Lloyd vivía en Gramercy Lane, una calle que hacía eses y ochos al pie de las colinas. Miré el plano de Santa Teresa, en busca de las coordenadas. Tendría que entrar en Gramercy por algún cruce y luego mirar los números de las casas para ver si estaba lejos o cerca del domicilio de Lloyd. Dejé el plano abierto en el asiento del copiloto y puse el motor en marcha. Otra vez empezaba a llover, y las gotas resonaban en el techo como piedrecillas que saltasen de la calzada. Puse en acción el limpiaparabrisas y miré el reloj. Las tres y cuarto. Entre la brevedad de los días de noviembre y la oscuridad del cielo encapotado, empezaría a anochecer a las cuatro de la tarde. Por el momento tenía más ganas de irme a mi casa que de cruzar la ciudad en busca de una adolescente fugitiva.
Crucé el arco de piedra de la entrada principal de Horton Ravine y doblé a la derecha, siguiendo la curva. En el primer semáforo volví a mirar el plano con la cabeza ladeada. Gramercy Lañe estaba a unos tres kilómetros de la casa de Purcell. Si Leila había salido de Malibu haciendo autoestop en la 101, en dirección norte, era probable que la dejaran en Little Pony Road, que era la salida más cercana por el sur. El semáforo se puso verde y me metí entre el tráfico buscando el carril exterior. Little Pony Road estaba a kilómetro y medio de allí.
Leila haciendo autoestop era una idea que me daba miedo. Había bastantes probabilidades de que la recogiera un ciudadano decente, pero también cabía la posibilidad de que la muchacha se topara con algo con lo que no había contado. No todos los conductores deseaban lo mejor para ella. A los catorce años se sentía invencible. Las agresiones, las violaciones, las mutilaciones y los homicidios eran sucesos que leía en los periódicos, si es que leía alguno. Perversión y anormalidad eran palabras del diccionario, no comportamientos que tuvieran que ver con ella. Deseé que su ángel de la guarda anduviera revoloteando cerca de donde estuviese.
Tomé la rampa de Little Pony. Al llegar arriba, giré a la izquierda y me dirigí hacia las montañas, escrutando la carretera por ambos lados. Los limpiaparabrisas se movían alegremente, esparciendo por el cristal una capa de porquería. Adelanté a una pareja encogida bajo un paraguas; iban andando en la misma dirección que yo, de modo que sólo los vi de espaldas. Yo buscaba a Leila sola y no les presté atención al principio, aunque me parecieron jóvenes. Sólo cuando los miré por el espejo retrovisor identifiqué el cabello rubio blanquecino de Leila y sus largas y huesudas piernas. El chico que iba a su lado era alto y delgado, y llevaba la mochila con las correas cruzadas de cualquier manera sobre los hombros de la cazadora de cuero negro. Ambos iban con botas y tejanos ceñidos, y con la cabeza inclinada para protegerse de la lluvia. Habría jurado que se estaban fumando un porro. Reduje la velocidad y me detuve junto a la acera, un poco por delante de ellos. Por el retrovisor vi que Leila titubeaba, tiraba algo al suelo y lo pisaba. Mientras se acercaban al coche, alargué el brazo para bajar la ventanilla del copiloto.
—¿Os llevo?
Leila se agachó. Al verme, puso cara de perplejidad, como si me recordara pero no supiera de dónde. El muchacho me miró con hostilidad y desdén. Me fijé en su cutis suave, en su cabello castaño empapado por la lluvia, en su camiseta blanca, visible bajo la cazadora de cuero. Di un respingo al advertir que tenía tetas, ya que había dado por hecho que se trataba de un chico. Tenía que ser Paulie. Estaba destinada a ser hermosa, aunque en aquel momento iba sin arreglar y tenía la actitud desafiante grabada en cada centímetro de su delgado cuerpo. No era guapa en el sentido tradicional, pero tenía un aire feroz y mundano: grandes ojos negros y unos pómulos acentuados por la mala alimentación. Un fotógrafo experto habría ganado una fortuna con la imagen de la sensualidad beligerante que proyectaba.
Me concentré en Leila.
—Hola. Soy Kinsey Millhone. Nos conocimos el viernes pasado en la casa de la playa. Vengo de casa de tu madre. Está preocupada por ti. Deberías haberle dicho que te ibas de la escuela.
—Estoy bien, pero dale las gracias por preocuparse —dijo con sarcasmo.
Aquella pretendida indiferencia era para impresionar a su amiga, pero costaba ser insolente con el agua chorreando por la cara. Tenía dos mechones pegados a las mejillas y el rímel que le ennegrecía las pestañas era ya un río de tinta.
—Creo que deberías decírselo tú. Necesita saber que estás bien.
Leila y Paulie cambiaron una mirada. Paulie le dijo algo en voz baja: conspiradoras tratando de sacar partido del hecho de haber sido pilladas. Paulie se quitó la mochila y se la pasó a Leila. Tras murmurar unas palabras, Paulie se alejó hacia la autopista con paso que quería ser despreocupado.
Leila se acercó a la ventanilla. Había gastado el lápiz enmarcándose los ojos y en los párpados se había puesto sombra azul turquesa. Se había pintado los labios de marrón oscuro, un color demasiado fuerte para la fragilidad cromática de su cabello rubio.
—No puedes obligarme a ir.
—No estoy aquí para obligarte a nada —repliqué—. Pero es posible que prefieras guarecerte de la lluvia.
—Lo haré si prometes no decirle a mamá con quién estaba.
—Supongo que es Paulie. —Leila no dijo nada, y quien calla otorga—. Vamos, sube. Te llevaré a casa de tu padre.
Meditó brevemente, abrió la portezuela y se sentó a mi lado, dejando la mochila a sus pies. Se había echado tantas veces agua oxigenada en el pelo que este parecía sintético, y todavía lo llevaba con aquella extraña mezcla de rizos y mechones que sin duda causaba ataques de desesperación en los directivos del pensionado. También cabía la posibilidad de que Fitch fuera progresista, una escuela donde se permitía a las alumnas «expresarse» luciendo aspectos extravagantes y adoptando conductas excéntricas. En el caldeado ambiente corporal que dominaba en el coche percibí cierto tufillo a marihuana y a ese almizcle femenino que produce la ropa interior que no se cambia durante varios días.
Miré por encima del hombro para comprobar el tráfico y me metí en la calzada cuando se hubo despejado de coches. Por el espejo retrovisor vi a Paulie, reducida al tamaño de un soldado de juguete.
—¿Cuántos años tiene Paulie?
—Dieciséis.
—Por lo que has dicho, a tu madre no le gusta. ¿Por qué?
—A mamá no le gusta nada de lo que hago.
—¿Por qué te has ido de la escuela sin permiso?
—¿Cómo sabías adónde iba? —preguntó, cambiando de tema.
—Lo dedujo tu madre. Cuando veamos un teléfono, quiero que la llames y le digas dónde te encuentras. Está muerta de angustia.
No dije que también estaba hasta los ovarios de ella.
—¿Y por qué no la llamas tú? De todas formas, vas a ir a contárselo.
—Claro que se lo contaré. Eres menor de edad. No pienso contribuir a tu mala conducta. —Nos quedamos en silencio durante una manzana. Luego añadí—: No entiendo qué es lo que te fastidia.
—No aguanto Fitch. Eso es lo que me fastidia, si es que te importa tanto.
—Pensaba que te habían enviado a Fitch porque en la escuela pública no hacías más que armarla.
—Tampoco la aguantaba. Todos eran unos mierdas y unos retrasados. Eran tan imbéciles que me moría de aburrimiento. Las clases eran de risa. Tengo mejores cosas que hacer.
Cruzamos State Street en dirección a la zona residencial de South Rockingham.
—¿Qué tiene de malo Fitch?
—Las chicas son unas pijas. Lo único que les preocupa es cuánto dinero ganan los culogordos de sus papis.
—Pensaba que tenías amigas.
—Pues no.
—¿Y Sherry?
Me miró a hurtadillas.
—¿Qué pasa con ella?
—Me preguntaba qué tal te lo pasaste en Malibu.
—Bien. Fue divertido.
—¿Y Emily?
—¿Por qué me haces esas preguntas?
—Tu madre dijo que te gustaba montar a caballo en su casa.
—Emily es buena tía. No es tan mala como otras.
—¿Qué más hicisteis?
—Nada. Sándwiches de queso fundido.
La flecha de mi detector de mentiras se estaba acercando a la zona roja. Yo mentía mucho mejor a su edad.
—¿Pues sabes qué creo? Que te saltaste las dos visitas y pasaste aquellos fines de semana con Paulie.
—Ja, ja, ja.
—Vamos, desembucha. ¿Qué más te da?
—No tengo por qué responder si no quiero.
—Leila, me pediste que tuviera la boca cerrada. Lo menos que puedes hacer es contarme la verdad.
—¿Y qué pasa si estuve con Paulie? ¿Qué tiene eso de malo?
—¿Y los demás fines de semana en que se suponía que estabas en casa de compañeras de clase? —Otro silencio huraño. Probé con otra táctica—: ¿Cómo os conocisteis?
—En Menores.
—¿Estuviste en el Tribunal de Menores? ¿Cuándo?
—En julio hizo un año. Se llevaron a un puñado de gente.
—¿Por qué os detuvieron?
—La poli dijo que por merodeo y allanamiento de morada, pero era mentira. No estábamos haciendo nada, sólo estábamos allí.
—¿Dónde fue?
—No lo sé —respondió con voz enfurruñada—. En una casa vieja y cerrada con tablas.
—¿Qué hora era?
—¿Qué eres tú, fiscal del distrito? Era tarde, las dos de la madrugada más o menos. La mitad de los chicos echó a correr. Los polis se cabrearon y nos llevaron a los demás. Mamá y Dow fueron a buscarme. Estaban muy enfadados.
—¿Y Paulie? ¿Ha tenido problemas con la ley?
—Te acabas de pasar la calle de mi padre —dijo Leila.
Reduje la velocidad y entré en el siguiente camino privado para dar la vuelta. Rehíce la media manzana hasta Gramercy y doblé a la izquierda. Era una zona pequeña, un caos de casas baratas que antaño habrían dado cobijo a los recolectores del cercano aguacatal. La calzada era de tierra y no había aceras. Sólo vi una farola en toda la manzana. Leila señaló una vieja casa en forma de A, situada en un montículo. Era la única estructura de su especie, un original chalecito de madera entre tanta choza. Aparqué en el camino de entrada y apagué el motor.
—¿Quieres ir a ver si está? Me gustaría hablar con él.
—¿De qué?
—Del doctor Purcell, si no te importa —repuse.
Leila abrió la portezuela y recogió la mochila, pero la sujeté con una mano.
—Déjala aquí. Tendré mucho gusto en llevártela si está en casa.
—¿Por qué no me la puedo llevar?
—Seguridad. No quiero que te esfumes. Ya tienes bastantes problemas.
Suspiró exasperada, pero obedeció. Pasé por alto el portazo que dio al cerrar. La vi acercarse a la casa por un sendero de grava. Por la falda de la colina bajaban riachuelos que aplastaban la hierba sin cortar. Leila llegó al porche, que sólo estaba protegido por un pequeño capirote de madera. Llamó a la puerta con los nudillos y cruzó los brazos, mirándome mientras esperaba. La casa estaba muy oscura. Volvió a llamar. Se acercó a una ventana y miró con las manos en las sienes. Llamó de nuevo y volvió al coche chapoteando.
—Seguramente volverá enseguida. Sé dónde está la llave y puedo esperarlo dentro.
—Bien. Esperaré contigo. Podemos quedarnos en el coche hasta que aparezca.
La sugerencia no pareció alegrarla. Golpeó la mochila con las botas llenas de barro.
—Quiero entrar. Tengo que mear.
—Buena idea. Yo también.
Bajamos del coche. Lo cerré con llave y la seguí por el sendero. Cuando llegamos a la casa, Leila levantó una maceta de geranios mustios y sacó la llave del originalísimo escondite. Esperé a que abriera y entramos.
—¿La tiene alquilada?
—No. Es de un amigo. De un tipo que se fue a Florida, pero que volverá la semana que viene.
El interior consistía básicamente en una habitación grande. El techo tenía la forma del tejado, rematado en punta. Por una estrecha escalera se llegaba al altillo del dormitorio. Los muebles eran toscos y estaban cubiertos con imitaciones de mantas indias. El suelo era de madera sin pulimentar ni encerar, y las suelas de mis botas chirriaban a cada paso que daba. Había una vieja estufa, negra y panzuda, que olía a ceniza fría. Un mostrador situado al fondo señalaba la parte de la cocina, que parecía sucia incluso de lejos.
Vi el teléfono en una mesita.
—¿Llamas tú a tu madre o la llamo yo?
—Hazlo tú. Voy al lavabo; y no te preocupes, no me voy a escapar.
Mientras hacía sus necesidades, llamé a Crystal. Fiel a mi palabra, omití mencionar a Paulie.
—Voy a quedarme aquí hasta que llegue Lloyd. Si se hace muy tarde, trataré de convencer a Leila de que vaya a tu casa.
—Sinceramente, estoy tan enfadada con ella que no quiero ni verla. Me repondré en cuanto beba algo. Anica está llamando a la escuela. No sé lo que va a decir. Leila merecería que la expulsaran, temporal o definitivamente.
—Estoy contigo —dije—. Te tendré al corriente de lo que hacemos. Deséame suerte.
Oí la cadena del inodoro y Leila salió del pequeño lavabo situado bajo la escalera.
—¿Qué ha dicho?
—No mucho. No está precisamente contenta.
Se sentó en el sofá lleno de bultos. Sin prestarme la menor atención, abrió la mochila y sacó un estuche con maquillaje. Extrajo una polvera, la abrió y se miró la cara. Se limpió el rímel y se miró más detenidamente.
—Mierda. Un puto grano —dijo.
Dejó la polvera, empuñó el mando a distancia y encendió el televisor, le quitó el sonido y me miró.
—Cuando tenía tu edad era como tú —dije.
—Pues qué bien. ¿Me dejas fumar?
—No.
—¿Por qué? Sólo es hierba.
—No me jodas, Leila. Ya huele bastante mal la casa para que encima le eches humo de maría. Háblame de Dow. Y no te pongas quisquillosa; estoy harta de esta historia.
—¿Qué quieres saber?
—¿Cuándo lo viste por última vez?
—Ya no me acuerdo.
—Venga, te ayudaré. El 12 de septiembre era viernes. Emily estaba enferma y se canceló tu visita, así que tuviste que quedarte en casa. ¿Fuiste a la de la playa?
—No. Estuve aquí.
—¿Recuerdas lo que hiciste aquella noche?
—Supongo que ver un vídeo. Es lo que hago casi siempre. ¿Por qué?
—Me gustaría saber cuándo hablaste con Dow por última vez.
—¿Cómo quieres que lo sepa? Procuro no hablar nunca con él, si puedo evitarlo.
—Alguna vez tendrías que hablar. Después de todo, es tu padrastro.
—Ya lo sé —dijo—. Pensaba que no se podía interrogar a una menor sin estar su padre presente.
—Eso es sólo cuando te detiene la policía.
—¿Y tú qué eres?
—Detective. Philip Marlowe travestido. —A juzgar por su expresión, probablemente creía que Philip Marlowe era un grupo de rock, pero fue lo bastante lista para no abrir la boca—. ¿Cuántos años tenías cuando Dow y tu madre se casaron?
—Once.
—¿Te cae bien Dow?
—Es buen tío.
—¿Os lleváis bien?
—Dentro de lo que cabe. Es viejo. Lleva dentadura postiza. El aliento le huele a rancio y tiene un montón de normas realmente estúpidas. «Quiero que a las diez estés ya en casa y en la cama. No quiero que te levantes tarde. Ayuda a tu madre con tu hermano» —dijo, imitándolo—. Le contesté: «Oye, para eso está Rand. Yo no soy su criada, joder». Mis notas tenían que ser perfectas; si no, me castigaban durante semanas. Ni siquiera me dejaba tener teléfono propio.
—Qué cabrón —dije—. ¿Dónde crees que está?
—En Canadá.
—Interesante. ¿Por qué lo crees? —Miró la pantalla mientras iba de un canal en otro—. ¿Leila?
—¡Qué!
—Te he preguntado por qué crees que está en Canadá.
—Porque es un mierda —repuso—. Lo único que le preocupaba era estar guapo. Lo oí hablar con una mujer por teléfono. Creo que hace unos seis meses esa gente fue a la clínica y se llevó papeles de contabilidad y muchos historiales de internos. Dow estaba cagado de miedo. Fuera lo que fuese, creo que habría podido ir a la cárcel por aquello, así que supongo que desapareció del mapa.
—¿Con quién estaba hablando?
—No lo sé. No dijo su nombre, y yo no reconocí la voz. De repente, se dio cuenta de que estaba escuchando por la otra línea y esperó a que yo colgara para seguir hablando.
—¿Estabas escuchando?
—En mi cuarto. Yo quería llamar por teléfono. ¿Cómo iba a saber que él estaba hablando?
—¿Cuándo sucedió?
—Un par de semanas antes de que se fuera.
—¿Se lo contaste a la policía?
—Nadie me preguntó y, además, es sólo una suposición. ¿Puedo ver esto ya?
—Claro.
Subió el volumen de la caja tonta y el sonido de la MTV llegó tronando.
Fui al lavabo, que no estaba tan asqueroso como había imaginado. Cerré la puerta. Lloyd había hecho un discreto esfuerzo para que la pila y la bañera estuvieran limpias. El agua de la taza salía coloreada de azul por una pastilla que colgaba en la cisterna y que olía muy fuerte. Después de mear y tirar de la cadena, registré el botiquín y el cesto de la ropa sucia.
Cuando volví al salón, Leila estaba en ese estado hipnótico que genera la televisión. Fuera empezaba a oscurecer y encendí algunas luces. Como no me prestaba atención, aproveché el momento para registrar el escritorio y el contenido de los cajones. Muchos parecían llenos de cosas del otro individuo. No buscaba nada en particular; era simplemente que no podía resistir la tentación de meter las narices en todas partes. Vi un puñado de facturas de Lloyd, todas sin pagar.
Fui a la cocina. El frigorífico no reveló mucho, pero la despensa estaba mejor provista que la mía. Pasta, frascos de salsa, latas de sopa, condimentos, mantequilla de cacahuete y cajas de esos extraños y anaranjados macarrones con queso que sólo podrían comer los niños y los perros. Estaba aburrida y empezaba a tener hambre.
Crucé el salón y subí al altillo, mirando por encima de la barandilla de la escalera. Leila seguía absorta en las imágenes de la pantalla. No podía creer que me dejara fisgar a gusto. La cama de Lloyd estaba sin hacer. En la mesita de noche había una fotografía enmarcada de Lloyd y Leila. Me la acerqué para verla mejor. Tenían que haberla hecho en alguna fiesta de cumpleaños. Estaban los dos sentados ante la mesa de una cocina en la que había un pastel de chocolate con velas. Lloyd y Leila estaban mejilla contra mejilla, y sonreían y hacían muecas a la cámara. Vi una perforación en la oreja derecha de Lloyd. También vi una cajita recién abierta. Lloyd sostenía a la altura de la oreja un pendiente —con una calavera y dos tibias de oro—, perteneciente a un juego que al parecer le había regalado Leila. Era difícil adivinar la época; a juzgar por el cabello de ella, había sido el año anterior.
Los cajones de la cómoda no revelaron nada excepto una nutrida colección de calzoncillos boxer de colores eléctricos. Miré a mi alrededor. Al lado de la ventana había un telescopio con trípode. Me acerqué a ver el panorama, al principio a simple vista, para orientarme. No conocía el barrio y no sabía qué podría querer ver Lloyd desde allí. Me di cuenta, con no poca sorpresa, de que la casa estaba enfrente de la de Fiona Purcell, al otro lado del pantano. A través de la niebla y de la lluvia entreveía el austero perfil de la mansión elevándose en la ladera de la lejana colina como una fortaleza. La fachada de Lloyd daba a las montañas, mientras que la de Fiona daba al océano y a las islas.
Me incliné sobre el telescopio para mirar por el ocular. Todo estaba negro. Quité la tapa del objetivo y la visibilidad mejoró notablemente, aunque lo único que vi al principio fue mi propio ojo. El paisaje se había reducido a manchas, a objetos distorsionados por la ampliación.
Levanté la vista y busqué el mecanismo de enfoque, volví a mirar por el ocular y lo ajusté. De pronto, la otra orilla adquirió forma y relieve. Vi una rascadura en un pedrusco con tanta claridad y definición que parecía estar a cuatro pasos de mí. La lluvia ametrallaba la superficie del pantano. El cielo se reflejaba en ella, como si fuera plata fundida. Vi que algo se movía a la derecha y giré el tubo un poquito.
Era Trudy, el pastor alemán hembra, ladrándole a un palo, una de esas costumbres descerebradas que parecen entusiasmar a los perros. Veía abrirse y cerrarse su boca como si fuera de juguete. El júbilo de los ladridos le sacudía todo el cuerpo, pero el vidrio de la ventana reducía el ruido a un murmullo apenas audible. Tenía las patas llenas de barro, y pude ver claramente las gotas de agua que le resbalaban por el pelaje. Detrás vi un ancho camino de hierba aplastada y árboles jóvenes tronchados a ras del suelo. Podía haberlo hecho un remolque que hubiera reculado hasta la orilla para descargar una lancha. Oí muy lejos el silbido de la propietaria de la perra, y luego su voz, casi inaudible:
—¡Trudy! ¡Truuuudy!
Trudy miró atrás con pesar, debatiéndose entre su última obsesión y la necesidad de obedecer. Venció la obediencia. Subió dando saltos por la ladera y desapareció por la cima. Orienté el telescopio hacia la casa de Fiona. Las luces se encendían y apagaban regularmente, sin duda gracias a un temporizador. Enfoqué la ventana de su dormitorio, pero no vi el menor rastro de movimiento. Parecía que habría bastado estirar la mano para tocar la ventana, y era una ilusión curiosa. En coche estaba a más de dos kilómetros, ya que había que dar un largo rodeo. Su sector del pantano estaba lleno de casas caras, pero la parte de Lloyd era para pobres y allí sólo había casuchas destartaladas en alquiler, sin mucho valor en el mercado. Me pregunté si Lloyd se habría percatado de quién era la inquilina de la casa que tenía enfrente. ¿Espiaría su dormitorio por la noche para verla desnuda?
Moví otra vez el telescopio. Me sentía como un pájaro revoloteando por encima del pantano. Me fijé en la estrecha lengua rodeada de vegetación y que llegaba hasta la colina. Había un cartel en un poste y pude leer la línea de letras más grandes. Prohibía bañarse e ir en barca. Oscurecía rápidamente y tuve que forzar la vista. Levanté la cabeza y me quedé mirando fijamente la oscuridad. ¿Qué había visto?
Cerré los ojos y, cuando los volví a abrir, sentí que mi percepción había cambiado. La alteración fue brusca, como en la prueba que determina el ojo dominante. Tápese el ojo izquierdo con la mano y mírese el índice derecho con el brazo estirado. Luego aparte la mano del ojo izquierdo y tápese el derecho. Mirando por el ojo dominante, la posición del dedo respecto del fondo es constante. Mirando por el no dominante, el dedo parece saltar de lado. En realidad, no cambia nada. El dedo sigue donde estaba, pero el cerebro registra una diferencia. Sentí un amago de ansiedad y el corazón empezó a golpearme el pecho.
Me di la vuelta y bajé corriendo. Leila salió del trance el tiempo suficiente para mirarme. Estaba acostada, con los pies apoyados en el brazo del sofá y las botas de excursión en el suelo.
—Tengo que salir un momento —dije—. ¿Te puedo dejar sola?
—Siempre estoy sola aquí —respondió con voz ofendida.
—Estupendo. No tardaré mucho, pero te agradecería que te quedaras hasta que vuelva. ¿De acuerdo?
—Siiií —repuso.
Volvió a concentrarse en la pantalla y fue cambiando de canal hasta que encontró una vieja película de Tom y Jerry.
Cerré la puerta y me dirigí al coche por el camino embarrado. La luz desaparecía del cielo y la temperatura bajaba. No llovía con mucha fuerza, pero era muy molesto. Subí al VW. Saqué una linterna de la guantera y la probé para ver si las pilas seguían funcionando. La apagué, la dejé en el asiento del copiloto, arranqué y retrocedí por el corto camino de entrada. Doblé y enfilé por la calle principal. En el cruce, giré a la derecha; recorrí un kilómetro; giré de nuevo a la derecha, por el Camino del Pantano Viejo, e inicié el irregular ascenso. Conocía las curvas y conduje con el corazón en un puño, deseando haber meado otra vez antes de salir. El miedo es un potente diurético.
Ante mí apareció la casa de Fiona y me detuve en el arcén. Eché mano de la linterna, bajé y seguí a pie. Allí aún había luz suficiente para ver el camino. Ascendí por la ladera de hierba mojada, resbalando en los momentos más inesperados. Al llegar a la cima me detuve y miré hacia el otro lado del pantano, buscando la casa de Lloyd. Las luces la hacían parecer una ermita encaramada en la colina de enfrente. Esperaba que Leila no desapareciera mientras yo me arrastraba en la oscuridad.
Bajar por el otro lado fue más traicionero aún, y antes de darme cuenta ya estaba perdiendo pie, resbalando y patinando. Cuando llegué al pie de la colina, encendí la linterna. La zona estaba silenciosa, hacía frío y el aire olía a humedad. El agua era negra en la orilla y estaba totalmente en calma. En algunos lugares se veían las huellas de Trudy. Recorrí con la luz de la linterna la colina que había dejado a mis espaldas, buscando el pedrusco de la rascadura y el camino de arbolillos tronchados. Me quedé donde estaba, siguiendo con los ojos el perfil ascendente de la colina. No veía la calle desde allí. Enfoqué la superficie del agua. El fondo parecía hundirse bruscamente, pero pude ver el apagado brillo de la curva de un parachoques, como un tesoro enterrado. No distinguí el nombre de la matrícula personalizada, pero supe que era el maletero del Mercedes plateado de Dow Purcell, hundido en las profundidades.