9

El despacho de Joel Glazer se encontraba en el segundo piso, en una habitación de la torre, espaciosa y aireada, con ventanas en los cuatro lados. No había cortinas ni visillos, aunque sí persianas, subidas en aquel momento para que entrase el máximo de luz. La vista era espectacular: el océano, la playa, las montañas y los bordes occidentales de Horton Ravine. El cielo encapotado daba un aire melancólico al paisaje y hacía que el profundo azul de las montañas y el verde oscuro de la vegetación parecieran más intensos.

En lugar de escritorio, utilizaba una maciza mesa de comedor. Los demás muebles también eran de tienda de antigüedades, salvo el sofá de dos metros, de un terciopelo prefabricado de color óxido y ribeteado de blanco en las costuras. Como en las habitaciones inferiores, el suelo estaba cubierto por una gran alfombra oriental de unos cinco metros por siete. Con tanta ventana no había espacio para obras de arte. Las estanterías y los archivadores no superaban la altura de los alféizares. El despacho no sólo era inmaculado, sino que además estaba ordenado, con cada cosa en su sitio. Los papeles y documentos que había sobre el escritorio formaban montones perfectos, y los lápices y bolígrafos estaban colocados en sentido paralelo al secante.

Joel Glazer se levantó para saludarme y nos estrechamos la mano. Su aspecto me sorprendió. Estaba tan prendada de la belleza de Dana Jaffe que le había imaginado un compañero igual de atractivo. Mi reacción ante él fue la misma que tuve la primera vez que vi una fotografía de Jackie Kennedy con Aristóteles Onassis: la princesa y el sapo. Joel andaba por los sesenta años, tenía la frente muy despejada y el pelo rubio le blanqueaba en las sienes. Sus ojos eran castaños tras las gafas sin montura, con patas de gallo muy acentuadas. También tenía arrugas profundas alrededor de la boca. Cuando se levantó me di cuenta de que era más bajo que yo, un metro sesenta aproximadamente. Era corpulento, pero tenía los hombros tan caídos que decidí controlar en el futuro mi ingesta diaria de calcio. Su sonrisa dejó ver un hueco entre los torcidos y manchados dientes incisivos. Llevaba camisa blanca con gemelos ostentosos, y había dejado la chaqueta colgada de la silla. Percibí el ligero olor a limón que despedía su loción para después del afeitado.

—Mucho gusto en conocerla, señorita Millhone. Tome asiento. Tengo entendido que usted y mi mujer se conocían ya.

Me senté en un sillón de cuero pardo que combinaba perfectamente con el crema, el beis, el óxido y el marrón de la alfombra.

—Fue hace mucho tiempo —dije.

No sabía cuánto le había contado Dana de su vida anterior, y la mayor parte de esa historia era demasiado complicada para resumirla en una charla.

Joel se retrepó en el sillón y apoyó la mano en la mesa. En el dedo corazón le brillaba un anillo de sello.

—Es igual. En realidad, usted está aquí por Dow. Fiona nos ha dicho que la contrató para que le siguiera la pista. Le contaré lo que sepa, aunque no sé si seré de mucha ayuda.

—Entiendo —dije—. ¿Podemos empezar por Pacific Meadows? Ya sé que hubo un problema económico con la Segundad Social.

—Fue un error mío, y me culpo por ello. Tendría que haber vigilado extraoficialmente las operaciones diarias. Harvey Broadus y yo…, no sé si lo conoce…, es mi socio… —Negué con la cabeza y lo dejé continuar—. Hemos tenido que meditar un sinfín de proyectos durante los últimos seis meses. Hace años que somos socios. Mi especialidad son los negocios y las finanzas, y la suya la propiedad inmobiliaria y la construcción…, un matrimonio bendecido por el cielo. Nos conocimos jugando al golf hace quince años y decidimos asociarnos y dedicarnos a los hogares de ancianos, las clínicas y las residencias. Aunque nuestros padres ya habían fallecido por entonces, la ausencia de residencias atractivas y clínicas con experiencia para la tercera edad era algo que nos motivaba, no siempre con éxito. En fin, para abreviar la historia, ahora poseemos una impresionante cadena de clínicas y casas de reposo. Pacific Meadows es nuestra desde 1980. Estaba medio en ruinas y muy mal gestionada. Vimos el potencial, pero el lugar perdía el dinero a espuertas. Invertimos cerca de un millón de dólares en reformas y mejoras que supusieron la construcción del nuevo anexo. Poco después llegamos a un acuerdo con Servicios Administrativos Génesis. Alguien, no recuerdo quién, sugirió a Génesis el nombre de Dow como posible administrador del centro. Yo lo conocía en el ámbito social y, desde luego, podía responder por su reputación en la comunidad médica. Acababa de retirarse de la práctica privada y buscaba la manera de emplear el tiempo. El acuerdo parecía bueno para todas las partes implicadas.

—¿Qué pasó?

—Ojalá lo supiera. Harvey y yo estamos fuera a menudo, recorriendo toda California. Es probable que tengamos entre manos más asuntos de los que deberíamos, pero Harvey y yo somos así, los dos nos crecemos con las dificultades.

Sonó el teléfono. Joel lo miró durante un segundo.

—¿Quiere atender la llamada?

—Ya lo hará Dana. Será mejor retroceder para que sepa, al menos superficialmente, cómo funciona este negocio. Básicamente, hay tres entidades distintas. Harvey y yo poseemos la propiedad a través de Century Comprehensive, una compañía que fundamos en 1971. Al decir propiedad me refiero al terreno y el edificio en que está Pacific Meadows. La clínica la administra Génesis, como ya he dicho. Ellos nos pagan el alquiler del edificio y además se encargan de la contabilidad: cuentas por pagar y por cobrar, facturación para la Seguridad Social, adquisiciones de MMD, es decir, de material médico duradero… Génesis depende de una compañía mayor que se llama Millennium Health Care. Millennium se mantiene con fondos públicos, por tanto está obligada por ley a rendir cuentas a la Seguridad Social, y con esto me refiero a balances de activos y pasivos y a reintegros de capital propio. Las cifras las comprueba un contable de la administración pública. Hace diez, quince años, el gestor solía ser el mismo propietario, pero los tiempos han cambiado. Según la ley, esas funciones tienen que estar separadas. Es como un sistema de revisiones y balances, mantiene a todo el mundo alerta.

—¿Qué papel tenía en todo esto el doctor Purcell?

—Ya llegamos a él. Por debajo de la empresa de gestión está Dow, o cualquier otro que cumpla sus funciones. Es el administrador médico del centro, responsable de las decisiones básicas cotidianas, y por aquí es por donde ha podido tener problemas.

—¿No son socios ustedes tres?

—En realidad, no. Dow nos llama así, pero técnicamente no es exacto. Para el profano, es la explicación más sencilla de nuestra relación. Pero no podríamos ser socios de Dow ni de la compañía que dirige el negocio. Créame, la administración pública se vuelve muy suspicaz cuando ve acuerdos sin negociaciones conflictivas, es decir, dos empresas independientes sin intereses encontrados. Cuesta creer que Dow quisiera sacar provecho tomando decisiones parciales en la facturación, ya que es muy difícil. Puede que se refiera usted al hecho de que comprara acciones de Millennium Health Care, que es una cadena de la que también nosotros poseemos algunas acciones. Supongo que eso nos hace socios en cierto modo. Todos trabajamos en lo mismo, en servir a los ancianos de la comunidad. No tuvimos nada que ver en su designación, pero Harvey y yo pensamos que para un hombre con la experiencia y reputación de Dow, el lugar ideal era Pacific Meadows. Ahora sé que quizá no tenía tanta cabeza para los negocios como suponía. La primera vez que supimos algo de ese asunto de la Seguridad Social fue en mayo. Entonces pensé, y mi convicción sigue intacta, que las discrepancias que pudiese haber serían a la postre un simple error humano, una acumulación de errores de codificación, y no una manipulación fraudulenta para hinchar las cantidades. Dow Purcell es un hombre demasiado brillante para rebajarse a estafar así. Mi opinión es que o no entendía completamente cómo funciona la Seguridad Social o se impacientó con las minucias y tonterías burocráticas de los funcionarios. No lo culpo por eso. Como médico, su primer objetivo es el bienestar del paciente. Debía de molestarle ver tanto papeleo ridículo para conseguir atenciones como Dios manda o, peor aún, puede que pensara que la administración pública no tenía derecho a darle órdenes.

—Así que cree que pudo haberse saltado las normas.

—Prefiero esa explicación a la que parece defender el investigador de Prevención del Delito. Otra posibilidad mejor es que obró imprudentemente, dando el visto bueno a cantidades que debería haber examinado con más atención. La idea de Dowan defraudando al Estado conscientemente es inadmisible.

—Pero, suponiendo que lo haya hecho, no entiendo cómo se beneficia él. Cuando se reclama dinero extra a la Seguridad Social, ¿no va a parar a la empresa de gestión? Es responsabilidad suya, ¿no?

—Totalmente. Pero los proveedores externos, como las compañías de ambulancias y las empresas de material médico, pueden acaparar miles de dólares por servicios no prestados, o por mercancías no entregadas, o por mercancías adquiridas a precios inflados. Si una persona en la posición de Dow estuviera compinchada con estas compañías, los contratos podrían significar para ellas miles de dólares. A cambio, él percibiría una remuneración, un soborno, quizás en forma de descuento profesional o de honorarios de consulta. Ahora que la DES…, perdone por tanta sigla, es la Dirección Económica de Sanidad, regula los programas de Medicare y Medicaid…

—Qué complicado —señalé.

—Mucho. En cualquier caso, ahora que la DES ha intervenido, quieren ver la documentación de todas las transacciones, incluido el contrato de arrendamiento, que es donde entramos nosotros.

—Pero usted no cree que sea culpable.

—No. Aunque lo cierto es que las cosas no pintan demasiado bien para Dow.

—¿Cree que se fue para eludir el escándalo?

—Es posible —repuso—. Si no podía o no quería enfrentarse a los hechos… No sé cómo soportará la humillación si lo acusan formalmente. No sé cómo la soportaríamos nosotros en su caso. Es un hombre con un problema muy serio. Y no quiero pensar en él como en un cobarde.

—¿Cuándo lo vio por última vez? ¿Lo recuerda?

—Desde luego. El 12 de septiembre, el mismo día que desapareció. Fui a buscarlo para ir a comer.

—No lo sabía. ¿Fue a petición de Dow o suya?

—De él. Llamó y dijo que quería verme. Naturalmente, le dije que sí. Yo ya sabía que estaba en apuros. Tenía asuntos que atender en aquella parte de la ciudad y nos reunimos cerca de Pacific Meadows, en un cuchitril llamado Dickens, una imitación de pub inglés. Es tranquilo y permite cierta intimidad, y yo sabía que a él le gustaría.

—¿Habló de sus problemas con la Seguridad Social?

—Directamente, no. Empezó a divagar sobre la investigación que se había abierto. Estaba muy preocupado. Parecía deseoso de que le confirmáramos que Harvey y yo lo defenderíamos. Hice lo que pude por tranquilizarlo, pero le dije que yo no podía aprobar nada sucio. No quiero parecer arrogante, pero, si llegaran a confirmarse las sospechas que pesan sobre Dow, no sólo habría cometido una falta de ética, sino también un delito. Por muy bien que me cayera y por mucho que lo admirase como persona, no estaba dispuesto a encubrirlo, aunque pudiera.

—Pero ¿por qué se arriesgó él? Sobre todo con su edad y su posición. Es imposible que necesitara el dinero.

—De eso no estoy seguro. Dow siempre ha sabido administrarse, pero Crystal le cuesta muchísimo dinero. Tiene que mantener dos casas… Ya sabe que compró la de la playa por insistencia de Crystal; no le servía para nada, pero tenía que ser suya. Además, está la pensión de Fiona, que es abultada, por no decir algo peor. A Crystal le gusta viajar y lo hace con estilo, lo que significa volar en clase preferente y alojamiento para el niñero de Griffith y quien se tercie. Es la clásica mujer que quiere que le hagan regalos, cumpleaños, aniversarios, Navidad, San Valentín; y espera joyas, y no baratas precisamente. Ya se encarga ella de que no sean baratas. La teoría de Dana es que quiere acumular valiosas pertenencias por si algún día se le cae la casa encima.

El teléfono volvió a sonar. Joel ni siquiera parpadeó esta vez.

—¿Cree que se casó con él por su dinero?

Meditó la pregunta unos momentos y negó con la cabeza.

—Yo diría que no. Creo que lo quiere de verdad, pero ha sido pobre toda su vida. Quiere asegurarse de que queda a cubierto si le pasa algo a él.

—¿Y qué sabe de los rumores sobre una posible infidelidad suya?

—Tendrá que preguntárselo a Dana. Ella fue quien descubrió ese desliz. Yo prefiero quedarme al margen.

—¿Dijo algo el doctor Purcell que sugiriese que tenía intención de huir?

Negó con la cabeza.

—No recuerdo nada en ese sentido. ¿Eso es lo que opina la policía?

—Bueno, no pueden descartarlo. Al parecer, han desaparecido su pasaporte y una elevada cantidad de dinero.

Me miró, como si estuviera asimilando lo que le contaba.

—Si huyó, tendrá que correr el resto de su vida.

—Quizá no sea tan malo como la otra posibilidad. Por lo que usted dice, estaba desesperado.

—Sí. Le horrorizaba la perspectiva de enfrentarse a una condena judicial.

—Hablé con un abogado que cree que no sería tan catastrófico. Probablemente tendría que devolver el dinero, pero no iría a la cárcel.

—Él opinaba de otro modo. Estaba muy deprimido. La administración pública se mostraba inflexible. Sabía que podían hacer un ejemplo de su caso. Se trataba sobre todo de desprestigio, algo que no estoy muy seguro de que pudiera soportar.

Se detuvo y cambió de sitio cuatro bolígrafos que había en la mesa. Vi que se quedaba mirando al vacío.

—¿En qué está pensando?

Cabeceó.

—En algo que no me he atrevido a contar a nadie. Aquel día, después de verlo, se me pasó por la cabeza que quizás había pensado en el suicidio. Trataba de ocultar la inquietud, pero puede que estuviera muy inquieto. No estaba seguro de que Crystal siguiera a su lado una vez que el escándalo saliera a la luz. Habría que preguntarse hasta qué punto estaba abatido y de qué habría sido capaz para encontrar consuelo. Debería haberle preguntado cómo se sentía, haber hecho todo lo posible para tranquilizarlo, pero no lo hice.

—¿Joel?

Nos volvimos y vimos a Dana en la puerta.

—Es Harvey, por la línea dos. Es la segunda vez que llama.

—Disculpe. Tengo que atender la llamada.

—Claro, adelante. Gracias por su tiempo. Es posible que vuelva a hablar con usted más adelante.

—Cuando quiera —dijo.

Se levantó al mismo tiempo que yo y nos estrechamos la mano por encima de la mesa.

Cuando llegué a la puerta, vi que descolgaba el teléfono.

Dana me condujo hasta el ascensor para dos personas, que tenía el tamaño de una cabina telefónica. Habría tardado lo mismo bajando por las escaleras. Durante el cansino y ruidoso descenso, le pregunté:

—¿Qué es esa historia que circula sobre Clint Augustine?

—Sencilla. Durante los seis meses que tuvimos a Augustine de inquilino, cada vez que Dow se iba al trabajo, Crystal se escabullía por la puerta trasera, cruzaba los árboles y entraba en el chalecito. Se quedaba allí aproximadamente durante una hora, y después volvía a su casa. Mientras tanto, Rand cuidaba del niño y lo llevaba a pasear por Horton Ravine. Era la comidilla del barrio.

—¿Y no podría haber otra explicación? —pregunté cuando llegábamos al vestíbulo, en la primera planta.

Sonrió con cansancio y respondió:

—Quizá se veían para tomar el té.

El Hospital de Santa Teresa, Saint Terry, está situado al norte del sector occidental, en una zona dedicada antiguamente a la agricultura, con viñedos, vacas y cuadras, y con vistas alucinantes de las montañas del borde septentrional de la ciudad. En vetustas fotos en blanco y negro se veían anchos y polvorientos caminos, cabañas flanqueadas por naranjos y nogales, todo ello desaparecido hacía mucho tiempo. Es un mundo que se nos presenta curiosamente pelado y llano, con campos alfombrados de cortaderas y arbolillos que parecen espigas. Aún quedan unas cuantas estructuras sin pretensiones de aquella época, encajonadas como reliquias entre edificios modernos. El resto —las iglesias, el antiguo juzgado del condado, pensiones de madera, establecimientos de comestibles, la antigua misión, la cochera del trolebús y los vistosos hoteles de dos pisos— había sucumbido ante los terremotos y los incendios, equipos de demolición de la naturaleza.

Todavía no eran las dos cuando aparqué en una travesía y anduve manzana y media hasta la entrada principal del Saint Terry. Se había levantado viento y los árboles se agitaban con inquietud. A veces caía una breve ducha de las ramas. Hasta el aire parecía gris, y me alegré de entrar en el vestíbulo del hospital por las puertas de vidrio que se separaron al aproximarme. Vi algunos empleados y visitantes en la cafetería de la izquierda. Pregunté en Información y me indicaron dónde estaba la oficina de la directora de Servicios. Hice un alto en un lavabo de señoras antes de proseguir la búsqueda.

Encontré a Penelope Delacorte en un pequeño despacho particular con una ventana que daba a la calle. La luz de los fluorescentes del techo contrastaba bruscamente con la oscuridad exterior. Estaba sentada a la mesa, siguiendo con un rotulador los renglones de un informe fotocopiado. Di unos golpecitos en el marco de la puerta y me miró por encima de unas gafas con montura de concha. Había entrado en la cincuentena y estaba en esa etapa de la vida en que hay que decidir si teñirse las canas o no. La imaginé discutiendo con su peluquera, incapaz de decidir entre el teñido y los reflejos. Probablemente discutirían también por el corte, y Penelope se inclinaría por la melena estilo paje que había llevado durante años. El flequillo le quedaba demasiado corto y me pregunté si se lo cortaría ella misma entre una visita y otra. Se quitó las gafas y las dejó a un lado.

—¿Sí?

—¿Es usted la señora Delacorte?

—Sí —repuso; su actitud era cautelosa, como si temiese que estuviera allí para entregarle una citación judicial.

—Kinsey Millhone —dije—. Soy investigadora privada local y me han contratado para aclarar la desaparición del doctor Purcell. ¿Tendría la bondad de concederme unos minutos?

Sin esperar invitación, entré en el despacho, me quité el chubasquero y me senté frente a ella. Dejé el bolso y el impermeable a mis pies.

Penelope Delacorte se levantó y cerró la puerta. Mi presencia no parecía hacerle gracia. Medía más de un metro con ochenta, era delgada y vestía a la antigua, un traje sastre azul marino con botones dorados. Sus zapatos, también de color azul marino, no tenían tacón y parecían vagamente ortopédicos, como si se los hubieran prescrito por tener pies planos o callos.

Se sentó con las manos en el regazo.

—No sé qué puedo contarle. Yo ya me había ido cuando…, cuando desapareció.

—¿Durante cuánto tiempo trabajó usted en Pacific Meadows?

—Fui administradora durante ocho años, hasta el 23 de agosto. Trabajé con el doctor Purcell durante los últimos cuarenta y siete meses.

Hablaba con una voz tan cuidadosamente estudiada como sus movimientos, como si hubiera puesto la aguja interior en «Agradable».

—Pensaba que el administrador era él.

—Su cargo era administrador-director médico. Yo era administradora asociada, así que supongo que está usted en lo cierto.

—¿Podría decirme por qué dejó usted el trabajo?

—Génesis, la empresa de gestión que supervisa el trabajo de Pacific Meadows, tuvo noticia de que Sanidad estaba investigando nuestros archivos.

Levanté la mano.

—¿Por qué? ¿Lo sabe?

—Probablemente, por alguna queja.

—¿De quién?

—De un paciente, de un guarda, de un celador disconforme… No sé cuál fue el origen, pero parecían saber lo que estaban haciendo. Por lo visto, la clínica era sospechosa de varias infracciones, desde pagar demasiado a los proveedores hasta facturar servicios inexistentes. Al doctor Purcell le entró el pánico y culpó a la contable, Tina Bart, una acusación absurda e injusta. La señora Bart trabajaba en Pacific Meadows desde antes de que yo llegara y su labor siempre había sido irreprochable. Salí en su defensa. No iba a dejar que le echaran toda la culpa a ella. Tina Bart no tomaba decisiones. Ni siquiera pagaba las facturas, eso lo hacía Genesis. Ella gestionaba las órdenes de compra y preparaba las facturas de los internos, que comprendían los servicios básicos, la terapia y todo lo que no fueran medicinas. Estas corrían a cargo de Medicare, Medicaid y otras ramas de la Seguridad Social, de seguros privados y de cuentas particulares. Esa misma información pasaba también por mi mesa. Bart no generaba el papeleo; se limitaba a cursar lo que le daban.

—¿Por qué no consideraron a Genesis responsable si era esta empresa la que pagaba las facturas?

—Nosotros les facilitábamos la información. Por norma, no se paraban a comprobar los datos, ni tampoco la señora Bart.

—Pero, aun así, la despidieron.

—Sí, y a mí me dieron el aviso el mismo día. Estaba dispuesta a poner una denuncia en la magistratura del trabajo.

—¿Cómo reaccionaron?

—No llegué tan lejos. Lo pensé mejor y decidí no seguir adelante. Tina Bart no quería escándalos. Le molestaba tanto como a mí que descubrieran en qué situación se hallaba el doctor Purcell.

—¿Su situación?

—Bueno, sí. Todos lo apreciábamos. Es un ser humano encantador y un médico maravilloso. Que no tuviera cabeza para los negocios no era un delito punible desde nuestro punto de vista, y se lo digo con toda sinceridad. No tenía ni idea de las normas y procedimientos de Medicare, qué artículos eran facturables y cuáles se rechazaban automáticamente, qué se pagaba a medias, qué era deducible o qué se podía reclamar por servicios abonados. Le aseguro que es muy complicado. Cometa usted un error, y Dios le libre de poner mal un código o dejar una simple casilla en blanco, y el formulario volverá a sus manos, por lo general sin especificar dónde se ha cometido la equivocación.

—Pero el doctor Purcell no llevaba la facturación.

—Claro que no, pero su trabajo consistía en revisar las PAT.

—¿Las PAT?

—Las Peticiones de Autorización de Tratamiento. También era responsable de revisar los códigos CPT y aprobar el coste de cualquier servicio auxiliar y del MMD. Debo decir que siempre se lo tomaba muy en serio, y era muy innovador en todo lo que se refería al cuidado y el bienestar de los pacientes.

—No tiene que esforzarse tanto por defenderlo —dije—. La creo. Pero también ha dicho que en la administración cotidiana era un incompetente.

—Me temo que sí, aunque ese es un término demasiado fuerte.

—¿No se dieron cuenta Glazer y Broadus de lo que pasaba?

—La institución no era cosa de ellos. Compraron el solar al anterior propietario, hicieron muchas mejoras y financiaron y construyeron el anexo. Lo demás quedó a cargo de Génesis y del doctor Purcell. Quiero que entienda que sólo es una opinión personal mía, pero he trabajado con muchos médicos en mi vida, y siempre me ha parecido que cuanto mejor es un hombre para practicar la medicina, peor es para los negocios. Pocos médicos tienen el valor de admitirlo. Están acostumbrados a ser dioses. Su veredicto no se suele poner en duda. No son conscientes de los límites que tienen delante, así que es fácil embaucarlos. Puede que sepan mucho de medicina, pero no suelen tener ni pizca de sentido común cuando se trata de administrar dinero. En fin, no quiero apartarme del tema. Sólo trato de explicar cómo se metió el doctor Purcell en este lío.

—¿No se lo explicó a él?

—Muchísimas veces. Parecía escucharme y estar de acuerdo, pero los errores seguían acumulándose.

—Pero si usted sospechaba que lo estaba haciendo mal, ¿por qué no habló con la empresa de gestión?

—¿Pasando por encima de él? No podía hacerlo si pretendía conservar mi empleo.

—Que perdió de todos modos.

La señora Delacorte apretó los labios y se ruborizó.

—Me sentí obligada a presentar la dimisión cuando despidieron a la señora Bart.

—¿Cree que el doctor Purcell estaba defraudando intencionadamente a la administración pública?

—Lo dudo. No sé qué beneficio podía sacar, a menos que hubiera hecho un pacto secreto con Génesis o con los proveedores. El caso es que el doctor Purcell estaba allí. Génesis no, y el señor Glazer y el señor Broadus tampoco. Era responsabilidad suya y, en última instancia, será él quien tenga que responder.

—¿Qué cree que le pasó?

—No puedo contestar a eso. Yo ya me había ido.

—Todavía no entiendo por qué no presentó usted una denuncia. Si el despido de Tina Bart fue improcedente, la queja estaba justificada.

Guardó silencio y vi que buscaba una respuesta.

—Supongo que ambas éramos reacias a enzarzarnos en una batalla pública.

—¿Con quién?

—Con quien fuera —repuso—. Las ofertas de trabajo son limitadas en Santa Teresa. Las noticias vuelan, sobre todo en los círculos médicos. A pesar del número de facultativos, sólo hay tres hospitales. Los trabajos de mi nivel son difíciles de encontrar, y he echado aquí raíces muy profundas; llevo casi treinta años en la ciudad. No me puedo permitir ser catalogada como problemática o descontenta. Puede llamarme pusilánime, pero soy viuda y tengo que mantener a mi madre, que es ya muy mayor. En fin, creo que le he dado toda la información de que disponía, así que, si me disculpa…

Empezó a revolver los papeles que tenía en la mesa, poniéndolos en un montón y dando golpecitos en los bordes para alinearlos. En el cuello le aparecieron unas manchas rojas, como si fuera una urticaria moral.

—Sólo una cosa más. ¿Qué ha sido de Tina Bart?

—Usted es la investigadora. Averígüelo.