó adivinar la dinámica. Él se iba con otras porque ella era alcohólica y ella bebía porque él se iba con otras. En aquel momento se levantó y salió del salón.

Esperé en las escaleras hasta que sirvieron los postres en un extremo de la mesa y me puse en la cola del bufé, que había encogido considerablemente. No es que tuviera más hambre que otras veces, pero había quedado libre un sitio al lado de Harvey Broadus y quería aprovechar la ocasión. Me apresuré a llenar la bandeja y fui hacia el sofá. Levantó la vista cuando me acerqué. Unos ojos azules preciosos.

—¿Hay alguien sentado aquí?

—No, adelante. Así iré a buscar el postre y usted me guardará el sitio, si no le importa.

—Claro. No hay problema.

Mientras estaba ausente, pasó una mujer de uniforme recogiendo las bandejas abandonadas. Me concentré en la comida, que estaba deliciosa. Comí con mi habitual entusiasmo animal, procurando no resoplar, ni eructar, ni mancharme la pechera. Broadus regresó con el postre y otra copa de vino.

—Pensé que podía necesitarlo —dijo, dejando el vaso de vino en la mesa del servicio.

—Gracias. Precisamente iba a buscar al camarero del Chardonnay.

Me tendió la mano.

—Harvey Broadus.

—Kinsey Millhone —repliqué, estrechándosela. Miré su postre: pastelito de chocolate y almendra, un trozo de tarta de frutas y otro de pastel de coco—. Tiene buena pinta.

—Soy goloso. —Se sentó y se puso la bandeja en las rodillas. Empezó por el pastel—. La vi hace un rato, sentada en la escalera.

—No me gustan las multitudes y no conozco a nadie. ¿Y usted? ¿Es amigo de Crystal o de Dow?

—De los dos. Tenía negocios con Dow.

—¿En Pacific Meadows?

—Sí. ¿A qué se dedica usted? —preguntó, antes de pasar al pastelito de chocolate, que se esfumó en un abrir y cerrar de ojos.

—Trabajo sobre todo en investigación —repuse, y di un buen bocado a un panecillo para no tener que entrar en detalles.

—Triste día —dijo—. He sentido mucho lo de Dow, aunque no me sorprendió. Las semanas previas a su desaparición estaba muy nervioso y deprimido.

Vaya. Chismorrear sobre el muerto en el velatorio. Curioso.

—Pobre hombre. ¿Y por qué estaba así? —pregunté.

—No quiero hablar de eso…, así que digamos que puso la clínica patas arriba.

—Alguien me comentó algo al respecto. Tenía que ver con la Seguridad Social, ¿no?

Probé un bocado de ensalada mientras él abordaba la tarta de fruta.

—¿Ha oído hablar de este asunto?

Asentí con la cabeza.

—A un par de personas.

—Supongo que corren rumores. Una lástima.

—¿Y qué pasó?

—Creemos que fue una equivocación de buena fe, pero puede que ya nunca lo sepamos.

—Los médicos pueden ser incompetentes cuando se trata de negocios —dije, imitando a Penelope Delacorte.

—Y que lo diga. Nosotros nos quedamos atónitos.

—No entiendo lo que pasó. Quiero decir que, por lo que sé, la facturación no la lleva la clínica. Creía que eso era cosa de una compañía de gestión.

Asintió.

—Servicios Administrativos Genesis. Tienen las oficinas en el centro. Joel y yo…, ¿conoce a Joel?

—Lo he visto una vez. Conozco a su mujer.

—Dana es estupenda. La quiero muchísimo. Joel y yo poseemos la finca a través de una compañía llamada Century Comprehensive, que se dedica sobre todo a la construcción, aunque también hacemos otras cosas. Genesis nos alquila el edificio, y también se encarga de llevar la contabilidad: compras, servicios, Medicare, Medicaid…, todo eso.

—¿Y cómo pudo meter la pata Dow?

—Es lo que quisiéramos saber.

—Yo pensaba, bueno, que la compañía de ustedes y la empresa de gestión tenían que ser, por ley, del todo independientes.

—Cierto. Pero Genesis tiene que operar con la información que recibe de Pacific Meadows. En el geriátrico no hay nadie de la empresa de gestión. Si Dow revisaba y cursaba servicios facturables, Genesis le creía a pies juntillas.

—Así que pudo haberles contado cualquier cosa.

—Pudo y lo hizo.

—¿Cómo lo pillaron?

—No estamos seguros. Algún custodio o familiar de algún paciente se daría cuenta de las discrepancias y llamó para quejarse.

—¿A ustedes?

—A la Seguridad Social.

—Un delator. Mala suerte para Dow. Así que los de Prevención del Delito aparecieron y lo investigaron.

—Es lo que suponemos. Ahora mismo no sabemos qué es lo que tienen.

—¿Y si resulta que no fue él?

—Su reputación quedará igualmente por los suelos. En una ciudad de este tamaño, una vez que te salpican los rumores, es casi imposible recuperar el buen nombre. La gente será amable, pero es el beso de la muerte.

—Supongo que desde la perspectiva de Dow, la situación era desesperada.

—Más o menos.

—¿Y si resulta que era inocente? —insistí.

—De todos modos, el mochuelo lo tenemos ahora nosotros. —Miró la hora, dejó la bandeja y se levantó—. Bueno, voy a buscar a mi mujer. Encantado de haber hablado con usted, Kinsey. Espero que nuestros caminos se vuelvan a cruzar en una ocasión más alegre.

—Yo también —dije. Levanté la copa de vino y añadí—: Gracias.

—Me alegro de haberle sido útil.

Lo vi atravesar el salón, en busca de Celine.

Qué embustero. Joel Glazer había hablado por teléfono con Broadus el día que fui a verlo. Casi no había salido de su despacho cuando le transmitió la información. Lo que me había contado Broadus sobre su empresa era prácticamente idéntico a lo que me había contado Joel.

Sonaba el teléfono cuando llegué a mi casa. Dos timbrazos. Tres. Entré y respondí antes de que se pusiera en marcha el contestador. Tommy Hevener. En cuanto oí su voz, supe que debería haber filtrado las llamadas.

—Hola, nena. Soy yo.

Su tono era a la vez íntimo y confiado, como si yo hubiera estado todo el día esperando que me llamara. El sobresalto que sufrí al oírlo bastó para que me pusiera a babear como un perro. Tuve que repetirme que, aunque no quería verlo, lo necesitaba para calmar a Richard. Pasé por alto su actitud seductora y dije, con indiferencia y despreocupación:

—Hola. ¿Cómo estás?

—¿Qué le has hecho a Richard? Está cabreadísimo contigo.

Sentí un nudo en el estómago.

—Lo sé, y lo lamento. Me siento fatal.

—¿Qué ha pasado?

—Ah. Qué ha pasado. Bueno. —«Piensa, piensa, piensa, piensa». La mentira se me escapó de los labios—: Lonnie quería que me quedara en su bufete y se ofreció a rebajarme el cincuenta por ciento del alquiler.

—¿Y por qué no se lo dijiste? Richard lo habría comprendido.

—No me dejó. Estaba tan furioso que no pude entenderme con él.

—¿Por qué no me lo contaste a mí? Podríamos haberlo arreglado. Joder, y por si fuera poco se entera de que habías cancelado el cheque. Tendrías que haberlo visto. Gritaba a pleno pulmón. No sabes de lo que es capaz cuando se pone así.

Tenía la impresión de que sí sabía de lo que era capaz.

—¿No puedes hablar con él en mi nombre?

—Es lo que intento. Pensé que si conocía tu versión podría razonar con él. Lo has resuelto muy mal.

—Tienes razón. Lo sé, pero es lo que le expliqué a él…, sólo pensé que escribirle sería menos violento que decírselo en persona.

—Gran error. Eso es lo que lo sacó de sus casillas.

—Ya me he dado cuenta. ¿Qué crees que pasará ahora?

—Es difícil saberlo cuando se trata de Richard —repuso—. Quizá todo se desinfle. Esperémoslo. De todas formas, ya hemos hablado bastante de él. ¿Cuándo nos vemos? Te he echado de menos.

Su tono era juguetón, pero sólo era una fachada. O me rendía en ese mismo instante o seguiría insistiéndome hasta que lo hiciera. Una ira terca me subía lentamente por el estómago. Procuré hablarle con amabilidad, pero sabía que el mensaje no iba a ser de su agrado.

—Mira, no creo que esta relación me interese. Es hora de que lo dejemos.

Se produjo un silencio sepulcral. Oía su respiración al otro extremo del hilo. Dejé que el silencio se prolongara.

—Es tu estilo, ¿no? —dijo por fin—. Distanciarte. No dejar que nadie se acerque.

—Quizá sea eso. Se aproxima mucho. Sabía que lo comprenderías.

—Sé que te sientes ofendida y lo siento, pero dame una oportunidad. No me cierres la puerta. Merezco algo mejor.

—Estoy de acuerdo. Mereces algo mejor. De verdad, te deseo lo mejor, y siento que esto no haya funcionado.

—¿Podríamos hablarlo al menos?

—No sé para qué.

—¿No sabes para qué? ¿Qué coño es esto?

—No voy a discutir. Si creíste que era diferente, lo lamento mucho.

—¿Quién coño te has creído que eres para hablarme así? Fuiste tú quien me buscó.

—Voy a colgar. Adiós.

—Un minuto, joder. Primero fastidias a mi hermano, yo te defiendo, ¿y crees que puedes echarme toda esa mierda encima? Estás mal de la cabeza.

—Estupendo. Perfecto. Dejémoslo así. —Colgué el auricular.

Con un ligero retraso, el corazón empezó a darme botes como una pelota de baloncesto durante un regate. Me quedé a la espera.

Oí el primer timbrazo con un sobresalto. Dos. Tres. Cuatro. Se puso en marcha el contestador.

Oyeron mis frases de presentación y colgaron. Pasaron treinta segundos. El teléfono volvió a sonar. Levanté el auricular y pulsé la palanca para cortar la comunicación. Desactivé el timbre y luego, por si acaso, desenchufé el aparato.

Me senté a la mesa y me llené los pulmones de aire unas cuantas veces. No iba a permitir que aquel tipo pudiera conmigo. Si no había más remedio, hablaría con Lonnie para conseguir una orden de alejamiento. Mientras tanto, tenía que quitármelo de la cabeza.

Saqué las fichas de cartulina y escribí un montón de notas para llenar unas cuantas lagunas. Como si fuera una sesión de Tarot, las ordené en la mesa para revisarlas. Joel Glazer, Harvey Broadus y Pacific Meadows formaban un arco. Junto a estas fichas había otras dos: Penelope Delacorte, la administradora asociada, y Tina Bart, la contable despedida. Joel Glazer y Harvey Broadus se habían tomado muchas molestias para sugerir que Dow era culpable del escándalo de la Seguridad Social que se gestaba bajo la superficie. Lo único que no encajaba era lo que había anotado sobre la relación entre Broadus y la retozona enfermera jefe que le tomaba el pulso.

Volví a la tarjeta de Tina Bart. ¿Adónde se habría marchado? Seguro que Penelope Delacorte lo sabía, pero no tenía intención de decírmelo. Movida por un impulso, abrí el cajón inferior, saqué el listín telefónico y miré los apellidos que empezaban por B. Ante la duda, digo yo, ¿por qué no empezar por lo más fácil? Había cinco Bart, pero ninguna Tina o T. Había un Bart, C., sin dirección, probablemente la inicial de Christine o Christina. Las solteras recurren a las iniciales para evitar a los susurradores telefónicos que marcan números al azar mientras se estrujan la bragueta. Enchufé el teléfono a la clavija y marqué el número de C. Bart. A los dos timbrazos se puso en marcha el contestador. La voz que sonó al otro lado del hilo era de esos secretarios mecánicos generados por ordenador que parecen estar hablando dentro de una lata: «Por favor, deje su mensaje». El uso de estos protovarones era otro truco de las solteras para que diera la impresión de que había un hombre en casa. Busqué en el Directorio Polk el teléfono de C. Bart. El Directorio Polk, también conocido por «el listado», clasifica direcciones y teléfonos de dos formas. A diferencia de las guías normales, que ordenan la información alfabéticamente por el apellido, el listado la ordena por calles en una sección y por teléfonos en la otra. Si tienes el número de teléfono, pero no la calle, en el Polk encontrarás la calle y el número, además del nombre de la persona allí domiciliada. Del mismo modo, si tienes sólo la dirección, verás el nombre del inquilino junto con el número de teléfono, siempre que este no sea secreto. En el presente caso encontré a C. Bart en un número de Dave Levine Street, no muy lejos de Pacific Meadows. Penelope Delacorte me había dicho que Tina Bart ya trabajaba para Pacific Meadows cuando llegó ella. Era hora de averiguar cuánto sabía.

Antes de salir de casa busqué mi vieja pistola y me la guardé en el bolso. Es una Davis del 32, con un cañón de trece centímetros y proyectiles Winchester Silvertip, de punta hueca. Durante los tres últimos años he oído multitud de reproches por servirme de esta arma, que según dicen es mala y traicionera, un juicio que no ha alterado mi afecto por el ejemplar. Es pequeña y limpia, pesa medio kilo y se siente bien en mi mano. No creía que Richard y Tommy vinieran por mí, pero tampoco podía asegurarlo. Y, claro está, esa era la clase de juego al que jugaban.