10

Cuando volví al bufete, vi un papel en el que Jennifer había escrito: «Llamó Richard Heaven. Que porfabor lo llames». El corazón empezó a darme saltos mientras corría hacia mi despacho y abría la puerta. No esperaba tener noticias de aquel hombre por lo menos hasta el miércoles. Tiré el bolso encima de la mesa y acerqué el teléfono. Marqué mal dos veces seguidas antes de darme cuenta de que Jennifer había invertido el orden de las dos últimas cifras del número que había copiado con tanto esmero. A la tercera, di con Richard.

—Hola. Soy Kinsey Millhone. ¿Me has llamado?

—Sí. Gracias por llamar. ¿Qué tal?

—Bien. ¿Qué querías?

—Pues mira, he revisado todas las solicitudes y ninguna me convence. Hay mucho vago suelto por ahí. El local es tuyo si lo quieres.

—¿De veras? Estupendo. Me alegro mucho, de verdad. ¿Cuándo puedo tomar posesión?

—Ahora voy para allá. Si tienes unos minutos, podrías darme un cheque. Son mil seiscientos setenta y cinco dólares, contando el depósito, a nombre de Propiedades Hevener.

—Claro que puedo. Estoy al otro lado del callejón. El edificio en el que estoy ahora está precisamente al lado del tuyo.

—No me había dado cuenta. ¿Por qué no nos vemos ahora? En cuanto esté firmado el contrato de alquiler, te daré la llave.

Como le sucedía a mucha gente, parecía incomodarle hablar de dinero. Me pregunté cuánta experiencia tendría en cuestiones arrendatarias.

—¿Cuándo?

—Dentro de diez o quince minutos.

—Hasta entonces. Y gracias.

Colgué y di unos saltitos de alegría, pensando ya en los aspectos prácticos de la mudanza. Por suerte, no había terminado de desembalarlo todo en los tres años que llevaba con Kingman & Ivés, así que ahorraría tiempo. Mesa, sillón, sofá-cama y ficus artificial. Aquello lo preparaba yo en un periquete. Iba a tener plaza de aparcamiento propia a quince pasos de la oficina. Podría almorzar en la mesa de la terraza de secoya…

Abrí el armario y bajé las dos cajas que había en el estante de arriba. La cinta métrica estaba en el fondo de la segunda caja; era de metal, de las que vuelven como un rayo al estuche de plástico cuando sueltas el extremo y, si te descuidas, te rebanan el meñique. La metí en el bolso, busqué una carpeta y un bolígrafo, comprobé que el contestador automático estaba en marcha, me puse el chubasquero y me fui a estrenar el nuevo despacho. Tenía ganas de andar a la pata coja, y entonces me pregunté si los niños todavía darían brincos como en los viejos tiempos.

Me sentía ya el ama y señora del lugar mientras iba por la calzada que salía de la parte trasera. Aunque la casa se veía desde el despacho de Lonnie, tuve que recorrer media manzana y atajar por el callejón para llegar a ella. Todas las luces estaban encendidas y, dando un salto, vi a medias al contable que ocupaba el despacho delantero. Ya me presentaría cuando tuviera tiempo. Rodeé la esquina y vi un coche azul oscuro que supuse que pertenecería al contable. La furgoneta negra de Tommy estaba aparcada dos plazas más allá.

Entré por la puerta trasera y restregué bien los pies en el deshilachado felpudo que habían dejado allí a tal efecto. La puerta del despacho trasero estaba abierta y del interior salía olor a pintura. Miré dentro y vi a Tommy a cuatro patas, pasando por el zócalo una brocha empapada en pintura blanca. Me sonrió y siguió trabajando. Llevaba un mono verde caqui, y de nuevo me llamó la atención el dinamismo que evidenciaba su aspecto. A la luz del día, su rojo pelo tenía reflejos cobrizos, y advertí que el color rubicundo de su rostro era en realidad una pátina de pecas.

—Hola. ¿Qué tal estás? —saludé.

—Cojonudo. Voy a terminar esto, ahora que tengo ocasión. Me he enterado de que eres la nueva inquilina.

—Bueno, parece que sí. Richard ha dicho que vendría para firmar los papeles.

Si algo había de positivo en el hecho de que estuviera concentrado en el trabajo era que ello me permitía contemplar a placer sus hombros y el suave vello rojizo de los brazos que las mangas subidas dejaban al descubierto. Me fijé en sus nudillos, cuyas grietas cubría una fina capa de pintura blanca. Necesitaba un buen corte de pelo en la nuca, donde ya se le ensortijaba caprichosamente.

Me miró por encima del hombro.

—Creí que te habías ido. Estás muy callada.

—Estoy aquí. —Fui a la ventana, por hacer algo—. La terraza es preciosa —comenté; la verdad es que me estaba preguntando si tendría novia.

—La construí yo mismo. Pensaba ponerle un enrejado, pero quedaría recargada.

—Está muy bien tal como está. ¿Es madera de secoya?

—Sí señora. Del centro del árbol. No me gustan los materiales baratos. Richard se pone como una fiera, pero yo creo que al final ahorraremos dinero. Con materiales baratos, acabas haciéndolo dos veces.

No se me ocurría qué decir. Abrí la ventana y la cerré. Sin pensar lo que hacía, levanté el auricular del teléfono. Oí el tono de marcar.

—¿Quieres hablar con alguien?

—No. Sólo quería saber si había línea. Tendré que hablar con la compañía telefónica para que me transfieran el número.

—¿Qué tal tu novio?

—Bien.

Otra pausa durante la que Tommy mojó la brocha en la lata.

—Espero que sepa tratarte.

—En realidad, está fuera de la ciudad —dije, e hice una mueca, porque había sonado a proposición.

—¿A qué se dedica? ¿Es un abogado elegante de esos?

—Es detective privado, como yo. Está medio retirado. Tuvo que guardar cama durante un tiempo por una operación de rótula.

Bizqueé mentalmente. Tal como estaba describiendo a Dietz, parecía un viejo chocho que casi no podía ni andar. La verdad es que hacía tanto tiempo que se había ido que presentarlo como novio era una ridiculez total.

—Un tipo mayor.

—No. Sólo tiene cincuenta y tres años.

Tommy sonrió para sí.

—¿Lo ves? Sabía que eras de las que los buscan mayores. ¿Cuántos años tienes tú? ¿Treinta y cinco?

—Treinta y seis.

—Yo tengo veintiocho, la mejor edad para un hombre. —Levantó la cabeza—. Ahí llega Richard.

—¿Cómo lo sabes? Yo no oigo a nadie.

—Radar —repuso. Se levantó y se quedó inmóvil un momento, recorriendo el zócalo con mirada crítica—. ¿Me he dejado algo sin pintar?

—Por lo que puedo ver, no.

Tapó la lata de pintura y apretó los bordes de la tapa para cerrarla herméticamente.

Richard apareció en el umbral. Llevaba puesta una larga gabardina negra, con los extremos del cinturón anudados en la espalda. No era ni la mitad de atractivo que su hermano, y desde luego menos cordial. Me miró de pasada.

—Creía que tenías otras cosas que hacer —dijo, dirigiéndose a Tommy.

—Sí, bueno, quería terminar esto. No me gusta dejar las cosas a medias —respondió Tommy sin mirarlo.

Se notaba cierta tensión entre los dos, pero no sabía cuál era el problema. Parecían distantes, como si las palabras que acababan de cruzar pertenecieran a una disputa en curso. Tommy fue al lavabo y oí correr el agua mientras limpiaba la brocha. Salió al poco rato y empezó a recoger las herramientas. Yo me sentía como si aquello fuera una repetición de la primera vez que había ido al lugar, con la única diferencia de que ahora estaban callados.

—Extenderé el cheque —dije, tratando de introducir un poco de calor. Abrí el bolso, saqué el talonario y un bolígrafo y me apoyé en la pared—. ¿Propiedades Hevener, SA?

—Exacto.

Richard se mantuvo erguido, con las manos en los bolsillos de la gabardina, mirándome sin expresión mientras yo escribía la cantidad. Tommy se dirigió a la puerta y vi que cambiaba una mirada con su hermano. Luego me miró a mí y sonrió fugazmente antes de desaparecer.

Arranqué el cheque de la matriz y se lo di a Richard, que sacó el contrato de alquiler del interior de la gabardina. Ya había rellenado los espacios importantes. Empecé a leer la letra pequeña mientras Richard me observaba.

—Espero que no te haya molestado.

—¿Quién? ¿Tommy? En absoluto. Hemos estado hablando de la terraza. Me quedaré por aquí para tomar algunas medidas. Me gustaría poner estanterías en las paredes.

—Claro. ¿Lo ves todo bien?

—Sí. Ha hecho un gran trabajo.

—¿Cuándo te mudas?

—Espero que a principios de la semana que viene.

—Estupendo. Toma mi tarjeta. Es a mí a quien has de llamar si necesitas algo.

Volví a concentrarme en el contrato y lo leí sin saltarme ni una línea. Parecía muy normal, sin trucos, sin cláusulas ocultas ni restricciones inusuales.

—¿De qué clase de casos te encargas? —preguntó Richard.

—Cualquier cosa. Varía. Ahora mismo estoy rastreando la pista de un médico que hace casi diez semanas que desapareció. A comienzos de año tuve que buscar a un heredero en paradero desconocido.

—¿Casos locales?

—La mayoría. A veces tengo que salir de California, pero suele ser más barato para el cliente contratar a un detective de la misma zona. Así no tienen que pagarle el viaje, que puede encarecer mucho el precio. —Firmé al final del contrato, le di una copia y me quedé la otra—. Yo no dejo de repetir que este trabajo es mucho más aburrido de lo que parece. Comprobación de antecedentes personales y búsqueda de documentos en el Registro Civil. Antes trabajaba para una compañía de seguros, investigaba incendios provocados y reclamaciones fraudulentas, pero prefiero trabajar por mi cuenta.

No quería pasar por holgazana y omití que La Fidelidad de California me había despedido. Esperaba que no insistiera en aquel particular, porque no quería mentirle tan pronto.

—Bueno. Te daré la llave —dijo. Metió la mano en el bolsillo de la gabardina, sacó una anilla con diez o quince llaves y buscó una; la sacó y me la puso en la palma de la mano—. Hazte un duplicado por si la pierdes.

—Lo haré, gracias —repliqué, al tiempo que sacaba el llavero y añadía el ejemplar a mi modesta colección.

Cuando se fue, saqué la cinta métrica y me puse a medir la habitación: espacio entre ventanas, profundidad del ropero, distancia hasta la puerta. Hice un dibujo rudimentario en el cuaderno y me senté en el suelo, golpeándome el labio con el bolígrafo mientras inspeccionaba la estancia. Entre el olor a moqueta nueva y las vaharadas de pintura, la oficina parecía tan limpia y pulida como un coche recién salido de fábrica. Por la ventana se veía un día plomizo, pero dentro, donde yo estaba, era como si las cosas volvieran a empezar.

Estaba a punto de irme cuando sonó el teléfono. Creo que di un respingo y me quedé mirándolo. Alguien que buscaba a Richard o a Tommy; no podía ser para mí. Descolgué al quinto timbrazo.

—¿Diga?

—Hola, soy yo —dijo Tommy, arrastrando las palabras—. ¿Está mi hermano ahí todavía?

—Se acaba de ir.

—Pensaba que podríamos salir a tomar algo tú y yo —dijo en voz baja, con intención coqueta; habría jurado que sonreía para sí, con la boca pegada al micrófono.

—¿Por qué?

—¿Por qué? —Se echó a reír—. ¿Por qué crees?

—¿Hay algún problema entre Richard y tú?

—¿Qué clase de problema?

—No lo sé. Tengo la sensación de que no le gusta que hables conmigo. Así que, bueno, me invitas a tomar algo y no estoy segura de que sea buena idea.

—Eres una inquilina, y mi hermano es muy estricto. Pero eso no hace que esto sea asunto suyo.

—No quiero meterte en líos.

Se echó a reír.

—No te preocupes. Sé cuidar de mí mismo.

—No me refería a eso. No quiero causar problemas.

—Y yo te digo que no hay ningún problema. Deja de eludir la pregunta y vámonos. Te invito a un vino.

—Son sólo las cuatro de la tarde.

—¿Y qué?

—Tengo trabajo.

—¿A qué hora terminarás?

—Cerca de las seis.

—Bien. Pues cenaremos.

—Nada de cenas. Una copa. Y sólo una —recalqué.

—Tú mandas. Dime dónde y estaré allí.

Lo pensé un momento, tentada por la idea de ir al local de Rosie, que quedaba lejos de las rutas habituales. Todo aquello me parecía un poco clandestino, como si no estuviera bien que Richard nos viera. Aun así, no entendía qué podía haber de malo en tomar una copa.

—Hay un local cerca de la playa —dije, y le di la dirección de Rosie—. ¿Sabes dónde está?

—Lo encontraré.

—Puede que llegue tarde.

—Esperaré.

Cuando colgué, tenía la sensación de haber cometido un error. No es prudente mezclar el placer con el trabajo. Era mi casero y, si algo salía mal, tendría que buscar otro despacho. Sin embargo, con Lonnie Kingman me llevaba bien, y eso nunca había supuesto ningún problema. La idea de volver a ver a Tommy me estimulaba; con suerte, resultaría ser un gilipollas y me negaría educadamente a salir más con él.

Mientras tanto, tenía que concentrarme en el asunto de Dow Purcell. Volvería a la casilla número uno, y empezaría por Pacific Meadows y la noche en que desapareció de la faz de la tierra.

El aparcamiento de Pacific Meadows estaba lleno esta vez. Dejé el VW en la última plaza de la izquierda, pegado al seto. Cerré el coche y fui sorteando charcos hacia la puerta principal. El viento me daba en la espalda y cuando llegué tenía las botas cubiertas de salpicaduras. Apoyé el paraguas en la pared y colgué el chubasquero en una percha. Aquel día, el ambiente olía a salsa de tomate, claveles, calcetines de lana mojados, tierra de maceta y polvos de talco. Miré el menú colgado en la pared, cerca de las puertas dobles del comedor: costillas asadas, judías al horno, brécol con coliflor; y, de postre, gelatina con macedonia de frutas, que esperaba que tuviera cerezas, el mejor sabor para todas las edades. Como era día laborable, parecía haber más residentes moviéndose por el vestíbulo.

El salón colectivo estaba casi lleno. Con las cortinas echadas tenía un aire más acogedor. Un grupo veía un telediario y otro una película en blanco y negro, con Ida Lupino y George Raft. En un rincón había una cuarentona dirigiendo los ejercicios de seis ancianas, que consistían en levantar los brazos y mover los pies mientras estaban sentadas en otras tantas sillas plegables. El cuerpo humano se concibió para moverse, y aquellas mujeres seguían haciendo lo que podían para mantenerlo en forma. Bravo por ellas.

Saludé con la cabeza a la recepcionista, como si estuviera acostumbrada a ir por allí. Sin que nadie me dijera nada, seguí hasta Administración y vi a Merry, que se entretenía haciendo un solitario. Levantó la cara con expresión culpable, recogió la baraja y la guardó rápidamente en un cajón.

—Hola, ¿qué tal? —dijo; advertí que reconocía mi cara, pero que era incapaz de recordar mi nombre.

—Kinsey Millhone —aclaré—. Se me ha ocurrido pasar a ver si estaba la señora Stegler. Espero que no se haya ido ya.

Merry señaló hacia su derecha en el momento en que una señora salía del despacho interior con unas tijeras de podar y un manojo de ramas de hiedra, peladas y parduscas.

—Así está mucho mejor —decía—. El doctor Purcell no me dejaba cuidar las plantas cuando estaba aquí.

Pareció desconcertada al verme, pero siguió avanzando hacia la papelera y tiró las ramas.

Tenía el pelo revuelto y muy corto alrededor de las orejas. Llevaba una americana marrón que le quedaba grande, camisa, corbata y pantalón masculino. Del bolsillo superior de la chaqueta le sobresalía un pañuelo de seda y oro. Por debajo del dobladillo del pantalón asomaba la punta de unos zapatos masculinos de cordones. Habría llevado con igual soltura un pantalón mucho más largo.

—¿La señora Stegler? Soy Kinsey Millhone. Le agradecería que me proporcionara alguna información sobre el doctor Purcell.

Sacó un pañuelo de papel de una caja que había en la mesa de Merry y se secó cuidadosamente las manos antes de estrechar la mía.

—Merry me ha dicho que vino el sábado. No estoy segura de poder ayudarla. He convertido en norma no hablar de mi jefe sin su permiso expreso.

—Lo entiendo —dije—. No le estoy pidiendo que traicione ninguna confidencia. ¿Conoce a Fiona Purcell?

—Desde luego. Fue la primera esposa del doctor Purcell. Hace muchos años que nos conocemos.

—Me ha contratado para que encuentre alguna pista sobre su paradero. Si estoy aquí, es por sugerencia suya. Pensó que lo más lógico para empezar era que hablara con usted.

La señora Stegler negó con la cabeza.

—Lo siento, pero aquella noche, cuando el doctor salió del edificio, yo me había ido ya —señaló casi con tozudez; habría jurado que se alegraba de no tener nada que aportar.

—¿Habló con él aquel día?

Me miró con segundas y me indicó con los ojos que Merry estaba escuchando.

—Venga a ver su despacho. Hablaremos allí.

Abrió la trampilla del mostrador y pasé dentro. Sus ojos eran tan pequeños y redondos como los de un periquito, de un azul pálido, y con un aro negro alrededor del iris. Cuando entrábamos en el despacho, se volvió hacia Merry.

—Por favor, que no nos molesten.

—Sí, señora —dijo Merry, elevando los ojos al techo.

Me emocionaba aquella oportunidad de ver el despacho del doctor Purcell, que era pequeño y limpio. Mesa, sillón giratorio, dos sillones tapizados para las visitas y una estantería llena de libros médicos y manuales variados sobre asistencia sanitaria. En una esquina del escritorio estaba la hiedra recién podada, que parecía un perro de aguas con un rapado estival. Habría dado cualquier cosa por mirar en los cajones del escritorio, pero no parecía que fuera a tener muchas posibilidades.

Era evidente que la señora Stegler no encontraba apropiado sentarse a la mesa, así que lo hizo en un sillón, y yo me senté en el otro, con lo que quedamos frente a frente, rodilla contra rodilla. Se apartó el cabello de la cara y cruzó las piernas, desnudando al hacerlo un depilado fragmento de pantorrilla por encima del calcetín de lana.

—Espero que no le parezca inoportuno, pero debo decirle que no soporto los cotilleos —aseguré—. A pesar de mi trabajo, nunca animo a nadie a hablar cuando no debe ni a traicionar un secreto, sobre todo en un caso como este.

Me miró con suspicacia. Quizás había notado que mentía descaradamente.

—Estamos de acuerdo en eso.

—Le agradecería que me hablara del último día que el doctor Purcell vino al trabajo.

—Ya se lo expliqué todo a la policía, y más de una vez.

—Espero que también me lo explique a mí. El inspector Odessa me dijo que fue usted de mucha ayuda.

Miró inquieta mi bolso, que había dejado en el suelo, al lado de la silla.

—No lo estará grabando, ¿verdad?

Me incliné, recogí el bolso y lo abrí para que viera el contenido. Lo único que se parecía vagamente a una grabadora era la caja de tampones que me había proporcionado expresamente el FBI, con su potentísimo micrófono direccional incorporado.

—¿Y no citará mis palabras fuera de contexto?

—No citaré ninguna de sus palabras.

Se quedó callada, mirándose el regazo.

—Llevo varios años divorciada —dijo al fin.

Volvió a guardar silencio y dejé que el tema se instalara entre nosotras sin comentarios por mi parte ni aclaraciones por la suya. Vi que se debatía. De pronto, hizo una mueca y sus labios se estiraron como movidos por cuerdas invisibles. Habló, pero su voz sonó tan tensa y crispada que a duras penas conseguí entender lo que decía.

—El doctor Purcell era…, lo más parecido que tenía…, a un amigo. No puedo creer que se haya marchado. Cuando llegué el lunes siguiente por la mañana, todo el mundo murmuraba que había desaparecido. Sufrí una conmoción. Era un hombre…, un hombre amabilísimo. Yo lo apreciaba mucho…, y si hubiera sabido que era la última vez que iba a verlo, le habría dado…, le habría dado las gracias de todo corazón por la…, la consideración con que me había tratado.

Respiró profundamente, gimiendo con ese dolor que no se puede expresar con palabras. Al cabo de medio minuto, pareció recuperar la compostura, aunque no con mucha convicción. Sacó el pañuelo del bolsillo y se sonó con estridencia. La seda no parecía muy absorbente. Juntó las manos en el regazo con el pañuelo entre los dedos, retorciéndolo. Vi caer una lágrima, y luego otra, como si se tratara de un grifo mal cerrado.

Me di cuenta de que era la primera persona, aparte de Blanche, que había dado muestras de sentir verdaderamente la desaparición de Purcell. Me acerqué y encerré sus frías manos entre las mías.

—Ya sé que es difícil. Tómese su tiempo.

Tragó aire a bocanadas.

—Perdóneme. Lo siento mucho. No debería importunarla de esta manera. Sólo espero que esté sano y salvo. No me importa lo que haya hecho. —Se detuvo, llevándose el pañuelo a los labios, y volvió a respirar profundamente—. Ya estoy mejor. Estoy mejor. No sé lo que me ha pasado. Le pido disculpas.

—Lo entiendo. Por lo que me han contado, era un hombre maravilloso. Mi única intención es ayudarla. Tiene que confiar en mí. No estoy aquí para causar problemas.

—¿Qué quiere?

—Sólo que me cuente lo que sabe.

Vaciló. Tenía demasiado arraigada la política antichismorreo para olvidarse de ella de repente. Creo que optó por confiar en mí, porque volvió a tragar aire y empezó a hablar.

—Aquel día parecía preocupado. Yo creo que estaba inquieto…, quiero decir que tenía motivos. La señora Purcell…, perdón, la primera, Fiona, vino a verlo, pero él había salido a almorzar. Esperó un rato y finalmente le dejó una nota. Cuando el doctor volvió, estuvo trabajando en su despacho durante el resto del día. Recuerdo que tenía un vaso de whisky en la mesa. Eso fue a última hora.

—¿Salió a cenar?

—Creo que no. A menudo cenaba tarde o se saltaba la cena. Muchas noches tomaba alguna cosa aquí, en su mesa, galletas o fruta…, eso si su mujer iba a salir y no cocinaba. Cuando llamé a su puerta para despedirme, estaba sentado ahí.

—¿Tenía papeles delante? ¿Expedientes o gráficas?

—Debía de tenerlos. No me fijé. Pero no era de los que se están sin hacer nada, puedo asegurárselo.

—¿Hablaron?

—La típica despedida. Nada significativo.

—¿Sabe si recibió alguna llamada telefónica o visita?

—Que yo recuerde, no —repuso, negando con la cabeza—. Cuando llegué el lunes siguiente, el despacho estaba vacío, algo muy poco habitual. Siempre llegaba a las siete en punto, antes que nadie. Por entonces empezaban ya a circular los rumores. Alguien, he olvidado quién, dijo que ni siquiera había llegado a su casa el viernes. Al principio no le dimos importancia. Luego la gente empezó a temer que hubiera sufrido un accidente o estuviera enfermo. Cuando llegó la policía, estábamos asustados, pero aún confiábamos en que apareciera en un par de días. He pensado en esto una y otra vez, pero es todo lo que hay.

—¿No dijo la prensa que aquella noche cruzó unas palabras con una anciana que estaba en el vestíbulo?

—Sí, la señora Curtsinger. Ruby. Reside aquí desde 1975. Le diré a Merry que la acompañe a su habitación. No quiero que la ponga usted nerviosa.

—Le prometo que no.