18

Cerré la puerta con llave en cuanto llegué. Tommy me daba mucho miedo. Fui de ventana en ventana, echando pestillos y cerrando contraventanas para que nadie pudiera espiarme. No me quedé tranquila hasta haber echado todos los cerrojos de la casa. Entonces me senté a la mesa y saqué del bolso la tarjeta de Mariah Talbot. Estar relacionada con ella me ponía nerviosa. Las repentinas sospechas de Tommy habían sido un rasgo siniestro. Lo imaginé registrándome el bolso en cuanto le diera la espalda y encontrando la tarjeta. Las personas como Tommy, obsesionadas por el control, necesitan el constante convencimiento de que no se les escapa ningún detalle. Memoricé el teléfono y rompí la cartulina en mil pedazos. Sabía para mi desgracia que los dos hermanos tenían aún mi solicitud de arrendamiento, que daba de mí más información de la que yo habría querido ofrecer. Tommy no había acabado de creer en ningún momento que yo estuviera concentrada en el caso de Dow Purcell. Desde su perspectiva, mis actividades, fueran cuales fuesen, estaban relacionadas con él. El narcisismo y la paranoia son diferentes facetas de la vanidad distorsionada que produce la megalomanía. Con la inquietante intuición que suelen tener los psicópatas, se había dado cuenta de que súbitamente tenía miedo de él. Y sin duda se preguntaba quién o qué me había hecho cambiar de actitud.

Marqué el teléfono de la tarjeta, anteponiéndole el prefijo de Texas. Sabía que no la encontraría, pero podía dejarle un mensaje para que se pusiera en contacto conmigo. Pensé en la habilidad con que Henry había dejado escapar el nombre del perista. Había mentido tan bien como yo, y con la misma elegancia. La cuestión era ahora si Tommy haría uso de la información.

El contestador de Mariah se puso en marcha.

«Hola, soy Mariah Talbot. Está usted al habla con las oficinas de Seguros El Guardián en Houston, Texas. Mi horario es de ocho y media a cinco y media, de lunes a viernes. Si llama a otra hora, por favor, deje un mensaje con su nombre, la hora y un número donde pueda localizarle. Compruebo a menudo el contestador y devolveré la llamada lo antes posible. Gracias».

—Hola Mariah —dije—. Soy Kinsey. Tenemos que hablar. Por favor, llámame al despacho. Si no estoy, deja un mensaje silencioso de diez segundos. Después comprueba los mensajes de tu contestador. Yo llamaré más tarde y propondré un lugar y una hora para vernos. Gracias.

Sin darme cuenta, había estado hablando inclinada sobre el aparato y protegiendo el auricular con la mano. ¿Qué pensaba? ¿Que Tommy Hevener estaba fuera con un estetoscopio pegado a la pared? Bueno, sí, algo parecido. ¿No querías paranoia?

Después de hacer la llamada me puse a mirar las facturas que me había dado Henry y me dejé arrastrar por la tranquila seguridad del trabajo. En el encabezamiento de la primera factura del montón aparecía el título RESUMEN DE MEDICARE y, más abajo, el epígrafe GASTOS PRESENTADOS EL 29/08/86. Con el historial de Klotilde delante, sabría la causa de aquellos servicios. Conocía algunas de sus enfermedades, pero quería ver qué medicinas y tratamientos le habían dado; así podría comparar los servicios reales con los conceptos por los que la clínica había pasado factura a la Seguridad Social. Mientras revolvía papeles vi un formulario de Exposición de Prestaciones Médicas; balances bancarios con códigos, casillas de pagos reducidos y deducibles; facturas; y diversos partes de tratamiento diario que, supuse, correspondían a la fisioterapia. No se mencionaba ningún diagnóstico, ninguna enfermedad, pero durante la primera mitad de agosto los gastos en medicinas ascendían a cuatrocientos diez dólares y noventa y cinco centavos. En los meses posteriores a la muerte de Klotilde habían pasado factura a la Seguridad Social por cientos de conceptos secundarios, muchos insignificantes. Claro que podía ser un error, una confusión de contabilidad que inadvertidamente había cargado artículos y servicios en la cuenta de una paciente que no los había recibido. Por otra parte, el apellido de Klotilde, un apellido húngaro, inusual y difícil de escribir, aparecía por todas partes, así que no se trataba de no haber sabido identificar bien a un «Smith» o a un «Jones», ni de haber tomado a un «Johnson» por otro con la misma inicial. Lo más útil para mis propósitos era que el número de la Seguridad Social de Klotilde figuraba en todos los formularios. Anoté los datos en un papel, lo doblé y me lo guardé en el bolsillo de los tejanos. Me pregunté si su historial estaría aún en Pacific Meadows. Tenía que seguir allí, me dije. Había muerto en abril y lo más probable era que la clínica guardara el historial en los archivos al menos durante un año y que luego los almacenara.

Esperé hasta las nueve y media, dedicando el intervalo a las faenas domésticas. Limpiar un inodoro puede ser un tranquilizante extraordinario cuando sabes que te está subiendo el nivel de ansiedad. Fregué la pila y la bañera, y luego me puse de rodillas y limpié las baldosas del suelo con la misma esponja. Pasé la aspiradora, quité el polvo y llené la lavadora. De vez en cuando miraba el reloj y calculaba la hora a la que los residentes de Pacific Meadows se irían a dormir. Finalmente, me puse unas playeras negras y me enfundé en una cazadora negra de cuero, más apropiada para el trabajo nocturno que el llamativo chubasquero amarillo. Saqué del abarrotado llavero las llaves de casa y del coche, me guardé en el bolsillo del pantalón el carnet de conducir y algo de dinero, y por último, eché mano del pequeño estuche de las ganzúas. Eran de un amigo delincuente que había pasado el tiempo libre en la cárcel diseñando un juego de ganzúas que podían pasar por un estuche de manicura. Entre allanamiento y allanamiento, podía rasparme las cutículas y limarme las uñas. Al final me llevé también una linterna plana, del tamaño de un naipe, que me cabía perfectamente en el sostén. Camino del geriátrico, me detuve en la cocina para automovilistas del McDonald’s y me llevé una bolsa con hamburguesas, dos Coca-Colas y dos raciones grandes de patatas fritas.

Cuando llegué a Pacific Meadows, el aparcamiento estaba casi vacío. El personal diurno se había ido ya, y en el turno de noche trabajaban menos empleados. Aparqué en una zona oscura, recogí la bolsa con la comida y cerré la puerta del coche. La lluvia había cesado por el momento, aunque amenazaba desde las montañas del norte. Los intervalos entre chaparrones habían bastado para secar algunos tramos del pavimento. Reconstruí mentalmente la planta del edificio para calcular la situación de la habitación de Ruby Curtsinger. Sabía que ante su puerta corredera había un comedero para pájaros y esperaba que me fuera útil como punto de referencia. Acababa de doblar la esquina cuando entró un coche en el aparcamiento.

Me introduje en la protectora sombra de un enebro mientras el conductor aparcaba en la plaza central de la fila. El coche era de los clásicos, largo y achatado, con guardabarros de curva suave, pero de una marca y un modelo que no fui capaz de identificar. Parecía de los años cuarenta, con su color crema y su imponente parachoques delantero de cromo pulido. Cuatro puertas, sin estribos; neumáticos blanquinegros, sin figuritas en el capó. El hombre que bajó era tan elegante como el coche. Tiró al suelo un cigarrillo encendido y lo vio brillar brevemente en el asfalto antes de que la humedad lo apagara. Llevaba una gabardina clara sobre un terno oscuro y zapatos negros con unos tacones que resonaron con fuerza cuando echó a andar. Al acercarse a la luz de la entrada, vi un poblado bigote y un abundante pelo plateado. Desapareció de mi campo de visión. Cuando estuve segura de que se había ido, seguí rodeando el edificio por el camino que discurría tras el estrecho jardín.

La mayoría de las habitaciones estaban a oscuras, y habían corrido las cortinas de las puertas correderas individuales. Cerré los ojos para situar la habitación de Ruby en relación con las de sus vecinos; era difícil, ya que sólo la había visitado una vez. Busqué el comedero de pájaros que colgaba del alero, esperando que el geriátrico no hubiera regalado uno a cada paciente. Delante vi una puerta corredera parcialmente abierta y el centelleo grisáceo de un televisor encendido. Fuera había un comedero de pájaros, colgando de un alambre como un farolillo chino. Me acerqué.

—¿Ruby? ¿Está usted ahí?

La silla de ruedas estaba a cosa de medio metro. Se inclinó para mirarme por el cancel. Tardó un momento en saber quién era.

—Eres la amiga de Merry. Perdona, no recuerdo tu nombre.

—Kinsey —dije, levantando la bolsa de comida—. Le he traído algo.

Abrió el pestillo del cancel y me indicó por señas que entrara, con la huesuda cara radiante de alegría. Empujé el cancel y entré en la habitación. Ruby señaló la bolsa.

—¿Qué hay ahí?

La abrí y miró el interior, mientras le enumeraba el contenido.

—Dos extragrandes, dos súper con queso, dos Coca-Colas, dos raciones de patatas y sobrecitos de tomate y sal. Supuse que lo necesitaría. —Le ofrecí la bolsa—. Lo siento, es posible que se hayan enfriado.

—Tengo microondas.

—¿En serio? Estupendo. Espero que tenga hambre.

—Puedes apostar a que sí.

Se puso la bolsa en el regazo y se acercó a una cómoda. Encima había una tetera eléctrica y un microondas del tamaño de una panera. Metió la bolsa y ajustó el temporizador.

—Vigila que no haya moros en la costa —dijo, mirándome por encima del hombro.

Fui a la puerta que daba al pasillo. Giré el pomo y la entreabrí. El corredor estaba medio a oscuras. Al fondo vi el chorro de luz que salía del puesto de enfermeras. De espaldas a mí estaba el caballero que había visto entrar un poco antes. Quizá fuese un pariente que hacía una visita a deshoras. La puerta de enfrente se abrió de súbito y salió una enfermera con uniforme blanco, cofia blanca almidonada, medias blancas y zapatos planos antivarices también blancos. No sabía que las enfermeras fuesen vestidas así hoy en día; las pocas que había visto llevaban ropa de calle o traje pantalón verde de fibra sintética y lavable. Era Pepper Gray, la malvada enfermera que había espiado mi conversación con Merry durante mi primera visita. Llevaba un estetoscopio colgado del cuello y miró la hora con expresión preocupada. Echó a andar con decisión hacia el puesto de enfermeras.

El microondas de Ruby emitió un campanillazo a mis espaldas. Di un respingo y cerré la puerta. No tenía seguro, así que esperaba que el olor a comida basura no atrajera al personal de guardia. Ruby sacó la bolsa del microondas y volvió a su sitio, al lado de las puertas correderas. Puso la bandeja de ruedas entre las dos y señaló una silla. No era mi intención compartir su comida, aunque la verdad es que le había llevado demasiada y además estaba muerta de hambre. Ella parecía encantada con la compañía y engulló la súper con queso casi tan aprisa como yo. Las dos resoplábamos mientras le hincábamos el diente a las extragrandes y a las patatas fritas.

—Espero que su corazón resista —dije, tomando un sorbo de Coca.

—¿Y a quién le importa? Ya tengo un código en blanco en el historial y descansaría en paz. —Levantó la extragrande, encantada ante la visión del grasiento líquido chorreando por la base, y se lamió una gota de salsa especial que se le había quedado en la comisura de la boca—. No es tan grande como las de la tele, pero está bien.

—Soy una fanática de estas porquerías. ¿Y qué tal se encuentra?

Ladeó la cabeza: «Así así».

—Oí decir que habían encontrado el coche del doctor y me imaginé que pasarías por aquí. Te he estado esperando todo el día.

—Me costó recuperarme. ¿Cómo se han tomado aquí la noticia?

—Algunos están inquietos, pero no creo que haya muchos sorprendidos. ¿Era su cadáver?

—No se sabe todavía. Yo creo que sí. Hoy mismo le han hecho la autopsia. —La puse al corriente, añadiendo algunos detalles morbosos que parecieron gustarle—. Hábleme del personal nocturno. ¿Merodea mucho por ahí?

—Un poco. Cuando me pongo a pasear por el pasillo, los veo sentados ante el mostrador, charlando o trabajando. Algunos toman café o ven la tele en la sala de personal. Las noches suelen ser tranquilas, a menos que muera alguien.

—¿Cuántos son en total?

Ruby sumó mentalmente.

—Siete, entre celadores, enfermeras y auxiliares de enfermería.

—¿Suelen hacer rondas para comprobar que los pacientes están bien?

—La mitad de las veces ni siquiera acuden cuando tocas el timbre. ¿Por qué lo preguntas? ¿Estás reconociendo el terreno?

—Sí. —Me limpié la boca y me puse en el regazo los envoltorios de las hamburguesas y la servilleta de papel—. En realidad quiero ver unos expedientes. ¿Cree que los tienen bajo llave?

Ruby negó con la cabeza y se puso la comida a un lado de la boca para poder hablar.

—Poca gente quiere robar historiales geriátricos.

—¿Y si me guarda usted las espaldas? Me vendría muy bien una ayudita.

Titubeó. Ya no era tan vivaracha.

—Ay, querida. No sé si podría hacer una cosa así. Disimular no es mi fuerte. Incluso de pequeña se me daba mal.

—Ruby, sólo requiere práctica. No puede esperar que se le dé bien si no tiene ganas de hacerlo bien.

Su ya insignificante cuerpo pareció encogerse.

—Lo intentaré, pero creo que lo voy a hacer mal.

—Seguro que lo hace estupendamente.

Al poco rato la veía por la puerta entornada dirigirse con la silla de ruedas hacia el puesto de enfermeras, que estaba al doblar el ángulo del fondo. Su cometido, aparte de hablar con el personal, era dejar la silla de manera que pudiera ver si se acercaba alguien a las oficinas mientras yo registraba dentro. El trazado del pasillo me permitía entrar sin ser vista, pero temía que alguna enfermera fuese a buscar un historial que no estuviera en la planta. No parecía probable que ocurriera, pero si alguien entraba de repente no tenía forma de explicar qué hacía allí.

Dejé pasar el tiempo necesario para que Ruby llegara al puesto y salí de la habitación, cerré la puerta y doblé a la derecha, recorriendo el pasillo como si no estuviera haciendo nada ilegal. Pasé ante el salón colectivo y ante el comedor; todas las luces estaban apagadas. Me detuve y me apoyé en la pared. Como un animal que sale de caza, cerré los ojos y olisqueé el aire para descifrar los secretos que contenía. Era el mundo de la tercera edad: bollos de canela, aroma de pino, algodón recién planchado y gardenias.

Cuando llegué a las oficinas, respiré hondo y giré el pomo. Cerrado. Podía utilizar las ganzúas, pero no me gustaba la perspectiva de perder quince minutos moviendo cilindros con ganzúas, herramientas de presión y alambres. Seguro que había una manera más fácil. Volví sobre mis pasos y fui al mostrador de recepción, que estaba abandonado a aquellas horas en el mal iluminado entrante. Pasé detrás del mostrador y busqué en los cajones. Tenía el oído alerta a cualquier sonido extraño que pudiera indicar que alguien se aproximaba. En el cajón inferior vi una caja de metal que se abrió al primer roce. Dentro había una bandeja pequeña con varias llaves, todas etiquetadas. Bien por mí. Aquello era más emocionante que buscar carroña. Para no equivocarme me llevé tres llaves: una de Administración, otra de Altas y otra de Historiales Médicos. Cerré la caja y el cajón y volví al pasillo.

Empecé por Administración. Las manos me temblaban ligeramente, 1,2 en la escala Richter, pero por lo demás lo hice bien. Una vez dentro no me atreví a encender la luz, aunque la puerta era sólida. Temía sobre todo que cualquiera que llegase por el aparcamiento se preguntara por qué estaban encendidas las luces a aquella hora. Busqué bajo la camisa y me saqué la linterna plana del sostén. Estaba caliente y emitía una luz débil, pero suficiente para lo que me proponía. Tardé un momento en orientarme. Había visto la oficina de día y tenía una idea bastante aproximada de su distribución.

En el extremo del mostrador estaba la mesa de Merry, y detrás, espalda contra espalda, había otra idéntica. Además había archivadores de ruedas, una fotocopiadora y una fila de archivadores metálicos en la pared del fondo. La pantalla del ordenador de Merry estaba negra, aunque había un puntito amarillento que latía como un corazón. Con la oscuridad no se veía el gran reloj de pared, pero podía oír el constante tictac mientras el segundero medía la esfera. A mi derecha estaba el despacho del doctor Purcell, donde había hablado con la señora Stegler. A la izquierda, la puerta de Historiales Médicos. Miré el reloj. Eran las diez y veinte.

Empujé con cautela la puerta de Historiales Médicos y vi que se abría. ¡Mi día de suerte! Recorrí el espacio con la luz de la linterna; era muy grande, con cuatro escritorios, una mesa de trabajo, sillas y una fotocopiadora. Había archivadores por todo el perímetro de la estancia, además de la fila doble del centro. Vi otra puerta en la pared del fondo. Crucé la sala, giré el pomo y comprobé, encantada, que tampoco estaba cerrada con llave. Me asomé. Un rápido vistazo me confirmó que había llegado a Altas; las tres oficinas estaban conectadas por puertas interiores. Estaba convencida de que el personal de Historiales, las secretarias y los oficinistas de la entrada valoraban en lo que valía la facilidad con que podían pasar de un departamento a otro sin salir al pasillo. Mi júbilo crecía por momentos.

Volví a Historiales y me concentré en el trabajo que me esperaba: encontrar el expediente de Klotilde en aquel almacén abarrotado de historias médicas. Recorrí las paredes con la linterna, buscando en las etiquetas de los archivadores la clave que me indicara el orden en que estaban colocados. Esperaba algo básico; por ejemplo, A, B, C. No hubo suerte. Abrí el primer cajón y contemplé el interminable desfile de documentos. Los expedientes parecían ordenados según un código numérico de seis cifras. Elegí quince historiales al azar, en busca del principio que los vinculaba. Aquellos quince pacientes no compartían ni la edad, ni el sexo, ni la enfermedad, ni el médico. Pues qué bien. Pasé páginas hacia delante y hacia atrás. No veía la relación. Abrí el cajón siguiente. Seguía sin haber nombres a la vista. Probé el cajón inferior y saqué otros diez historiales. Los números de identificación de los pacientes estaban por todas partes: 698727… 363427… 134627. Probé en un cajón de otro archivador. ¿Cómo iba a encontrar el expediente de Klotilde entre los millares que debía de haber allí? Busqué un denominador común: 500773… 509673… 604073. Me avergüenza confesar lo que tardé en descubrir el elemento que unía las series de historiales, pero al final comprendí que eran las dos últimas cifras.

Saqué el papel en el que había anotado el número de la Seguridad Social de Klotilde. No parecía tener ninguna relación con el número de historial, que al parecer se asignaba a los pacientes cuando ingresaban en la clínica. Mi frustración iba en aumento. No toleraba que mis actividades ilegales resultaran estériles. En alguna parte de aquella oficina tenía que haber una lista de pacientes por orden alfabético. De lo contrario, nadie podría buscar entre todos aquellos expedientes. Cerré todos los cajones y recorrí la estancia. La luz de la linterna había adquirido ese preocupante color anaranjado que delata la agonía de las pilas.

Miré por las ventanas; no había el menor indicio de movimiento en el aparcamiento. Fui al interruptor de la luz y la encendí de una maldita vez. Anduve en círculo, mirando a mi alrededor y tomando nota de todos los detalles de la estancia. Al lado de la puerta había un cuaderno de tapa dura, de considerable tamaño y de unos diez centímetros de grosor, cuyas páginas parecían de papel continuo de impresora. Me acerqué y abrí el libro. Loado sea Dios. Era la Lista Principal de Pacientes, y, para colmo de bendiciones, estos aparecían en orden alfabético. Busqué el inverosímil apellido de Klotilde, anoté su número de identificación y volví a lo de antes. Dejé la luz encendida, pensando: «Que le den por el culo». Reanudé el rastreo, buscando el historial esta vez según las dos últimas cifras de su número de identificación como paciente. Lo encontré enseguida; saqué el expediente del cajón y me lo metí entre la piel y las bragas.

Apagué las luces y volví a Administración. Estaba a punto de salir al pasillo cuando me asaltó el siguiente pensamiento: «Para conocer la verdad, los investigadores de Prevención del Delito tendrán que encontrar el expediente de Klotilde dentro del edificio. Ningún tribunal lo admitirá “entre la carne y las bragas”. Si saco el expediente de la clínica, no servirá para nada y la prueba de la culpabilidad o inocencia de Dow se perderá irremisiblemente».

Qué putada.

Volví corriendo a Historiales Médicos y abrí el expediente. Las páginas seguían una cronología invertida: las últimas observaciones al principio y así hasta llegar a la solicitud de alta, que estaba al final. Enderecé los clavos del broche y saqué la lámina de metal. Con el corazón brincándome de miedo e impaciencia, levanté la cubierta de la fotocopiadora y puse la primera página boca abajo. Apreté el botón de encendido. La máquina gimió y empezó a calentarse. La franja de luz recorrió la página y volvió, todo con una lentitud mortificante. La copia apareció lentamente en la bandeja de mi izquierda. Levanté la cubierta y puse otra página. Al menos había suficiente luz para ver. Casi todas las observaciones de los médicos eran superficiales, y vi espacios en blanco muy a propósito para que los defraudadores los utilizaran. Descontados los artículos y conceptos estrictamente médicos, ¿quién iba a investigar y determinar si al paciente le habían puesto tiritas o le habían dado un frasco de loción infantil? Conforme salían las páginas, la misma luz de la fotocopiadora me permitía colocar la página siguiente en el sitio exacto. ¿Qué haría si se le ocurría entrar a alguien? Y mientras temía esta posibilidad, temía también acabar esterilizada para siempre.

Dieciséis minutos después había terminado la faena. Ordené las fotocopias y me las metí, todavía calientes, otra vez en las bragas. Luego ordené las páginas del historial, deslicé la lámina metálica por los clavos y doblé estos. ¿Y ahora qué? No me podía llevar el expediente, pero tampoco estaba segura de que no fueran a entrar después para llevárselo y destruir la información. Volví al archivador de donde lo había sacado. Las dos últimas cifras de su número de paciente eran 44, pero lo puse entre los que terminaban en 54. Así, yo sabría dónde estaba mientras los demás creerían que se había extraviado. Siempre cabía la posibilidad de que lo encontrasen, pero tenía que correr el riesgo.

Salí de Historiales Médicos, cerré la puerta y volví a la oficina principal. El puntito parpadeante del ordenador de Merry iluminaba de un modo sorprendente. Ya me había acostumbrado a la oscuridad y pude ver la hora del reloj. Las doce menos treinta y seis minutos. Hora de largarse. Levanté la trampilla del mostrador y, cuando estaba ya en la puerta del pasillo, oí pasos acercándose. Me quedé paralizada. Procuré que no me invadiera el pánico. El rumor de los pasos era suave pero distinto. Debía de haber corrido el rumor de que había luz en la sala de archivos porque, fuera quien fuese, se acercaba con intención de investigar. No quería creer en serio que fueran a entrar, pero, por si las moscas, volví a la trampilla del mostrador y busqué un escondite. Fui al escritorio de Merry, aparté la silla giratoria y me metí debajo a gatas. Quedé sentada en un montón de cables gruesos, con la cabeza inclinada para no darme contra el cajón de los bolígrafos de Merry. Las puntas del historial de Klotilde se me clavaron en el estómago y en el pecho, produciendo un extraño crujido mientras levantaba los pies y me abrazaba las rodillas.

Se abrió la puerta.

Esperaba que encendieran las luces, pero la sala siguió a oscuras. Ignoraba si alguna parte de mi cuerpo era visible, pero esperaba que quien había entrado se fuera enseguida. Al poco volvió a abrirse la puerta para dar paso a otra persona. Oí que conferenciaban entre susurros, luego una leve disputa y a continuación el ruido de la trampilla cuando entraron en la zona en que yo estaba. ¿Quiénes eran? A lo mejor estábamos celebrando un congreso de rateros, los tres robando historiales por diferentes motivos, aunque igualmente inconfesables. Aquellos dos tenían que estar allí con malas intenciones, porque de lo contrario habrían encendido la luz.

Mucho arrastre de pies y, de repente, los dos estaban ante el escritorio de Merry. La pantalla de su ordenador se iluminó suavemente. Cerré los ojos como una niña. Si yo no los veía, tampoco me verían ellos. Oí que uno se quitaba la chaqueta, la colgaba en el respaldo de la silla de Merry y apartaba esta a un lado. Cuando abrí los ojos, vi unas perneras de pantalón y unos zapatos. Habría jurado que eran del tipo del cabello plateado que había visto en el aparcamiento. Delante de él, a un centímetro escaso de distancia, había una mujer cuyas medias blancas había visto antes. Pepper Gray.

Oí susurros confusos, un gemido gutural, objeciones del hombre y apremios de la mujer. Percibí el callado pero inconfundible rumor de una cremallera bajándose. Casi di un alarido de alarma. ¡Iban a jugar a médicos y yo estaba encerrada en el consultorio! El hombre se apoyó de espaldas en la mesa, vi sus dedos agarrándose al borde. La mujer se puso de rodillas y empezó a trabajárselo. Las objeciones del hombre se desvanecieron conforme se incrementaban sus jadeos. Él sin duda sentía debilidad por las enfermeras, y probablemente a ella la ponía caliente la posibilidad de que los sorprendiesen.

Hice lo que pude para distraerme. Traté de concentrarme en ideas profundas elevándome a un plano equivalente al Zen. Después de todo, sólo yo tenía la culpa de estar allí. Me dije que se había terminado para siempre aquello de allanar moradas ajenas. Me arrepentí de mis pecados e hice propósito de enmienda. Y eso que estaba ya en plena penitencia, por decirlo de algún modo. Para una persona que jode tan poco como yo, aquello era un castigo de los más crueles e insólitos.

Pepper estaba a menos de un metro, felizmente enfrascada en la palpitante virilidad de su amigo, como suelen llamarla eufemísticamente en las novelas que se recrean en tales escenas. La verdad es que la vida sexual del prójimo no es tan fascinante. Por ejemplo, un tipo gimiendo «Pepper, ay, Pep» no parecía tan romántico desde mi punto de vista. Además, no acababa de correrse y temí que la mandíbula de la mujer se desencajara como la de una serpiente. La mujer se puso a hacer ruiditos de ánimo con la garganta. Estuve tentada de intervenir. Hasta el transformador que había debajo de la mesa emitió un leve pitido de entusiasmo, que pareció estimular al hombre. Aunque la voz le salía farfullante, los farfulleos se aceleraron y subieron de volumen. Finalmente, gruñó como si se hubiera pillado el dedo con una puerta y quisiera ahogar el grito.

Los tres nos desplomamos agotados, y recé para que no tuviéramos que fumarnos el cigarrillo post coitum. Pasaron diez minutos antes de que se repusieran. Tras una conversación entre susurros, se decidió que ella saldría primero y él la seguiría tras un breve intervalo. Cuando salí arrastrándome del escondite, estaba entumecida, dolorida y con tortícolis. Era la última vez que le pedía a Ruby que me guardara las espaldas.