16

Cuando volví a casa eran más de las diez de la noche. Los técnicos de la policía todavía trabajaban en el pantano, aunque no se me ocurría qué podía quedar por hacer. Me había quedado un rato por allí y al final había decidido irme a casa. Aún no había cenado. Si no recordaba mal, ni siquiera había comido. El hambre se había hecho sentir y luego había desaparecido al menos dos veces aquella noche; ahora se había esfumado definitivamente, dejándome con un desagradable dolor de cabeza. Estaba tensa y agotada al mismo tiempo, una curiosa combinación.

Gracias a Dios, la lluvia había cesado y el frío también. Las calles despedían vapor que se elevaba en columnas. Las aceras todavía estaban mojadas y el agua goteaba de los árboles con el silencio de la nieve. Las alcantarillas bebían gorgoteantes ríos en miniatura que se ramificaban entre la basura y se precipitaban en los sumideros subterráneos, camino del mar. Empezó a levantarse una niebla que hacía que el mundo pareciera silencioso y compacto. Mi barrio tenía un aspecto diferente, como si la bruma lo hubiera cambiado. Era como si la profundidad hubiera desaparecido y sólo hubiese dos dimensiones, como si las ramas peladas no fueran más que trazos de tinta en una página. Mi casa estaba a oscuras. Había salido a las diez de la mañana, hacía casi doce horas, y no se me había ocurrido dejar ninguna luz encendida. Iba a abrir la puerta cuando vi luz en la ventana de la cocina de Henry, un pequeño cuadro amarillo en la niebla. Guardé las llaves en el bolsillo y crucé el patio.

Me asomé por la puerta trasera. Estaba sentado ante la mesa llena de papeles: certificados médicos, cheques cancelados y recibos, todo ordenado en montones. Llevaba un raído albornoz de franela azul encima de un pijama de rayas azules y blancas, cuyos dobladillos caían sobre las gastadas zapatillas de piel. A sus pies estaban la papelera y el archivador de acordeón que utilizaba para clasificar los papeles de Klotilde. La bolsa marrón con facturas que le había dado Rosie estaba en una silla y aún parecía medio llena. Se pasó la mano por el pelo, dejándose mechas que apuntaban en tres direcciones. Buscó el vaso de Jack Daniel’s, tomó un trago y frunció el entrecejo al darse cuenta de que el hielo se había derretido. Se levantó y fue al fregadero a tirar el licor aguado.

—Henry —llamé, dando unos golpecitos en el cristal. Levantó la vista, sin inmutarse por la interrupción, y me indicó por señas que entrara. Giré el pomo y dije—: Está cerrada.

Me abrió. Mientras me quitaba el chubasquero y lo colgaba en el respaldo de la silla, abrió el frigorífico y sacó un puñado de cubitos, los echó en el vaso y se sirvió otra ración de whisky. Me llegó el olor de lo que había horneado por la tarde, algo con canela, extracto de almendras, mantequilla y levadura.

El desorden de la mesa aún tenía peor aspecto visto de cerca.

—Esto tiene buena pinta. ¿Cómo va? Casi me da miedo preguntar.

—Terrible. Realmente espantoso. Los códigos son un galimatías. No consigo averiguar quién debe qué ni qué está pagado. Los ordené por fechas, pero no encontré ningún sentido. Ahora los estoy clasificando por médicos, hospitales y servicios, y parece que de este modo estoy consiguiendo algo. No me entra en la cabeza que la gente pueda entender estas cosas. Es absurdo.

—Le dije que no lo hiciera.

—Lo sé, pero me comprometí a ayudarla y me gusta cumplir mi palabra.

—Vamos, no sea tan cobardica y devuélvale los malditos papeles.

—¿Y qué hará con ellos?

—Ya se le ocurrirá algo, o cargará el mochuelo a William. Klotilde era su cuñada. ¿Por qué tiene que pringarse usted?

—Me da lástima. Klotilde era su única hermana y se le tiene que hacer muy cuesta arriba.

—Ni siquiera quería a Klotilde. Casi no se hablaban y, cuando lo hacían, era para pelearse.

—No seas tan intransigente con Rosie. Tiene un gran corazón —replicó.

La había puesto como un trapo y ahora se sentía culpable por haberse quejado a sus espaldas. Comprendí que discutir con Henry sólo empeoraría las cosas y alcé al cielo los ojos para mis adentros.

—Lo dejo en paz por el momento, pero no pienso rendirme.

Se sentó a la mesa.

—¿Y a ti qué te pasa? Pareces agotada.

—Lo estoy.

Aparté de la silla un puñado de certificados médicos, pero no supe qué hacer con ellos. Henry se levantó de un salto.

—Trae, ya los pongo yo.

Me alargó el vaso de whisky y apartó los papeles de la mesa para hacer sitio. Recogió la bolsa marrón y la dejó en el suelo; luego me quitó los papeles de la mano y los puso en el suelo también.

—Gracias —dije, y tomé un trago de Jack Daniel’s que me quemó por dentro como si de pronto tuviera acidez.

Noté que la tensión se me aflojaba y me di cuenta de lo cansada que estaba. La cabeza había empezado a latirme y retumbarme en sincronía con el pulso. Devolví el vaso a Henry y me dejé caer en la silla recién despejada.

—¿Qué ocurre?

—Hemos encontrado el coche del doctor Purcell, con su cadáver, suponiendo que sea él. Todavía no me siento capaz de hablar del tema. Deme unos minutos para recuperarme.

—¿Quieres que te prepare algo?

—No, pero si tuviera Tylenol, me tomaría cuarenta, y de los más potentes.

—Tengo algo mejor. Quédate donde estás.

—No se preocupe, soy incapaz de moverme. Enseguida se lo cuento todo, si no me muero antes.

Crucé los brazos sobre la mesa y apoyé la cabeza en ellos, relajando los hombros. Era la postura que adoptábamos en el parvulario para dar cabezadas y hoy es lo último en relajación personal. A los cinco años aprendí a quedarme profundamente dormida en cuanto mi cabeza tocaba los brazos. Me despertaba diez minutos después, con hormiguilla en la punta de los dedos por la falta de circulación y las mejillas caldeadas por los sueños.

Oí a Henry abrir la nevera y transportar recipientes al mostrador, y percibí el tintineo tranquilizador de tarros y cubiertos. Era como cuando guardamos cama y oímos los sonidos domésticos que salen de una habitación cercana. Debí de quedarme dormida un momento, experimentando el mismo apagón pasajero de la conciencia que hace que los conductores se salgan momentáneamente de la carretera. El sonido se fue y volvió, un breve chapuzón en el inconsciente.

—¿Qué hace? —murmuré sin levantar la cabeza.

—Prepararte un bocadillo. —Su voz parecía llegar de muy lejos—. Ternera asada con cebolla roja que he cortado en rodajas muy finas.

Apoyé la cabeza en la mano y vi que colocaba dos gruesas rebanadas de pan casero sobre el mostrador, una junto a la otra. Las cubrió generosamente de mahonesa, mostaza picante y rábano.

—Es una patada en el estómago, pero necesitas algo fuerte —dijo—. Te levantará el ánimo.

Cortó el bocadillo en dos triángulos y lo puso en una bandeja con un ramito de perejil; a un lado puso variantes, aceitunas y pimiento griego.

Me acercó la bandeja, volvió al frigorífico, abrió el congelador y sacó una jarra, tan fría que se formó una costra helada en cuanto el cristal tocó el aire. Abrió una botella de cerveza y la vertió con cuidado para que no levantara espuma. Recogió su vaso de whisky y se sentó enfrente.

Di un bocado al sándwich. El rábano picaba tanto que se me llenaron los ojos de lágrimas. El olor me entró por la nariz y me hizo estornudar.

—Mmmm. Qué rico. Es increíble lo bueno que está. Es usted un genio.

Utilicé de pañuelo la servilleta de papel. La ternera estaba deliciosa, su fría blandura se complementaba a la perfección con el calor, la sal y la acritud de los condimentos. De vez en cuando tomaba un trago de cerveza fría, un chorro de cosquilleos y burbujas que sabían a lúpulo. La vida se redujo a sus cuatro elementos básicos: aire, comida, bebida y un buen amigo. Engullí el último bocado, me chupeteé los dedos manchados de mostaza y gemí con gratitud. Aspiré una larga y lenta bocanada de aire, y me di cuenta de que había desaparecido el dolor de cabeza.

—Mejor —dije.

—Sabía que te sentaría bien. Ahora cuéntame lo del médico.

Le hice a Henry un resumen de los sucesos que habían conducido a mi descubrimiento. Sabe cómo funciona mi cerebro y no tuve que darle todos los detalles. La intuición es ese salto que da la mente cuando fusiona dos elementos. Unas veces la relación se hace probando y equivocándose; otras, la pregunta latente se cruza con la observación y la respuesta salta a la vista.

—No vi tanto el coche como el rastro que dejó colina abajo.

—Así que este es el final del caso.

—Supongo que sí, aunque todavía no he hablado con Fiona.

—¿Y ahora qué?

—Lo habitual. El doctor Yee hará la autopsia por la mañana; dado el estado del cadáver, no sé qué averiguarán. El vehículo debía de llevar sumergido desde la noche en que desapareció. En cuanto se haga el informe, supongo que incinerarán los restos.

—Siento oír eso. Es una lástima.

—Es peor cuando los problemas quedan sin resolver. Al menos la familia lo sabe ya y puede proseguir su vida.

Seguimos hablando de aquella forma, analizando nuestras reacciones y especulando hasta que el tema no dio más de sí. Henry recogió la bandeja y la llevó al fregadero.

—Ya lo hago yo —dije.

—Quédate donde estás. —Abrió el grifo del agua caliente y empuñó un cepillo con detergente líquido en el mango. Enjabonó la bandeja, la aclaró y la puso en el escurreplatos—. Por cierto, he visto a un amigo tuyo esta noche.

—Ah, ¿sí? ¿A quién?

Metió la tabla de cortar en la pila y empezó a guardar los condimentos.

—A Tommy Hevener, en el local de Rosie. Te estaba buscando, claro, pero acabamos sosteniendo una larga charla. Parece un buen chico y está por tus huesos. Hizo un montón de preguntas sobre ti.

—Yo también tengo que formular un montón de preguntas sobre él. Es la parte de la jornada que todavía no le he contado.

Se detuvo con la mano en la puerta del frigorífico.

—No me gusta ese tono.

—Tampoco le va a gustar el resto —repliqué, y esperé a que volviera a la mesa y se sentara.

—¿Qué? —preguntó con aprensión, como si no quisiera saber.

—Resulta que Tommy Hevener y su hermano contrataron a un golfo de Tejas para que entrara en la casa de los padres y se llevara los objetos valiosos, sobre todo joyas valoradas en casi un millón de dólares. El ladrón hizo lo que le habían dicho y luego prendió fuego a la casa para ocultar su rastro. Lo que los chicos no le dijeron es que mamá y papá estaban encerrados en el ropero, atados y amordazados. Murieron asfixiados por el humo mientras ardía la casa.

Henry parpadeó.

—No.

—Sí.

—No puede ser verdad.

—Lo es —insistí—. La investigadora del seguro, una mujer que se llama Mariah Talbot, ha pasado esta mañana por mi despacho y me ha enseñado los recortes de la Hatchet Daily News Gazette o como coño se llame. Los he dejado en el despacho, de lo contrario usted mismo podría verlos.

—Pero si es así, ¿por qué no están en la cárcel?

—Porque no había pruebas suficientes, y, como no se les acusó de manera oficial, los chicos acabaron cobrando el seguro de vida, el de incendios y la herencia. En total se quedaron con dos kilos. Su tía y la compañía de seguros están preparando una demanda civil para recuperar lo que quede.

—¿Y cómo saben que no fue el ladrón el único responsable? Puede que sorprendiera a los padres; pensaría que estaban fuera cuando entró en la casa. Quizá fue él quien los ató y los amordazó.

—Por desgracia, nadie ha visto al ladrón desde entonces. Se especula sobre si también lo mataron.

—Pero no pueden estar seguros —dijo.

—Por eso han reabierto el caso. Hace poco apareció un confidente, y Seguros El Guardián quiere seguir adelante basándose en esta nueva información.

—No me lo puedo creer.

—Yo reaccioné igual hasta que vi los artículos. Quiero decir que ahí es donde la cosa encaja. La primera vez que vi a Tommy me dijo que sus padres habían muerto en un accidente. No quería que yo se lo mencionara a Richard porque decía que todavía estaba muy afectado. «Vaya, pobres chicos», pensé. Y allí me tenía usted, pensando en mis padres y compadeciéndome de los muchachos. De verdad, me revienta pensar en lo fácil que le ha resultado engañarme. Cuánta mentira. Según el periódico, incluso ofrecieron una recompensa sustanciosa, cien mil dólares, por «cualquier información que conduzca a la detención y condena del asesino o asesinos de Jared y Brenda Hevener». ¿Por qué no ofrecer millones? Sólo tendrían que pagar si uno de los dos acusara al otro.

—¿Cómo puedes andar en tratos con ellos?

—A eso voy. He firmado un contrato de arrendamiento por un año y he pagado seis meses por adelantado, además del depósito. No puedo olvidarme de ese pequeño detalle y no sé cómo salir de esto. Me dan ganas de renunciar al dinero, pero me cabrea.

—Deja que Lonnie lleve el caso. Él sabrá qué hacer.

—Buena idea —dije—. Pero no termina aquí la cosa.

—Ah, ¿no?

—Mariah cree que las joyas están en alguna parte de la ostentosa casa que han comprado. Quiere que yo localice la caja de seguridad para que la policía consiga una orden de registro. Dice que los haberes de los Hevener están tocando fondo. Han vivido a todo tren y ahora están al borde de la ruina. Mariah espera que intenten vender al menos una parte de las joyas. Como en su día presentaron una reclamación y desde entonces han negado tener algún conocimiento sobre su paradero, las cosas se les pondrían mal. Si consigue que se les vaya la mano, la policía aparecerá con una orden de detención.

—¿Y por qué se iban a arriesgar a venderlas? No son tontos.

—Hasta ahora no, pero empiezan a impacientarse.

—¿Y cómo va a convencerlos esa mujer? No me entra en la cabeza.

—No los convencerá ella. Quiere que sea yo quien lo haga. —Saqué un papel del bolso—. Me dio el nombre de un perista de Los Angeles y me pidió que les pasara la información.

Henry cogió el trozo de papel en el que estaba escrito el nombre del joyero.

—¿Cyril Lambrou es prestamista?

—Joyero. Dice que su establecimiento es legal, pero también trata con objetos robados cuando la mercancía lo merece. En este caso no hay por qué preocuparse. Mariah me enseñó las fotos: anillos, brazaletes, collares. Fabulosos. Realmente de ensueño.

—¿Y por qué no les da la información ella?

—Porque la conocen y no se lo tragarían.

—¿Y por qué tú?

El tono de Henry era beligerante, y sentí que me ardía la cara.

—Porque le gusto a Tommy.

—¿Y qué?

—Mariah es astuta. Me ha investigado y sabe que a veces me salto las normas.

—¿No estás hablando de incitación al delito?

—¿Por qué iba a ser incitación? Yo sólo hablaré de un tipo que compra joyas. Si son inocentes, no tendrán nada que vender. Incitación es cuando los polis empujan a alguien a saltarse la ley, y yo no voy a animarlos a robar. Eso ya lo han hecho.

—Pero olerán la trampa. Tú les hablas de un joyero, ellos le venden el material y al poco tiempo los detienen y los meten en la cárcel. No puedes estar hablando en serio.

—Entonces será demasiado tarde. Ya estarán entre rejas.

—Supón que les conceden la libertad bajo fianza. En cuanto estuvieran en la calle, vendrían a por ti.

—Vamos, Henry, confíe en mí. No voy a aparecer diciendo: «Eh, muchachos, ¿tenéis joyas robadas para vendérselas a este tipo?». Me inventaré un cuento, algo convincente.

—¿Por ejemplo?

—No lo sé. Todavía no tengo clara esa parte.

Exasperado, se recostó en la silla y me miró.

—¿Cuántas veces hemos tenido ya esta conversación? Apareces con un plan estúpido, y te digo que no lo lleves a cabo, pero tú sigues adelante y lo llevas a cabo. Siempre encuentras la manera de justificar tu conducta.

—Es lo que hacen todos.

—Pues peor para ellos —replicó—. Te diré esto una vez y juro que no volveré a decírtelo. No lo hagas. No te metas. No es asunto tuyo.

—No he dicho que vaya a hacerlo.

—¿Cómo vas a encontrar la caja fuerte? Tendrás que entrar en la casa.

—Tommy ya me ha llevado allí una vez. Lo único que tengo que hacer es convencerlo de que vuelva a llevarme.

—Y te llevará, pero con la esperanza de aprovecharse de ti.

—Ya me las arreglaré.

—¿Y por qué correr el riesgo? No creo que debas quedarte a solas con ninguno de los dos.

—No es por tomármelo a la ligera, pero he hecho cosas mucho peores por motivos mucho más débiles.

—Y que lo digas.

—Henry, le prometo que no obraré precipitadamente. Ni siquiera he ensayado lo que voy a decir…, ya sabe, suponiendo que acepte el trabajo.

—¿Y por qué tienes que hacerlo? Seguro que no necesitas el dinero.

—El dinero no tiene nada que ver en esto. Es que no creo que los asesinatos deban quedar impunes.

—No es asunto tuyo. Si la policía hubiera tenido pruebas suficientes, los Hevener habrían sido detenidos y condenados entonces. No había pruebas. Así funciona la ley. Mantente al margen. Por favor.

—¿Sabe una cosa? Me inclino a hacer esto por la misma razón por la que usted se siente inclinado a ayudar a Rosie. Porque no puede evitarlo. Y ahí está el problema. ¿Quiere que no me meta en esto? No se meta usted en los asuntos de Rosie y lo llamaremos empate.

—Ayudar a una señora mayor a pagar las facturas médicas de su hermana no es ni ilegal ni peligroso.

Tenía razón, pero me negué a admitirlo.

—Olvídelo. Basta. Dejemos de discutir. Ocúpese de su vida y yo me ocuparé de la mía.

—Es verdad. No es asunto mío. Haz lo que te dé la gana.

—No se haga el ofendido. No es eso. Creo que se preocupa demasiado.

—¡Y tú no te preocupas lo suficiente!

Eran las once cuando salí de casa de Henry y me fui a la mía. Habíamos hecho un pequeño esfuerzo por limar asperezas, pero no habíamos resuelto nada. Estaba nerviosa y me sentía mal, y supongo que a él le pasaba lo mismo. Entré y dejé el bolso. Encendí el televisor y puse el canal KEST. Ya habían dado los titulares, pero pillé la noticia en pleno desarrollo: «… el Mercedes-Benz recuperado esta tarde en el lago Brunswick ha sido identificado como el vehículo del eminente médico local Dowan Purcell, desaparecido desde el 12 de septiembre. El inspector Paglia, del Departamento de Policía de Santa Teresa, no quiso confirmar…». Para ilustrar la información pasaban imágenes rápidas: la ladera de la colina que daba al pantano, Crystal llegando en coche, el doctor Purcell, la casa de los Purcell en Horton Ravine. A continuación contaron la historia de un gato atrapado en una cañería. Nueve semanas y media de sufrimiento reducidas a un minuto escaso. Seguro que el gato despertaba más compasión.

Llamaron a la puerta. Supuse que sería Henry, para pedirme disculpas, pero vi a Tommy Hevener en el porche.

—Hola. ¿Dónde has estado? Te he llamado antes, pero tenías el contestador puesto. Pensé que te vería en el local de Rosie.

—Henry me ha dicho que te vio.

—Sí. Tuvimos una charla agradable. Es un viejo estupendo.

—Mira, he tenido un día muy duro. Ha ocurrido algo en el caso en el que estoy trabajando.

—¿Quieres hablar del tema? Me gusta escuchar.

—Mejor no. Gracias por el ofrecimiento, pero estoy muerta y quiero dormir.

—Te entiendo. No hay problema. Llámame mañana. Quiero volver a verte.

—Muy bien, te llamaré.

—Cuídate.

—Sí, tú también —dije.

Nada más cerrar la puerta, el corazón se me subió a la garganta. Eché el pestillo y me apoyé en la pared hasta que oí que se alejaba. Un coche se puso en marcha y escuché hasta que el ruido del motor desapareció en la lejanía.

No sé cómo me las arreglé para dormir aquella noche. No tenía ningún vínculo sentimental con Dow Purcell, pero ver aquel cadáver en el asiento delantero me había afectado mucho. Había visto la muerte varias veces, pero no podía alejar de mí la imagen de aquel plateado ataúd de cuatro ruedas, con su espantoso contenido. Revivía el momento, los focos humeando bajo la lluvia, el gorgoteo del agua escurriéndose por la parte inferior del coche, el olor a barro y a hierba aplastada, la vivida aparición del cadáver en amorfo reposo, con los ojos vueltos hacia la ventanilla y la boca abierta en un rictus de estupefacción. No tardarían en identificar el cadáver; medio día a lo sumo. Tardarían más en examinar el coche y en elaborar una teoría que explicase cómo había terminado en el pantano. Quedaba por saber si Purcell estaba vivo o muerto cuando cayó al agua. Vi su rostro de nuevo, la amplia sonrisa, los ojos invidentes…

Hice un esfuerzo por pensar en otra cosa y me concentré en el problema de Tommy y Richard Hevener. A pesar de mi obstinada postura, había comprendido el punto de vista de Henry y sabía que era correcto. Siempre me meto donde no me llaman, a menudo con consecuencias más serias, y potencialmente peligrosas, de lo que estoy dispuesta a admitir. No tenía ninguna obligación de ayudar a Mariah Talbot ni a Seguros El Guardián; ¿por qué correr entonces a la línea de fuego? Los hermanos no eran mi problema. Mariah había insinuado que tenían un plan alternativo, por si me negaba a colaborar. De todos modos, tenía que encontrar la manera de anular el arrendamiento y recuperar el depósito; Lonnie podría escribirles una carta con mucha dinamita, para que ellos mismos me suplicaran que me fuese. En cuanto al asesinato de sus padres, tenía que creer que la ley acabaría atrapándolos. Por mucho que me doliera admitirlo, castigarlos no era cosa mía. Ay, Señor.