Fui hacia el norte por la 101 hasta la salida de Little Pony Road, a cinco o seis kilómetros con poco tráfico. Recordé la conversación telefónica con Mariah, las bromas fáciles a costa de los hermanos Hevener. Casi me alegraba de no haber dado mi brazo a torcer. No tenía ni idea de lo que pensaba hacer Richard conmigo, pero supuse que su «solución perfecta» estaría en cualquier punto entre la demanda judicial y la muerte. Miré por el retrovisor para ver si salía algún coche al mismo tiempo que yo.
Laguna Plaza es un antiguo centro comercial en forma de ele, más elegante que muchos y completamente distinto de los inmensos estadios de venta al detalle que se construyen ahora. No tenía patios acristalados con árboles de tamaño natural, ni terrazas para comer, ni pisos comunicados por escaleras mecánicas. Aparqué el VW enfrente de Mail & More, una franquicia que gestionaba buzones privados, recepción y envío de correspondencia, fotocopiadoras, servicio de notaría, tarjetas comerciales y sellos de caucho. Estaba abierto las veinticuatro horas del día, toda la semana.
El interior constaba de dos grandes zonas, cada una con una entrada, y separadas por una pared de vidrio y una puerta también de vidrio. En la zona de la derecha había un mostrador, fotocopiadoras, objetos de escritorio y una empleada que se encargaba de los servicios de embalaje y correos. Por una puerta del fondo vi montones de cajas de cartón desmontadas de varios tamaños, rollos de plástico de burbujas para embalar, papel de envolver y cajas de espuma de relleno.
La empleada no estaba, pero había dejado una nota en el mostrador: CERRADO POR URGENCIA PARTICULAR. DISCULPEN LAS MOLESTIAS. VOLVERÉ EL LUNES. TIFFANY. Si Tiffany era como Jennifer, la urgencia particular sería una sesión de bronceado artificial y un arreglo de las uñas de los pies. Exclamé «yuuuju» y «hola» varias veces, para curarme en salud, mientras me tomaba la libertad de rodear el mostrador para inspeccionar la trastienda. Ni un alma a la vista. Volví al mostrador y esperé un momento, totalmente irritada. Cualquiera podía entrar y robar los objetos de escritorio. ¿Y si tenía que mandar un paquete o necesitaba urgentemente un notario?
Me acerqué a la pared de vidrio y miré la zona colindante: era una auténtica colmena de buzones, con número y ventanilla de cristal, desde el suelo hasta el techo; en la pared del fondo había un buzón para el envío de cartas y paquetes pequeños. Aquella era la sección que permanecía abierta todo el día. Empujé la puerta de vidrio. Seguí el orden de los números y encontré el 505: quinta fila, quinta columna. Me agaché para mirar por la ventanilla de cristal. No se veían cartas, pero sí una parte de la sala del otro lado, en la que había un hombre distribuyendo las cartas que llevaba en la mano. Cuando llegó a mi columna, golpeé la ventanilla del 505.
Se inclinó para poner la cara a la altura de la mía.
—¿Puedo hablar con usted? —dije—. Necesito que me echen una mano.
Señaló a mi derecha.
—Vaya hacia el buzón.
Fuimos hacia allí, él por su lado de los buzones y yo por el mío. La ranura del buzón de envíos quedaba a la altura del pecho. Esta vez me acerqué y entreví las cartas amontonadas en el cajón de debajo. El hombre era mucho más alto que yo, y la diferencia de estatura lo obligaba no sólo a inclinarse, sino a poner la cabeza en un ángulo anormal.
—¿Qué problema hay? —preguntó.
Saqué una tarjeta comercial y se la pasé por la ranura del buzón para que supiese con quién estaba hablando.
—Necesito información sobre el apartado quinientos cinco.
Recogió la tarjeta y la miró.
—¿Para qué?
—Es una investigación por asesinato.
—¿Trae alguna citación?
—No, no traigo ninguna citación. Si la trajera no haría preguntas.
Me devolvió la tarjeta.
—Hable con Tiffany. Es su departamento.
¿Su departamento? Había dos. ¿De qué estaba hablando?
—No está. Ha dejado una nota diciendo que no volverá hasta el lunes.
—Pues tendrá que volver entonces.
—No puedo. Tengo que declarar ante el juez. No tardaré ni medio segundo —dije—. Por favor, por favor, por favor.
Parecía desconcertado.
—¿Qué quiere?
—Sólo necesito echar un vistazo al contrato para ver quién lo tiene en alquiler.
—¿Por qué?
—Porque la viuda piensa que ha podido recibir material pornográfico en esta dirección y yo creo que no es verdad. Lo único que quiero saber es quién suscribió el contrato.
—No me está permitido revelarlo.
—¿Y no podría hacer una excepción? Quizá sea importante. Piense en todo el sufrimiento que se ahorraría la pobre mujer.
Vi que miraba al suelo. Debía de andar por los cuarenta años, demasiado mayor para aquel oficio. Imaginé su forcejeo interior. Por una parte, las normas eran las normas, aunque personalmente sospechaba que ninguna normativa contemplaba mi petición. No era funcionario público y su trabajo no requería ninguna autorización. Ejecutivo de clasificación de correspondencia. Tenía suerte si le pagaban más del salario mínimo.
—Acabo de hablar con la policía —añadí—; les he explicado que iba a hacer esto y me han dicho que adelante. —No respondió—. Le daré veinte dólares.
—Espere.
Desapareció durante un tiempo que se me hizo interminable. Saqué el billete de veinte dólares de la cartera, lo doblé en sentido longitudinal, formé una V con él y lo puse a caballo en la ranura del buzón, pensando que moralmente era más discreto dejarlo allí que ponérselo en la mano. Me apoyé en la pared, con la atención puesta en la entrada. Tuve una rápida fantasía en la que Richard Hevener entraba con el deportivo haciendo añicos las paredes y aplastándome contra la pared como si fuera un maniquí. En las películas, los personajes siempre se las apañan para apartarse del camino de los trenes que entran fuera de control en las estaciones, o saltan de lado ante los aviones que hacen aterrizajes forzosos en los aeropuertos y ante los autobuses desnortados que se suben a la acera. ¿Cómo se preparaba una en la vida real para dar esos saltos?
—¿Señora?
Me volví. El hombre había reaparecido y el billete ya no estaba. Llevaba el contrato de alquiler, pero escondido en la espalda, como si le intranquilizara mostrarlo. Esperé a que su cara estuviera a mi altura y le hice unas preguntas sencillas, para animarlo. Es lo que llamamos «calentamiento detectivesco».
—¿Cómo se contratan estos apartados? ¿Se viene aquí y se paga por todo un año?
—Algo así. También puede hacerse por correo. Dejamos un aviso en el apartado cuando llega el momento de pagar la cuota.
—¿Se paga en metálico?
—O con talón nominativo. Valen las dos formas.
—¿Entonces es posible que quien contrata el apartado ni siquiera aparezca por aquí?
—La verdad es que vemos a muy pocos. No nos preocupa quiénes sean mientras paguen puntualmente. He visto que algunos clientes utilizan sobres con membrete, como si aquí tuvieran una empresa con sucursales. Es para reírse, pero la verdad es que nos da lo mismo.
—Apuesto a que sí. ¿Puede pasar el contrato por la ranura para que pueda verlo? Es una investigación legal; me tomo muy en serio estas cosas.
—No. No quiero que lo toque. Puede usted mirarlo durante treinta segundos, pero no puedo hacer más.
—Genial.
Pero ¿en qué mundo vivimos? ¿Sobornas a un tipo con veinte dólares y todavía tiene escrúpulos?
Me puso delante la cartulina, un poco inclinada para que pudiese verla. No dejaba de mirar el reloj, contando los segundos. Vaya plan. Poco sabía aquel tipo que de pequeña era la campeona de ese juego de las fiestas de cumpleaños en el que la madre de la homenajeada pone varios objetos en una bandeja y luego los cubre con un paño. Todos los asistentes a la fiesta se arremolinan alrededor. Doña Mamá levanta el paño durante treinta segundos para que podamos ver y memorizar los objetos. Yo siempre ganaba, sobre todo porque los objetos eran siempre los mismos: una horquilla, una cuchara, un bastoncito para los oídos y una bola de algodón. Yo utilizaba los treinta segundos para tomar nota de los objetos nuevos o inesperados. La única parte triste de la competición era el trofeo, que consistía normalmente en un frasco de plástico lleno de agua jabonosa, con tubo de soplar incorporado.
El contrato de alquiler era para párvulos y asimilé la información en los dos primeros segundos. La firma parecía de Dow, pero no era su mano la que había puesto la fecha. Aquella letra de molde, con «tes» inclinadas e «íes» de trazo grueso era de Leila. Vaya, vaya, vaya.
—Otra tontería más —dije—. ¿Podría escupirse en el dedo y pasarlo por encima de la firma?
—¿Por qué?
Aquel tipo era peor que los niños de cuatro años.
—Porque no estoy segura de si se firmó con bolígrafo o se utilizó una fotocopia.
Frunciendo el entrecejo, se chupó el dedo y frotó la firma. La tinta no se corrió.
—Ajá —dijo.
—¿Cómo se llama?
—Ed.
—Pues bien, Ed. Su ayuda no ha sido en vano. Muchas gracias.
Volví al coche y estuve unos momentos meditando las consecuencias y llegando a la conclusión de que Leila había interceptado el aviso de renovación del alquiler del apartado. Crystal me había explicado que los extractos del Mid-City Bank se enviaban a aquel apartado. Era muy probable que Leila hubiera escrito al banco, quizá con el papel timbrado de Pacific Meadows, falsificando la firma de Purcell o empleando una fotocopia, y solicitado que enviaran los balances de la cuenta al 505. Recorrí con la mirada la fachada del establecimiento. Le habría resultado muy fácil pasar por Mail & More al subir de la escuela hacia su casa.
Encendí el motor y salí del aparcamiento. Cuando llegué a la calle, vi que la sucursal del Mid-City Bank de Laguna Plaza estaba en la esquina de enfrente. Incluso desde allí se veía el cajero automático que había utilizado para desangrar la cuenta. Lo único que necesitaba realmente era la tarjeta del banco y el número secreto de la cuenta, que Dow probablemente guardaría en el escritorio de su domicilio.
Fiel a mi palabra, llamé a Jonah por teléfono en cuanto llegué al despacho.
—Teniente Robb. ¿Diga?
—Soy Kinsey. Si pasamos por alto los métodos que he empleado, te contaré lo que he descubierto. Juro que no he tocado nada. Todo ha quedado como estaba.
—Acepto.
Le conté la excursión a Mail & More, haciendo hincapié en la conducta de Leila y pasando por alto la mía.
Jonah apenas hablaba, pero seguro que estaba tomando notas.
—¿Dónde está ese apartado postal?
—En Mail & More, de Laguna Plaza. El número es el quinientos cinco.
—Lo comprobaré —dijo—. Qué retorcido.
—Mucho —dije, dando por sentado que hablaba del comportamiento de Leila.
—¿Sabes dónde está en estos momentos?
—Creo que en casa de Lloyd, pero será mejor que lo compruebe. Leila tiene una amiga llamada Paulie, una tía que conoció en el Tribunal de Menores…, creo que en julio hizo un año. Paulie ya había tenido problemas. Se me ha ocurrido que a lo mejor planeaban escaparse juntas. Sería interesante comprobar el historial de Paulie para ver lo que ha hecho.
Me dijo que lo miraría y colgó. Yo ya me sentía culpable. Lo que menos necesitaba Crystal era que acusaran de hurto mayor a su única hija.
Volví al coche y fui a casa de Lloyd. De todas formas, tenía cosas que preguntarle, y aquello me daba una excusa. Si Leila había decidido fugarse, poco podía hacer yo, pero tampoco le perjudicaría que la vigilara discretamente.
Al aproximarme a la casa en forma de A vi que las luces estaban encendidas. Subí por el camino de acceso, aparqué y bajé del coche. Lloyd estaba trabajando en el pequeño garaje independiente. Había abierto el motor de su descapotable y tenía las manos manchadas de grasa. Me miró sin expresión, como si fuera cosa de todos los días verme plantada en su puerta. No sabía qué estaría haciendo en las entrañas del vehículo; cosas de hombres, sin duda. Llevaba tejanos de pernera recortada, una camiseta vieja y sandalias. Tenía un pegote de suciedad en un cristal de las gafas y ya no llevaba el pendiente con la calavera y las tibias.
—Usted es Millhone —dijo, más para sí que otra cosa.
—Y usted Lloyd Muscoe.
—Me alegro de que hablemos con claridad.
—Pasaba por aquí y se me ocurrió acercarme. Espero que no le importe. ¿Está Leila?
Esbozó una breve sonrisa.
—Depende de lo que quiera.
Observé el motor abierto, que parecía compuesto de partes a punto de explotar. Yo ya sabía ponerme sola la gasolina; esa era mi primera gran hazaña como conductora.
—¿Qué le pasa al coche?
—Que yo sepa, nada, salvo que está viejo y cansado. Estoy cambiando el aceite, poniéndole bujías nuevas y cosas así.
—Una puesta a punto.
—Más o menos. Tengo que irme dentro de un par de días.
Se inclinó, sacó una cosa retorcida, la limpió con un trapo y la puso otra vez en su sitio. Luego ajustó algo que estaba debajo, entre los órganos principales.
—¿Adónde?
—A Las Vegas —repuso—. Pensaba pedirle a Crystal que me dejara llevarme a Leila. ¿Usted qué dice? —preguntó; en realidad no me pedía consejo, sólo lo había dicho por darme conversación mientras seguía con su trabajo.
—No creo que acepte.
—Con ella nunca se sabe. Está harta de los problemas de Leila.
—Eso no significa que la vaya a echar a la calle —repliqué. Esperé a que contestara, pero en vista de su silencio, añadí—: ¿Cree que otra mudanza será beneficiosa para Leila?
—Al menos en Las Vegas se portará como es debido. Detesta esa escuela a la que va. No hay más que niñatas mimadas de buena familia. Es tirar el dinero.
—Leila lo detesta todo.
Negó con la cabeza.
—Necesita que la vigilen, eso es todo. Alguien como yo, que no le permita salirse con la suya siempre que le dé la gana.
—Límites y fronteras.
—Eso mismo.
—Así funciona Fitch, y hasta ahora no le ha servido de nada.
—Mucha zanahoria y poco palo.
—¿Y qué opina Leila?
Me miró con dureza.
—Las opiniones no cuentan aquí. Es cabezota y vaga; si por ella fuera, se pasaría la vida tumbada y viendo la tele. Crystal ha intentado ganarse su amistad por todos los medios y no ha servido de nada. Los niños necesitan padres, no amiguetes.
Mantuve la boca cerrada. Crystal no dejaría que se fuera, pero yo no había ido para discutir con él.
—¿Acabará de decirme a qué ha venido? —preguntó al cabo, con sarcasmo.
—Pues claro que sí —repuse—. Tengo entendido que Purcell vino a hablar con usted hace unos cuatro meses. Me gustaría saber por qué.
—Había oído decir que Crystal tenía un lío extramatrimonial y había dado por sentado que era conmigo. Lástima que no pudiera decirle que era así. Habría tenido la pequeña satisfacción de darle en la cara.
—No era con usted.
—Me temo que no.
—¿Cuánto tiempo estuvo casado con ella?
—Seis años.
—¿Años malos? ¿Buenos?
—Yo pensaba que buenos, pero, como suele decirse, el marido es el último en enterarse.
—He oído decir que la relación entre ustedes era poco estable.
Se detuvo y se apoyó en el guardabarros mientras se limpiaba las manos.
—Teníamos química. Fuego y paja. En cuanto nos juntábamos, saltaba la chispa. ¿Qué tiene eso de malo?
—¿No saltaban chispas con Purcell?
—¿Bromea? Por lo que sé, era un pervertido. Tuvo que ser la gran sorpresa de su vida. Se casa con él pensando que es la respuesta a sus plegarias y resulta que bebe como una esponja y que sólo se le pone tiesa si ella se calza unas botas de tacón alto y le atiza en el culo con un látigo. No me extraña que ella le pusiera los cuernos. Puede que yo le diera algún cachete, pero nunca hice nada parecido.
—¿A usted le fue fiel?
—Que yo sepa, sí. Yo no aguanto esas faenas.
—¿Qué tal se llevaba usted con Purcell?
—Considerando que se llevó a mi mujer, nos llevábamos bastante bien.
—¿Recuerda dónde estaba usted?
Sonrió y negó con la cabeza.
—¿La noche que se dio el chapuzón? Ya lo he contado. La policía estuvo aquí ayer.
—¿Qué les dijo?
—Lo mismo que le estoy diciendo a usted. Yo estaba trabajando aquel viernes, la noche del día 12. Estuve haciendo pruebas con un taxi…, consta en los libros de la compañía. Leila estaba aquí con su amiga Paulie, viendo vídeos. Crystal la recogió el domingo por la mañana, como de costumbre. Pregúnteselo a ella si no me cree.
Lo miré fijamente un momento.
—¿Qué le ha pasado al pendiente?
—Me lo quité para una entrevista, hace unos meses. No quería que el tipo pensara que era maricón.
—¿Le dieron el trabajo?
—No.
—¿Por eso vuelve a Las Vegas, para que cambie la suerte?
—Yo tengo una teoría. ¿Las cosas van mal? Recuerda el último sitio donde fuiste feliz y vuelve allí.
En un arranque de culpabilidad, dediqué todo el viernes a otros clientes. No sucedió nada emocionante, pero al menos gané para las deudas.
El servicio fúnebre por el doctor Dowan Purcell se celebró el sábado a las dos de la tarde, en la capilla presbiteriana de West Glen Road, en Montebello. Me puse el vestido multiuso negro y los zapatos de igual color y me presenté en el lugar a las dos menos cuarto. La capilla era estrecha, con altas paredes de piedra, techo de vigas y cincuenta bancos divididos en dos secciones de veinticinco. El día era húmedo y gris y las seis vidrieras emplomadas, con matices de granate y añil, reducían la escasa luz a una lúgubre oscuridad. No sé mucho de la fe presbiteriana, pero aquella atmósfera me bastaba para borrarme de entre los predestinados.
A pesar de que sólo había asistentes con invitación, se congregó una numerosa multitud que llenó la capilla. Los amigos de Crystal estaban sentados a un lado, y los de Fiona al otro. En algunos casos, la decisión parecía fácil. Por ejemplo, Dana y Joel ocuparon su lugar sin más ceremonias, evitando deliberadamente a la segunda esposa de Dow en señal de fidelidad a la primera. Los que tomé por conocidos comunes parecían debatirse, y se consultaban en voz baja antes de colarse en un banco. Mientras llegaban los rezagados, un organista invisible interpretaba su selección de melodías desconsoladas, algo parecido a Los Cuarenta Principales en versión fúnebre. Aproveché la ocasión para meditar sobre la brevedad de la vida y para preguntarme si Richard Hevener estaría pensando en abreviar la mía. Mariah Talbot no parecía muy alarmada cuando me llamó. Según ella, los hermanos Hevener no se arriesgarían a cometer otro homicidio habiendo transcurrido tan poco tiempo desde los primeros. No sonaba muy tranquilizador.
Crystal se había encargado de los preparativos a toda velocidad, y se notaba. Supongo que organizar un funeral es como organizar cualquier otro acontecimiento social. Unas personas saben hacerlo y otras no. Aquel resultaba extraño porque no había ataúd, ni urna, ni arreglos florales. El anuncio del periódico sugería a los asistentes que, en vez de flores, dieran dinero a la beneficencia pública en nombre del doctor Purcell. No había ni siquiera una foto suya.
A la hora de sentarme tuve un pequeño conflicto interior. Crystal me había pedido que asistiera, pero habida cuenta que todavía trabajaba para Fiona, me sentía fiscalmente obligada a sentarme en su lado de la iglesia. Me situé en el último banco, al lado del pasillo, con lo cual disponía de una vista panorámica. La hija mayor de Fiona, Melanie, había llegado de San Francisco y acompañaba a su madre por el pasillo con tanta solemnidad como un padre que llevara a su hija al altar. Fiona, como es lógico, iba de luto: traje de lana con botones de pasta en la chaqueta y la falda hasta media pantorrilla. Llevaba los rizos aplastados por un sombrerito de terciopelo negro y un velo que recordaba el antifaz del Llanero Solitario. Vi que se apretaba la boca con un pañuelo, pero bien podía estar fijándose el carmín en lugar de enjugarse las lágrimas. El cabello de Melanie, como el de su madre, era negro, aunque su estilo era de lo más serio, teñido con alheña y con un espeso e implacable flequillo. Era más alta y más maciza que Fiona, y vestía un traje pantalón gris oscuro y botines negros.
Blanche las seguía por el pasillo con su ancho vestido de premamá. Se movía despacio, sujetándose la barriga con las dos manos, como para mantenerla en su sitio. Andaba tan cuidadosamente como quien lleva un tazón de sopa y no quiere que se le derrame. Su marido, Andrew, iba junto a ella, avanzando al mismo ritmo. Habían dejado a los niños en casa y todos nos regocijábamos por ello.
La señora Stegler, de Pacific Meadows, se sentó delante de mí; traje marrón, zapatos masculinos marrones y el estropajo de rizos rojos. Había además muchos hombres con aspecto de médicos y vestidos de luto, y algunos ancianos que supuse que serían antiguos pacientes del doctor Purcell.
Crystal y Leila estaban sentadas en el primer banco del otro lado del pasillo. Crystal llevaba un sencillo vestido negro, y la cascada de pelo rubio le daba un aspecto de desaliño elegante. Parecía cansada, hacía mala cara y tenía ojeras. Leila había cambiado lo extravagante por lo extraño: vestido negro de látex con falda negra de lentejuelas. Llevaba el corto pelo, entre rubio y blanco, levantado como si se hubiera erizado por la electricidad estática al peinarse. Jacob Trigg, con traje y corbata, entró en la iglesia ayudándose de las muletas. Se metió en un banco del lado de Fiona, cerca de la puerta. Anica Blackburn apareció entonces y me sonrió con rapidez antes de sentarse en el banco que había delante del mío. Se oían los habituales murmullos y alguna tos ocasional. Miré el programa, preguntándome cómo se las había arreglado Crystal para que lo imprimieran con tanta rapidez. En total, nos aguardaban una antología de himnos, la doxología, dos oraciones, un avemaría cantada, el panegírico y dos himnos más.
Llegó una rezagada, una mujer de pelo semirrubio a la que reconocí tras echarle un segundo vistazo: Pepper Gray, mi enfermera favorita. La vi quitarse el abrigo y recorrer de puntillas el pasillo más o menos hasta la mitad, donde se detuvo hasta que un hombre se levantó para dejarla pasar. Andaba como si todavía llevara suelas de crepé.
El ministro apareció con una toga como la de los jueces, acompañado por su alguacil espiritual, que reprodujo, en tono de salmodia, lo que se oye en los juicios: «Pónganse en pie». Nos levantamos y cantamos. Nos sentamos y rezamos. Mientras todos teníamos la cabeza inclinada, yo reflexionaba sobre el estado de mis pantis y el desgobierno de mi alma. No sé por qué no pueden fabricar pantis que se queden en su sitio. En cuanto a mi alma, habría que considerar un tanto irregular mi primera educación religiosa, ya que me expulsaron de todas las escuelas dominicales a las que fui. Mi tía Gin no se había casado y no tenía hijos propios. La muerte de mis padres me puso inesperadamente bajo su tutela y se dedicó a criarme sin ninguna experiencia, estableciendo las normas sobre la marcha. Desde el principio obró con el convencimiento de que a los niños hay que decirles la verdad, así que obtuve largas y sinceras respuestas a las preguntas más sencillas, la primera de las cuales fue por el origen de los niños.
Mi experiencia catequística más desagradable se produjo durante la primera Navidad que pasé con ella, cuando tenía cinco años y medio. Debió de sentirse obligada a inculcarme alguna doctrina religiosa y me llevó a una iglesia baptista que había cerca del remolque donde vivíamos. La lección de aquel domingo por la mañana versaba sobre María y José, a los que descalifiqué al momento. Por lo que yo entendí, los padres del pobre niño Jesús habían sido unos vagos con tan poco sentido común que lo habían parido en un pesebre. Cuando mi catequista, la señorita Nevely, explicó a mis pequeños compañeros cómo había concebido María al niño, debí de ser la única alumna presente que sabía lo mucho que se equivocaba. Levanté la mano. La señorita me invitó a hablar, encantada de mis ganas de contribuir a la clase. Todavía recuerdo cómo le cambió la cara cuando le detallé la doctrina de la concepción según tía Gin.
Cuando tía Gin pasó a recogerme me encontró en la calle, con una nota prendida al vestido con un alfiler en la que se me prohibía decir una sola palabra hasta que llegaran para llevarme a casa. Por suerte no hubo ningún castigo. Mi tía me hizo un bocata con pan blanco, mantequilla y salchichas de bote, y yo me senté en el escalón de la caravana y me lo comí. Mientras jugaba sola al croquet en nuestro pequeño patio, la tía Gin llamó a todos sus amigos, hablando en voz baja y riéndose mucho. Sabía que le había hecho gracia, pero no por qué.
Cuando el ministro subió por fin al púlpito, hizo los típicos comentarios aplicables a todos los difuntos menos a los más depravados. Terminó el servicio y la gente empezó a desfilar hacia la salida. Me quedé al lado de la puerta, esperando hablar con Fiona antes de que se fuese. Quería concertar una cita para concretar con ella los detalles de nuestra relación laboral. Finalmente la vi, apoyándose en Mel, que andaba junto a ella. Melanie debió de imaginar quién era yo porque me dirigió una mirada de aviso mientras conducía a su madre hacia el aparcamiento.
Anica me rozó el brazo.
—¿Vienes a la casa? Algunos van a pasar por allí.
—¿Estás segura de que es oportuno? No quiero entrometerme.
—No te preocupes. Crystal me dijo que te invitara. Estaremos en la playa.
—Me gustaría.
—Muy bien. Allí nos veremos.
El aparcamiento se vació lentamente. La muchedumbre se dispersó como si saliera del cine, deteniéndose a charlar mientras partían los vehículos. Fui a mi coche y me uní a la corriente. El cielo se estaba despejando y un pálido indicio de sol parecía filtrarse entre las nubes.
La casa de la playa estaba sólo a tres kilómetros de la iglesia. Debí de ser la última en llegar, porque el arcén de grava de Paloma Lañe estaba completamente lleno de coches de lujo. Me apoderé del primer hueco que vi, cerré el coche con llave y anduve hacia la casa. La horcajadura de los pantis se me había bajado ya hasta la mitad del muslo. Me los subí dando un pequeño brinco. Por diez centavos me los habría quitado y los habría tirado entre los arbustos.
Cuando doblé por el camino del aparcamiento vi el mismo coche de época que había visto en Pacific Meadows. Me detuve e inspeccioné la zona con disimulo, para asegurarme de que no me veía nadie. La fachada trasera no tenía ventanas, y el camino por el que había llegado estaba momentáneamente vacío. Rodeé el vehículo y leí la marca del fabricante en el guardabarros derecho. Era un Kaiser Manhattan; en mi vida lo había oído. Las cuatro puertas estaban cerradas, y en los asientos traseros no había nada de interés.
Habían dejado abierta la puerta de la casa y el ruido que salía por ella no se diferenciaba mucho del de una fiesta corriente. La muerte modifica las relaciones entre familiares y amigos. Los vivos tienden a unirse sirviéndose de la comida y la bebida a modo de bálsamo para mitigar el dolor. Suele haber risas. No sé por qué, pero sospecho que es parte integral del proceso de curación, el talismán del doliente.
Habría unos sesenta invitados. A la mayoría los había visto en la iglesia. Las puertas de cristales que daban a la terraza estaban abiertas y se oía el constante batir del oleaje. Un caballero con chaquetilla blanca se movía de aquí para allá con una bandeja, y se detuvo a ofrecerme una copa de champaña. Le di las gracias y me apoderé de una. Descubrí un lugar bajo las escaleras y sorbí champaña mientras buscaba al hombre del bigote y el pelo espeso y plateado.
Jacob Trigg llegó después que yo y se detuvo al borde de la multitud. Muchos afligidos estaban ya enfrascados en animada conversación y la idea de entrometerse en cualquiera de aquellos grupos sin duda le intimidaba.
—¿Conoce a esta gente? —preguntó Trigg.
—No, ¿y usted?
—A unos cuantos. Me he enterado de que fue usted quien encontró a Dow.
—Lo hice, y siento que haya muerto. Tenía la esperanza de que hubiera huido a Sudamérica.
—Yo también —coincidió Trigg, con una débil sonrisa.
—¿Alguna vez le contó Dow algo de un dinero desaparecido de su cuenta corriente?
—Sé que se dio cuenta. El director del banco acabó preocupándose y le envió el saldo con un signo de interrogación. Dow le dio las gracias, dijo que sabía de qué se trataba y que se encargaría del asunto. En realidad no tenía ni idea de lo que pasaba. Al principio supuso que había sido Crystal, ya que los extractos se enviaban al apartado de correos de su mujer.
—¿Le preguntó a ella?
—No por el dinero. Le preguntó por el apartado de correos. Ella le dijo que hacía cosa de un año que no lo utilizaba. Él no quiso presionarla hasta haber investigado. Tenía que ser alguien de la casa, porque ¿quién más podía tener acceso a la tarjeta de crédito y al número secreto de la cuenta?
—¿De quién sospechaba?
—De Crystal y de Leila, aunque podía haber sido Rand. Es evidente que fue eliminando sospechosos, pero no quería decir nada hasta estar completamente seguro. Crystal y él habían discutido tanto por culpa de Leila que lo había amenazado con abandonarlo; si Dow tenía un problema con Leila, que lo resolviera él solo. Por supuesto, cuando le llegó el turno a Rand, Crystal se puso hecha una furia. No quiso seguir. También por Rand se habría armado la gorda.
—¿Por qué?
—Es de la única persona de quien Crystal se fía para que esté con Griff. Sin Rand, ¿dónde está su libertad? Hiciera lo que hiciese, Dow estaba atado de pies y manos.
—¿Y por qué no canceló la cuenta?
—Estoy seguro de que lo hizo.
—¿Llegó a descubrir quién había sido?
—Si lo averiguó, no me dijo nada.
—Lástima. Como el pasaporte no aparecía, la policía imaginó que se había ido por decisión propia. No sé por qué Crystal no les puso al corriente de lo que pasaba.
—Quizá no lo supiera. A lo mejor Dow pensó que no valía la pena correr el riesgo de investigar.
—¿Y permitir que alguien se quedara impunemente con sus treinta mil pavos?
—¿Papá?
Nos volvimos. Una mujer con una gruesa trenza rubia que le llegaba hasta media espalda estaba detrás de nosotros. Rondaba los cuarenta, iba sin maquillar y llevaba jersey largo de algodón, falda campesina y sandalias. Parecía de esas mujeres que nunca se depilan las piernas, aunque no quise comprobarlo. Era demasiado lista para llevar pantis, y le di unos cuantos puntos por eso. Los míos se me estaban cayendo otra vez; en cualquier momento me llegarían a las rodillas y tendría que andar cojeando.
—Le presento a mi hija Susan.
—Mucho gusto en conocerla —dije.
Nos dimos la mano y los tres nos quedamos hablando un rato hasta que Susan se colgó del brazo de su padre.
—Espero que no le importe que nos vayamos —se excusó—. Hay demasiados ricos para mi gusto.
—Cree que estoy cansado, y tiene razón —confesó Trigg—. Hasta pronto.
—Eso espero.