A las dos menos cuarto, tras haber confirmado la cita con Fiona, estaba otra vez en el Camino del Pantano Viejo. El cielo era de un gris acerado y los huecos azules que se habían visto a primera hora ya estaban cubiertos por nubarrones. A la derecha tenía el lago Brunswick. Las ráfagas de aire rebotaban en su superficie como si fueran piedras y sacudían las despeinadas testas de los árboles de la orilla. Aparqué en el mismo sitio que la primera vez, en el arcén de grava. Recogí el bolso y el sobre del informe y miré aquella casa, que parecía atrincherada en la colina como para repeler un ataque. Aunque sólo habían pasado cuatro días, los últimos chaparrones habían hecho crecer la hierba por toda la finca.
No tenía ganas de ver a mi cliente, aunque siempre era mejor eso que pensar en Richard y Tommy Hevener. El problema se me había atragantado como un hueso. Mi impulso inicial había sido olvidarme del despacho nuevo para cortar todos los vínculos; pero soy pobre, y no soportaba la idea de decir adiós a más de mil seiscientos dólares. El conflicto era peliagudo. Moralidad aparte, no podía ser socialmente correcto confraternizar con dos despiadados asesinos. Pero ¿cómo podía cancelar el contrato que había firmado? El protocolo era desconcertante, incluso en California. ¿Tenía que ser educada? ¿Había que confesar las razones por las que se cancelaba? Pensé en la suave luz de los ojos de Tommy, y luego lo imaginé atando pacientemente las manos de su madre antes de que la casa ardiera por los cuatro costados. Si volvía a llamarme, ¿tenía que decirle lo del doble parricidio o bastaba con una excusa? Quería obrar con rapidez. Por otra parte, interrumpir totalmente el contacto era como negarme a ayudar a Mariah Talbot. No suelo eludir el peligro y, como la misma Talbot me había recordado, me saltaba las normas cuando me convenía.
Mientras cerraba el coche con llave, vi a Trudy, el pastor alemán hembra que había conocido durante mi primera visita. Venía corriendo por el camino; era un incansable cachorro que no debía de tener ni un año y disfrutaba estando fuera, respirando el frío aire de noviembre. La perra se detuvo para olisquear el aire; luego pegó la nariz al suelo y siguió el caprichoso rastro de cualquier animalejo que hubiera pasado antes por allí, un conejo, una comadreja, o probablemente un mapache errante. La propietaria de la perra, que venía detrás, no dejaba de observar lo que hacía, por si daba con algo más abultado que ella. Cuando llegué al final de las escaleras de la entrada, la mujer y la perra ya no estaban a la vista. Henry y Rosie me decían siempre que comprara un perro, pero yo no acababa de entender para qué. ¿Por qué iba a reponsabilizarme de un ser que ni siquiera sabe usar la taza del lavabo?
Fiona debía de estar esperando porque abrió la puerta casi en el instante en que toqué el timbre. Su última adquisición era una blusa de crespón y manga larga, inspirada en una cazadora Eisenhower de posguerra, con cinturón. La falda negra de lana era de tubo y le llegaba casi hasta los tobillos, dejando ver sólo la parte menos atractiva de las piernas. Los zapatos eran de tacón alto y grandes, con multitud de correas alrededor del tobillo. Sobre los rizos teñidos de castaño cabalgaba una versión del gorro militar femenino, pero de terciopelo y con lentejuelas. Olí a tabaco y a Shalimar, y me acordé de pronto de la crema desodorante que mi tía se ponía en las axilas con la punta de los dedos.
—Podía haber aparcado detrás de la casa, así no habría tenido que subir escaleras —dijo Fiona.
El comentario fue inocuo, pero hubo reproche en su voz, como si no tuviera nada mejor que hacer que pelearse conmigo.
—Necesito ejercicio —repliqué, esquivando la provocación.
Mientras se apartaba de la puerta, se ajustó el reloj en la muñeca y lo miró de reojo para ver si había llegado tarde. Yo llegaba puntual, como de costumbre, y me dije: «Para que aprendas, lista», mientras la seguía al interior.
El vestíbulo seguía lleno de andamios y de lienzos de tela que cubrían el suelo como una capa de nieve. No habían tocado nada desde el viernes, y supuse que no confiaba en que los pintores supieran continuar sin estar ella presente. O quizás eran ellos quienes preferían no trabajar en su ausencia. Fiona era de las que obligaban a rehacer todo el trabajo nada más cruzar la puerta. En la pared seguía habiendo muestras de tres clases de blanco.
Cuando le alargué el sobre, fue como si le ofreciera una cucaracha en una bandeja.
—¿Qué es? —preguntó con recelo.
—Dijo que quería un informe.
Abrió el sobre y echó un vistazo al contenido.
—Ah, muy bien. Se lo agradezco —dijo, invalidando todos mis afanes con una simple mirada—. Espero que no le importe hablar en el dormitorio. Tengo que deshacer el equipaje.
—Como usted quiera —repuse; en realidad, sentía curiosidad por ver el resto de la casa.
—El regreso ha sido espantoso y el avión una caja de tomates de treinta y siete plazas que no dejaba de bailar. No me molestaban tanto los brincos como los bandazos. Pensé que no iba a llegar nunca.
—Sería por la tormenta.
—No volveré a subir a un avión pequeño nunca más. Prefiero ir en tren, aunque tarde medio día.
Recogió el neceser, que había dejado en el pasillo. Apenas miró la maleta grande.
—Ayúdeme, por favor.
Levanté la maleta de cantos reforzados, sintiéndome como una acémila mientras la seguía por las escaleras. Qué fina era la muy pedorra. Me fijé en sus piernas mientras subíamos; llevaba medias con costura. Dado su gusto por los años cuarenta, lo sorprendente era que no se hubiera dibujado una raya en la piel de cada una, como hacían las mujeres durante el racionamiento de la segunda guerra mundial. En el descansillo doblamos a la derecha y entramos en un gran dormitorio pintado de blanco y blanco, con una ancha pared de vidrio que daba a la calle. Dejé la maleta en el suelo. Mientras Fiona entraba en el cuarto de baño con el neceser, me puse a contemplar el paisaje.
La playa estaba totalmente envuelta en niebla. Por el horizonte se acercaban nubes de tormenta semejantes a montañas amenazadoras. Las colinas estaban alfombradas de verde; la vida vegetal había respondido a la lluvia con un florecimiento repentino. El lago Brunswick reflejaba el color plateado de las nubes y presentaba una superficie tan lisa y cubierta de motas como un espejo de anticuario. Me volví. La cama de Fiona estaba situada de tal forma que se podía ver casi todo; el sol salía por su izquierda y se ponía por su derecha. ¿Qué se sentiría durmiendo en una habitación de aquel tamaño? En un extremo había unas puertas dobles que dejaban ver un vestidor del tamaño de mi casa. Al otro lado, había una chimenea con butacas y una mesita de cristal en medio. Imaginé a Fiona y a Dow tomando una copa las noches que el doctor pasaba por allí. Me pregunté si alguna vez se habrían metido en la cama para recordar viejos tiempos.
Fiona salió del cuarto de baño y fue hacia la cama, en la que había otra maleta de cantos reforzados, abierta sobre la blanca colcha. Se puso a sacar la ropa que había guardado con tanto esmero.
—¿Por qué no me informa empezando por el principio?
Di comienzo a la perorata con una mezcla improvisada de entrevistas y remitiéndome al informe escrito con una serie de resúmenes bellamente articulados. Empecé por el inspector Odessa, seguí con la visita a Crystal Purcell y luego pasé a Pacific Meadows, punto en que le concreté la naturaleza de las dificultades a las que se enfrentaba Dow Purcell. Todavía no había llegado al grano cuando una amarga nota minó mi confianza. Fiona había estado moviéndose entre la cama y el vestidor, llevando blusas y faldas que colgaba en perchas iguales de blanco satén.
—Será mejor que me siga —sugirió—. De lo contrario, no la oiré y tendrá que repetírmelo todo. Aún tengo pitos en los oídos; otra razón para viajar en tren.
Fui al vestidor y me quedé en la puerta para continuar con el programa.
—Pues verá, el sábado por la tarde fui a casa de Blanche, poco después de que ella misma me llamara por teléfono…
Fiona se volvió hacia mí.
—¿Fue a casa de Blanche? ¿Y por qué hizo tal cosa?
—Ella me llamó. Me dio la impresión de que las dos habían hablado ya.
—No hice nada de eso y no puedo creer que diera semejante paso sin consultarme. Nadie tiene por qué intervenir en esto sin que yo lo diga. Soy yo quien paga. Si hubiera querido que viera a Blanche, le habría dado su teléfono.
—Pensé que me lo había dado.
—Le di el de Melanie, no el de Blanche. ¿Qué le contó?
—Pues no lo recuerdo. Lo siento de veras, pero se comportaba como si lo supiera todo de mí, así que supuse que había hablado con usted o con Melanie. Dijo que las dos sentían un gran alivio porque no habían hecho más que aconsejarle a usted que contratara a alguien desde que su padre desapareció.
—Eso no tiene importancia. Yo transmitiré la información a las chicas si me parece relevante, pero creo que es inapropiado que se la dé usted. ¿Está claro?
—Desde luego —repuse.
Estaba dolida. Después de haber pagado a Richard Hevener los 1.500 dólares de Fiona, no me quedaba dinero para devolver el cheque. Si descontaba los 450 dólares por el tiempo empleado con Trigg, aún le debía 1.050 en servicios. Si dejaba el caso, no tenía forma de devolverle el dinero, a menos que lo sacara de la libreta de ahorros.
—Por favor, continúe —murmuró, reanudando la faena.
Mi mal genio quería vengar el agravio y tuve que morderme la lengua para no decirle ninguna barbaridad. Me mantuve firme hasta que abrí la boca.
—¿Sabe? Tiene gracia, pero ya estoy harta de sus broncas. He trabajado como una mula todo el fin de semana y, si mis métodos no la convencen, me voy.
La vida volvió a sorprenderme por segunda vez en aquellos escasos minutos. Pareció sinceramente afectada y se echó atrás de inmediato.
—Le aseguro que no ha sido mi intención. Le pido disculpas si la he ofendido.
Para bajarme del burro no hay nada más efectivo que una disculpa. Me eché atrás a la misma velocidad que ella y estuvimos unos minutos echándonos flores antes de proseguir.
Fiona me preguntó por mi estrategia. Como si tuviera alguna.
—¿De qué modo piensa seguir buscándolo?
—Ah —dije—. Bueno, hay otras personas con las que quiero hablar antes de decidir cuál es el siguiente paso —aseguré; en realidad, estaba perdida.
Sus ojos relampaguearon brevemente y pensé que iba a hacerme más reproches, pero se lo pensó mejor.
—Un par de preguntas —añadí—. Alguien piensa que Dow, las otras dos veces que desapareció, pudo haber ido a una granja para alcohólicos. ¿Hay alguna posibilidad de que en lugar de ir a una de estas instituciones hubiera salido del país?
Titubeó.
—¿Eso es importante?
—Me lo preguntó Lonnie Kingman. Es el abogado en cuyo bufete tengo el despacho. Sugirió que Dowan, para poder huir, pudo haber transferido fondos a un banco extranjero.
—No se me había ocurrido.
—A mí tampoco, pero la primera vez que nos vimos usted parecía creer que podía estar en Europa o en Sudamérica.
—Bueno, sí, pero no creo que planeara algo semejante con tantos años de antelación.
—¿Alguna vez se fijó en su pasaporte?
—Claro que no. ¿Por qué iba a hacerlo?
—Es sólo una idea —repuse—. Quizá por eso ha desaparecido también, para que nadie pueda ver dónde había ido en aquellos primeros viajes.
—Decía que tenía dos preguntas.
Esperé a que me mirara a los ojos.
—¿Por qué no me dijo que aquella noche venía camino de esta casa?
Se llevó la mano al cuello. Fue un gesto automático de protección, como para impedir una cuchillada en la arteria carótida.
—Nunca llegó. Pensé que había habido una confusión. Llamé a su oficina al día siguiente, pero ya había desaparecido.
—¿A qué tenía que venir?
—No veo qué puede importar eso, si no llegó.
—¿Había alguien con usted aquella noche? —pregunté.
—¿Para confirmar mi versión?
—Sería interesante, ¿no cree?
—Lamento no serle más útil. Vivimos en una ciudad pequeña. Hay muchas habladurías. Ni siquiera le permitía dejar el coche en el aparcamiento; lo obligaba a meterlo en el garaje. Nadie estaba al tanto de sus visitas.
—Nadie a quien no se lo contase.
Me arrepentí nada más decirlo, porque puso la cara de quien se siente traicionado.
—Dow me juró que no se lo diría a Crystal. Dijo que sólo serviría para hacerla sufrir, y ni él ni yo lo deseábamos.
—No he dicho que se lo dijera a Crystal. Se trata de otra persona.
—Trigg.
—Sí —reconocí. Al fin y al cabo, era su dinero; por tanto, tenía derecho a la información. Mis escrúpulos, aunque escasos, son bastante variopintos—. ¿Qué hay de Lloyd Muscoe? ¿Alguna vez le habló Dow de él?
—Un poco. No congeniaban y evitaban verse siempre que podían. Al principio era una cuestión territorial, como si fueran simios rivales; a Crystal debía de divertirle. Después, las fricciones fueron más por la relación de Leila con Lloyd.
—Dicen que Dow consideraba que Lloyd era una mala influencia para la chica.
—No conozco a Lloyd personalmente, así que prefiero no hablar del tema.
—Vamos, inténtelo. Estoy segura de que algo saldrá.
—Es vulgar, por ejemplo.
—Por suerte, eso no es un delito en California; de lo contrario, yo misma estaría detenida.
—Sabe muy bien a qué me refiero. Están pagando una fortuna para que esté en esa escuela privada. No veo qué sentido tiene si luego pasa la mitad de los fines de semana con alguien como él.
—Pero Lloyd es el único padre que ha conocido. Puede que Crystal crea que es importante que Leila mantenga una relación con él.
—Suponiendo que su motivo sea ese. También podría ser porque así tiene tiempo libre para ella. La conducta de Leila es anormal, no se parece a la de las chicas de su edad. Es evidente que está perturbada. Estoy segura de que a Lloyd le molestaba la injerencia de Dow. En lugar de perder el tiempo con Blanche, debería usted haber hablado con él.
Trigg me había dicho que Lloyd vivía en un pequeño estudio que había en la gran casa de tejado amarillo del cruce de Missile y Olivio. Aparqué enfrente y recorrí a pie el estrecho camino del garaje. Estaba flanqueado por setos, que gotearon cuando los rocé al pasar. Al final del camino vi un Chevrolet de 1952, aparcado en la hierba; tenía alguna que otra hoja en el techo, pero por lo demás parecía limpio y bien cuidado. El patio trasero estaba lleno de matas, y quizás el pequeño estudio de madera fuera antaño el cobertizo del jardinero. Subí dos escalones de escasa altura y llamé a la puerta.
No apareció nadie. Rodeé el estudio y fui de ventana en ventana, mirando el interior. Vi cuatro habitaciones pequeñas: salita, cocina y dos dormitorios de reducidas dimensiones separadas por un cuarto de baño. Todas vacías. Volví a la puerta, abrí el cancel de tela metálica y probé el pomo. La puerta se abrió en cuanto la toqué. Me volví para mirar la casa grande, pero no parecía haber moros en la costa. Entré en el estudio. El eco de mis pasos resonaba en las paredes de yeso.
Las habitaciones olían a moho. Los suelos de linóleo estaban llenos de rozaduras, con el dibujo borrado. En el primer dormitorio había perchas esparcidas. Nada en el armario. En el siguiente vi un colchón en el suelo y, cuando abrí la puerta del armario, dos sacos de dormir iguales en el rincón derecho, como escondidos. La ventana de aquel dormitorio estaba entreabierta, un detalle que no había advertido al rodear el lugar. Puede que Lloyd lo utilizara sólo para dormir de vez en cuando. Cualquiera podía colarse entre los setos de atrás y llegar sin ser visto. Tampoco había nada en el cuarto de baño, salvo el óxido que cubría la bañera independiente y la pila. Los armarios de la cocina estaban abiertos. En el mármol había una taza con restos de líquido. Olía a whisky con Coca-Cola o a una grosería parecida. Abrí todos los cajones. Optimista como soy, siempre espero encontrar alguna pista, preferiblemente algún pedazo de papel con una dirección.
Eché otro rápido vistazo, pero resultó tan decepcionante como el primero. Cerré la puerta y crucé el patio hacia la parte posterior de la casa grande. Media puerta era una ventana, y por ella vi a una mujer mayor vestida con ropa de andar por casa toqueteando un montón de gatos. Conté siete: dos manchados, uno negro, dos atigrados grises, uno atigrado naranja y uno persa, con el pelo largo y blanco, del tamaño de un mastín. Di unos golpes en la ventana. La anciana levantó la vista y me indicó por señas que se había percatado de mi presencia.
Era alta y demacrada, y llevaba el pelo blanco recogido en trenzas delgadas que le rodeaban la cabeza. Al parecer estaba alimentando a su prole, que la rodeaba sin quitarle los ojos de encima y se restregaba contra sus pantorrillas con la boca abierta y dando maullidos que el cristal de la ventana me impedía oír. Ella les respondía, probablemente con algún comentario sobre lo mimados que estaban. Dejó los cuencos en el suelo y todos los gatos se pusieron manos a la obra, siete cabezas inclinadas, como sumidas en profunda oración. La mujer se acercó y abrió la puerta. Por el resquicio salió un intenso olor a gato.
—No está en alquiler —dijo en voz alta—. La he visto entrar allí, pero no está disponible. La próxima vez pregunte antes de violar una propiedad.
Tenía la dentadura mal puesta, pero se la ajustó con un movimiento de mandíbulas entre frase y frase.
—Lo siento —me excusé—. No sabía que hubiera nadie aquí.
—Eso está claro —dijo—. Durante dieciséis años la he ofrecido por doscientos dólares al mes, pero sólo ha venido gentuza. Llegaban y se iban, y algunos no eran más que vagabundos. Paulie me dijo que es lo único que conseguiría con esos precios. Ahora exijo ochocientos cincuenta y está vacía. Hemos progresado.
—Busco a Lloyd Muscoe. ¿No vivía en el estudio?
—Durante un tiempo. Se retrasó dos veces en el pago y la segunda ni siquiera pagó, y lo eché a patadas.
—Así se hace. —¿Dónde había oído ya el nombre de Paulie? Durante la trifulca de Crystal con Leila en la casa de la playa—. ¿Paul es su nieto?
—Nieta, y se llama Pauline. La he criado desde el día en que la borracha de su madre me la dejó en la puerta, cuando tenía seis años.
—¿No es amiga de Leila?
—¿De quién?
—De Leila, la hija de Lloyd.
—Ya no. La madre de Leila lo prohibió. Dijo que Paulie era demasiado salvaje. Pero, por si quiere saberlo, el único salvaje es Lloyd. Creía que podía engañarme porque soy vieja y sorda, pero lo descubrí. Lo eché con cajas destempladas y llamé a un agente de la ley para que se fuera sin armar jaleo. Los sujetos así lo destrozan todo cuando no se salen con la suya.
—¿Sabe adónde ha ido?
—No, ni me importa. ¿Es usted cobradora?
—Soy investigadora privada.
—¿En qué lío se ha metido?
—En ninguno, que yo sepa. Necesito hablar con él.
—No sé nada. Creo que anda por la ciudad, pero es todo lo que sé. Ni siquiera he podido mandarle los recibos, así que los he tirado a la basura. Un hombre guapo, pero vago donde los haya.
—Eso me han dicho. Gracias de todas formas.
—De nada —dijo, y cerró la puerta.
Me senté en el coche a pensar. Lo más sencillo era preguntar a Crystal dónde había ido Lloyd. Dado que compartían la custodia de Leila, supuse que lo sabría. Encendí el motor y me dirigí a Horton Ravine.
La casa del doctor Purcell estaba construida sobre una loma de lujuriante vegetación desde la que, poniéndose de puntillas, se alcanzaba a ver el océano. El edificio en sí no era impresionante, a pesar del talento para el diseño que Fiona se atribuía. Siguiendo su típico estilo, había acumulado bloques escalonados hasta llegar a una azotea de cemento. Delante había una piscina cuya superficie reflejaba la casa, por si el visitante no la había visto bien al llegar. El estilo, aunque futurista, quedaba algo anticuado, ya que imitaba a arquitectos más dotados que ella. Estaba claro que no era del gusto de Crystal, y entendí por qué la irritaba vivir allí. Dado su amor por el chalet de la playa, aquello debía de parecerle una prisión. El Volvo blanco y el Audi descapotable estaban aparcados en el sendero del garaje, junto a un pequeño Jaguar negro que no había visto antes.
Cuando llamé al timbre no oí sonido alguno, pero al cabo de un minuto apareció Crystal. Calzaba botas y vestía un pantalón negro y un jersey grande, ambos de lana negra. Llevaba el pelo recogido, pero despeinado.
—Qué bien. Gracias a Dios. Quizá puedas ayudarnos. ¡Nica, es Kinsey! Pasa —instó, como agobiada por algo.
—¿Qué ocurre? —pregunté al entrar.
—Anica acaba de llegar de Fitch —dijo—, Leila ha abandonado la escuela sin permiso y estamos tratando de localizarla antes de que lo estropee todo. La expulsarán en cuanto se den cuenta de que se ha ido. No te preocupes por mí; sólo estoy volviéndome loca. Rand se ha llevado a Griff al zoo.
Anica salió de la cocina, con pantalón azul marino y una chaqueta roja con el escudo de la Academia Fitch bordado en oro en el bolsillo del pecho. La camisa era a medida, de un blanco inmaculado, y calzaba unos zapatos azul marino de tacón bajo. Se condujo con naturalidad y esbozó una sonrisa radiante a pesar de la angustia de Crystal.
—Hola, Kinsey. Siempre llegas cuando más se grita en esta casa. Me alegro de verte. ¿Qué tal estás? —dijo, y nos estrechamos la mano.
—Muy bien. Siento lo de Leila. ¿Creéis que viene hacia aquí?
—Esperémoslo —repuso Crystal. Se dirigió a la cocina, hablándonos por encima del hombro—. Haré café mientras decidimos qué puede hacerse. Sabe que no debe hacer autoestop. Se lo prohibí expresamente y…
—Por eso mismo lo habrá hecho —dijo Anica.
—Estaría muerta de preocupación si no estuviera tan enfadada. ¿Cómo te gusta el café, Kinsey?
—Solo, por favor.
Mientras Anica y yo la seguíamos a la cocina, eché un rápido vistazo a la sala que había a mi derecha. El interior de la casa era curioso: suelos de piedra, paredes austeras, nada de cortinas, todo ángulos y luz fría. La marca de Fiona, desde luego. Por encima se había impuesto el gusto de Crystal: alfombras orientales yuxtapuestas, como si formaran un rompecabezas, y muebles con bolsas y enfundados en algodón estampado y ya descolorido. Las mesas de madera y las sillas acolchadas eran de un blanco de anticuario, y los asientos tenían cuadrículas blancas y verdes. Algunos muebles sueltos eran de líneas curvas, y había butacas grandes de mimbre con el asiento redondo. Había también un diván con patas de hierro y pintado de blanco, y lleno de cojines grandes de distinto tejido. Sobre la mesa de café se apilaban varios libros y descansaban unos jarrones con flores desordenadas. El efecto era de comodidad y holganza. Un lugar donde los niños podían vagar sin destrozar mucho porque todo parecía ya destrozado.
La cocina evidenciaba cambios parecidos. Vi el enfoque austero de Fiona: superficies frías y funcionales, y las redondeadas aristas art déco. Crystal había introducido armaritos de cristal y una vitrina para su colección de bandejas de cerámica. La estancia parecía pasada de moda, el lugar favorito de la abuela para almacenar melocotones y tomates. Los electrodomésticos, en cambio, eran supermodernos. La cocina era una Viking de seis quemadores. Vi dos lavavajillas, cuatro hornos y un mostrador aislado con encimera de granito gris. De las vigas colgaban hierbas secas y una rejilla para las cacerolas de cobre y las sartenes. Al otro lado de la cocina había una chimenea de ladrillo rojo que parecía posterior a la partida de Fiona. Demasiado popular para su gusto.
Nica se sentó en uno de los taburetes que rodeaban el mostrador. Crystal sacaba tazas y platitos del armario, mientras decía:
—A esta niña tengo que escarmentarla. Le voy a imponer un castigo que durará meses. ¿A qué hora se fue?
—Tuvo que ser hacia las nueve y cuarto —respondió Nica—. Se presentó a la supervisora a las nueve, pero dijo que tenía retortijones y que iba a ir a la enfermería. Había quedado conmigo a las diez. Como no aparecía, fui a ver a su compañera de habitación, Amy, y me dijo que había visto salir a Leila con la mochila.
Crystal miró el reloj.
—¿Dónde coño estará?
—Espero que Amy tenga el buen sentido de no decir nada a la dirección —dijo Nica.
—¿Te importa si miro en la habitación de Leila? Puede que encuentre alguna pista sobre su paradero.
—Será mejor que te apresures —repuso Crystal—. Es la segunda puerta a la derecha, al final de las escaleras.
Subí. La puerta estaba cerrada, pero no con llave. Entré. Me quedé inmóvil un momento, observando la habitación. Estaba pintada con demasiados colores pastel. Hablaba de ilusiones. Leila estaba en esa fase de la madurez (o de la inmadurez) en que los carteles de rockeros medio desnudos convivían con los animales de trapo de su infancia. Todas las superficies estaban repletas de chucherías. Muchas eran los típicos objetos que se regalan las quinceañeras: tazas con frases ingeniosas, estatuillas, bisutería, frascos de colonia. El tablón de anuncios era un collage de entradas perforadas, programas de conciertos e instantáneas en color: jóvenes en concentraciones ruidosas, chicas haciendo gansadas, chicos bebiendo cerveza, fumando hierba y otras actividades macrobióticas. Para tratarse de una muchacha que, según aseguraba, no tenía amigos, contaba con una sorprendente colección de recuerdos. El suelo estaba alfombrado de ropa, que también colgaba de las sillas, de la puerta del armario, de la ventana y de dos pequeños sillones tapizados.
Hice un rápido pero exhaustivo registro de los cajones. Gran parte de la ropa interior estaba ya por el suelo, lo que me facilitó el trabajo. Registré el armario, lleno hasta los topes de viejos juegos de mesa, el equipo de deportes y varias prendas de verano. Me puse a gatas y recorrí la habitación, mirando bajo las sillas, bajo la cama y bajo el tocador. El único descubrimiento interesante fue una delgada caja de metal metida entre el colchón y el somier. La sacudí, pero no oí más que un rumor. Probablemente el escondrijo de la droga. No tenía tiempo de forzar la cerradura, así que la volví a poner donde estaba. Me sentía mejor después de registrar el cuarto, aunque la incursión no hubiera servido para nada.
Al entrar en la cocina me detuve en el rincón de planificación y miré el calendario familiar que había en la mesa, abierto en noviembre. Mostraba un mes por página, y estas estaban ilustradas con fotos de perros ataviados con ropas infantiles. Noviembre era un cocker spaniel vestido de marinero. El perro tenía grandes ojos castaños y parecía muerto de vergüenza.
Cada día tenía una casilla propia de cuatro centímetros de lado. Vi que tres manos diferentes habían puesto avisos sobre actos sociales y otras actividades. A juzgar por la caligrafía y por la naturaleza de los eventos, deduje que la letra de molde, con tes inclinadas e íes de trazo grueso, era de Leila. La elegante cursiva de color rojo tenía que ser de Crystal. La letra de Rand eran garabatos de bolígrafo azul. Los avisos eran variados y comprendían clases de tenis, visitas al médico y al dentista y actividades lúdico-educativas de Griff. El Audi había pasado la revisión a principios de mes. En los márgenes había números de teléfono. Cada quincena se señalaban las visitas de Leila. Al parecer, aquel fin de semana se había presentado inesperadamente, quizá porque ya había estado con Crystal el anterior.
A mis espaldas, Crystal y Nica colmaban de reproches a Leila, en ausencia de la interesada. Pasé las hojas hacia atrás, hasta llegar a julio y agosto, y vi una caligrafía distinta: mayúsculas en negro. Deduje que era del doctor Purcell, cuya presencia era visible hasta el lunes 8 de septiembre, cuatro días antes de su desaparición. Había puesto avisos sobre dos reuniones, un simposio médico en la Universidad de California-Los Angeles y un partido de golf en el club de campo. Ninguna de aquellas notas parecía importante y supuse que la policía ya las habría revisado.
—No puedo con ella —decía Crystal—. No sé por qué me molesto en preocuparme. Es lo que ella quiere.
—Lo más probable es que vaya a casa de Lloyd —dijo Nica—. Sería muy propio de ella ir corriendo en su busca.
—Estupendo, que se las arregle él con ella. Estoy harta. Si no aparece pronto, llamaré a la policía. Lo único que tengo que hacer es declararla menor ingobernable, y que la encierren.
—¿Y qué sacarás con eso? —replicó Anica—. Ya sé que estás harta, pero si la dejas en manos de los tribunales, te arrepentirás.
—Ella es quien se arrepentirá. Esto es por Paulie, apuesto lo que quieras.
—Olvídate de Paulie —dijo Anica—. No tiene ningún sentido seguir dándole vueltas a eso.
Con el calendario en la mano, me acerqué al mostrador donde me esperaba ya el café.
—¿Te importa si te pregunto por esto?
Crystal me miró distraída.
—¿Qué quieres saber?
Dejé el calendario en el mostrador y di unos golpecitos en la página abierta.
—Deduzco que Leila no viene todos los fines de semana.
—La mayoría sí. Lloyd y yo solemos turnarnos, pero las cosas salen como salen.
—¿Cómo salen?
Crystal miró la página y señaló el segundo fin de semana de julio.
—Ese fin de semana la invitaron a ir a casa de su amiga Sherry, en Malibu Colony. Su padre trabaja en la industria del cine y lleva a las chicas a los grandes estrenos.
Señalé el fin de semana del 12 de septiembre, cuando desapareció Dow Purcell.
—¿Y éste?
—Lo mismo, pero con otra amiga. La familia de Emily tiene caballos; poseen un rancho en Point Dume. A Leila le encanta montar. Al final se suspendió la visita porque Emily cayó enferma o algo así, y Leila terminó con Lloyd. ¿Por qué lo preguntas?
Me encogí de hombros y miré los meses anteriores. Aunque el programa de Leila parecía variar, iba de visita a la casa de alguna amiga de la escuela aproximadamente una vez al mes.
—Estoy pensando que a lo mejor se ha ido de la escuela con alguna de sus compañeras de Fitch.
—Es posible, pero lo dudo. Casi todas están haciendo ya cursos preuniversitarios. No se arriesgarían a que las expulsaran. —Se volvió a Nica—. ¿Tú qué piensas?
—No perdemos nada comprobándolo. También se me pasó por la cabeza, y me traje la lista de clase por si teníamos que llamar a alguna familia. —Buscó en el bolso azul marino que tenía a los pies y sacó un cuaderno de anillas con el escudo de la escuela en la cubierta—. ¿Lo reviso a ver si sale algo?
—Espera un momento y deja antes que vuelva a intentar localizar a Lloyd —dijo Crystal. Fue a la mesa y descolgó el teléfono. Marcó siete números y escuchó un momento; luego colgó—. Sigue sin contestar. Es el padrastro de Leila —añadió para que me enterase.
—Lo sé. Lo vi en la playa el día que nos conocimos.
—Estoy llamándolo desde que ha llegado Nica, y sé que está allí. Siempre tiene a los acreedores detrás y no contesta al teléfono. He dejado seis mensajes, así que sabe que esto es serio. Lo normal sería que devolviera la llamada.
—Mira, necesitaba una excusa para hablar con él —dije—. ¿Por qué no voy a su casa y veo si Leila está allí? Si no está, puedo echar un vistazo por los alrededores.
—No es mala idea. Nica y yo nos quedaremos aquí por si decide aparecer. —Crystal se hizo con un bolígrafo y garabateó unos números en un papel, que me entregó a continuación—. Mis teléfonos y la dirección y el teléfono de Lloyd.
—¿Tienes dos líneas?
—Sí. Esta es personal. La otra, del trabajo.
Señalé la primera.
—¿Por qué no dejáis esta libre? Podéis utilizar la otra para hablar con los amigos de Leila.
—Si encuentras a Lloyd, dile que estoy harta de hacer esto sola. Ya es hora de que apechugue con su parte de la carga.
Mientras me dirigía al coche no pude por menos de preguntarme cómo se las arreglaban los hijos de padres divorciados para no sucumbir entre tantos conflictos y discusiones.