La mayor parte del miércoles estuve ocupada poniendo orden en mi vida. A las seis de la mañana había corrido mis cinco kilómetros bajo las nubes, y después había ido al gimnasio. Había vuelto a casa, me había duchado y había tomado el desayuno, y había llegado a la oficina a las nueve y cuarto. Pasé buena parte de la jornada repasando las facturas pendientes, que pagué con la habitual sensación de triunfo. Me encanta tener a raya a los lobos.
Me senté dos veces ante la máquina de escribir para dar forma al último informe sobre el caso Purcell, con la intención de enviárselo a Fiona por correo. Sin embargo, como ya la había informado y le había presentado una factura el día anterior, andaba escasa de recursos tanto retóricos como monetarios. No me parecía de buen gusto cobrar el tiempo que había pasado esperando a que los polis sacaran a Dow del lago. Teniendo en cuenta que había entregado 1500 dólares a los infames hermanos Hevener, los 1075 que debía a Fiona tendrían que salir de mi cuenta corriente, cuyo último saldo ascendía a 422 dólares. Tenía mucho dinero en una cuenta de ahorro, pero no ganas de tocarlo. Además, acariciaba la fantasía de que Fiona no quisiera el dinero en señal de gratitud por la rapidez y eficiencia con que había concluido el caso. Me había contratado para buscar a Dow y lo había encontrado antes de lo que nadie se figuraba, aunque no en las condiciones que habrían sido de desear. Lo menos que esperaba era una felicitación de 1075 dólares. Ja, ja, ja, rio la pobre inocente.
Pensé en llamar a Crystal para darle el pésame, pero no me atreví. No era amiga de la familia y temía que mis razones se interpretaran como curiosidad morbosa, que, por supuesto, es lo que era en realidad.
Después del almuerzo repasé el expediente que me había dejado Mariah Talbot. Leí los dos testamentos y, entre la jerga legal, conseguí entender que las joyas de los Atcheson se habían legado a Karen, la hermana de Brenda y tía de los dos hermanitos. Después releí los recortes de prensa. Hatchet, Tejas, estaba a unos cien kilómetros de Houston y tenía dos mil ochocientos vecinos. En toda la historia de la ciudad sólo había habido otro asesinato, en 1906, cuando una mujer fue a la chimenea, empuñó un tronco de leña y descalabró a su marido mientras dormía, asestándole seis golpes en la cabeza. El marido había vuelto a emborracharse aquel día, le había saltado los dientes, amoratado los ojos y roto la nariz. Para celebrar la muerte del cónyuge, echó el tronco al fuego y se preparó un té.
La muerte de Jared y Brenda Hevener salió hasta en la prensa de Amarillo, donde había nacido y se había criado Brenda. Según el periódico, los cadáveres se descubrieron entre los escombros al día siguiente del incendio. La conflagración, precipitada por deflagradores y por el viento, había sido rápida y violenta. Llamaron a los bomberos a la una y seis minutos de la madrugada, y en cosa de diecisiete minutos estaban allí. La casa ardía ya por los cuatro costados y sus esfuerzos se concentraron en impedir que el fuego se propagara a las propiedades contiguas. Los vecinos no tardaron en advertir que no aparecían los Hevener. Al principio se temió que los cuatro miembros de la familia hubieran quedado atrapados y perecido entre las llamas. Luego se supo que Tommy Hevener había ido a San Antonio a visitar a unos amigos, y él se las arregló para localizar a su hermano, que estaba viajando por el sur de Francia.
Los primeros artículos que dedicó la prensa al acontecimiento reflejaban conmoción por las defunciones y solidaridad con los hijos, cuya desolación, al decir de todos, tenía que ser terrible. Había multitud de datos biográficos sobre Brenda y Jared: los servicios que había prestado Brenda a la comunidad, el éxito de Jared en los negocios. Asistió muchísima gente al entierro; las fotos de prensa mostraban una comitiva de varias manzanas de longitud. También había fotos de los dos ataúdes rodeados de flores en el cementerio, y de Richard con la cabeza gacha y Tommy mirando la tumba con cara de desesperación. A Mariah no le había engañado la interpretación de los hermanos, pero pude comprobar que sus expresiones de dolor podían pasar por sinceras con mucha facilidad.
Al cabo de unos días se identificaron el temporizador y los deflagradores, y por aquí dieron con Casey Stonehart, de veintitrés años y escasas luces, ya que había comprado los materiales en un pueblo que estaba sólo a veinticinco kilómetros del suyo. Con su historial delictivo y su cuestionable coeficiente intelectual, no costó deducir que había actuado en colaboración con alguien más; sin duda le faltaba inteligencia para planear y ejecutar el trabajo él solo. Durante los seis meses que siguieron, el tono de la historia fue cambiando conforme crecía el escepticismo público, y la investigación en curso contempló la posibilidad de que los dos hijos estuvieran implicados. Estos lo desmintieron con dignidad ofendida y elevaron enérgicas protestas de inocencia. La policía y la oficina de prevención de incendios replicaron con una serie de declaraciones formuladas con mucha cautela para evitar demandas si sus sospechas resultaban infundadas. La polémica duró varias semanas y se olvidó. De vez en cuando trataba de actualizarse la información, pero casi siempre eran interminables refritos de la versión primitiva. Fuera de las ocasionales preguntas sobre su paradero, Casey Stonehart recibió muy poca cobertura.
Leyendo entre líneas, se notaba que la tensión administrativa empezaba a acumularse. El fiscal del distrito fue acusado de torpeza; la presión resultó excesiva y al final se vio obligado a dimitir. A pesar de que se inició otra investigación, más minuciosa que la anterior, no se encontraron más indicios. Casey Stonehart fue acusado oficialmente en rebeldía, pero Richard y Tommy Hevener se las apañaron para quedar libres de culpa. Dos pequeños recortes del año siguiente hablaban de la denuncia que habían puesto contra Seguros El Guardián para obtener una serie de compensaciones. Seis meses después se comentaba por encima la autentificación del testamento y el reparto del legado. Qué deprimente cadena de sucesos. Repasé otra vez los artículos para asegurarme de que no se me había escapado nada.
La historia me dejó intranquila. Ya sentía a la Vengadora Enmascarada que llevo dentro apretándose los machos, preparándose para defender la justicia y deshacer entuertos de antaño. Por otra parte, las recriminaciones de Henry me habían tocado peligrosamente lo más íntimo.
Admito que (de vez en cuando) soy imprudente e impetuosa, que el sistema me viene estrecho y que me irrita la obligación de cumplir las normas. No es que esté en contra de la ley y el orden, porque no lo estoy; es que me indigna que los malos tengan tantos derechos y sus víctimas tan pocos. Llevar a los sinvergüenzas ante los tribunales no sólo cuesta una fortuna, sino que no ofrece ninguna garantía de solución. Aun dando por sentado el éxito, una condena no devuelve la vida a los muertos. En este tema, aunque detestaba doblegarme al sentido práctico, estaba de acuerdo con Henry. Por una vez trataría de pensar sólo en mis asuntos.
Salí del despacho poco antes de las tres y fui al banco andando. Por suerte, no se había hecho efectivo aún el cheque que había extendido a nombre de Propiedades Hevener. Puede que Richard esperase a recibir todos los cheques de sus inquilinos para ingresarlos todos juntos un día concreto del mes y no de uno en uno. Di orden de que no lo pagaran, volví al despacho y escribí a Richard una breve nota de disculpa, alegando que mis circunstancias habían cambiado y que no iba a quedarme con el local. Como había firmado el contrato, cabía la posibilidad de que me demandase, pero seguramente no lo haría. Dada su situación, preferiría evitar las batallas legales. A las cinco y media cerré el despacho. Al salir pasé por Correos y eché la carta en el buzón de la calle. Llegué a casa doce minutos después, sintiéndome más ligera que nunca.
Antes de entrar, me acerqué a casa de Henry. Quería decirle que le había hecho caso; me negaba a involucrarme, y suyo era todo el mérito de este insólito rasgo de sentido común por mi parte. Tenía la luz de la cocina encendida. Golpeé el cristal, esperando verlo aparecer por el pasillo. No había el menor rastro de él, ni se oía el piano ni había señales de actividad. Percibí el seductor olorcillo de sus platos al horno, así que no debía de estar muy lejos.
Volví a casa. Encendí la lámpara del escritorio y dejé el bolso en un taburete de la cocina. Recogí del suelo el correo que habían echado por la ranura del buzón. Todo era propaganda, así que lo tiré a la basura. La luz del contestador automático parpadeaba alegremente. Lo puse en marcha.
Tommy Hevener.
«Hola, soy yo. He estado pensando en ti. Quizá te encuentre más tarde. Llámame cuando llegues».
Borré el mensaje, deseando poder hacer lo mismo con él.
Fui a la cocina. La lata de tomate del sábado era la última que tenía, así que sabía ya que en la casa no quedaba comida. Miré los armarios de la cocina y el frigorífico. Nunca he visto una receta que pueda prepararse con dos sobres de salsa de soja, medio vaso de aceite de oliva, Cheerios, pasta de anchoas, concentrado de manzana y seis zanahorias que habían criado unas cosas que parecían pelos. Una buena administradora del hogar habría preparado un plato muy nutritivo con tales ingredientes, pero confieso que yo no sabía qué hacer. Eché mano al bolso y fui hacia la puerta. Cena en el local de Rosie…, todo un agradable cambio de costumbres.
El aire nocturno estaba blanqueado por la neblina y olía a sótano. Hacía seis días que llovía de forma intermitente. La novedad ya no era tal, y los que se habían alegrado en su momento maldecían ahora aquel diluvio. La tierra estaba saturada y el caudal de los riachuelos había crecido, arrastrando escombros y desperdicios a su paso. Si no venían unos cuantos días secos, los caudales se saldrían de madre y la escorrentía inundaría las zonas más bajas. Ya había carreteras comarcales llenas de barro y piedras, y con charcos de dimensiones crecientes que ponían en peligro el tráfico.
Con el continuo flujo de actividad que había en el local de Rosie, la barra estaba abarrotada. Los clientes de la Happy Hour se irían a las siete de la tarde, en cuanto los precios volvieran a subir. El nivel sonoro había alcanzado una cota altísima que parecía reflejar el creciente nivel de la irritabilidad. La gente estaba harta de impermeables y zapatos mojados, y de las esporas de moho que disparaban las alergias con sus estornudos y sus narices congestionadas.
Dejé el paraguas apoyado en la pared, al lado de la puerta, me quité el chubasquero y lo sacudí antes de colgarlo. Aunque no sirvió de nada, me limpié los pies en el felpudo, por educación. Cuando crucé la puerta interior, vi a Tommy Hevener sentado solo en una mesa cercana. Sentí un brote de ira ante aquella persecución. ¿Cómo iba a echarlo de mi vida? Estaba tomándose un dry martini y tenía el borde de la copa en los labios cuando me vio. Me detuve un momento, una décima de segundo de indecisión, porque entonces descubrí a Mariah Talbot, sentada en un reservado del fondo. La adrenalina me corrió por las venas como un tren de alta velocidad. Llevaba el delator cabello plateado oculto bajo una peluca negra, las gafas de plástico y la bisutería le protegían los ojos azules, y la gabardina la hacía parecer más gruesa. Quien, más allá de la fachada, no reparase en sus elegantes pómulos, sólo vería una mujer anticuada y sosa en quien no se fijaría nadie entre tanta gente. Era imposible que Tommy reparase en ella; pero, como había hecho yo, podía reconocerla si miraba hacia donde estaba. Era muy difícil camuflar unos rasgos tan clásicos como los de Mariah. En cuanto nuestras miradas se cruzaron, cambió de asiento en el reservado, quedando de espaldas a nosotros. Esperaba que no se me hubiera notado en la cara la impresión que me había llevado, aunque no sabía cómo me las arreglaría para disimular la estupefacción. Miré a Tommy. Tenía una expresión interrogante, como si hubiera intuido mi sorpresa. Se volvió sin dejar la silla y miró hacia el final de la barra. De pronto me adelanté y me senté a su mesa. Le toqué la mano.
—Perdona por haber sido tan cabrona anoche.
Volvió la cabeza para mirarme y me sonrió.
—No te preocupes. Fue culpa mía.
El leve acento tejano que un par de días antes me había resultado tan atractivo ahora me parecía un amaneramiento. Llevaba un jersey gris de cachemir que realzaba el color de sus cabellos y el verde de sus ojos. Me miraba fijamente, encerrando mi mano en la suya. Me levantó los dedos y me besó la palma. Quise echarme a temblar, no de excitación, sino de miedo. Lo que antes había sido seductor ahora se me antojaba de un exhibicionismo barato. Sabía que era guapo y se hacía el pueblerino vergonzoso para aumentar su atractivo. Pero yo sabía demasiado de él, y su poder erótico me parecía pura manipulación. En un arranque recapitulado comprendí que desde que nos habíamos conocido había jugado a dominar, desde el preciso instante en que había declinado el ofrecimiento de la cerveza. Él mismo había propuesto en su lugar una Pepsi light y la había abierto antes de que tuviera tiempo de negarme. Yo había seguido la política de resistencia mínima y él había tomado la delantera. Después, las transiciones habían sido imperceptibles; las había ensayado bien. Se había ganado mi simpatía hablándome de la muerte de sus padres y luego había comentado que las mujeres de California eran engreídas. Sin darme cuenta, me había dedicado a demostrarle que estaba equivocado. Su movimiento final fue muy hábil: «¿Y tú qué prefieres? ¿Los mucho más jóvenes que tú o los mucho más viejos?». No podía creer que me hubiera dejado engatusar hasta tal punto.
Por el rabillo del ojo vi que Mariah salía del reservado para ir al lavabo de señoras. Apoyé la mejilla en la mano.
—¿Estás libre para cenar? Podríamos volver al Emile o probar en algún otro sitio.
—Invítame antes a tomar algo y lo hablaremos.
Señalé su copa.
—¿Qué estás tomando?
—Un dry martini.
Empinó el codo y dejó que la aceituna verde le cayera en la lengua.
Le quité la copa de entre los dedos y me levanté.
—Enseguida vuelvo.
Al pasar junto a él estiró el brazo para detenerme. Lo miré a la cara. Olí su loción para el afeitado. Sentí su mano, caliente y dominadora, en el mismísimo culo. Me libré del abrazo y me incliné sobre él, diciéndole con desenfado:
—No seas malo.
—Soy malo —replicó en voz baja, seguro de sí mismo—. Creía que eso era lo que te gustaba de mí.
—Yo no sería tan confiada —dije.
Me acerqué a la parte de la barra donde estaba William sirviendo cervezas y preparando combinados. Pedí dos martinis con vodka y cambiamos comentarios sin importancia mientras echaba un chorro de vodka en una coctelera plateada y añadía una pizca de vermut. Puso dos copas heladas en la barra.
—¿Querría hacerme un favor? Cuando los haya preparado, ¿tendría la amabilidad de llevárselos al joven del jersey gris? Dígale que estoy en el lavabo y que volveré enseguida. Que empiece a beber si quiere; yo ya me tomaré el mío cuando vuelva.
—Será un placer ayudarte —dijo William.
Puso dos posavasos en una bandeja, luego las copas, y salió de detrás de la barra.
Me dirigí al lavabo de señoras y crucé la puerta. Olía a lejía y sólo tenía un escusado. Sabía por triste experiencia que el asiento de madera de la taza estaba agrietado y se clavaba en los muslos. Mariah estaba ante el espejo ajustándose la peluca. Aparte de la pila y el váter, allí no había más que un cubo grande para la basura y un ventanuco con rejas que daba a un estrecho patio. Vi que debajo del impermeable llevaba un jersey grueso de punto y unos pantalones azules con relleno en la cintura. Los Birkenstock y los calcetines blancos eran un buen detalle. Muy chic.
—¿Qué te parece? —dijo.
—Es un disfraz pésimo. Sólo te he visto una vez en mi vida y te he reconocido nada más entrar.
Sacó una horquilla del bolso y se cardó los mechones superiores para hincharlos.
—Mierda. Me ha costado una fortuna y ni siquiera es pelo de verdad.
—¿Qué estás haciendo aquí? ¿Sabes lo cerca que has estado de cagarla?
—A mí me lo vas a decir. Yo y mis grandes ideas —dijo—. Traté de llamarte pero siempre me salía el contestador automático. No quise dejar un mensaje; no es bueno. Nunca sabes quién estará escuchando cuando lo pongan en marcha y no quería correr el riesgo de que Tommy oyera mi voz. Pensé que sería más fácil encontrarte aquí. Vine creyendo que no había peligro y lo vi allí sentado. Casi me da un ataque al corazón.
—Habríamos sido dos. ¿Cómo es que no te vio?
—No preguntes. Fue suerte, supongo. Estaba bregando con el impermeable, así que fingí haber visto a un amigo y me dirigí a un reservado del fondo. Estuve sentada quince minutos, planeando escapar por la cocina. Entonces levanté la cabeza y te vi. ¿Tienes posibilidades de llevártelo?
—Estoy haciendo lo que puedo, pero no me gusta. Anoche pasó por mi casa y me las arreglé para librarme de él, pero es muy insistente. Había decidido enviarlo a paseo y ahora tendré que dar marcha atrás y camelármelo otra vez para cubrirte.
—La vida es dura. —Se arregló unos mechones de la peluca y sonrió—. Tengo una buena noticia. Todas sus tarjetas de crédito están al límite. Tienen entre seis y ocho tarjetas por barba, y el dieciocho por ciento de interés en el debe. Abonan los gastos imprescindibles, lo justo para mantenerse a flote. Relojes de lujo, coches de lujo. La hipoteca asciende a cincuenta de los grandes, por esa monstruosidad que llaman casa. Se han pillado los huevos con unas tenazas y empiezan a sentir el apretón.
—¿Están arruinados completamente?
—Lo estarán si no hacen algo pronto.
Su mirada coincidió con la mía en el espejo. Con aquella ropa y la peluca, parecía una mujer de baja estofa y no la fría profesional que había estado en mi despacho enseñándome sus credenciales. Quizá fuera más camaleónica de lo que había imaginado en un principio.
—Supongo que no has tenido tiempo de decirle a Tommy lo del perista —añadió.
—No voy a hacerlo. Lo siento, pero no te puedo ayudar.
—No te preocupes. —Guardó la horquilla y se volvió para apoyarse en la pila y mirarse en el espejo—. Atraparé a esos mamones con o sin tu ayuda.
—¿Por qué te lo tomas como algo personal?
—El asesinato siempre es algo personal. Me ofende ver que tipos como esos quedan sin castigo. Además, El Guardián me ha prometido una buena gratificación si resuelvo el caso. —Sus ojos eran azul claro, y muy fríos. Señaló la puerta—. Será mejor que te vayas. El Príncipe Azul te espera.
Salí del lavabo y volví a la barahúnda de propulsión alcohólica. El local estaba lleno de humo. Tenía la impresión de haber pasado una hora fuera, pero al mirar el reloj vi que no habían transcurrido ni diez minutos. Me abrí paso entre la multitud y volví a la mesa de Tommy. Henry estaba con él, tomándose el habitual vaso de Jack Daniel’s con hielo. Tenía los codos apoyados en un sobre marrón, tal vez porque había planeado trabajar un poco más tarde. Sentí renacer la esperanza; su presencia me ahorraría al menos las muestras de intimidad.
Me senté.
—Hola, Henry. Llamé a su puerta hace un rato, pero no lo vi por allí —dije, con jovialidad exagerada que no pude reprimir.
—Estaba de compras. Necesitaba perejil para el estofado.
—Los estofados de Henry son legendarios —comenté, dirigiéndome a Tommy pero sin mirarlo a los ojos. Tomé un trago de martini y estabilicé el temblequeante líquido mientras dejaba la copa. Se me habían derramado unas gotas en la mano y las lamí con la lengua.
Henry me miró y nuestras miradas se cruzaron un instante. Sabía en qué estaba pensando. Se sentía mi protector. No tenía intención de dejarme confraternizar con el enemigo sin la debida compañía. Se quedó mirando pensativamente su bebida y me dijo:
—A propósito, he estado mirando ese asunto del que me hablaste.
—Ah.
¿Asunto? ¿De qué asunto hablaba?
—El tipo con el que tienes que hablar es Cyril Lambrou, edificio Klinger, Spring Street, en pleno centro de Los Ángeles. La mujer con la que hablé le vendió unas joyas antiguas de su madre. Casi nunca se las ponía y estaba cansada de pagar las elevadísimas cuotas del seguro.
El alma se me salió del cuerpo. No podía creer que lo estuviera haciendo. Yo me había negado a seguir los planes de Mariah y allí estaba él, poniendo el cebo. Henry se había puesto a fabular por voluntad propia, y lo había hecho por mí. Sabía por qué. Si el nombre del joyero salía de su boca, no podrían culparme a mí después, cuando se estropearan los planes. Henry y Tommy habían sostenido ya más de una charla. Tommy confiaría en él. Todo el mundo confiaba en Henry, porque decía la verdad y porque era recto como una flecha.
—Lo entiendo perfectamente —dije—. Yo pago una fortuna por el seguro, y es un dinero que me vendría muy bien.
Mi voz parecía hueca. Me solté de la mano de Tommy para recuperar la copa y tomar otro sorbo de martini, pero me di cuenta de que temblaba demasiado para llevármela a los labios. Escondí los dedos bajo el muslo. Su frialdad me traspasó los tejanos.
Henry prosiguió, tan zalameramente como un timador ante una víctima fácil.
—Llamé al individuo y le describí el diamante. No quería comprometerse por teléfono, pero pareció interesado. Ya sé que no quieres deshacerte del anillo, pero tienes que ser realista; nunca conseguirás su valor real, y ese sujeto parece más generoso que muchos. Creo que iría a parar a su colección privada, así que quizá valga la pena probar.
Traté de reconstruir por sus comentarios el cuento que se había inventado. Yo tenía un carísimo anillo de diamantes de mi madre y quería venderlo para conseguir dinero en efectivo. Al parecer, le había consultado y él había preguntado por ahí. Hasta aquí bien, pero el intríngulis de una buena mentira es no insistir. En el caso presente debíamos decir un par de cosas más y cambiar de tema. Si estiras demasiado una mentira, acaba por rebotarte en la cara.
Tenía la boca seca.
—¿Cuánto? —carraspeé, y lo volví a intentar—: ¿Cuánto? ¿Le dio alguna pista?
—Entre ocho y diez mil. Dice que depende de la piedra y de los posibles interesados, pero juró que sería justo.
—El anillo vale cinco veces más —repliqué indignada, porque el anillo de marras tenía un valor sentimental, a pesar de ser imaginario; dadas las circunstancias, entre ocho y diez mil era una miseria.
Henry se encogió de hombros.
—Pregunta en otros sitios. Hay más joyeros en el edificio, pero, como él dice, más vale malo conocido que bueno por conocer.
—Quizá. Ya veremos.
La expresión de Tommy no había cambiado. Parecía escuchar con educación, ni más ni menos interesado de lo que estaría cualquier otro joven.
Sentí un escalofrío en la columna.
—¿Qué hay en el sobre? —pregunté, señalándolo.
—Ah, sí. Me alegro de que me lo recuerdes. Es un regalo para ti.
Me dio el sobre, mirándome con expectación mientras yo quitaba el clavo de punta abierta y lo abría. Dentro, limpiamente ordenadas con sujetapapeles, había un puñado de facturas, presumiblemente de Klotilde.
—Muy bien, me rindo. ¿Qué es?
—Míralo tú misma. Abre uno.
Quité el sujetapapeles y miré la primera factura, que parecía una lista detallada de precios, casi todos de medicamentos:
Cepillo pelo | 1,00 dólar |
Tiritas 3 m 1/4 x 3 | 1,22 dólares |
Tiritas 3 m 1/4 x 3 | 1,22 dólares |
Gasas 23 x 36 | 3,35 dólares |
Jeringuilla desechable | 0,14 dólare |
Jeringuilla desechable | 0,14 dólares |
Jeringuilla desechable | 0,14 dólares |
Catéter multiuso Davol | 1,59 dólares |
Loción infantil | 1,62 dólares |
Bandeja de irrigación Bard | 2,69 dólares |
Vasos dentadura postiza | 0,14 dólares |
Había alrededor de treinta artículos. El total ascendía a 99 dólares con 10 centavos. Ninguno de los precios me parecía fuera de lugar. Miré el siguiente documento, una lista de ejercicios y sesiones fisioterapéuticos de ciento treinta minutos en total durante los últimos días de julio. En la casilla de cada día figuraban las iniciales «PG», el fisioterapeuta que daba el tratamiento.
Miré a Henry con desconcierto.
—Todo el lote es suyo —dijo—. Las encontré esta mañana y pensé que podría interesarte. Echa otro vistazo.
Miré la siguiente factura. Era por un aparato radiológico portátil, por el transporte del aparato y por dos radiografías, una de la muñeca y otra de la mano. El total ascendía a ciento ocho dólares y cincuenta centavos. Miré el membrete y volví a las dos facturas anteriores. Las tres eran de Pacific Meadows.
—No sabía que hubiera estado en Pacific Meadows.
—Ni tú ni nadie. Se lo he enseñado a Rosie y me ha dicho que Klotilde ingresó allí en primavera. Pacific Meadows fue uno de los diversos lugares donde fue tratada los últimos años. No sé si prestaste atención, pero estuvo hospitalizada por no sé qué, una caída, una neumonía, o aquella estafilococia que pilló. Con Medicare sólo tenía derecho a un número determinado de días, creo que a cien por enfermedad; pero era tan maniática y refunfuñona que se negaron a admitirla en un par de sitios. Dijeron que no tenían habitaciones libres. ¿Me sigues?
—Hasta ahora, sí.
—Comprueba la fecha en que le prestaron los servicios.
—Julio y agosto.
Henry adelantó la cabeza.
—Murió en abril. Llevaba muerta varios meses por entonces.
Estuve unos instantes asimilando la información. Era la primera prueba de fraude que veía. Pero ¿cómo lo habían hecho? Klotilde debió de morir mientras se llevaba a cabo la auditoría en Pacific Meadows. Según Merry, habían querido revisar muchas gráficas y cuentas. Puede que las de Klotilde no figurasen entre ellas. Traté de recordar los pasos que se daban para notificar los fallecimientos a la Seguridad Social. Por lo que recordaba, el depósito extendía el certificado de defunción y lo enviaba a la oficina local de estadística sanitaria, que a su vez remitía el original al registro civil del condado. Acto seguido, la partida de defunción se enviaba a Sacramento, capital de California, donde se procedía a archivarla y a pasar la información a la Seguridad Social.
—Henry, esto es estupendo. ¿Habrá alguna manera de comprobarlo?
Estaba sopesando la posibilidad de convencer a Merry de que fisgara para mí.
Tendría que esperar al fin de semana, que era cuando la muchacha estaba sola. No me parecía de buena educación abordarla entre semana, con la señora Stegler presente. El plan B era llevar a cabo una pequeña investigación privada, en el caso de que supiera exactamente qué buscar.
Levanté los ojos y vi que Tommy y Henry me estaban mirando.
—Lo siento —me excusé—. Estoy pensando qué puedo hacer con esto.
Tommy debió de llegar a la conclusión de que su educada conducta había durado demasiado. Su mano cayó sobre la mía. El apretón era firme y me impedía soltarme sin llamar la atención.
—Mira, Henry. No quiero entrometerme, pero esta señora me ha prometido llevarme a cenar. Queremos ir al Emile y estábamos tomando una copa.
—Muy bien —dijo Henry—. Volveré al estofado antes de que se pegue a la cazuela.
Me miró al ponerse en pie; sabía bien que no quería abandonarme, pero tampoco se atrevía a insistir. Me sentía tan desamparada como cuando mi tía me dejó por primera vez en el colegio, a los cinco años; no pasó nada mientras estuvo cerca, hablando con los demás padres, pero en cuanto se fue me entró un ataque de pánico. En aquel momento experimentaba la misma sensación, una desazón que lo desdibujaba todo menos la añoranza. Henry y Tommy intercambiaron unas palabras de despedida y, cuando quise darme cuenta, Henry ya se había ido. Tenía que huir de allí. Traté de apartar la mano, pero Tommy la apretó con más fuerza.
Di unos golpecitos con el dedo en el sobre marrón.
—Tengo que analizar esto a fondo, ¿sabes? Tendremos que dejar la cena para otro día. No te importa, ¿verdad?
Le importaba. Su sonrisa se desvaneció.
—Estás incumpliendo una promesa.
—Quizá mañana por la noche. Tengo que trabajar.
Sabía que no era prudente llevarle la contraria, pero la idea de estar a solas con él era intolerable. Mariah ya tenía que haberse ido, y si no, era su problema.
Empezó a frotarme los dedos, con más fuerza de la estrictamente necesaria. La fricción se volvió molesta, pero no pareció advertirlo.
—¿A qué viene este repentino cambio de planes?
—Por favor, suéltame la mano.
Me miraba fijamente.
—¿Alguien te ha contado algo sobre mí?
Apreté los dientes.
—¿Qué hay que contar, Tommy? ¿Tienes algo que ocultar?
—No, claro que no. Pero la gente inventa cosas.
—Bueno, pues yo no. Si digo que tengo trabajo, puedes estar seguro de que es cierto.
Me dio un último apretón y me soltó la mano.
—Entonces te dejaré en paz. ¿Te llamo mañana? No, mejor aún, llámame tú.
—Muy bien.
Nos levantamos al mismo tiempo. Esperé a que Tommy se pusiera el impermeable, recuperase el paraguas y ajustara el cierre. Cuando llegamos a la entrada, recogí mi chubasquero y el paraguas. Me abrió la puerta. Abrevié la despedida, esforzándome en vencer el deseo de salir corriendo. Eché a andar hacia mi casa mientras él tomaba la dirección opuesta, hacia su coche. Procuré andar despacio, aunque de lo que tenía ganas era de echar a correr para poner entre él y yo la máxima distancia posible.