Eran las doce y media cuando entré en mi casa por segunda vez en lo que llevábamos de noche. Había dejado las llaves en la entrada de la clínica y salido directamente por la puerta principal, con las fotocopias ciñéndome como un braguero. Cuando llegué al aparcamiento, el automóvil de época había desaparecido. Recorrí el asfalto hasta el rincón oscuro en el que había dejado el VW. Antes de sentarme al volante, saqué las fotocopias y las metí debajo del asiento. Parecían manoseadas y tenían las puntas dobladas tras haber estado en implacable contacto con mis muslos y mis costillas. Encendí el motor y salí de la plaza marcha atrás.
Una vez en casa, di una batida de inspección para asegurarme de que todas las puertas y ventanas estaban tan cerradas como las había dejado. Tommy Hevener no se me iba de la cabeza. Me moría de ganas por leer el historial médico de Klotilde, pero las contuve y me senté a la mesa para anotar los últimos datos en las fichas de cartulina. Resultaba extraño repasar las hipótesis que se habían barajado sobre Purcell ahora que sabía que estaba muerto. No me cabía la menor duda de que el cadáver del coche era él. En un plano teórico podía imaginármelo colocando otro cadáver en su lugar; pero en el plano de la realidad no era tan fácil de hacer, sobre todo con un ahogado, ya que los rasgos más característicos permanecen. El patólogo no tardaría en cotejar dentaduras y huellas dactilares para hacer una identificación inequívoca.
Puse las fichas de cartulina en hilera, primero en orden cronológico y luego en el orden en que había hecho las entrevistas. No me pagaban por aquello, pero tampoco me habían despedido oficialmente. Mezclé las fichas al azar, para ver el efecto. Siempre salía la misma historia. Tanto si se había suicidado como si había sido asesinado, Dow Purcell estaba muerto y la vida que había dejado tras de sí era un caos. Pero quedaban tres preguntas sin responder. ¿Dónde estaba su pasaporte? ¿Adónde habían ido a parar los treinta mil dólares? También estaba el pequeño pero intrigante asunto del apartado de correos. Si Dow había pagado por él y lo conservaba para uso personal, ¿por qué había de preguntarle a Crystal si aún lo tenía alquilado?
A las nueve de la mañana llamé a Fiona. Naturalmente, no la encontré. En el mensaje que le dejé en el contestador le dije que estaba buscando la pista de los treinta mil dólares y le di a entender, quizá sinceramente, que algún morador de la casa de Crystal podía ser responsable de la desaparición del dinero. Y le propuse, si aprobaba el gasto, incluir un par de horas más en la minuta. Esperaba que aprovechase la posibilidad de acusar a Crystal o a cualquier persona cercana a ella. Si no lo hacía, lo más probable era que yo continuase con el caso, aunque sólo fuera por satisfacción personal. En mi trabajo no todo gira alrededor del dinero.
Aún no eran las doce cuando terminé de poner al día los asuntos del despacho y me dediqué a los mensajes del día anterior. Jennifer había llamado para avisar que estaba enferma, lo que significaba que se había ido con sus colegas a Los Ángeles para asistir al concierto de su grupo favorito. Le había dicho a Jill que al salir del trabajo la víspera se había olvidado de llevar la correspondencia a Correos. No es que dudara de ella. Si me senté en su silla y me puse a registrar su mesa fue sólo por simple curiosidad. Encontré un montón de cartas sin echar en el cajón inferior, el correo de al menos una semana. Allí estaban mis facturas, las que acababa de pagar, con el franqueo correspondiente en el sobre y listas para echarlas al buzón. Fui a contárselo inmediatamente a Ida Ruth, que juró y perjuró que se lo diría a Lonnie y a John para que la pusieran de patitas en la calle de una vez.
Metí toda aquella correspondencia en una caja y yo misma la eché en Correos. Me pregunté cuánto tardaría Richard Hevener en recibir mi carta y qué haría cuando descubriera que no podía hacer efectivo mi cheque. Peor para él. Habría tenido que ingresarlo el mismo día que se lo di. De Correos fui a la comisaría de policía, con la esperanza de encontrar al inspector Odessa antes de que saliera a almorzar. Cuando llegué, ya se había marchado con otro inspector hacía cinco o diez minutos. Pregunté al agente de recepción si sabía adonde habían ido.
—Seguramente al Del Mar. Van mucho por allí. Si no, pruebe en el Arcade, en la ventana de comidas para llevar. A veces se traen unos bocadillos y se los comen en el despacho.
Le di una tarjeta.
—Gracias. Si no lo encuentro, ¿podría decirle que me llame?
—Desde luego.
Me subí la cremallera de la cazadora y bajé a la calle por las escaleras. Miré el parte meteorológico en el periódico y vi la foto del satélite con una mancha espesa, blanca y giratoria, lo que significaba que se acercaba a la costa otro frente lluvioso. El pronóstico era nubes bajas y niebla por la mañana, con un cuarenta por ciento de probabilidades de que lloviera por la tarde. La temperatura giraría alrededor de quince grados. Los ciudadanos no tardarían en volverse malhumorados y quisquillosos, deprimidos por el frío y el cielo parcialmente cubierto.
No vi ni rastro de Odessa en el Del Mar, así que fui al Arcade, una sandwichería del tamaño de una caña de cerveza, con un mostrador, tres mesas de mármol y sillas de varillas dobladas. La ventana de comida para llevar estaba al doblar la esquina del edificio; habían puesto un toldo de rayas negras y blancas, y debajo dos mesas y cuatro bancos de madera. El inspector Odessa tenía la cabeza inclinada sobre una caja de plástico rojo que contenía una hamburguesa gigante envuelta en papel y una ración de patatas fritas. El hombre sentado al otro lado de la mesa era Jonah Robb. Era mejor de lo que había esperado.
Había conocido a Jonah hacía unos cuatro años, cuando él trabajaba en el departamento de Personas Desaparecidas y yo estaba buscando a una. Luego lo habían trasladado a Homicidios, ascendido a teniente y nombrado jefe de unidad; sí, era el jefe de Paglia. Cuando nos conocimos, el matrimonio de Jonah, una larga historia de quiero y no quiero, estaba en fase no quiero, y habíamos pasado buenos ratos entre mis sábanas de Wonder Woman. Su mujer, Camilla, volvió a raíz de aquello con sus dos hijas. La siguiente vez que me tropecé con él me dijo que Camilla se había puesto a trabajar como auxiliar de juzgados, un empleo que dejó precipitadamente cuando volvió a abandonarlo. Regresó embarazada de otro. El presunto padre había puesto pies en polvorosa, y la pobre Camilla tuvo que arreglárselas como buenamente pudo. Como es natural, Jonah la acogió en sus brazos, y lo último que supe fue que estaba muy ocupado cuidando de su remendada prole. Desde el primer momento había habido en nuestra relación demasiado drama para mi gusto. Al final me había alejado, pero aún sentía un pellizco de incomodidad cada vez que lo veía.
Vince Odessa levantó la mano al verme.
—Hola, muchachos —dije.
Jonah volvió la cabeza y cruzamos unas palabras de saludo, con una grata distancia en la voz y sin mirarnos a los ojos. Nos dimos la mano como se la habríamos dado al cura de la parroquia.
—¿Qué tal te va? —preguntó.
—Muy bien. ¿Qué tal el niño? —dije—. Ya debe de tener cuatro meses por lo menos.
—Está fabuloso. Nació el 4 de julio, según lo previsto; pesaba cinco kilos y pico. Una buena pieza.
—Guau. ¿Qué nombre le habéis puesto?
—Barras.
—Ah. Por Barras y estrellas, el himno nacional.
Jonah vaciló.
—¿Cómo lo has sabido? El nombre se le ocurrió a Camilla, pero eres la primera persona que cae en la cuenta.
—Una vulgar intuición.
Odessa me hizo una seña.
—Siéntate. ¿Quieres comer? —dijo Odessa tuteándome.
Jonah me alargó su caja de plástico.
—Toma. Puedes comerte la mitad de lo que hay. Camilla está empeñada en que haga dieta; engordé al menos siete kilos durante sus últimos meses de embarazo. Ella ha perdido peso enseguida, pero a mí me cuesta.
El trozo de carne que partió con el pulgar y el índice era gordo como una morcilla.
Estaba cerca de él, de modo que habría resultado demasiado llamativo que rodeara la mesa para sentarme al lado del inspector. Así pues, me senté al lado de Jonah. Miré su bocadillo, cortado en diagonal: beicon, lechuga y tomate, con guacamole entre las capas de mahonesa. Eché un poco de sal a la mezcla. Nunca desaprovecho la ocasión de darles un susto a mis riñones.
—¿Qué te traes entre manos? —preguntó Odessa; me pilló masticando, así que, mientras yo trataba de tragar el bocado, volvió a la conversación que sostenía con Jonah—. Hablábamos de Purcell. Jonah oyó el informe del patólogo.
—Así fue. Dadas las condiciones del cadáver, el doctor Yee dice que no le puede hacer pruebas bioquímicas ni biofísicas. A ojo de buen cubero, parece que murió de un tiro en la cabeza. Encontramos el arma en el asiento delantero. Un Colt Python trescientos cincuenta y siete con un solo disparo. El casquillo del cartucho estaba todavía en el tambor. Yee dice que hay un noventa y nueve con nueve por ciento de probabilidades de que ya estuviera muerto cuando cayó al agua.
—¿Era suyo el revólver? —pregunté.
Jonah se limpió la boca y arrugó la servilleta de papel.
—Lo compró antes de separarse de Fiona. Crystal no le habría dejado tener un arma en la casa por el niño. Ella cree que lo guardaba en el despacho de la clínica, en un cajón de la mesa o en la guantera del coche.
—Ante todo, queremos averiguar cómo llegó al pantano —dijo Odessa.
Levanté la mano.
—Había quedado con Fiona. Ella dice que no apareció, pero podría estar mintiendo.
Odessa asintió alegremente, con la boca llena.
—No creas que se nos ha escapado el detalle de que apareció muerto, como quien dice, en la puerta de su casa.
—Y a ver qué te parece esto. Ella es la única beneficiaria de cierto seguro de vida; era parte del acuerdo de divorcio. Lo hemos comprobado —señaló Jonah.
—¿Cuánto?
—Un millón.
—A mí me bastaría —dijo Odessa.
—Aun así, es arriesgado matarlo tan cerca de casa —objeté.
—Quizás esté ahí lo bonito del asunto —dijo Jonah—. Podría haber sido cualquiera. Podrían haberlo atraído hasta allí con cualquier pretexto y haberle metido una bala en la cabeza.
Odessa hizo una mueca.
—¿Y cómo ibas a llevarlo hasta allí?
—Yendo en el mismo coche —repuso Jonah—. Lo llamas y conciertas una cita; le dices que quieres ir a un sitio tranquilo y hablarle de la situación, pero que necesitas que te lleven.
—¿Con qué pretexto?
—¿Quién necesita un pretexto? —dije—. Te escondes en el asiento de atrás y le pones el revólver en la oreja.
—¿Y luego qué? ¿Cómo vuelves en la oscuridad?
—Andando —sugirió Jonah—. No está tan lejos.
—¿Y si te ven? —dije—. Alguien podría situarte en el escenario.
—Quizá fueran dos —replicó Odessa—. Uno se reúne con él arriba y hace el trabajo, mientras el otro espera en el camino con un coche.
—¿Y no aumenta el riesgo añadir un cómplice?
—Depende de quién sea.
Jonah tomó un trago de Coca-Cola. Me ofreció el vaso y bebí. Nos quedamos en silencio un momento, contemplando el paisaje.
—Por otra parte —apunté—, Purcell tenía problemas con la administración central y se enfrentaba a un escándalo público. Puede que pensara en el suicidio. ¿No lo harías tú en su lugar?
—Supongo que sí —admitió Jonah. Parecía apesadumbrado ante la perspectiva—. Los muchachos siguen trabajando con el Mercedes. Tenía una manta de viaje en las piernas y había una botella de whisky vacía en el suelo, delante del asiento del copiloto. Los faros, apagados. La llave, en el contacto, en posición de encendido. La radio, apagada. Llevaba encima documentos de identidad y la cartera, así como el reloj, que, dicho sea de paso, todavía funciona; el maldito chisme no ha atrasado ni un segundo en todas estas semanas.
Odessa se animó al oírlo.
—¿Y qué? Es buena publicidad. Tendríamos que ponernos en contacto con la casa que los fabrica.
—Es un Breitling, sumergible hasta ciento veinte metros.
—¿Recuerdas el anuncio de la estilográfica? —preguntó Odessa.
—Era un boli.
—¿En serio? Me refiero a la que escribe bajo el agua. ¿Cómo se llamaba?
—¿Y a quién le importa?
Odessa sonrió tímidamente.
—Lo siento —se excusó—. ¿Qué más hay?
—No mucho. Parte de la ventanilla del conductor había desaparecido, pero estaba casi entera, aunque agrietada por donde salió el proyectil. Envié a dos muchachos al pantano con el detector de metales, a ver si lo encontraban. La ventanilla del copiloto y las de detrás estaban abiertas, sin duda para que el agua entrara más aprisa.
Odessa hizo una pelota con la servilleta de papel y la tiró por encima de nosotros, apuntando a la papelera. La pelota dio en el borde y cayó fuera.
—No me convence lo del suicidio. No tiene sentido.
—A mí tampoco, y me baso en un par de cosas —dijo Jonah.
—¿Cuáles? —pregunté.
Cruzó los brazos.
—Supongamos que se disparó él mismo, aunque sólo sea como hipótesis inicial. ¿Cómo se las arregló para hundir el coche? Es más, ¿por qué molestarse en hacerlo?
—Quizás estuviera avergonzado —sugirió Odessa—. Se avergüenza de cometer suicidio, así que quiere desaparecer.
—Para no salpicar a la familia —añadió Jonah.
—Claro, ¿por qué no?
—Puede que la póliza de seguros excluyera el suicidio —dijo Odessa.
—¿Y qué? —repliqué—. Fiona no cobraría nada hasta que se encontrara el cadáver. Y en cuanto eso sucediera, la causa de la muerte sería obvia, con una bala en la cabeza y el revólver en el asiento de al lado.
—Sí, ahí falla. Nadie creería que se disparó en la sien por accidente.
Jonah hizo una mueca.
—Siento bajarte de la nube, pero en la póliza no hay ninguna cláusula referente al suicidio. Lo he comprobado.
—Volvamos a la ventanilla del copiloto. ¿Por qué iba a dejarla cerrada cuando todas las demás estaban abiertas?
—Para amortiguar el ruido del disparo —propuse.
—Sí, pero ¿por qué preocuparse? Es decir, ¿qué más le daba que alguien oyera el disparo? Él sabía que estaría muerto para entonces, ¿qué importancia tendría ya?
—Además, si las demás ventanillas estaban abiertas, el disparo no quedaría muy amortiguado —señaló Odessa.
—Exacto —coincidió Jonah—. Hay algo que no concuerda. No me gustan las redundancias. ¿Pegarse un tiro y luego ahogarse? Un poco exagerado, ¿no?
—Pocos suicidas optan por ahogarse. Cuesta mucho. Aunque quieras morir, el instinto te hacer salir a respirar. Demasiado difícil de controlar.
—Virginia Woolf se suicidó así —recordé—. Se puso piedras en los bolsillos y se metió en un río.
—Pero ¿por qué duplicar el esfuerzo? Eso es lo que no cuadra.
—La gente lo hace continuamente —replicó Odessa—. Se toman una sobredosis de pastillas y luego meten la cabeza en una bolsa de plástico. Mezclan vodka con Valium antes de cortarse las venas. Si no funciona lo uno, ya funcionará lo otro.
Jonah negó con la cabeza.
—Sólo estoy tratando de visualizarlo. ¿Cuál es la película de los hechos? Abre tres ventanillas, se pone una manta en las piernas, saca el revólver, se lo apoya en la cabeza y aprieta el gatillo. Mientras tanto, tiene el motor encendido, ha puesto una marcha y está pisando el freno. Pum. El pie deja de apretar el freno, el coche baja por la cuesta y se mete en el agua. Demasiado complicado. Un trabajo de muerte.
—Nunca mejor dicho —dijo Odessa.
—Otra cosa. No me gusta la botella de whisky. Es melodramático. Si el tipo quería morirse, ¿para qué necesitaba echar un trago?
—¿Para tranquilizarse? —sugerí.
—No, no necesitas ninguna excusa para beber —replicó Odessa—. Bebes porque te gusta, ¿y qué mejor ocasión? Te pones ciego antes de largarte. Bon voyage y todo eso.
—Sí, pero por lo que he oído decir, era un hombre que iba al grano. No le pega una puesta en escena tan complicada.
—Bebía —subrayé—. Un amigo suyo me dijo que las otras veces que desapareció había ido a un centro de rehabilitación, para desintoxicarse. Pero creo que había vuelto a las andadas hacía unos seis meses.
—Yo, en su lugar —dijo Odessa—, me habría metido un buen cóctel de fármacos. Seguro que tenía acceso a todo lo que se le antojara: hidrocodone, codeína, oxicodone, triazolán…
—Producen estreñimiento —dije, casi en un murmullo.
Jonah seguía con ganas de discutir.
—Los fármacos tardan en surtir efecto. Conocía la anatomía humana lo bastante bien para hacer un buen trabajo; por la trayectoria de la bala, yo os digo que allí se acabó todo.
—Demasiado jaleo para un hombre tan tradicional —dije—. Aunque sólo le eché un vistazo, me fijé en que llevaba traje, camisa de vestir y corbata.
—Y el cinturón de seguridad abrochado —añadió Jonah.
—Pues su matrimonio no tuvo nada de tradicional. Se casó con una fulana de Las Vegas, y eso es pasearse por el lado salvaje —dijo Odessa.
—Quizá no anduviera muy lejos. Fiona dice que tenía problemas de impotencia y que le daba por los objetos eróticos, la pornografía y cosas por el estilo. A ella le daba asco. Dice que se negó a estar con él en la intimidad, y que fue entonces cuando conoció a Crystal.
Me metí en la boca el resto del sándwich y le robé a Odessa una patata frita.
—No encaja que no haya dejado ninguna nota —señaló Jonah—. Aunque estuviera desesperado, no era un tipo mezquino. Supón que no se hubiera encontrado nunca el coche. ¿Por qué dejar a todo el mundo colgado? Si quería suicidarse, sólo tenía que decir: «Lo siento, amigos, pero así están las cosas. No aguanto más y me voy». ¿Y por qué hundir el coche en el pantano? ¿Qué sentido tenía? En fin, mirémoslo ahora desde otro punto de vista. Digamos que alguien lo hizo por él. Le disparas con las ventanillas subidas para ahogar el ruido. Luego bajas tres para que el coche se hunda más deprisa; así te aseguras de que no quede ninguna bolsa de aire en el techo, para que el coche no flote. No sería tan difícil. Te lo cargas, sueltas el freno de mano, le das un empujón al coche y lo mandas alegremente a las profundidades.
—Lo que nos lleva directamente al punto de partida —dijo Odessa—. Considéralo asesinato y el hundimiento del coche tendrá mucho más sentido.
—El asesino cree que el coche está a siete metros de profundidad y que no lo encontrarán —apunté.
—Exacto. Ahora es cuando el guión se pone al rojo vivo. Encuentras el coche y el asesino tiene que enfrentarse a algo con lo que no contaba.
—Si estás buscando un motivo —dije—, oí decir que Crystal tenía un lío.
—¿Con quién?
—Con su monitor personal. Un tipo con el que trabajó hace ocho o diez meses.
Odessa miró su reloj.
—Tengo que irme. Le prometí a Sherry que le haría un recado. —Se puso en pie y recogió su caja de plástico y la de Jonah; Jonah quiso colaborar, pero el otro estaba ya en la ventanilla del local y dejó las cajas en el mostrador—. Nos veremos en el despacho.
—Yo también me voy. ¿Vas en la misma dirección? —me preguntó.
—Sí, si no os importa —dije; eché mano del bolso y caminamos en silencio—. ¿Cómo te van realmente las cosas?
—Mejor de lo que podría esperarse —repuso.
—Fantástico. Me alegro. Espero que todo salga bien.
—Algo que yo nunca te dije. Aprecio lo que hiciste por mí mientras estuvimos juntos. Me ayudaste a tener la cabeza en su sitio; no lo habría superado solo.
—No fue mi intención hacer una obra de caridad —repliqué.
—Pues así es como me siento, como si me hubieras hecho un grandísimo favor.
—Bueno, tú también me lo hiciste. —Me colgué de su brazo, pero lo pensé mejor y me solté haciendo como que cambiaba el bolso de posición—. Todavía trabajo para Fiona, ¿sabes? Y le debo unas cuantas horas.
—¿Y?
—Bueno, había pensado aclararlo con Odessa, pero prefiero hablar contigo. Anoche estuve repasando mis notas, y estoy intrigada por el pasaporte de Dow y por los treinta mil que desaparecieron. Si consigo que Fiona me autorice a hacerlo, ¿te importa si lo investigo?
—Depende. ¿Qué te propones?
—No estoy segura. Para empezar, Crystal mencionó un apartado de correos. Fue suyo durante un tiempo, pero dice que dejó de pagarlo. Estaba convencida de que Dow seguía conservándolo para recibir la correspondencia bancaria, pero me pregunto si será verdad.
Me observó un momento.
—No puedo impedírtelo.
—Lo sé, pero no quiero pisarle el terreno a nadie.
—Entonces no la cagues. Si descubres algo, me lo cuentas enseguida. Y no manipules pruebas.
—Yo jamás manipularía pruebas —dije con aire ofendido.
—Ya. Ni tampoco mentirías.
—Bueno, a ti no. —Nos detuvimos en el cruce, en espera de que cambiara el semáforo. Lo miré de reojo; parecía cansado—. ¿De verdad crees que lo mataron?
—Trabajaremos sobre esa base hasta que aparezca otra teoría.
Volví al despacho. Fiona me había dejado un mensaje autorizándome a trabajar otras dos horas, pero nada más. Me senté en el sillón giratorio, con los pies en la mesa, y me balanceé un rato mirando el teléfono. No quería llamar a Crystal en plena crisis, pero no tenía alternativa. Por muy afligida que estuviera por Dow, yo tenía que hacer mi trabajo. Descolgué antes de que se esfumara el ímpetu. Marqué el número de la casa de la playa, porque imaginé que se habría refugiado en el sitio que más le gustaba. Al cabo de dos timbrazos, contestó Anica.
—Anica, soy Kinsey. Creí que habías vuelto a Fitch.
—Y volví, pero el inspector Paglia llamó esta mañana a Crystal para comunicarle que habían identificado el cadáver y que era el de Dow. Me llamó y vine enseguida. Le dije que me tomaría unos días libres, hasta el fin de semana que viene. Esto es más importante. Estaremos aquí hasta el domingo, y luego iremos a la otra casa a poner en orden las cosas de Dow.
—¿Qué tal lo lleva? —pregunté; oía murmullos al fondo y tuve la impresión de que Crystal andaba cerca.
Anica bajó la voz.
—Está fatal. La confirmación de lo peor la ha hundido. Rand dice que se vino abajo en el momento en que se enteró. Siempre decía que le había pasado algo, pero rezaba por estar equivocada.
—¿Y Leila? ¿Cómo se lo ha tomado?
—Bueno, ya la conoces. Se metió en su habitación y puso la música a todo volumen, volviendo loco a todo el mundo. Discutió con Crystal, así que llamé a Lloyd y le pedí que se la llevara. Ahora hay una paz celestial.
—¿Y el funeral? ¿Va a celebrarlo?
—Lo celebrará el sábado, si puede. Tiene que anunciarlo en los periódicos y buscar un oficiante. Dow no era religioso, así que será más bien un homenaje. Acabo de llamar al tanatorio y dicen que tratarán de tenerlo todo preparado. Crystal quiere que lo incineren… y yo diría que no le queda más remedio.
—Creo que no.
—¿Qué le pasó? El inspector Paglia no dijo nada, pero supongo que se ahogó.
El corazón me dio un brinco.
—Bueno, no lo sé. No he oído nada definitivo. Seguramente seguirán trabajando para determinarlo. ¿Puedo ayudaros en algo?
La pregunta sonó a falsa incluso en un oído tan acostumbrado a las mentiras como el mío, pero tenía que cambiar de tema.
—Por ahora no, pero gracias de todas formas. Tengo que dejarte, pero le diré a Crystal que has llamado.
—Ya que te tengo al teléfono, a ver si me aclaras algo. Crystal habló de un apartado de correos que tenía hace tiempo en la ciudad. Necesito el número y la ubicación.
—Espera un momento.
Anica cubrió el auricular con la mano y oí a lo lejos que hablaba con alguien. Me recordó los días que pasaba en la piscina municipal de pequeña y salía del agua con los oídos taponados. El efecto era el mismo. A veces pasaban horas antes de que se me despejaran.
Anica apartó la mano.
—Apartado quinientos cinco —dijo—. Dice que está en Mail & More, en Laguna Plaza. Compruébalo y cuéntale lo que descubras.
—Así lo haré.
Aún no había colgado el auricular cuando el teléfono se puso a sonar.
—Hola —dijo Mariah Talbot—. ¿Puedes hablar o quieres que nos veamos en alguna parte?
—Así está bien. El teléfono es seguro. Todo este rollo de espionaje barato me parece una idiotez, pero no puedo evitarlo. Gracias por llamar.
Busqué un bolígrafo y empecé a hacer garabatos en un papel…, un puñal goteando sangre y una soga de verdugo, mi especialidad. A veces, hacer estos garabatos me ayuda a poner en orden las ideas.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Bien, te lo contaré.
Le describí la conversación de la noche anterior en el local de Rosie, cuando Henry había echado el cebo del joyero de Los Ángeles.
—¿Crees que Tommy picó?
—No lo sé. Pero pensé que sería mejor contártelo, ya que la última vez que hablamos te dije que no te ayudaría. Ahora está hecho, pero sólo porque Henry se entrometió.
—Muy oportuno por su parte. Viniendo de él, a Tommy no se le ocurrirá que es un engaño.
—Pero aún está lejos del anzuelo.
—No tan lejos. Necesitan dinero con urgencia y tienen la finca hipotecada hasta las cejas. Las joyas son sus únicos bienes. Tienen que venderlas para sobrevivir —aseguró—. Por cierto, ¿dónde terminaste con el Príncipe Azul? Espero que no fuera en la cama.
—Desde luego que no —dije—. Cancelé la cena y no le hizo ninguna gracia. Dijo que no importaba, pero le sentó mal. Ojalá supiera cómo librarme de él sin que se enfade.
—Pues buena suerte. No dejará que te salgas con la tuya. Tommy es un egomaníaco. El te dejará a ti, pero tú a él no.
—Es como una araña. Me acecha; vaya adonde vaya, allí aparece él. Me está sacando de quicio.
—¿Y qué esperabas? Los dos están como una cabra. Si quieres ver a Richard fuera de sí, pregúntale por Buddy y la bici.
—¿Por qué? ¿De qué va?
—Es una historia que oí cuando empecé a trabajar en esto. El tal Buddy jura que cuando tenían diez años ya competían por todo, y siempre estaban zurrándose. Jared pensó que debían aprender a compartir las cosas; les regaló una bici y les dijo que la utilizaran por turnos. Richard no quiso guardar turno, la escondió y le dijo a su padre que se la habían robado. La tuvo oculta durante semanas y jugaba con ella siempre que quería.
—¿Y no se enteró el padre?
—No, pero Tommy sí. Buddy, que era amigo de los dos, había visto a Richard con la bici. Buddy dice que Richard siempre le estaba pegando, y que una vez le rompió la nariz; así que Buddy se lo contó a Tommy para vengarse. Tommy esperó a que Richard estuviera fuera, se llevó la bici y la tiró por un puente.
—¿Y no le hicieron nada?
—Richard se figuró enseguida lo que había pasado, pero ¿qué podía hacer? Todavía le cabrea. Lo que les pasa a esos dos es que prefieren perderlo todo a que el otro tenga su mitad. Si compitieran por una chica, la chica terminaría cadáver.
—Me estás animando. —Escribí FIN en el papel, con las letras en tres dimensiones, como los grafitos de los pandilleros—. Por suerte ya estoy fuera. Te llamé para que supieras lo que hay, por si alguno hace algún movimiento.
—Vamos. No puedes dejarme ahora con el trabajo a medio hacer. ¿Y la caja fuerte? Tienes que seguir hasta que la encuentres.
—Encuéntrala tú. Yo paso de todo esto.
—Piensa en lo estupendo que será cuando les echemos el guante.
—¿A qué viene ese plural? El problema no es mío, sino tuyo.
Se echó a reír.
—Ya lo sé, pero no abandono la esperanza de convencerte.
—No, gracias. Encantada de haber tratado contigo. No estuvo mal —dije, y colgué.
Levanté los ojos del papel y vi a Richard Hevener en la puerta, con gabardina negra y botas negras.
Sentí la típica torridez fría de las insolaciones, un calor abrasador en la piel que me heló hasta los huesos. No sabía cuánto tiempo llevaba allí y no conseguía recordar si había pronunciado su nombre o el de Tommy al final de la conversación. No creía haber pronunciado el de Mariah.
—Hola —dije, tratando de mostrarme indiferente.
—¿Qué es esto? —preguntó; sacó un sobre del bolsillo y lo arrojó sobre la mesa.
Mi carta planeó en el aire y aterrizó delante mí. El corazón empezó a darme saltos.
—Lo siento de veras —repuse—. Tendría que haberte llamado, pero me pareció feo, no sé por qué.
—¿Qué es lo que pasa?
—Nada. Es que no iba a resultar.
—«No iba a resultar». Y ya está.
—No sé qué más puedo decir. No quiero el local. Pensaba que sí, pero ahora he cambiado de opinión.
—Firmaste un contrato de arrendamiento.
—Lo sé, y te pido perdón por los inconvenientes…
—No se trata de inconvenientes. Hicimos un trato. —Su voz era desenfadada, pero implacable.
—¿Qué quieres que haga?
—Que cumplas las condiciones de arrendamiento que firmaste.
—¿Sabes una cosa? ¿Por qué no se lo comentas a mi abogado? Se llama Lonnie Kingman. Está al final del pasillo.
Ida Ruth apareció detrás de él.
—¿Va todo bien?
Richard la miró de reojo y luego me miró a mí.
—Todo va perfectamente —respondió—. Estoy completamente seguro de que encontraremos la solución idónea a este pequeño problema.
Salió de espaldas. Lo vi volverse hacia Ida, procurando no tocarla al pasar por su lado. Salió de mi campo visual, pero Ida Ruth siguió mirándolo.
—¿Qué le pasa a este tío? ¿Está mal de la cabeza o qué? Parece desorientado.
—No sabes de la misa la media. Si vuelve a aparecer, llama a la policía.
Cerré el despacho con llave y llamé al número tejano de Mariah para dejarle otro mensaje en el contestador. No sabía cuánto tardaría en oírlo, pero no me gustaba el cariz que estaba tomando aquello.