11

Merry me condujo por el pasillo. Vi que transportaban ya los carros de comida con los compartimentos llenos de bandejas para los que preferían cenar en sus habitaciones. No eran todavía las cinco y supuse que habían señalado una hora tan temprana para cenar a fin de concentrar las tres comidas del día en un único turno.

—¿Recuerdas la enfermera que viste el sábado, cuando te marchaste? —dijo Merry—. Se llama Pepper Gray. Pues empezó a hacer preguntas sobre ti. Yo no le dije ni pío, sólo que volverías hoy para hablar con la señora Stegler. Me echó una buena bronca. Dijo que no debería hablar con nadie sobre la clínica. Menuda fresca. No tenía ningún derecho a hablarme de esa forma. Ni siquiera trabaja en mi departamento.

—¿Qué crees que oyó?

—Eso no importa. No es asunto suyo. Pero he pensado que deberías saberlo por si nos tropezamos con ella.

Giramos a la izquierda, pasamos ante la sala de personal, la oficina de abastecimiento y unas cuantas habitaciones de residentes. Había muchas puertas cerradas, decoradas por fuera con tarjetas postales o ramos de flores mustias. Aquí y allá, los nombres de los ocupantes estaban escritos con letras de papel de plata que colgaban graciosamente de una pequeña cinta o de un cordón. Por las puertas abiertas veía camas individuales, flores y fotografías de familiares en las cómodas. Cada cuarto era de un color diferente, y todos daban a un pequeño jardín en el que los arbustos temblaban bajo las primeras gotas de lluvia. Nos cruzamos con una anciana que arrastraba un andador por el pasillo. Su paso era rápido y, cuando llegó al cruce, se volvió con tal ímpetu que estuvo a punto de caerse. Merry alargó el brazo para sujetarla. La mujer esquivó el brazo, dio un rodeo y siguió andando a trompicones.

Ruby Curtsinger estaba sentada en un sillón junto a unas puertas correderas de cristal, una de las cuales había sido abierta para dejar pasar el aire fresco y húmedo. Tenía los pies apoyados en un taburete. Fuera, colgando del alero, había un comedero de pájaros. En el borde del comedero se habían posado varios pajarillos en fila, como si fueran pinzas de la ropa. Ruby era pequeña y consumida; tenía la cara pequeña y huesuda, y los brazos delgados como palillos. Su cabello, blanco y raleante, parecía recién lavado. Nos miró con sus brillantes ojos azules y sonrió, enseñando multitud de huecos en la mandíbula inferior. Merry nos presentó y, antes de irse, le explicó lo que yo buscaba.

—Hable con Charles —dijo Ruby—. Él vio al doctor Purcell después de que nos despidiéramos.

—No conozco a ese Charles.

—Es un celador del turno de noche. Debe de andar por ahí; suele venir pronto a trabajar, para ver a la señora Thornton y a algunas de las demás chicas. Juegan al gin rummy a centavo la apuesta, pero debería oírles gritar. Cuando no puedo dormir, toco el timbre y viene él, me sienta en la silla de ruedas y me pasea por los pasillos. A veces me instalo en la sala de personal y juego con él al euchre; al muchacho le encanta jugar a las cartas. Suelo comer en la habitación, porque en el comedor hay gente que me disgusta. Una mujer mastica con la boca abierta, y no quiero ver eso cuando estoy comiendo. Es asqueroso. La noche por la que pregunta, la última vez que vi al doctor, había tomado mis pastillas, pero no me sirvieron de mucho. Llamé a Charles y dijo que haríamos la Cabalgada del Sapo. Así es como él lo llama, pero la verdad es que quería fumar, y por eso me aparcó en el vestíbulo y salió. Y esa es la razón de que yo estuviera junto a la puerta aquella noche, para que Charles se pudiera fumar un cigarrillo a escondidas. Quiere dejarlo y piensa que, si nadie sabe lo que hace, es como si no lo hiciera. El doctor Purcell no permite que nadie fume dentro del edificio. Dice que hay mucha gente con problemas respiratorios. Me lo dijo aquella misma noche.

—¿A qué hora fue?

—A las nueve menos cinco. No hablamos mucho rato.

—¿Recuerda alguna cosa más?

—Me dijo que estaba guapa. Siempre me lo dice, aunque a veces creo que exagera un poco. Le pregunté por su hijo. He olvidado su nombre.

—Griffith.

—Eso. El doctor decía a su mujer que lo trajera una vez por semana para vernos. Como es lógico, no ha vuelto a traerlo desde que el papá desapareció. Los pies de ese niño apenas tocaban el suelo. Lo llevaban en brazos a todas partes y, cuando quería algo, lo señalaba y gruñía. Le dije al doctor: «Nunca aprenderá a hablar si lo tratan de esa manera». Estaba totalmente de acuerdo. Luego hablamos del tiempo. Hacía una noche preciosa. Parecía primavera y creo que la luna estaba casi llena. Salió por la puerta y esa fue la última vez que lo vi.

—¿Sabe de qué humor estaba? ¿Enfadado? ¿Triste?

Se apoyó un dedo en la mejilla y meditó la respuesta. La artritis le había doblado el pulgar hasta formar un ángulo recto con la mano y daba grima mirarlo.

—Ausente, diría yo. Tuve que preguntarle dos veces si podía organizarnos una salida. La comida de aquí es buena, no quiero quejarme, pero comer fuera es divertido y nos da un respiro. Cualquier pequeño cambio es importante.

En la puerta apareció una hispana vestida con ropa de quirófano.

—Le traigo la bandeja de la cena, señora Curtsinger. ¿Quiere tomársela al lado de la tele para ver su programa? Lo dan dentro de cinco minutos y no querrá perderse el principio. Dice usted que es la mejor parte.

Se acercó al sillón de Ruby y dejó la bandeja en una mesita con ruedas. Levantó la tapa de aluminio y puso al descubierto la costilla asada y su habitual acompañamiento. La gelatina era verde, con trozos de fruta hundidos en sus brillantes profundidades.

—Gracias —dijo Ruby, y me sonrió—. ¿Querrá volver por aquí, querida? Me gusta hablar con usted.

—Veré si puedo. ¿Sabe?, la próxima vez que venga, le traeré una hamburguesa súper con queso.

—Y otra con cebolla. Veo los anuncios de la tele y las de cebolla me parecen riquísimas.

—Lo son, créame. También le traeré una.

Fui por el pasillo hasta la sala de personal; asomé la cabeza y dije:

—Estoy buscando a Charles.

El hombre que vi sentado a la mesa con el periódico vespertino andaba por los cincuenta años y vestía ropa de quirófano, como la mujer de las bandejas. Tenía la piel de un castaño suave, era estrecho de hombros y sus brazos eran lampiños y escuálidos. Dejó el periódico y se puso en pie educadamente para identificarse.

—Soy Charles Biedler. ¿En qué puedo ayudarla, señorita?

Le expliqué quién era y lo que quería, y le repetí lo esencial de lo que me había contado Ruby Curtsinger.

—Sé que ya habrá contestado antes a todas estas preguntas, pero sería de gran ayuda que me contara lo que recuerde.

—Puedo enseñarle dónde había dejado su coche y dónde estaba yo aquella noche.

—Me encantaría —dije.

Separó una sección del periódico y se la llevó. En la entrada me detuve a recoger el paraguas y el chubasquero, que me puse sobre la cabeza. Charles se cubrió con el periódico y salimos encogidos bajo la lluvia, que nos golpeaba con ráfagas racheadas. Charles se detuvo al final del camino y señaló los vehículos.

—¿Ve el pequeño VW azul? Pues esa era la plaza del doctor Purcell. Lo vi cruzar el aparcamiento, entrar en el coche y dar la vuelta aquí mismo.

—¿No vio usted a nadie más?

—No, pero ese rincón del aparcamiento está más oscuro a las nueve que a esta hora. Era una noche cálida. Yo iba en mangas de camisa, como ahora, aunque sin carne de gallina. Crucé con él unas palabras, como siempre, ya sabe; le dije algo bromeando y él contestó.

—¿No hubo nada inusual?

—Que yo recuerde, no.

—Me estoy esforzando por verlo como lo vio usted. Ruby dice que el doctor llevaba la chaqueta del traje colgada del brazo. ¿Llevaba algo más?

—Creo que no. Si lo llevaba, no Lo recuerdo.

—¿Y las llaves del coche?

—Debía de llevarlas en la mano. No recuerdo que buscara en el bolsillo.

—Abrió el coche. ¿Qué hizo después?

—No recuerdo esos detalles concretos.

—¿Se encendió la luz interior del coche?

—Podría ser. Cuando subió, estuvo un momento sentado, y luego puso el motor en marcha y dio aquí la vuelta para enfilar hacia la salida.

—¿Siempre lo hacía así?

Parpadeó y meneó la cabeza.

—Casi siempre.

El periódico se estaba empapando y comprendí que era hora de ponerse a cubierto.

—Vayamos a un sitio seco —dije. Volvimos a la entrada y nos quedamos a un paso de la puerta—. ¿No pasó nada más? —insistí—. ¿Nada de nada, aunque parezca trivial?

—No dijo buenas noches al marcharse, aunque solía hacerlo. Lo último que hacía era sacar un dedo y agitarlo, como si se burlara, porque le había dicho que había dejado el tabaco.

—¿Estaba bajada la ventanilla del coche?

—No puedo asegurarlo.

—¿No vio a nadie en el coche con él? —Negó con la cabeza—. ¿Está seguro?

—Completamente. Y eso es todo lo que sé.

—Muy bien. Muchas gracias por su amabilidad. Si se le ocurre alguna cosa, ¿querrá llamarme? —Saqué una tarjeta del bolso y se la di—. Puede localizarme en este número. Si no estoy, hay un contestador.

Me alejé del porche y, cuando empecé a cruzar el aparcamiento, me volví para despedirme con la mano. Charles seguía en el mismo sitio, mirándome.

Ya sentada al volante, me quedé inmóvil un momento, pensando en la circunstancia de encontrarme en el mismo sitio en que había estado Dow Purcell la noche del 12 de septiembre. Observé lo que tenía a mi alrededor. ¿Qué le había sucedido? La lluvia caía en el techo del coche como una mano que tamborileara en una mesa. No lo habían agredido. Había subido al coche y se había quedado un rato sentado…, ¿haciendo qué? Puse el coche en movimiento y salí marcha atrás, para poner rumbo, como Purcell, a Dave Levine Street. Me volví para mirar hacia el edificio. Charles se había ido ya. El camino estaba vacío y la lluvia daba a la entrada un aspecto desolado.

Torcí a la derecha y miré a ambos lados de la calle. Era una zona residencial. El Saint Terry estaba sólo a cuatro manzanas. En los alrededores había dependencias médicas, casas de vecinos, viviendas independientes y poco más. Ni bares ni restaurantes donde el doctor hubiera podido detenerse a tomar un trago. Cuando llegué al cruce siguiente, me fue imposible calcular qué dirección había tomado.

Volví al despacho y a las cinco y media ya estaba redactando una tosca versión del siguiente capítulo de mi informe. Me resultaba útil tener que explicarlo todo como si fuera un reportaje. Había trabajado otras cuatro horas, lo que, deducido del saldo anterior, reducía la deuda a mil ciento veinticinco dólares de esclavitud. El nerviosismo me corría por los huesos. No era más sabia ahora que al comienzo, ni estaba más cerca de encontrar al doctor Purcell. No tenía ningún plan, ninguna astuta estrategia sobre cómo proseguir. ¿Qué más podía hacer? Fiona quería resultados. Yo me movía, pero no llegaba a ninguna parte. Miré el reloj. Las seis. Me puse en pie de un salto. Ya llegaba tarde a la cita en el local de Rosie, pero no podía remediarlo. Guardé el informe en el bolso, para seguir trabajando más tarde si se terciaba.

El tráfico era denso debido a la lluvia. Aprovechando un semáforo, volví el espejo retrovisor para mirarme. No suelo llevar maquillaje, así que tenía el aspecto de siempre: tez cetrina por las luces de la calle y una espesa mata de pelo castaño encima. No me sentía precisamente fascinante con los tejanos y el jersey de cuello de cisne, pero no tenía tiempo para subir a casa a cambiarme. ¿Y para ponerme qué? No tenía nada mejor. Es la ropa que suelo llevar.

Aparqué frente a mi casa y corrí hasta el local de Rosie. Abrí la puerta de un empujón, dejé el paraguas y me quité el chubasquero. El viernes no había un alma por culpa del tiempo, pero aquella noche estaba de bote en bote. La máquina de discos y la televisión estaban a todo volumen. Lunes de rugby había llenado la barra de hinchas jaraneros. El humo de tabaco era denso y todas las mesas estaban ocupadas. Vi a William salir de la cocina con una bandeja a la altura del hombro mientras Rosie abría botellas de cerveza a toda velocidad. Observé a los clientes, preguntándome si habría llegado antes que Tommy Hevener. Me tiraron de la manga y bajé los ojos. Tommy estaba en el primer reservado de la derecha.

Ay, Dios.

Estaba recién afeitado, y se había puesto una camisa blanca y, encima, un jersey de cuello redondo de lana azul celeste. Dijo algo que no oí. Me acerqué y olí a Aqua Velva. Cuando repitió lo que había dicho, su voz me produjo un escalofrío que empezó en la oreja y llegó hasta la punta del pie.

—Salgamos de aquí —dijo; se levantó y recogió su impermeable del asiento de enfrente.

Asentí y me dirigí hacia la puerta. Me siguió con una mano en mi espalda. El gesto suponía una familiaridad por la que debería haber protestado, pero no lo hice. Nos detuvimos en la entrada para recoger el chubasquero y el paraguas. Se puso el impermeable y se levantó las solapas.

—¿Adónde vamos? —preguntó.

—Hay un local a una manzana de distancia, el Emile. Podemos ir andando.

Como su paraguas era mayor que el mío, me cubrió con él cuando salimos bajo la lluvia. Yo tenía la mano apoyada en el mango, a dos centímetros de la suya, y echamos a andar con el paso desgarbado que se adopta cuando se va acompañado. El agua caía con tanta fuerza que se filtraba por el tejido y nos envolvía como si fuera niebla. Un coche que pasaba levantó un penacho de agua que cayó ante nosotros, salpicándonos.

Tommy se detuvo.

—Esto es de tontos. Tengo el coche aquí mismo.

Sacó las llaves y abrió la portezuela del copiloto de un Porsche nuevo, pintado con el rojo de las manzanas de caramelo y con una matrícula personalizada que decía HEVNER 2. Subí sin alardes de elegancia, por la escasa altura del chasis y por el torrente de agua que corría junto al bordillo. Cerró y rodeó el coche por la parte delantera para instalarse ante el volante. El interior estaba forrado de piel color caramelo y despedía un aroma tan terrenal y rico en matices como un cobertizo de herramientas.

—¿Dónde tienes la furgoneta? —dije.

—Eso es para trabajar. Esto es para divertirse. Tienes un aspecto imponente. Te he echado de menos.

Charlamos de tonterías durante el corto paseo que terminó en el Emile. Tommy me dejó en la puerta. Entré y hablé con el camarero mientras él aparcaba. Nos llevaron a una mesa de la estrecha sala lateral, al lado de la ventana. El lugar olía a ajo y cebolla salteados, a pollo asado, a vinagreta. La atmósfera era íntima, ya que, a causa de la lluvia, había pocas mesas ocupadas. Sólo se oía el apagado murmullo de las conversaciones y el tintineo ocasional de los cubiertos.

Las velas proyectaban círculos de luz en el oscuro espacio. El camarero nos trajo la carta y, tras una rápida consulta, Tommy pidió una botella de Chardonnay de California. Mientras esperábamos, se puso a jugar con un tenedor, trazando con los dientes surcos paralelos en una servilleta de papel. Llevaba en la muñeca un reloj de oro blanco y una esclava de oro cuyos eslabones contrastaban con su piel rojiza.

—He leído tu contrato de arrendamiento. Estás divorciada.

Levanté dos dedos.

—Nunca me he casado —añadió—. Soy demasiado trotamundos.

—Suelo gustar a los chicos de paso —dije.

—Quizá yo te sorprenda. ¿Dónde está tu familia?

—Mis padres murieron en un accidente de tráfico cuando tenía cinco años. Me crio una hermana de mi madre, mi tía Gin. También murió.

—¿No tienes parientes? —preguntó. Negué con la cabeza—. ¿Y tus maridos? ¿Quiénes eran?

—El primero era poli. Lo conocí al poco de ingresar en el cuerpo…

—¿Has sido de la pasma?

—Dos años.

—¿Y el otro?

—Músico. Con mucho talento. No muy fiel, pero era bueno en otros aspectos. Cocinaba y tocaba el piano.

—Habilidades que admiro. ¿Dónde está ahora?

—No lo sé. ¿Dijiste que tus padres también habían muerto?

—Ser huérfano y adulto produce extrañeza, pero no es tan malo como se tiende a creer. ¿En qué trabajaba tu padre?

—Era cartero. Llevaba quince años casado con mi madre cuando llegué yo.

—Así que sólo has tenido familia durante cinco años.

—Supongo que sí. No lo había pensado de esa forma.

—Pobre criatura.

—Pobres todos —repliqué—. Así es la vida.

El camarero llegó con el Chardonnay y lo miramos mientras procedía ritualmente a abrir la botella, servir una muestra y llenar los dos vasos. Ni siquiera habíamos mirado la carta, así que nos tomamos unos minutos para decidir qué queríamos. Yo pedí pollo asado y Tommy pasta a la puttanesca. También pedimos una ensalada para dos. Cuando llegaron los platos, Tommy dijo:

—Háblame de tu novio. ¿Qué pasa con él?

Bajé el tenedor y me puse a la defensiva en honor de Dietz.

—¿Por qué habría de hablarte de él?

—No seas tan quisquillosa. Me gustaría saber qué hay. Entre tú y yo.

—No hay nada. Estamos cenando.

—Yo creo que hay algo.

—Ah, ¿sí? ¿Qué?

—No lo sé. Por eso te lo pregunto.

—¿A qué estamos jugando? ¿A definir nuestras relaciones? No te habré visto más de una hora en toda mi vida.

Sonrió con lentitud. No parecía afectado por la rotundidad de la réplica; en realidad, se la había soltado sin querer.

—De hecho, yo diría que más de una hora, cerca de dos. Te he visto dos veces en el despacho en alquiler, y otra ahora.

Terminó el vino y se sirvió más, no sin antes servirme a mí. Realmente, sus ojos eran de un verde extraordinario.

—Bueno, te conozco muy poco —dije—. Además, eres demasiado joven. —Enarcó las cejas y me ruboricé. De inmediato, añadí—: ¿Cómo es que decidisteis mudaros a Santa Teresa?

—Estás cambiando de conversación.

—No me gusta que me presionen.

—Hablemos de sexo. Dime qué te gusta hacer en la cama, por si se presenta la ocasión.

Me eché a reír.

—Hablemos de la enseñanza primaria. Yo odiaba mi escuela. ¿Qué tal te fue a ti?

—Muy bien. Fue divertido. Fui jefe del consejo de seguridad dos años seguidos. He estado en cuatro universidades, pero no me he licenciado en ninguna. Puede que algún día vuelva a intentarlo; me gustaría terminar la carrera.

—Yo fui durante dos semestres a un colegio universitario, pero no me gustaba. Estudié español en una escuela para adultos, pero he olvidado todo salvo «hola» y «buenos días».

—¿Cocinas?

—No, pero soy aseadita.

—Yo también. Mi hermano es un cerdo, aunque nunca lo dirías por su aspecto. Viste bien, pero tiene el coche hecho una pocilga.

—Yo llevo latas de aceite para el motor en el asiento trasero.

—Parte de tu trabajo —dijo para disculparme.

Mientras seguíamos conversando de esta guisa, me di cuenta de que me gustaba su cara. Y no era indiferente a su cuerpo, delgado y musculoso. Me pregunté dónde estaría Dietz. En ningún sitio cercano, así que tenía poca importancia. Me atraen muy pocos hombres, y no porque yo sea exigente. Procuro protegerme, lo que significa que no me estimula nada salvo…, ¿salvo qué? No sabía qué era lo que permitía a algunos hombres atravesar mis barreras defensivas. La química, supongo. Me concentré en cortar el pollo y probé el puré de patatas. Demasiada mantequilla de cacahuete para mi gusto.

Tommy me tocó la mano.

—¿Adónde te has ido?

Levanté los ojos y vi que me estaba mirando. Retiré la mano.

—¿Esto es una cita?

—Sí.

—No me van las citas.

—Ya lo veo.

—Hablo en serio —repliqué—. Estas historias de chico-chica no son mi fuerte.

—Tienen que serlo. Has estado casada dos veces y ahora tienes un novio por ahí.

—Y algún que otro ligue entre una cosa y otra. Pero eso no significa que se me dé bien.

—Claro que sí. Me gustas. No tienes que hacerte la capulla. Relájate.

—Bueno, bueno —dije con humildad.

A las nueve salimos del restaurante. Las calles todavía estaban mojadas, pero ya no llovía. Vi el Porsche al otro lado de la calle. El parque infantil estaba a oscuras y las embarcaciones de la dársena parecían vestidas de luces. Esperé a que abriera el coche y subí. Cuando lo puso en marcha, dijo:

—Hay algo que quiero enseñarte. Todavía es pronto. ¿Vale?

Arrancó y dio la vuelta en Cabana Boulevard. Nos dirigimos hacia el oeste, dejando el club náutico a la izquierda y la Universidad de Santa Teresa a la derecha; y luego, colina arriba por la playa. Doblamos a la izquierda en el siguiente cruce. No me lo había dicho, pero sabía que íbamos a Horton Ravine. Me sonrió.

—Quiero enseñarte la casa.

—¿Y Richard? ¿No pondrá objeciones?

—Se ha ido a Bell Garden, a jugar al póquer.

—¿Y si pierde y vuelve pronto?

—Pase lo que pase, no llegará hasta mañana por la mañana.

Cruzamos las columnas de piedra que señalaban la entrada posterior de Horton Ravine. El camino era ancho y oscuro. Muchas casas estaban sin vallar y tenían aspecto rural: pastos, cuadras, luces domésticas titilando entre los árboles. Tomó un camino lleno de curvas, supongo que para demostrar la capacidad y adaptabilidad del Porsche. Finalmente dobló a la derecha, entró por un camino particular y accedió a un patio en forma de media luna. Entreví la casa: paredes estucadas, líneas llenas, tejado de tejas rojas. Todos los arcos y terrazas estaban espectacularmente iluminados por luces exteriores. Buscó el mando automático de la puerta del garaje, apretó el botón y entró en un espacio con capacidad para cuatro coches. El cavernoso interior estaba inmaculado; la blanca pared del fondo era de construcción reciente y olía al yeso que la recubría. Había tres plazas vacías. Imaginé a Richard conduciendo un coche deportivo tan nuevo y flamante como el de Tommy. Abrí la portezuela y bajé. Tommy hizo lo mismo y buscó en el bolsillo la llave de la casa. No había estantes, ni herramientas, ni chatarra amontonada; ni sillas de jardín, ni cajas de cartón marcadas con un rótulo que dijera: NAVIDAD Y DEMÁS. Entramos por la cocina. El indicador de la alarma de la puerta estaba apagado. A la izquierda había un aseo y una habitación para la criada, y a la derecha estaba el rincón de la lavadora. En todas las superficies de la cocina había montones de correo basura, catálogos y publicidad; en un montón aparte estaban los manuales de instrucciones del contestador automático, el microondas y el robot de cocina, que se notaba que todavía no se había usado. Los suelos eran de ladrillo mexicano rojo oscuro, con las junturas selladas y tan pulidos que parecían espejos. Tommy dejó las llaves en un mostrador de baldosas blancas.

—¿Qué te parece?

—¿No tiene alarma? Qué raro en una casa de este tamaño.

—Hablas como una poli. Sí que hay alarma, pero no está conectada. Cuando vinimos a vivir aquí, Richard la hacía saltar tantas veces que la compañía empezó a cobrarnos cincuenta pavos por salto y los polis ni aparecían. Así que pensamos: ¿para qué la queremos?

—Esperemos que los ladrones no se hayan enterado.

—Tenemos un seguro. Ven y haremos la visita de diez centavos.

Me llevó por toda la casa, haciendo algunas pausas para ponerme al corriente de sus planes decorativos. Todos los suelos de la planta baja, del salón, el comedor, la salita, el estudio y las dos habitaciones de huéspedes, eran de anchos tablones de roble. La planta superior estaba totalmente enmoquetada con lana color crema; dos habitaciones de matrimonio, un despacho y roperos con capacidad para diez personas. El lugar parecía una casa piloto de una nueva urbanización, sólo que sin muebles ni puñetitas. Había muchas habitaciones vacías y las que tenían algún mueble parecían vacías, también. Comprendí que Tommy era de los que viajan con poco equipaje, como yo: ni niños, ni animales, ni plantas. En la salita había un bar bien surtido, demasiado cuero negro y un televisor de pantalla grande para los acontecimientos deportivos. No vi cuadros ni libros, pero quizá porque todavía no los habían desembalado.

Se notaba que los muebles de los dormitorios los habían comprado por lotes en grandes almacenes. Todos hacían juego. Madera clara en el de Tommy, de estilo moderno; en el de Richard, la cabecera, la cómoda, el armario y las dos mesitas de noche eran de madera maciza y oscura, de un estilo ligeramente colonial, con tiradores de hierro forjado en cajones y puertas. Todo estaba impecable, lo que probablemente significaba un equipo de limpieza una vez por semana.

Hicimos el recorrido completo y acabamos de nuevo en la cocina. Los dos éramos conscientes del paso del tiempo. A pesar de su indiferencia inicial, parecía temer tanto como yo que Richard apareciera en cualquier momento. Aunque llevara horas fuera, sentía su presencia en todas las habitaciones, como si fuera un fantasma. Tommy no había vuelto a hacer comentarios sobre la actitud distante de su hermano y yo no quería preguntarle. Por lo que sabía, la desavenencia no tenía nada que ver conmigo.

Finalmente dijo en un arranque de valentía:

—¿Quieres tomar algo?

—No, pero gracias. Tengo que trabajar. Gracias por la visita. Es una casa estupenda.

—Todavía necesita algunos arreglos, pero nos gusta. Tienes que verla de día. El paisaje es precioso. —Miró el reloj—. Te llevaré a casa.

Recogí el bolso y lo seguí. Esperé dentro del coche a que cerrara la puerta principal. En la estrechez carcelaria del Porsche me di cuenta de la pesadez del aire que había entre nosotros. Charlamos por el camino, de un modo insustancial y forzado, a pesar de lo mucho que él me atraía. Encontró sitio cerca del restaurante de Rosie, a media manzana de mi casa. Aparcó y rodeó el vehículo para abrirme la puerta. Me ofreció la mano para ayudarme y bajé con toda la gracia de que fui capaz. Los deportivos tendrían que estar equipados con asientos eyectables.

El ruido del local de Rosie llegaba amortiguado, pero era consciente del contraste entre el alboroto que habría dentro y el sosiego que nos rodeaba en la calle. Los árboles cercanos goteaban restos de lluvia y el agua corría por la cuneta como un riachuelo urbano. Los dos nos quedamos un momento inmóviles, sin saber muy bien cómo despedirnos. Alargó las manos y me cerró el broche metálico del chubasquero.

—No quiero que te mojes. ¿Quieres que te acompañe a casa?

—Vivo ahí al lado. Casi se ve desde aquí.

Sonrió.

—Ya lo sé. Vi la dirección en tu solicitud y lo comprobé. Parece un sitio guapo.

—Eres un fisgón.

—En lo que se refiere a ti —dijo.

Volvió a sonreír y desvié la mirada. Ambos dijimos «bueno» al mismo tiempo y nos echamos a reír. Retrocedí unos pasos y vi que abría la portezuela y se encogía ante el volante. Cerró el coche y lo puso en marcha. Encendió los faros y se alejó con un rugido. Di media vuelta y avancé hacia la esquina mientras el ruido del motor se perdía a lo lejos. Confieso que tenía la ropa interior caliente y un poco mojada.