La investigación nocturna de un accidente tiene lugar en una escena tan desoladora y vistosa como una feria ambulante. Eran cerca de las ocho y casi había oscurecido por completo. El vehículo del juzgado, el laboratorio móvil y un Ford de cuatro plazas estaban aparcados en el arcén, con dos coches patrulla de luces azules y rojas destellantes. Dos agentes de uniforme conversaban mientras la radio, como un charlatán, emitía entre crujidos de interferencias una monótona serie de delitos y faltas que se estaban cometiendo en aquel momento: ruidos de vecinos, una pelea doméstica en otra parte de la ciudad, un merodeador, un borracho orinando en la calle. Santa Teresa es una ciudad de ochenta y cinco mil habitantes, con más delitos contra la propiedad que contra las personas.
Cinco minutos después de haber visto el Mercedes sumergido, subí a gatas la colina y bajé a la calle por el otro lado. Crucé la calzada y subí los peldaños de Fiona de dos en dos, sin detenerme a respirar hasta que llegué arriba. Golpeé la puerta y toqué el timbre, todo a la vez, deseando que respondieran. No me gustaba dejar sin vigilancia el escenario del crimen, pero tenía que llamar a la policía. Volví a llamar al timbre. Después de haber visto la casa de Fiona por el telescopio, no tardé mucho en convencerme de que había salido. Di la vuelta a la casa hasta la parte por donde entraba en la propiedad el camino para coches que se desviaba de la carretera más arriba. No había vehículos aparcados allí, y las tres puertas del garaje estaban cerradas.
El vecino más próximo estaba al otro lado de la calle. Sabía que llamar al azar de puerta en puerta era una lata. Aunque no era muy tarde, ya había oscurecido. Todo el mundo había oído hablar de los intrusos que con cualquier excusa se meten en la casa de las víctimas. Pero no me quedaba más remedio. O eso o subir al coche y empezar a buscar un teléfono público. Llamé al timbre, hablando sin parar conmigo misma: «Vamos, vamos, sal, ayúdame». Miré por los paneles de cristal que flanqueaban la puerta y vi una pequeña parte del vestíbulo. Alguien se movía por la cocina, probablemente preparándose la cena. Apareció por el pasillo y se aproximó a la puerta. Agité la mano, procurando parecer una ciudadana respetuosa de la ley y no una astuta psicópata. Tendría cuarenta y tantos años, vestía jersey y pantalón ceñido y llevaba un delantal atado a la cintura. Si la inquietó la repentina llamada, no lo dio a entender. Encendió la luz del porche y me observó con cautela.
Hablé en voz alta, para que pudiera oírme a través del cristal.
—Soy amiga de Fiona. No está y necesito utilizar el teléfono.
Vi que miraba hacia la casa de Fiona mientras asimilaba la petición. Comprobó que estaba echada la cadena y entreabrió la puerta. Ya no recuerdo cómo le expliqué la situación, pero tuve que ser muy persuasiva porque me dejó entrar sin poner objeciones y me señaló el teléfono.
Siete minutos más tarde llegaba el primer coche patrulla.
Habían transcurrido ya unas dos horas y casi todos los vecinos de los alrededores estaban en la calle. Permanecían en grupos, protegidos por los paraguas, charlando intermitentemente en voz baja. Al parecer, había corrido ya la noticia de que había aparecido el coche del médico. No era probable que, en circunstancias normales, tuvieran ocasión de reunirse a menudo. Las casas estaban separadas entre sí y, como casi todos sus moradores trabajaban fuera todo el día, suponía que sus caminos se cruzarían poco. Constituían un grupo variopinto; parecía que se hubieran puesto la chaqueta y las botas de agua a toda velocidad. Esperaban pacientemente, en actitud ritual de vigilia, como una delegación de afectados en una asamblea sin precedentes. El cordón policial, una improvisada valla de postes de plástico unidos con cinta, les impedía acercarse. Tampoco había mucho que ver desde donde se encontraban. Hacia la ciudad, el camino estaba envuelto en sombras, sin farolas a la vista. En la dirección opuesta, el asfalto se perdía a lo lejos. Más allá del último callejón sin salida sólo había montes sombríos, tierra inculta pespuntada con arbustos y carrascas.
Me senté en el coche, aterida de frío. De vez en cuando encendía el motor para poner en marcha la calefacción y los limpiaparabrisas, aunque aquel monótono zip-zunk, zip-zunk me adormilaba. A mi derecha, la colina subía unos cien metros en un ángulo de treinta grados, se curvaba en la cima y bajaba hacia el pantano. La luz fantasmagórica de los focos concentrados en la orilla iluminaba los arbustos de la cumbre. La luz se volvía sombra a veces, cuando se cruzaban los agentes destacados en el lugar. Había hablado brevemente con Odessa cuando llegó. Me había pedido que me quedara y dijo que utilizarían un submarinista para revisar el interior del coche antes de sacarlo. Luego se había alejado por la pendiente mientras yo me preparaba para la espera.
En cierto momento apareció Leila. Estaba con su padrastro, Lloyd, que había vuelto a su casa mientras yo estaba a punto de descubrir el coche de Dow. Se quedaron a un lado, bajo un paraguas negro, alejados de los vecinos. Supuse que habían visto las luces y se habían acercado con el coche de Lloyd. Por una vez, Leila parecía experimentar una emoción distinta del aburrimiento y el desprecio. Con los ojos cargados de rímel y sombra, parecía una niña abandonada, solemne, de ojos saltones, tiritando sin parar. Sabía que debía saludar a Lloyd, pero no acababa de decidirme. En el camino vi dos equipos con cámara portátil, uno de la KWST-TV, el otro de la KEST-TV. La presentadora rubia de la KEST ya estaba filmando y haciendo entrevistas para el informativo de las once. Llevaba un gran paraguas negro y hablaba con un vecino. No vi más reporteros, pero seguro que andaban por alguna parte.
Moví el espejo retrovisor y vi unos faros que aparecían por la curva. Esperaba ver a Fiona, pero el vehículo era el Volvo blanco de Crystal. Redujo la velocidad y esperó a que un grupo de personas cruzara la calzada; luego se metió en el arcén y aparcó delante de mí.
Recogí el chubasquero del asiento de atrás y me lo eché sobre la cabeza mientras dejaba el calor del VW y me dirigía hacia su coche. Crystal me vio y bajó la ventanilla. Tenía la cara demacrada y el cabello recogido en un moño descuidado. Habían desaparecido el pantalón negro y el jersey que llevaba antes. Parecía haberse vestido apresuradamente, con unos tejanos y una sudadera gris con el nombre de nuestro gimnasio.
—Estaba en bata y zapatillas cuando vino la policía —dijo—. Quisieron traerme en el coche patrulla, pero preferí el mío. ¿Qué ha pasado?
—No mucho. Esto es peor que un plato de cine, con tanta gente mirando. ¿Dónde está Anica?
—Tuvo que volver a la escuela. Sube.
—Gracias —dije.
Abrí la puerta y subí al coche. La silla de Griffith estaba encajada en el asiento trasero, detrás de mí, con los alrededores sembrados de migas y trozos de galletas. Un biberón de plástico con zumo de manzana había dejado un resto pegajoso en el lugar en que apoyé la mano. A mis pies había una ardilla de pelo rosa. Imaginé al niño tirando con fuerza la mantita, el biberón, las galletas y los animales, un diluvio de objetos para poner de manifiesto su presencia. El interior olía a flores y a especias, la colonia de Crystal.
—¿Cómo estás? —dije.
—Aturdida.
—Puede que abandonara el coche —sugerí, sin que viniera a cuento.
—Esperemos que sí.
Movió el retrovisor para mirarse y se pasó el nudillo por debajo del párpado inferior para limpiarse el lápiz de ojos que se le había corrido. Volvió a mover el espejo y se arrellanó en el asiento. Echó la cabeza atrás y cerró los ojos. Se notaban las irregularidades de sus rasgos, vistos de perfil. La nariz era demasiado angulosa y la barbilla demasiado estrecha para una frente tan ancha. Imponía más cuando estaba maquillada.
—¿Cuándo has llegado? —preguntó, como si hablara en sueños.
—Hace horas. A las seis.
—Dijeron que no me diera prisa. Estaba viendo la tele cuando llamó la policía a la puerta.
—Tuviste suerte. Yo me muero de hambre. No he cenado y estoy a punto de comerme los dedos.
Abrió la guantera.
—Prueba esto. —Sacó una chocolatina magullada y me la dio—. ¿Cómo han encontrado el coche?
—Fui yo quien avisó a la policía. Y ahora están aquí haciendo Dios sabe qué.
Rompí el envoltorio y desplegué el papel de plata; el olor a chocolate se elevó como una nube. Partí la barra por las intersecciones y me puse una cuadrícula en la lengua. Casi leí la letra de la marca grabada en la superficie mientras aplastaba la cuadrícula contra el paladar.
—¿Cómo supiste que era su coche?
—Por la matrícula.
Guardamos silencio. Crystal puso la radio; después, lo pensó mejor y la apagó. La lluvia tamborileaba suavemente en el techo, como la escobilla de un batería en los platillos. La atmósfera era extrañamente íntima. Ambas estábamos fuera de nuestro ambiente natural, constreñidas por el entorno desconocido, unidas por la espera.
—Parece que todavía no han sacado el coche del agua —dijo al cabo.
—Están esperando a la grúa. Odessa dijo que nos informaría de todo lo que sucediera.
Me comí otra letra y guardé el resto de la chocolatina en el bolso. Crucé los brazos para entrar en calor. Crystal emitió un sonido, una mezcla de suspiro y otra cosa: tensión, impaciencia, simple cansancio.
—Sabía que estaba muerto. Es la única explicación que tiene sentido. Te dije que no huiría abandonando a Griff.
—Crystal, todavía no han sacado el coche. No sabemos si está dentro.
—Está dentro. A Leila le dará un ataque.
—¿Por qué? No congeniaban.
—Claro que no. Lo trataba como si fuera basura. ¿Cómo va a reconciliarse con eso?
Vacilé, aunque con ganas de insistir. Estaba más indefensa que nunca. Podía ser mi oportunidad.
—¿A qué se debe esa ira que domina a Leila?
—Es demasiado complicado para explicarlo.
—Nada es demasiado complicado si Dow está muerto.
Crystal se incorporó y me miró.
—¿Por qué iba a decírtelo? No trabajas para mí.
—Tampoco trabajo contra ti. ¿Cuál es el problema de Leila?
—¿Es asunto tuyo?
—No, según se mire. Pero empeorará.
—Eso no lo dudo —replicó. Y después de una pausa, añadió—: Ha sufrido más de un trauma en la vida. Necesita ayuda para superarlos.
—¿Visita a algún psiquiatra?
—Desde hace años. Al principio, tres veces por semana. Ahora sólo va dos veces al mes, los fines de semana que sale de la escuela.
—¿El psiquiatra visita los fines de semana?
—La psiquiatra.
—Perdón. No creía que los psiquiatras fueran tan serviciales.
—Esta lo es. Es realmente fabulosa con los niños. Es el quinto psiquiatra que visita Leila. Yo estaba desesperada.
—¿Cómo la encontraste?
—Por una vez, tuvimos suerte. Charlotte Friedman fue a la escuela con Anica. Vivían en Boston; su marido se retiró y se mudaron aquí.
—¿Qué trauma tiene Leila? Todavía no lo entiendo.
Crystal pareció titubear. Miró al frente con fijeza, y cuando habló su voz era tan inexpresiva y lejana como un viejo disco de gramola.
—Tuve un hijo que se ahogó. Nos afectó a todos, claro. Fue el principio del fin de mi relación con Lloyd. Hay cosas de las que nunca te recuperas. La muerte de un niño es una de ellas.
—¿Qué pasó?
—Jordie. Mi pequeñín. Tenía año y medio. Yo estaba trabajando una noche y lo dejé con la vecina. Jordie se escapó por la puerta mientras la vecina hablaba por teléfono y cayó en la piscina. Cuando lo encontró y llamó a la ambulancia, ya no pudieron hacer nada.
—Lo siento.
—Pensé que me moría, pero para Leila fue peor. Los niños no están preparados para estas desgracias. No las entienden, y es difícil explicarles lo que la muerte significa de forma que lo comprendan. Nunca he sido religiosa; no quería endosarle un cuento de hadas, y menos un cuento en el que yo no creía. La doctora Friedman dice que, cuando se enfrentan a la muerte de un pariente, algunos niños se desconectan; se comportan como si nada hubiera pasado. Otros, como Leila, se ponen a representar. Es una chica difícil, tú lo has visto. Rebelde. Temperamental. He hablado con Charlotte…, con el permiso de Leila, naturalmente. Charlotte cree que la conducta de Leila es su forma de distanciarse, de crear una barrera entre ella y un mundo que considera traicionero. No preocupándose por nadie, sus sentimientos están a salvo. En cualquier caso, sé que la protejo. Ni siquiera estoy segura de cómo voy a contarle todo esto.
—Está aquí. ¿No la has visto con Lloyd?
Se irguió bruscamente.
—No lo sabía. ¿Dónde?
—Al otro lado de la calle, unos tres coches atrás. Al menos estaban allí hace un rato.
—Voy a ver qué hace. —Recogió un paraguas negro y grande que había en el suelo. Abrió la portezuela, sacó el paraguas y apretó el botón para desplegarlo.
—Gracias por la chocolatina. Me has salvado.
—De nada.
Llegó la grúa, iluminando el camino con los faros. Abrí el coche, me puse el chubasquero en la cabeza y cerré la puerta al bajar. Me volví y vi al ayudante del conductor de la grúa que se apeaba de la cabina de un salto. Crystal se cruzó con él y siguió andando, mientras la grúa viraba y empezaba a subir la pendiente marcha atrás. Los macizos neumáticos resbalaban, abriendo dos canales paralelos de hierba triturada. El conductor miraba por encima del hombro, con una mano en el volante. El ayudante daba silbidos penetrantes y le indicaba con el brazo el ángulo de ascenso. La reportera rubia vio a Crystal y fue a su encuentro. Crystal hizo un gesto de negación con la cabeza y le indicó por señas que se apartara.
Volví al VW y giré la llave de contacto. La lluvia se había reducido a un frío calabobos que empapaba poco a poco a los confiados mirones. La temperatura interior había descendido durante mi ausencia y la tibia brisa generada por la calefacción era menos efectiva que mi propio aliento. Vi que la grúa patinaba de lado y luego reculaba pesadamente hacia la cima. No alcanzaba a imaginar cómo se las arreglarían para sacar el Mercedes del agua y subirlo por la embarrada colina.
Me volví para ver dónde estaba Crystal. Había llegado ya al lado de Leila, que estaba en el arcén, con Lloyd. Lloyd la rodeaba con el brazo, pero en cuanto Leila vio a Crystal, corrió hacia su madre. Crystal la abrazó y la meció, apoyando la cara en la cabeza de la muchacha. Luego se pusieron a hablar los tres; Leila con aspecto desdichado; Lloyd, como ausente. Hablaran de lo que hablasen, quien llevaba la voz cantante era Crystal. Madre e hija pasaron por mi lado camino de su cinco puertas. Crystal hablaba con seriedad a Leila, que lloraba en silencio. La miré mientras instalaba a su hija en el asiento delantero y luego rodeaba el coche por detrás para ponerse al volante.
Moví el retrovisor para no perder de vista a Lloyd, que se dirigió a su vehículo con la cabeza caída y las manos en los bolsillos de la chaqueta. Puede que estuvieran compitiendo a ver cuál era mejor progenitor; Leila era el premio, y Lloyd había perdido aquel asalto por puntos. Lo vi encender un cigarrillo y poco después olí el humo que llegaba con el aire húmedo de la noche. ¿Tendría que irme muy lejos para echar una meada sin que me detuvieran por escándalo público?
El inspector Odessa apareció en la cima de la colina y empezó a descender, con unos pasos tan inseguros como los míos. Llevaba un anorak con capucha. Vio el VW y vino hacia mí. Bajé la ventanilla unos centímetros. Llegó al coche y miró dentro. La llovizna le había formado pequeños charcos en la brillante superficie del anorak y el agua le bajaba por las costuras. Tenía la nariz un poco grande y con una forma que le restaba atractivo. Señaló las luces del otro lado de la colina.
—Quiero que conozca al inspector Paglia.
—Desde luego —dije.
Subí la ventanilla y apagué el motor. Bajé, me puse el chubasquero y lo seguí. Trastabillamos juntos; Odessa iba sujeto de mi brazo, para sostenerse él y darme a mí apoyo.
—¿Cómo va la cosa? —pregunté.
—Es una mierda —repuso—. He visto a Crystal por aquí. Envié a un agente a su casa; pensé que debía saber lo que estaba pasando.
—¿Y Fiona? ¿Se sabe algo de ella?
—No. Hemos avisado a la hija, pero no puede venir hasta que la niñera termine de cenar.
—¿Sabe ella dónde está su madre?
—En principio, no. Dijo que haría unas llamadas para localizarla. Si no, esperaremos a que vuelva a su casa.
Subimos a gatas lo que restaba para alcanzar la cima y nos quedamos allí, mirando el pantano. La luz de los focos había borrado el color del paisaje; sus bordes metálicos estaban tan calientes que evaporaban el agua de la lluvia. Había algunos grupos, al parecer esperando más técnicos o más material. Bajo la superficie del agua vi moverse el resplandor verdoso del submarinista. La imagen del maletero del Mercedes oscilaba de un modo extraño a la luz de los focos.
—¿Está dentro?
—Todavía no lo sabemos. Hay unos seis metros de profundidad. El coche quedó enganchado en una roca, de lo contrario se habría hundido.
El submarinista salió en aquel momento, cubierto de pies a cabeza por un traje azul oscuro y con una botella de oxígeno a la espalda. Se quitó el tubo de la boca y lo dejó colgando mientras andaba hacia la orilla, con algas en las aletas. Se levantó las gafas y se las puso en la cabeza como si fuera una gorra. Cuando llegó a la orilla, el juez de instrucción y otro hombre, ambos con impermeable, se acercaron a él y escucharon su informe, en el que las palabras se reforzaban con ademanes.
Mientras tanto, la grúa había llegado reculando muy cerca de la orilla. Dos hombres con botas hasta la cadera y chubasquero amarillo habían entrado en el agua para prepararse para la difícil maniobra. Uno enganchaba ya una cadena al eje del Mercedes. El otro resbaló y cayó al agua; el chubasquero se hinchó a su alrededor como un salvavidas. Manoteó y maldijo mientras su compañero bufaba para contener la risa y se metía en el agua para echarle una mano.
Odessa señaló hacia el submarinista.
—El que está con el juez es Paglia.
—Ya lo había supuesto.
Como si hubiera recibido una orden, Paglia se dio la vuelta y nos miró a Odessa y a mí. Se disculpó y vino hacia nosotros por la tierra blanda y pisoteada. Las lluvias de aquellos días habían borrado cualquier rastro de pisadas, pero la trayectoria del coche se había precintado e inspeccionado ya. Después de tanto tiempo, apenas quedarían indicios. Cuando llegó junto a nosotros, el inspector Paglia alargó la mano.
—Señorita Millhone, Jim Paglia. Con Dolan me ha hablado de usted —dijo, con voz profunda y sin inflexiones.
Le eché unos cincuenta años. Llevaba la cabeza afeitada y la pecosa frente cruzada por arrugas verticales y horizontales. Nos dimos la mano e intercambiamos las formalidades de rigor. El teniente Dolan había sido jefe de Homicidios hasta que un ataque de corazón lo obligó a retirarse.
—¿Qué tal le va a Dolan?
—Así, así. Bien, pero lo justo. Echa de menos el trabajo.
Sus cejas eran ondulaciones negras que le sobresalían por las sienes como si fueran alas. Llevaba gafas de lentes pequeñas y ovaladas, con montura de metal. Si las gotas que le caían en las gafas le molestaban, lo disimulaba bien. Había estado fumando con una boquilla blanca de plástico, pero el cigarrillo parecía apagado a causa de la lluvia. Se lo quitó de la boca y miró la boquilla.
—Hemos contraído una gran deuda con usted —dijo—. ¿Cómo se le ocurrió pasar por aquí?
Odessa me tocó la manga.
—Sigan ustedes. Ahora vuelvo.
Lo vi dirigirse hacia el submarinista y hablar con él lejos de oídos indiscretos. Volví a fijarme en el inspector Paglia, cuya mirada no se apartaba de la mía. Parecía haber sido militar, un hombre que había visto muerte y muertos de cerca, y que posiblemente la había causado él mismo en varias ocasiones. Su actitud era cordial, pero sin el fastidioso estorbo de una supuesta calidez. Era amable, pero porque había adquirido la costumbre gracias a una minuciosa aplicación de las normas de «buenas maneras» que había visto en el mundo que lo rodeaba. Era simpático, pero porque gracias a la simpatía obtenía lo que deseaba, que en este caso era ayuda, información, cooperación y respeto. Si yo hubiera sido delincuente profesional, habría tenido mucho cuidado con aquel hombre. Así que, dada mi tendencia histórica a la mentira, al allanamiento de morada y a los hurtos de poca monta, procuré contextualizar cuidadosamente mis explicaciones. Aunque sabía que no sospechaba de mí en absoluto, quería parecer sincera y franca; y no fue difícil, ya que, por una vez, no podía decir más que la verdad.
—No sé cómo describir el proceso. Estaba en casa de Lloyd. Es el exmarido de Crystal.
—El padrastro de Leila.
—Sí. Esta mañana la chica se escapó de la escuela sin permiso y Crystal imaginó que iría a casa de Lloyd. Le dije a Crystal que trataría de encontrarla y subí patrullando por la zona desde la salida de Little Pony Road, en la Ciento uno. Debió de venir en autostop, porque la vi andando por el arcén. La convencí de que me dejara llevarla a casa de Lloyd, pero él no estaba cuando llegamos, de modo que entramos en la casa. Es aquella que tiene forma de A —dije, señalando al otro lado del pantano. Abrumada por los ojos de Paglia, mi voz empezó a sonar a falso y, sin darme cuenta, empecé a introducir detalles extraños—. Bueno, en realidad la casa no es suya, sino de un amigo que está en Florida. El caso es que empecé a husmear por allí mientras esperábamos. Leila se puso a ver la tele y yo subí al altillo. Había un telescopio y pensé que sería interesante echar un vistazo. Me quedé de piedra al comprender dónde estaba. No sabía que aquel tramo de Gramercy Lañe quedara enfrente mismo de Fiona, pantano por medio.
—¿Cree usted que hay alguna relación?
—¿Entre Lloyd y Fiona? No lo sé, pero lo dudo. No he oído nada que lo sugiera.
Sacó una caja de Altoid. Abrió la tapa y guardó la colilla apagada. La lata estaba llena de colillas y ceniza, una forma como otra cualquiera de no alterar el escenario del crimen. Se guardó la caja en el bolsillo del impermeable y sus ojos grises se clavaron en los míos.
—¿Cree que estamos en el escenario de un delito? —pregunté.
—El suicidio es un delito —repuso—. Siga con su historia.
Tenía los dientes inferiores apelotonados por el centro y ribeteados de manchas. Era el único detalle de aquel hombre que parecía fuera de control.
—Cuando miré por el telescopio vi a la perra, un pastor alemán hembra que se llama Trudy. La había visto las otras dos veces que subí a ver a Fiona, y siempre por aquí, ladrando como una posesa.
—Los perros son capaces de oler un cadáver incluso bajo el agua —dijo Paglia; era la primera información que me daba.
—¿De veras? No lo sabía. Vi que estaba nerviosa, pero no sabía por qué. Aparte de Trudy, vi una rascadura en ese pedrusco que hay a mitad de la pendiente. —Lo señalé, como si fuera un niño de quinto en un examen oral—. También vi dañada la vegetación y arbolillos tronchados. Al principio supuse que habían reculado con un remolque para echar al agua una embarcación, pero entonces vi el cartel y recordé que estaba prohibido bañarse e ir en barca.
Me observó con calculada amabilidad.
—Sigo sin entender cómo relacionó una cosa con otra.
—De repente todo tuvo sentido. El doctor Purcell fue visto por última vez en la clínica. Me enteré de que iba a ir a casa de Fiona, así que…
—¿Quién le dijo eso?
—Un amigo de Purcell, Jacob Trigg. Dow le dijo que había quedado en verla aquella noche.
—¿Habló usted con ella de eso?
—Bueno, se lo pregunté. ¿Por qué no? Yo estaba enfadada. Trabajo para ella, así que debería haberme dado toda la información nada más contratarme.
—¿Qué dijo?
—Afirma que no apareció, y que podía haber habido «una confusión». Supongo que la dejó plantada y que a ella le da vergüenza admitirlo.
—Lástima que no nos lo contara a nosotros. Habríamos peinado la zona. Alguien podía haber oído el coche. ¿Quién va a acordarse nueve semanas más tarde?
Oí a sus espaldas el gemido agudo del motor, los crujidos del cable girando en el cabrestante a medida que iba sacando el Mercedes del pantano. El agua salía por las ventanillas abiertas, por las ranuras inferiores y por las ruedas. La furgoneta del juzgado estaba en la hierba con la puerta trasera abierta. El secretario del juzgado y un agente de uniforme estaban sacando una caja alargada de metal: el ataúd de acero inoxidable en que se metían los fiambres pasados por agua.
—Kinsey —dijo Paglia. Lo miré; me entró frío—. El submarinista dice que hay alguien en el asiento delantero.
El Mercedes colgaba en oblicuo, con el marco hacia el suelo y tres ventanillas abiertas. El agua del pantano salía por todos los resquicios, escurriéndose por el chasis y cayendo en la tierra empapada ya por las lluvias. Miraba conteniendo las reacciones mientras arrastraban el vehículo ladera arriba, chorreando como un bidón con agujeros. Parte de la ventanilla del conductor se había hecho añicos; la mitad inferior era todavía una sierra de vidrios agrietados mientras que la de arriba había desaparecido. En el asiento delantero vi una forma vagamente humana, amorfa, hinchada y llena de barro, con la cara vuelta hacia la ventanilla como si contemplara el paisaje. Después de varias semanas en el agua, el cuerpo antes vivo estaba exangüe, con un color gris perla. Todavía llevaba la chaqueta del traje, pero fue lo único que pude ver desde mi posición. Volví la cabeza bruscamente y se me escapó un gemido. El adhesivo que había mantenido juntos los huesos del muerto se había aflojado tanto que parecía fofo, indiferente, y una capa de gelatina blanca le cubría las cuencas de los ojos. Tenía la boca abierta y la mandíbula caída. Las comisuras se habían estirado para dibujar una expresión final de alegría o de sorpresa; o quizá para lanzar un rugido de cólera.
—Estaré en el coche —dije.
Paglia no me oyó. Iba hacia el Mercedes. Los del depósito se mantenían rezagados. Vi los fogonazos de la fotógrafa de la policía. No podía seguir mirando. No podía quedarme allí. Aquella gente estaba acostumbrada a la imagen de la muerte, conocía sus olores, sus aspectos, las características posturas de los cuerpos en el instante de exhalar el último aliento. Por lo general, en un escenario así y tras la primera impresión de asco, conseguía distanciarme. Pero aquella vez no lo soportaba, no podía quitarme de encima la sensación de que estaba en presencia de algo maligno. Purcell, suponiendo que fuera su cadáver, se había dado muerte o había sido asesinado. Era imposible que hubiera subido en coche la colina para precipitarse después en el pantano accidentalmente.