12

El martes amaneció envuelto en niebla y humedad. Hice los habituales ejercicios matutinos, en particular una carrera tan vigorosa que me dejó sudorosa y con las mejillas coloradas. Después de desayunar, estuve un rato trabajando en casa, terminando de revisar el informe que había preparado para Fiona. Puede que con todas aquellas páginas mecanografiadas la convenciera de que estaba haciendo progresos. Veía la posibilidad de fracasar, una percepción de la que había gozado muy pocas veces en mi vida, y estaba asustada. Esperaba su regreso con el mismo entusiasmo que sentía de niña cuando tenían que ponerme una inyección.

Salí de casa a las diez menos veinticinco. La tormenta había cesado de momento y se veían amplias franjas de cielo azul entre las nubes. La hierba era de color esmeralda y las hojas de los árboles brillaban como nuevas. La cita con el mejor amigo de Dow Purcell, Jacob Trigg, era a las diez. Miré un plano de la ciudad y localicé su domicilio en el centro de Horton Ravine. Fui hacia el este por Cabana Boulevard y subí la colina por la playa. Giré a la izquierda en Promontory Drive y seguí la carretera por los acantilados que daban a la playa. Doblé otra vez a la izquierda y crucé la entrada trasera de Horton Ravine. Pensé en Tommy, sonreí como una tonta y sentí vergüenza.

Kilómetro y medio más allá vi la calle que estaba buscando. Giré a la derecha, recorrí un laberinto de calzadas sinuosas y subí otra cuesta. El agua bajaba como un torrente por el arcén y era como si hubieran volcado en la carretera varios camiones de grava. Un árbol se había venido abajo, arrastrando una placa de suelo en forma de media luna. A pesar de que había muchas casas en la zona, la Madre Naturaleza se dedicaba a reclamar lo que le pertenecía.

Mientras recorría la calle miré los buzones de la derecha. Finalmente vi el número que me había dado Jacob Trigg. La verja de hierro estaba abierta y seguí por un largo camino que se curvaba entre muretes de piedra. En la cima de la suave pendiente el terreno se volvió llano y vi hectáreas de tierra en todas direcciones. La casa tenía dos plantas y era de vago estilo italiano, elegante y sencilla, con ventanas dispuestas simétricamente y un pequeño porche con una balaustrada circular.

Aparqué y bajé del coche. Todas las ventanas de la planta baja estaban a oscuras, un rasgo insólito. No había timbre en la puerta y nadie contestó a mis llamadas. Rodeé la casa en busca de luces o de cualquier otro indicio de que hubiera habitantes. No hacía viento y de vez en cuando caía del alero alguna gota de agua. ¿Me había dado plantón el dichoso Trigg? Miré a mi alrededor. El jardín se extendía por ambos lados de la casa, pero no vi ningún jardinero. Es posible que la tierra estuviese demasiado mojada para trabajar.

Bajé por el césped en cuesta, esperando ver a alguien que pudiera decirme si Trigg estaba en casa. Durante cinco minutos vagué por la propiedad, dejando la tierra llena de pisadas que se llenaban de agua inmediatamente. Al final de una fila de perales de adorno vi un invernadero con un pequeño cobertizo adjunto. Al lado mismo habían estacionado un coche eléctrico de golf. Seguí andando, con las suelas de las botas llenas de pegotes de barro.

Dentro del cobertizo había un hombre trabajando en un banco de madera. A pesar del frío, llevaba pantalón corto de color caqui y zapatillas de deporte, llenas de barro. Tenía aparatos ortopédicos en las dos piernas, sujetos por unos tornillos que parecían perforarle las rodillas por ambos lados. Vi indicios de atrofia en los músculos de las pantorrillas. Había unas muletas apoyadas en el mostrador que tenía detrás. Una gorra de plato le cubría la mata de pelo gris. En la tabla de secoya que tenía delante había cinco o seis macetas con plantas de aspecto marchito y en diferentes etapas de deterioro.

Me detuve en la puerta, esperando que me viese antes de entrar. El invernadero estaba al otro lado de la puerta del fondo, aunque desde donde estaba no se veían las vertientes de vidrio de la techumbre. Casi todos los vidrios laterales eran de un blanco opaco, pero había otros transparentes por los que entraban cuadrados de luz. El aire era cálido, y olía a tierra y a musgo.

—Hola. Perdone que le interrumpa. ¿Es usted el señor Trigg?

Casi ni levantó la vista.

—Yo soy. ¿Qué desea?

—Soy Kinsey Millhone.

Me miró sin expresión, con una creciente arruga en el entrecejo. Tenía el bigote gris, y sus cejas combinaban los pelos negros con los grises. Con poco más de sesenta años, tenía la nariz roja, papada y un pecho amplio que bajaba en oblicuo para formar una barriga de buen tamaño.

—Esperaba que me aclarase usted algunos datos sobre el doctor Purcell —proseguí.

Su confusión pareció despejarse.

—Ah, disculpe. Había olvidado que iba usted a venir, de lo contrario la habría esperado en la casa.

—Tendría que haber llamado para recordárselo. Le agradezco que me conceda usted parte de su tiempo.

—Espero poder serle de ayuda —dijo—. La gente me llama Trigg a secas, así que puede saltarse lo de «señor». No viene muy a cuento.

Se apoyó en el mostrador de secoya y echó un chorrito de detergente en un cubo de agua. Alcanzó un rosal enano cubierto de telarañas; apoyó la mano en la tierra, en la base de la planta, la puso boca abajo y la metió en el cubo.

—Me sorprende que me haya encontrado. Mi hija vive conmigo, pero ha salido esta mañana.

—Bueno, he estado dando vueltas. Me alegro de que no tenga perros de presa por aquí.

—Se los ha comido la planta carnívora —dijo sin detenerse. Esperaba que fuese un chiste. Era difícil asegurarlo, porque no cambió la voz ni la expresión—. Por si se está preguntando qué estoy haciendo —prosiguió—, le diré que no me dedico a la horticultura. Mi hija trabaja cuidando las plantas de interior de los habitantes de Horton Ravine. También provee a algunos hoteles, el Edgewater, el Montebello Inn y sitios por el estilo. Sólo plantas vivas, nada de flores recién cortadas. Supongo que contratan a otros para hacer los arreglos. Ella me trae las enfermas y yo las cuido hasta que les «devuelvo» la salud. —Sacó el rosal goteante y lo metió en otro cubo con agua limpia. Volvió a sacarlo, lo sacudió y observó el efecto—. Este pequeño está infestado de ácaros; estos parásitos no miden más de medio milímetro y mire el daño que hacen. Era un rosal con muchas hojas y ahora no es más que un triste tallo. Lo pondré en cuarentena. También hay muchas raíces podridas. La gente riega demasiado, intentando colaborar entre las visitas de Susan. ¿Le gustan las plantas?

—No mucho. Antes tenía un helecho, pero lo tuve que tirar.

—Los helechos huelen a pies —dijo cabeceando, mientras dejaba a un lado el rosal y recogía una maceta con un tallo de maíz; lo miré mientras quitaba con una esponja la capa de polvo gris de las hojas—. Es el moho del humo —añadió como si le hubiera preguntado—. Un poco de agua y jabón basta para solucionar muchos de estos problemas. No me opongo a los insecticidas al uso, pero si se trata de pulgones, prefiero probar antes con un pesticida de contacto. El más común es el sulfato de nicotina. No me gusta cambiar. A veces Susan no está de acuerdo, pero no puede discutir con mis buenos resultados.

—¿Es usted amigo del doctor Purcell? —pregunté.

—Desde hace veinte años. Fui paciente suyo. Testificó en mi favor en un juicio que tuve por un accidente de tráfico.

—¿Fue antes de que empezara a trabajar en geriátricos?

—Espero que sí —repuso.

Sonreí.

—¿A qué se dedicaba usted entonces?

—Era viajante; productos farmacéuticos. Cubría los tres condados y visitaba a los médicos que ejercían privadamente. Conocí a Dow cuando tenía el consultorio al lado del Saint Terry.

—No hay duda de que se le daba a usted bien. Esta finca es impresionante.

—También lo fue la indemnización. Aunque salí perdiendo. A mí me gustaba correr y jugar al tenis. Uno cree que el cuerpo le va a durar siempre, hasta que le toca. Es un infierno, pero he tenido más suerte que otros. —Se detuvo para mirarme—. Ya sé que ha hablado con Crystal. Me llamó para decirme que se pondría usted en contacto conmigo. ¿Cómo va hasta ahora?

—Es frustrante. He hablado con mucha gente, pero sólo he conseguido teorías y lo que necesito son hechos.

Sus despeinadas cejas se juntaron, formando un pliegue de piel y pelo.

—Me temo que voy a aumentar la confusión general. He estado pensando en él, recordando algunas cosas. La policía habló conmigo la primera semana de su desaparición; yo estaba tan desconcertado como los demás.

—¿Lo veía a menudo?

—Un par de veces por semana. Pasaba por aquí a tomar un café por la mañana, camino de Pacific Meadows. Ya sé que las mujeres creen que los hombres no hablamos de asuntos personales, que sólo discutimos de deportes, coches y política. Dow y yo éramos diferentes, quizá porque me había visto sufrir. Sin quejarme, todo sea dicho. Dow tendía a guardarse sus opiniones, y creo que prefería ver esa misma actitud en los demás. Sólo tenía ocho años más que yo, pero lo veía como a un padre. Me sentía bien contándoselo todo. Llegamos a confiar mucho el uno en el otro y, con el tiempo, él también me hizo confidencias.

—La gente lo admira.

—Como debe ser. Es un buen hombre…, o lo era, no sé cómo debemos hablar de él. En presente, espero, aunque eso está por ver todavía. Crystal me dijo que la había contratado Fiona.

—Sí. Está en San Francisco por trabajo, pero llegará esta tarde. Voy de aquí para allá, hablando con toda la gente que puedo, con la esperanza de convencerla de que no ha malgastado el dinero.

—Yo no me preocuparía. Fiona es difícil de complacer —señaló—. ¿Quién está en su lista, aparte de mí?

—Bueno, he hablado con uno de sus dos asociados…

—¿Con cuál?

—Con Joel Glazer. No he hablado con Harvey Broadus. He hablado con personal de la clínica y con su hija Blanche, aunque no con Melanie.

Enarcó las cejas cuando pronuncié el último nombre, pero no hizo ningún comentario.

—¿Y con Lloyd Muscoe, el exmarido de Crystal? ¿Ha hablado con él?

—No se me había ocurrido, pero podría hacerlo. Lo vi en casa de Crystal el viernes por la tarde, cuando fue a recoger a Leila. ¿Qué tiene que ver él en todo esto?

—Puede que tenga que ver o puede que no. Hace cosa de cuatro meses, Dow dijo que iría a ver a Lloyd. Supuse que sería por Leila, pero quizá me equivocara. Ya sabe que Leila vivió con Lloyd durante algún tiempo, pero no dejaba de repetir a todo el mundo que era lo bastante madura para decidir por sí misma. Crystal se cansó de pelearse con ella, así que Leila se fue a vivir con Lloyd. Y empezó octavo curso en las escuelas públicas de aquí. No habían pasado ni dos meses y ya estaba fuera de control. Sus notas eran cada vez peores, faltaba a clase, tomaba alcohol y drogas. Dow dijo basta y la ingresaron en Fitch. Ahora está bajo una vigilancia muy estricta y culpa de ello a Dow. Lo considera un tirano; para ella, cualquiera que no la deje hacer lo que le da la gana es un tirano.

—Creo que también le tiene ojeriza a Lloyd. Cuando estuve en su casa, se negaba a verlo, pero Crystal insistió.

—Es natural. Cree que tiene la obligación de sacarla de allí. No se fija en su propia conducta. A su edad, siempre se piensa que la culpa es de otros.

—¿Qué pasó cuando Dow fue a ver a Lloyd? ¿Se pelearon?

—Que yo sepa, no. De todas formas, si Lloyd hubiera querido hacer daño a Dow, creo que no habría cometido la estupidez de organizar un espectáculo público.

Busqué en el bolso y saqué un sobre suelto para tomar notas.

—¿Podría darme su dirección?

—Ahora no la recuerdo, pero puedo decirle dónde está. Una casa grande, con tejado amarillo y a dos aguas, en el cruce de Missile y Olivio. Lloyd vive en el pequeño estudio de la parte trasera.

—Creo que conozco el lugar —dije—. Supongo que él y Crystal se llevan bien.

—Más o menos. Ella aún suele besar el suelo que él pisa. Crystal siempre estuvo dominada por él.

—¿Y eso?

—Él vivía de lo que ganaba ella desnudándose en Las Vegas. Tenían una de esas relaciones pasionales con mucho alcohol y peleas. Uno u otro terminaba llamando a la policía, gritando que se iba a cometer un asesinato. Crystal hacía que detuvieran a Lloyd, y después cambiaba de opinión y retiraba los cargos. O él la acusaba a ella de agresión con lesiones, y luego se besaban y hacían las paces. La típica historia. Cuando conoció a Dow, lo dejó todo y se vino a Santa Teresa con su hija. Supongo que vio en Dow a un salvador, y en cierto modo lo fue. El problema es que Lloyd la siguió, y estaba muy furioso; no podía creer que ella lo hubiera dejado después de todo lo que habían pasado juntos. Yo más bien diría que se negaba a creer que hubiera perdido el dominio que tenía sobre ella.

—¿Cómo sabe usted todos estos detalles?

—Me los contó Dow —respondió—. Creo que temía que Lloyd encontrara una manera de recuperar el control sobre Crystal. Ella parece fuerte, pero se siente culpable en relación con Lloyd. Él afirma que ella tiene una deuda pendiente por haberle trastornado la vida.

—¿No trabaja?

—Que se sepa, no. Se dedicó a la construcción durante un tiempo, pero de pronto dijo que se había lesionado la espalda. Vivió de la compensación sindical hasta que se le agotó. Así trabaja su cerebro. ¿Para qué esforzarse si puede conseguir lo que quiere manipulando a otros?

—Pero seguro que Crystal ha escapado ya de sus garras.

—Una mujer como ella nunca se libra de un hombre así.

Guardé el sobre, meditando qué aspecto del caso tocaría a continuación.

—¿Y el libro que Dow estaba escribiendo? Es una de las razones por las que Crystal está convencida de que le ha pasado algo. Dice que no pudo irse por las buenas: primero por Griffith y segundo por el libro en el que estaba trabajando.

Por la cara de Trigg pareció pasar un rictus de aflicción.

—Al comienzo sí estaba emocionado con el plan, pero resultó mucho más difícil de lo que había imaginado. Yo diría que estaba más desmoralizado que entusiasmado. También estaba inquieto por Fiona. No dejaba de pedirle dinero. Él sabía que estaba convencida de que volvería con ella, y eso le angustiaba siempre. Por eso iba a subir.

—¿A subir? ¿Adónde?

—A ver a Fiona, para aclarar la situación.

—¿La noche que desapareció?

—Eso me dijo él. Desayunamos juntos aquel viernes por la mañana y me dijo que ella había insistido en verlo. Siempre lo estaba machacando con algo; es un grano en el culo, y perdóneme la grosería. Le dije a Dow entonces lo que le he dicho siempre: que ella siempre le estaba sacando cosas. No podía evitar ya que la hubiese dejado, pero sí asegurarse de que lo pagaba con creces.

—¿Y por qué extraordinario motivo creía que iba a dejar a Crystal para volver con ella?

—Bueno, según él, ella ya lo tenía todo planeado. Decía que era la única que lo entendía, para bien o para mal. Yo creo que más bien para mal.

—Fiona dice que Dow ya había desaparecido antes en dos ocasiones. ¿Alguna idea de adónde fue?

—A rehabilitarse. Me dijo que había ido a una granja de desintoxicación.

—¿Alcohol?

—Exacto. No quería que se supiera porque sus pacientes podían perder la confianza en él si se enteraban de que se desmandaba bebiendo.

—He oído decir a un par de personas que había vuelto a beber.

—Probablemente por influencia de Fiona. Conseguiría que cualquier hombre se diera a la bebida.

—¿Y no podría haber ingresado ahora en otra institución rehabilitadora?

—Eso espero. Yo lo habría hecho, pero diría que a estas alturas ya se lo habría dicho a alguien.

—Fiona dijo que en las otras ocasiones no dijo nada a nadie.

—Eso no es cierto. Me lo dijo a mí.

—¿Qué sabe del asunto de Pacific Meadows?

Negó con la cabeza.

—No mucho. Sé que no tenía buen aspecto. Le aconsejé que contratara a un abogado, pero me dijo que no quería llegar a esos extremos todavía. Tenía ciertas sospechas sobre lo que estaba pasando, pero antes quería comprobarlas por sí mismo.

—Alguien me dijo que temía que Crystal lo abandonara si había un escándalo.

Tiró la esponja dentro de un cubo.

—Quizá fuera eso lo que esperaba Fiona.

Llegué al bufete de Lonnie a las once y veinticinco y vi a Jennifer inclinada sobre un archivador, con una falda tan corta que le asomaban por debajo las dos medias lunas de su trasero. No llevaba pantis y tenía las piernas largas y bronceadas gracias a los días libres que se tomaba para ir a la playa con los amiguetes.

—Jennifer —dije—, deberías ponerte faldas más largas. ¿No recuerdas aquello de «Chica que enseña la braga, pronto la caga»?

Se irguió de súbito y se estiró la falda. Al menos tuvo el detalle de parecer avergonzada. Se dirigió a su mesa castigando el suelo con los zuecos de madera y tomó asiento, dejando al descubierto tanto muslo que me sentí obligada a apartar la vista.

—¿Algún mensaje? —pregunté.

—Sólo uno. La señora Purcell dijo que ya ha vuelto y te espera a las dos.

—¿De hoy o de mañana?

—Ay…

—No te preocupes. Ya me lo imagino. ¿Algo más?

—Ha llegado esto —repuso, alargándome un sobre del servicio urgente de correos. Lo abrí. Fiona me devolvía el contrato, debidamente firmado. Joder. Ya no soportaba sentirme atada a ella—. Y hay alguien que quiere verte —añadió—. La he acompañado a tu despacho y le he llevado un café.

Aquello no me dejó indiferente.

—¿La has dejado en mi despacho sola?

—Tengo trabajo. No podía quedarme.

—¿Cómo sabes que no está registrándome los cajones? —dije, porque era eso lo que yo haría si estuviera en su lugar.

—No creo. Parece buena tía.

Noté que mi termómetro interior se acercaba a la zona roja.

—Yo también parezco buena tía. ¿Y qué? ¿Cuánto tiempo lleva allí? —pregunté; para hacerle justicia, creo que estaba desahogando en ella mis sentimientos contra Fiona, pero de todas formas estaba cabreada.

Jennifer arrugó la cara para darme a entender que estaba pensando.

—No mucho. Veinte minutos. Quizás un poco más.

—¿Es alguien que conozco, al menos?

—Creo que sí —repuso con vocecita débil—. Se llama Mariah nosequé. He supuesto que estaría más cómoda esperándote allí que si se quedaba aquí.

—Jennifer, en todo ese tiempo puede haberme despojado de todo lo que poseo.

—Ya me lo has dicho. Perdona.

—Déjate de perdones y que no se repita. —Recorrí el pasillo interior y me volví para mirarla—. Y cómprate unos pantis.

Cuando pasé por delante del escritorio de Ida Ruth, evitó mi mirada conscientemente. Sin duda estaba radiante porque por fin había experimentado en mis carnes un ejemplo de la ineptitud crónica de Jennifer.

La puerta del despacho estaba cerrada. La abrí y vi a una mujer sentada en el sillón de las visitas. Había dejado la taza de café vacía en el borde de la mesa. Tras echar una mirada superficial, habría jurado que mis carpetas siempre estaban así de desordenadas. La miré intrigada, y ella me miró a su vez con unos ojos tan inexpresivos y azules como los de un gato.

No podía tener más de veintiséis años, pero su pelo era de un gris plata, tan brillante como una moneda de níquel recién puesta en circulación. Llevaba poco maquillaje y el color de su piel parecía cálido en comparación con el del cabello, que llevaba peinado hacia atrás y sujeto tras las orejas. Tenía la mandíbula finamente esculpida, nariz y mejillas fuertes, y cejas ligeramente pobladas. La falda del traje chaqueta de lana gris era corta y los pantis, negros y transparentes, realzaban las bien formadas rodillas. En una se veían rastros de una antigua cicatriz. Había un maletín negro en el suelo, al lado del sillón. Parecía una abogada cara de un bufete poderoso. A lo mejor me habían demandado.

Rodeé el escritorio con cautela y me senté. Se quitó la chaqueta con gracia y la colgó como pudo en el respaldo del sillón para que no se arrugara. Por las líneas de sus hombros y sus brazos supe que hacía mucho más ejercicio que yo.

—Soy Mariah Talbot —dijo.

La corta camiseta de seda negra crujió débilmente cuando me alargó la mano. Tenía las uñas largas, de forma oval y pintadas de un color neutro. El efecto no era chillón, sino elegante. Su característica más llamativa era una retorcida cicatriz blanca, probablemente una quemadura, que tenía en la cara exterior del brazo derecho.

—¿Teníamos una cita? —pregunté, incapaz de contener la irritación.

—No, pero estoy aquí por un asunto que creo que le puede interesar —replicó sin inmutarse.

Mi estado de ánimo no hacía mella en su espíritu. La imagen que proyectaba era de compostura, competencia, determinación y eficacia. Su sonrisa, cuando aparecía, apenas suavizaba su expresión.

—¿De qué se trata?

Se adelantó y puso una tarjeta en la mesa: MARIAH TALBOT, UNIDAD DE INVESTIGACIONES ESPECIALES, SEGUROS CONTRA ACCIDENTES EL GUARDIÁN, con una dirección y un teléfono que no me detuve a memorizar. El logotipo era un trébol de cuatro hojas con las palabras CASA, COCHE, VIDA Y SALUD escritas en ellas.

—Tenemos que hablar de su casero.

—¿De Henry?

—De Richard Hevener.

No sé qué esperaba yo, pero no era aquello.

—¿Qué le ocurre?

—Puede que no lo sepa, pero Richard y Tommy son mellizos.

—Ah, ¿sí? —dije, mientras pensaba: «¿Y a quién coño le importa?».

—Hay algo más que es posible que no sepa. Richard y Tommy mataron a sus padres en 1983, en Tejas.

Abrí la boca como si me preparara para el final de un chiste.

La combinación de ojos azules y cabello plateado era fascinante y no podía dejar de mirarla.

—Contrataron a alguien para que entrara en la casa —prosiguió con toda naturalidad—. Por lo que sabemos, el plan era que el ladrón forzara la caja fuerte y se fuera con una cantidad sustanciosa de dinero, además de joyas valoradas en cerca de un millón de dólares. La madre de ambos, Brenda, procedía de una familia tejana increíblemente rica, de apellido Atcheson. Brenda era la hija mayor y heredó una impresionante colección de joyas que legó en testamento a su hermana Karen. Son piezas que han pertenecido a la familia «durante generaciones».

Buscó en el maletín y sacó un archivador de acordeón. Extrajo una carpeta marrón y me la alargó.

—Son recortes de prensa y copias de los dos testamentos.

Abrí la carpeta y miré los primeros recortes, que llevaban fecha del 15, el 22 y el 29 de enero de 1983. En los tres artículos había fotos de Richard y Tommy, solemnes y circunspectos, flanqueados por sus abogados y vestidos con traje, chaleco y corbata. Los titulares decían que habían tenido que declarar en la investigación que se llevaba a cabo por la muerte de Jared y Brenda Hevener. Había más artículos que informaban del curso de la investigación durante aquel año. No me entretuve leyendo los testamentos.

—Verá que el nombre de su tía Karen aparece en algunos artículos —prosiguió Mariah Talbot—. El ladrón era un golfo que se llamaba Casey Stonehart; había estado ya seis veces en la cárcel por distintos delitos, desde hurtos hasta actos de piromanía, una pequeña especialidad suya. Creemos que abrió la caja fuerte utilizando la combinación que los mellizos le habían facilitado. Luego desarmó los detectores de humo y prendió fuego a la casa para camuflar el robo. Al parecer, y esto es sólo una suposición, el trato era que se quedaría con la mayor parte de las joyas, las que estuviera en condiciones de vender más tarde. Los hermanos se quedarían con el dinero y quizá con unas cuantas joyas de su elección; luego reclamarían a la compañía de seguros la casa, el contenido, las joyas y todo lo que pudieran. Ah, sí, y los coches; las llamas destruyeron dos Mercedes-Benz. Los Hevener fueron encontrados atados y amordazados en el ropero de su dormitorio. Murieron asfixiados por el humo, que siempre es mejor que morir abrasados; aún tuvieron suerte. Ninguno de los hijos estaba por la zona; se hallaban providencialmente fuera de la ciudad y tenían coartadas sólidas. Stonehart, el que hizo el trabajo sucio, desapareció poco después; probablemente estará muerto y enterrado por ahí, aunque no tenemos pruebas. Desde entonces no ha vuelto a dar señales de vida, así que no es arriesgado suponer que los hermanos se libraron de él. Un cómplice es siempre el eslabón frágil en estos asuntos.

—¿Y no podría estar escondido?

—Si lo estuviera, se habría puesto en contacto con sus familiares. Todos son escoria, pero leales hasta el final. No les importaría lo que hubiera hecho.

—¿Y cómo sabe que la lealtad no incluye tener la boca cerrada sobre su paradero?

—La comisaría del sheriff les vigila el correo y les ha pinchado el teléfono. Créame, el silencio ha sido absoluto. Y es un muchacho con una gran dependencia familiar; si estuviera vivo, no soportaría la distancia.

Me aclaré la garganta.

—¿Cuándo ha dicho que sucedió? —pregunté; me lo había dicho, pero no me había enterado.

—En 1983, en Hatchet, Tejas. Las sospechas no tardaron en recaer en los dos hermanos, pero fueron muy listos. Había poquísimos indicios que sugiriesen que habían tenido algo que ver, aunque era más que evidente. Sacaron buena tajada. Para ellos tuvo que ser mejor que la lotería. A juzgar por las apariencias, no había habido roces entre ellos y sus padres, ni discusiones en público, ni ampliaciones recientes de la cobertura del seguro. Y su conexión con Casey Stonehart también era muy débil. No había constancia de que hubieran hablado por teléfono. Las cuentas bancarias no revelaban ninguna retirada inusual de dinero que sugiriese que habían pagado a Casey por sus servicios. Y Casey era un barriobajero que ni siquiera tenía cuenta corriente. Guardaba el dinero en el colchón; ya sabe, en el Banco Horizontal. Los tres fueron al mismo instituto de enseñanza media. Casey iba un año por detrás de los Hevener, pero no había entre ellos ninguna relación. Ni jugaban en la misma liga ni salían juntos por ahí.

No sé lo que había sentido por Tommy, pero ya se había evaporado.

—¿Y los testamentos de los padres? ¿Contienen algo de interés?

Mariah negó con la cabeza.

—No ha habido ningún cambio desde que los redactaron, y eso fue cuando nacieron los mellizos. El abogado fue un poco descuidado ahí. Tendrían que haber introducido cambios cuando los mellizos alcanzaron la mayoría de edad. Si algo les pasaba a los padres, la tutora designada era todavía la tía Karen.

—¿Qué hizo que la policía se fijara en ellos?

—En primer lugar, que ninguno de los dos sepa actuar. Hicieron mucho ruido, pero se notaba que fingían y que sus lágrimas eran de cocodrilo. Los dos vivían en la casa familiar en aquella época. Tommy era de esos estudiantes que no terminan nunca la carrera; era su forma de negarse a crecer y a independizarse. Richard se creía un hombre con iniciativas, lo que significaba que pedía y despilfarraba el dinero en cuanto llegaba a sus manos. Jared estaba seriamente disgustado con ellos. Los consideraba unos gorrones y estaba harto de los dos. Brenda también. De esto nos enteramos después, por amigos íntimos suyos.

—¿He de entender que se formuló alguna acusación contra los hermanos?

Negó con la cabeza.

—La policía no pudo reunir pruebas suficientes para satisfacer al fiscal del distrito. Desde luego, la compañía de seguros era reacia a pagar, pero los chicos la demandaron y les obligaron a cumplir. Como no habían sido detenidos, ni acusados, ni condenados, Seguros El Guardián no tuvo más remedio que pagar.

—¿Cuánto?

—Doscientos cincuenta mil dólares a cada uno por el seguro de vida. Por la casa y los coches, algo más de tres cuartos de millón. Aquello es Tejas, no lo olvide. El valor del suelo no tiene allí nada que ver con lo que se maneja aquí en California. Además, a pesar de su perspicacia para los negocios, Jared nunca consiguió acumular mucho dinero; seguramente era negro casi todo el que ganó, de modo que era como si no existiese. Al dinero del seguro, súmele el que había en la caja fuerte, que debían de ser otros cien mil; y, además, las joyas. O sea, que les fue muy bien.

Seguros El Guardián y Karen Atcheson, la tía de los chicos, quieren presentar una demanda civil para recuperar lo que han perdido. Estamos convencidos de que los chicos todavía tienen las joyas y que es cuestión de insistir. Y me han encargado a mí la investigación preliminar.

—¿Por qué ahora y no cuando ocurrieron los asesinatos, hace tres años? Ya sé que es más sencillo un caso civil, pero usted aún tiene que hacer encajar todas las piezas.

—Apareció alguien, un confidente, todo muy secreto. Es un incendiario profesional que habló dos veces con Casey, una antes del incendio y otra poco después. Casey se basó en sus experiencias, ya que aquel trabajo era mucho más importante que cuanto había hecho en toda su mísera carrera delictiva.

—¿Y qué iba a obtener a cambio el incendiario?

—Una parte del botín de Casey. Cuando el incendiario se enteró de los asesinatos, se le quitaron las ganas. Temía que lo acusaran de homicidio premeditado, o peor aún, que los hermanos quisieran matarlo. Ha decidido ser un buen chico, y por eso pensamos que seguimos una buena pista.

—¿Por qué no fue a la policía para que se ocuparan ellos?

—Lo hará si Seguros El Guardián encuentra las pruebas.

Dejé la carpeta a un lado.

—¿Y por qué está usted aquí?

Se sonrió como si algo le hiciera gracia.

—He estado husmeando. Parece que los fondos se acaban y que los muchachos ya no se soportan el uno al otro. Contamos con el hecho de que tienen problemas de dinero en efectivo. Por eso Richard le ha alquilado el local. Le pagó usted seis meses por adelantado, y necesitaba el dinero.

—¿Cómo lo sabe?

—Nos inventamos otro solicitante interesado por el local, un escritor que buscaba un estudio alejado de su casa. Cuando Richard rechazó la solicitud alegó que era por el dinero en efectivo. En cualquier caso, la fricción que hay entre ellos podría ayudarnos mucho. No me canso de esperar que uno de los dos se desmorone y acuse al otro. Llevamos tres años tras ellos y nunca hemos estado tan cerca.

—¿Qué tiene que ver conmigo todo esto?

—Nos gustaría contratarla para que nos hiciera un trabajo.

—¿Qué clase de trabajo?

—Queremos que les dé el nombre de un perista de Los Ángeles. Es joyero de profesión y el establecimiento parece legal, pero en realidad es un perista. Trabaja con objetos robados cuando la calidad o la cantidad merecen el riesgo. Si se les está acabando el dinero, los hermanos querrán tirar de las joyas. Estamos convencidos de que todavía no las han tocado.

—Pero no conseguirán ni la mitad de lo que valen vendiéndolas a un perista.

—¿Y qué otra alternativa tienen?

—¿No sería mejor subastarlas por mediación de Christie’s o de Sotheby’s?

—Christie’s y Sotheby’s exigirían conocer la procedencia, pruebas de que son suyas, y ellos no tienen esas pruebas. Puede que intenten venderlas a algún particular, y ese es otro motivo para estar al acecho.

—Muy bien. Yo les paso la información sobre el joyero. ¿Y después qué?

—Esperamos a ver si muerden el anzuelo y entonces les echamos el guante. La fiscalía de Houston ya ha hablado con la fiscalía de aquí y están preparados para actuar. En cuanto sepamos que las joyas están en la casa, pediremos una orden de registro y entraremos.

—¿Basada en qué?

—Tendremos al perista, y el perista tendrá al menos una parte del alijo. A los hermanos les costará horrores explicar eso.

—¿Y si no se ponen en contacto con él?

—Tenemos otro plan que preferiría no detallarle ahora. Por el momento le enseñaré las joyas. —Volvió a hurgar en el maletín y sacó otra carpeta marrón con tasaciones y fotografías. Repasó el contenido y fue poniendo las fotos encima de la mesa, mientras me las describía—. Collar rivière de diamantes valorado en ciento veinte mil dólares. Brazalete art déco de diamantes y zafiros, veinticuatro mil dólares. Anillo de diamantes con una piedra de siete con sesenta y tres quilates, valorado en sesenta y cuatro mil. Y mire este: collar de ochenta y seis diamantes de tamaño gradual, entre cuarenta y tres mil y cincuenta y un mil. Discúlpeme por las fotos. Son instantáneas preliminares. Las de la tasación están repartidas por el sur de California.

Terminó de entregarme fotos y de recitar precios como una vendedora que va de puerta en puerta.

—¿Por qué está tan segura de que todavía las tienen?

—Es una conjetura lógica —repuso—. Sabemos que compraron una caja fuerte en una ferretería local. Suponemos que la han instalado en la casa para que ninguno de los dos pueda hacer nada sin que lo sepa el otro. El problema es que, legalmente, no podemos entrar.

—Es curioso que diga eso. Yo estuve allí anoche.

—¿Cómo se las arregló?

—Richard estaba fuera y Tommy me llevó allí para enseñármela.

—Supongo que no vería la caja fuerte.

—Me temo que no. Hay muy pocos muebles y ningún cuadro. Lo que sí puedo decirle es que la alarma no funciona. Tommy me dijo que Richard la había hecho saltar tantas veces que al final anularon el servicio. Ahora es sólo un adorno de las ventanas.

—Interesante. Tendré que pensarlo. ¿Cuándo volverá a verle?

—¡No pienso volver a ver a ese tipo! ¿Después de lo que me ha dicho?

—Lástima. Realmente, nos vendría muy bien su ayuda. Se ha interesado por alguna mujer en más de una ocasión, pero Richard siempre lo ha frenado. No se fía de la locuacidad de Tommy. No creo que Richard se haya dado cuenta del peligro que representa usted.

—¿Soy un peligro?

—Desde luego. Tommy va detrás de usted, y eso le da poder…, no mucho, pero suficiente. Para empezar, tiene acceso a la casa.

—No voy a meter las narices por allí. No tengo ninguna razón para volver. Además, aunque encontrara la caja fuerte, no sabría cómo abrirla.

—No queremos que haga eso. Sólo necesitamos saber dónde está, y no creo que resulte difícil averiguarlo. Cuando tengamos la orden de registro, no queremos que los chicos escondan las pruebas.

Medité un momento.

—No quiero hacer nada ilegal.

Sonrió.

—Vamos, mujer. Por lo que sabemos, no le importa saltarse las normas cuando le conviene.

Me quedé mirándola.

—¿Me han estado investigando?

—Teníamos que saber con quién íbamos a tratar. Lo único que le pedimos es que pase la información sobre el perista.

—No me gusta. Es demasiado arriesgado.

—Y si no hay riesgo, ¿dónde está la gracia? ¿No se trata de eso?

—Quizá para usted.

—Ya le he dicho que pagaremos sus servicios.

—No es cuestión de dinero. No quiero que me chuleen.

—¿A qué se refiere?

—No quiero bajarme las bragas sólo para que puedan echarles el guante. Soy una gran admiradora de la justicia, pero no voy a sacrificarme para que los buenos cumplan su misión.

—No le pedimos que se acueste con él. Lo que haga usted en privado es asunto suyo y de nadie más —alegó y cerró la boca, tal como yo suelo hacer para dar a la otra persona la oportunidad de reflexionar.

Empuñé un lápiz y me puse a dar golpecitos en la mesa, deslizando los dedos por él y dándole la vuelta al llegar abajo.

—Lo pensaré y ya le diré algo.

—No tarde. —Dejó en la mesa un papel con un nombre y una dirección—. Este es el nombre del joyero. Es cosa suya decidir cómo pasará la información. Podrá facturarnos el tiempo y el kilometraje. Si resuelve no ayudarnos, aquí se acaba todo. En cualquier caso, confiamos en su discreción.

Recogí el papel y miré el nombre.

—¿Hay algún teléfono donde pueda localizarla?

—Voy a estar moviéndome de aquí para allá. Si es urgente, llame al número de mi tarjeta, aunque lo mejor es que la llame yo. Me pondré en contacto con usted aproximadamente dentro de veinticuatro horas para ver cómo va todo. No quiero que los hermanos sepan que estoy aquí. Llevo años siguiéndoles la pista y, con este pelo gris, me temo que no paso muy inadvertida. Si descubren que hemos hablado, también usted estará en el ajo, así que tenga cuidado.