Blanche me vio mirar el reloj.
—Ya sé que tiene prisa, así que iré al grano. ¿La puso mamá al corriente del pasado de Crystal?
—Sé que fue bailarina de strip-tease antes de casarse con el padre de usted.
—No me refiero a eso. ¿Le contó que su hija es ilegítima?
Esperé a que me revelara la trascendencia de aquel dato. Adelanté la cabeza, no porque ansiara oír la respuesta, sino porque los silbidos, los impactos y la música estridente de la televisión sonaban a un volumen más que suficiente para provocar una sordera irreversible. Veía moverse los labios de Blanche, y yo iba entendiendo las frases con unos segundos de retraso y fragmentariamente, como en una película con subtítulos.
—Ni siquiera estoy segura de que Crystal sepa quién es el padre —decía—. Por entonces se casó con un tal Lloyd, y tuvo con él otra criatura que murió al año y medio de nacer. Se ahogó accidentalmente. Fue hace cuatro o cinco años.
—¿Y cree que eso está relacionado con la desaparición de su padre? —dije, entornando los ojos.
La pregunta pareció sorprenderla.
—Bueno, no, pero usted dijo que quería hechos. Quería ponerla al corriente para que sepa exactamente a qué se enfrenta.
—¿A qué se refiere?
Llegó un anuncio y el volumen subió bruscamente al nivel de los martillos neumáticos, para que los niños que vivían al otro lado de la calle no olvidaran las propiedades de unos cereales ricos en vitaminas que tenían el aspecto y el sabor del regaliz.
—¿No le parece extraña la conducta de Crystal? —decía Blanche.
Yo ya me había resignado a enterarme leyéndole los labios, pero no había entendido lo que acababa de decir.
—Blanche, ¿podría bajar el volumen del televisor?
—Disculpe. —Buscó el mando a distancia y quitó el sonido.
Se produjo un silencio celestial. Los niños siguieron sentados en el suelo, alrededor de la tele, como si fuese una hoguera de campamento. En la pantalla danzaban imágenes frenéticas con unos colores tan vivos que seguía viéndolos después de apartar la vista.
Blanche repitió el comentario.
—No sé qué pensará usted, pero Crystal no parece muy afectada por lo que ha pasado. Se mantiene muy serena, y a mí no me parece muy apropiada esta actitud.
—Han transcurrido nueve semanas. No creo que nadie esté afectado tanto tiempo. Para eso están las defensas; hay que adaptarse para no perder la cordura.
—Creo que es importante señalar el hecho de que Crystal no haya aparecido públicamente para pedir información sobre papá. Tampoco ha ofrecido ninguna recompensa. Ni ha enviado cartas. Ni ha consultado a ningún vidente…
Aquello me pilló fuera de juego.
—¿Cree que en este caso podría ser útil un vidente?
—No haría ningún mal —repuso—. Mi amiga Nancy es asombrosa. Tiene un don sorprendente, increíble.
—¿Es vidente? ¿Por eso dijo usted antes que podía consultar con ella por teléfono?
—Desde luego. Cuando perdí el anillo de diamantes, lo localizó con una precisión matemática.
—¿Y cómo lo hizo? Siento curiosidad.
—Es difícil describirlo. Dijo que olía a algo dulce. Veía destellos blancos, quizás algo marino. Hizo dos…, sesiones, por llamarlas de algún modo, y las imágenes fueron las mismas. Entonces recordé que la última vez que había visto el anillo me lo había quitado para lavarme las manos en la pila del cuarto de baño. Ya había registrado aquel sector media docena de veces. Pues bien, resultó que había dejado el anillo en la jabonera y se había quedado pegado a la parte de abajo de la pastilla; y ese jabón era exactamente lo que ella olía.
—¿Y el blanco? —pregunté—. ¿Era por la pila?
—No la de ese cuarto de baño. —Esa es verde, pero el jabón era blanco.
—Entiendo. ¿Y lo marino?
Blanche se puso a la defensiva.
—No todo es literal. A veces ve imágenes metafóricas…, ya sabe, asociativas.
—Mar…, agua del grifo, ¿no? —sugerí.
—El caso es que Nancy se ofreció a entrevistarse con Crystal, pero Crystal no quiso.
—Quizá no crea en la videncia.
—Pero Nancy es fabulosa, se lo juro.
—¿Cuánto cobra?
—Ah, no quiere dinero. Normalmente sí cobra, pero esto quería hacerlo sólo por amistad.
—¿Por qué tiene que participar Crystal? ¿No puede Nancy hacer una sesión y contarle a usted lo que ve?
—Necesita tener acceso a la casa para recoger las vibraciones de papá y su energía psíquica. La llevé a su despacho y dejé que se sentara en su sillón. Lo ha visto repetidas veces en una imagen en la que papá se aproxima a una casa y entra por la puerta principal. Y luego, nada. Tiene que ser la casa costera de Crystal, porque ve arena.
—Podría ser el desierto.
Blanche parpadeó.
—Bueno, supongo que sí.
—Prosiga. Perdone que la haya interrumpido.
—Eso es todo. Ve una puerta y luego el vacío. Sin la ayuda de Crystal, no puede ir más allá. Creemos que salió del despacho y se dirigió a la casa de la playa, como siempre, pero entonces ocurrió algo terrible. Crystal lo niega, como es lógico. Asegura que no llegó a casa, pero sólo tenemos su palabra.
—Entonces, según usted, Crystal conoce su paradero y lo está encubriendo, ¿no es eso?
—Pues sí —respondió, como extrañada de que lo preguntase—. Nancy siente su presencia. Tiene la poderosa impresión de que le han hecho daño. No hay ninguna duda de que está rodeado de oscuridad. Dice que trata de llegar hasta nosotros, pero que algo se lo impide.
—¿Está vivo?
—Nancy está convencida de que sí. No hay error posible. Sin embargo, dice que hay fuerzas muy negativas actuando. Dice que está afligido porque no sabe dónde se encuentra, y que está rodeado por esa conciencia espiritual opresiva. Puede sentir su confusión, pero no logra pasar de ahí. Nancy dice que Crystal está muy relacionada con la situación de papá. En realidad, es probable que sea la causa.
—¿En qué sentido?
—Bueno, podría haberlo dejado inconsciente y haberlo encerrado después en alguna parte.
—¿Y qué hizo con el coche? No lo digo por poner pegas, es que estoy francamente desconcertada.
—Puede que interviniesen dos personas. Crystal podría haber contratado a alguien. ¿Cómo voy a saberlo? Lo único que yo digo…, es que nada beneficiaría más a Crystal que verse libre de mi padre.
—¿Por qué? Bueno, aunque sólo sea por hablar, digamos que Crystal ha hecho que secuestren a su padre y lo mantiene encerrado contra su voluntad. ¿Qué motivos podría tener? No se trata de dinero, pues no ha habido ninguna nota pidiendo rescate ni comunicados de nadie que se ofreciera a negociar.
Blanche acercó la cabeza.
—Escuche. Antes de casarse, firmaron un contrato prematrimonial por el que ella no obtendría absolutamente nada en caso de divorcio.
—Espere un momento. Retroceda. Aún no me ha dicho qué provecho sacaría Crystal secuestrándolo.
—Yo no he dicho que lo haya secuestrado. He dicho que sabe dónde está.
—¿Qué tiene que ver eso con los contratos prematrimoniales?
—Tiene una aventura con otro.
—Su madre también me lo dijo. ¿Con Clint Augustine?
—Exacto. Bien, ella quiere recuperar la libertad, pero también quiere el dinero. Si elige el divorcio, se quedará sin nada. Sólo podrá beneficiarse si papá muere.
—Circunstancia que, según Nancy, todavía no se ha producido.
—No.
—¿Y por qué iba a arriesgarse a llamar la atención liándose con su entrenador personal? Se enteraría todo el mundo.
—Era su entrenador personal, pero ya no lo es. Supongo que cuando empezaron a manchar sábanas decidieron suprimir toda relación pública. Habría habido demasiados rumores.
—¿Cómo lo descubrió usted?
—Por una amiga de mamá, Dana Glazer. Su marido y ella tienen una casa en Horton Ravine. Joel es uno de los…
—Jefes de su padre. Sí, ya lo sé.
—La propiedad de los Glazer está detrás de la de papá; sólo las separa una pequeña valla. Tienen un chalecito independiente para invitados, y Crystal les pidió que se lo alquilaran temporalmente a un amigo suyo. Les dijo que el amigo en cuestión había comprado una casa que tenía que restaurar y que las obras no terminarían hasta principios de otoño. Esto fue en enero. El caso es que los Glazer no utilizan el chalecito, y pensaron que no había motivo para desestimar la oferta. Le pidieron ochocientos dólares al mes y el individuo ni se inmutó. Cuando Dana comprendió lo que sucedía, se quedó horrorizada. Lo encontró totalmente repulsivo, y por eso mismo no le dijo nada a mi madre.
—¿Y por qué se lo dijo a usted?
—No me lo dijo. Me enteré por otra amiga. Dana confirmó la historia, pero sólo cuando le insistí. Créame, no soy cotilla.
—Hay muchas personas que no lo son, pero eso no les impide contar chismes. ¿Por qué no lo echó Dana si la situación le parecía tan denigrante?
—Porque había firmado un contrato por seis meses. Ahora ya se ha ido y adiós, muy buenas. Puede hablar con ella si no me cree. Quiero decir que Dana tuvo que saberlo. Sucedió delante de sus narices. Pobre mamá, todavía cree que papá va a volver con ella. Ya fue un trago difícil que la dejara por ese…, por ese pendón, pero que Crystal siga pegándosela deja a papá como un idiota.
—¿Y a qué conclusión nos lleva eso?
—Crystal lo quiere muerto. Lo quiere fuera de su camino —respondió con un primer asomo de sentimiento.
Le temblaron los labios y se puso a parpadear con rapidez, y desvió los ojos hacia el pasillo para recuperar la compostura. Vi que se movía un bultito en su regazo, por debajo de la túnica de premamá; probablemente era el pie del niño. Comprendí por qué la gente alargaba la mano instintivamente hacia aquellas barrigas. Blanche siguió hablando con los ojos fijos en el otro extremo de la sala:
—Créame, se casó con papá por su dinero. El contrato prematrimonial sólo fue una treta. Puede que Crystal lo aceptara entonces, pero conoció a Clint y se lio con él. Como le he dicho, si papá muere, ella hereda la mayor parte de su patrimonio y encima queda libre. Si se divorcia, no consigue nada. Es así de sencillo.
—Blanche, usted no sabe con certeza que su padre esté muerto. Nadie lo sabe. Incluso su amiga Nancy asegura que está vivo.
La mirada de Blanche se posó en la mía; sus ojos azules echaban chispas.
—No diga «incluso Nancy» como si fuera una embaucadora. Me ofende.
—No ha sido mi intención. Retiro la palabra. El caso es que lo ve indefenso, pero vivo, al menos por lo que ha dicho usted.
—Pero ¿durante cuánto tiempo? Tiene casi setenta años. ¿Y si está atado y amordazado, y no puede respirar?
—Vale, vale. Veamos qué puedo hacer para averiguarlo. Hasta el momento, no son más que teorías, pero comprendo su preocupación.
En cuanto llegué a casa, me senté a la mesa e hice una lista de posibles explicaciones para la desaparición de Dowan Purcell. Había desechado ya el secuestro, pero quizás estuviera equivocada. Podían habérselo llevado por la fuerza, y en tal caso o estaba muerto (lo siento, Nancy) o retenido contra su voluntad. Expuse las restantes opciones conforme se me iban ocurriendo. Podía haberse ido voluntariamente, por decisión propia, para huir o para esconderse. Podía haber sufrido un accidente por conducir bajo los efectos del alcohol; si yaciera en el fondo de un barranco, se explicaría que el Mercedes no se hubiera encontrado aún. Podía haber sido víctima de cualquiera de los numerosos incidentes fatales: un aneurisma, un ataque al corazón, una apoplejía; si había sido así, lo sorprendente era que nadie hubiera encontrado todavía el cadáver, aunque a veces sucede.
¿Qué más había? Puede que llevara doble vida y cambiase de identidad por temporadas. ¿Qué más? Podía haberse suicidado por temor al escándalo. O, como había sugerido Blanche, podían haberlo matado por interés, o para ocultar algo peor. No se me ocurrían más variaciones. Bueno, dos: amnesia, circunstancia que parecía más propia de una película de los años treinta; y que lo hubieran atracado, que al agresor se le hubiera ido la mano y que hubiera escondido el cadáver. La última posibilidad era que lo hubieran detenido y encarcelado; pero, según el inspector Odessa, Purcell no aparecía en ninguna base de datos de las fuerzas del orden. Suponía por esto último que no lo habían identificado ni como autor de sus propios delitos ni como víctima de los de ningún otro.
Repasé la lista. Había ciertas variantes que me resultaba imposible investigar. Por ejemplo, si Dow se había puesto enfermo, o si había resultado herido o muerto en un accidente, no tenía forma de saberlo mientras no apareciese nadie con la información; además la policía ya había peinado los hospitales de la zona. Esta era una de esas veces en las que ser detective de pueblo (que, por si fuera poco, trabajaba sola) ponía las cosas difíciles. No tenía acceso a las bases de datos de las líneas aéreas, ni de inmigración, ni de aduanas, así que no podía saber si Purcell había tomado un avión (o un tren, o un barco) con su nombre o con algún otro (utilizando un permiso de conducir falso y un pasaporte también falso). Si todavía estaba en el país, podía pasar inadvertido no utilizando las tarjetas de crédito, no alquilando ni comprando propiedades, no pidiendo la instalación de un teléfono ni de otros servicios públicos, no conduciendo ningún coche con los papeles caducados y no llamando la atención sobre sí ni sobre el vehículo. No podía votar, no podían darlo de alta en la Seguridad Social y no podía abrir ninguna cuenta bancaria. Y, como es lógico, no podía ejercer la profesión con que se había ganado la vida durante los últimos cuarenta años.
Ahora bien, si se había forjado una falsa identidad, podía hacer lo que se le antojara mientras su historia fuera convincente y sus referencias comprobables. Si este era el caso, y habiendo pasado sólo nueve semanas, encontrarlo era prácticamente imposible. No había transcurrido tiempo suficiente para que su nombre apareciese en los registros. Mi única esperanza era ir pacientemente de amigo en amigo, de un colega a un socio, de la esposa a la exesposa, de hija en hija, en espera de que apareciese algún indicio. Sólo necesitaba un hilo del tejido de su vida, un lazo o un retal que pudiera utilizar para descubrir su actual paradero. Decidí concentrarme en los dominios sobre los que tenía control.
El domingo pasó en un vuelo. Me tomé el día libre y pasé el tiempo danzando por la casa, haciendo un poco de todo.
El lunes por la mañana me levanté como de costumbre, me puse el chándal y las Saucony y corrí cinco kilómetros. Las nubes eran espesas y el oleaje de un marrón cenagoso. La lluvia había amainado, pero las aceras estaban mojadas y pisé no pocos charcos mientras corría los dos kilómetros y medio que había hasta la casa de baños donde daba la vuelta. Los gusanos habían salido y yacían en la acera como cordeles grises desprendidos de alguna fregona muy usada. En el camino había además multitud de caracoles que cruzaban la acera con el optimismo de los inocentes; tenía que ir mirando dónde pisaba para no aplastar ninguno.
Cuando volví a casa, recogí la bolsa de deportes y me fui al gimnasio. Aparqué en la única plaza libre que quedaba, entre una furgoneta último modelo y una camioneta. Incluso en el aparcamiento se oían los chasquidos de las máquinas y los gruñidos de un levantador de pesas que bregaba con una barra fija. Dentro, la música rock que salía por los altavoces competía con el noticiario matutino del televisor instalado en el techo. Dos mujeres hacían peldaños en la máquina de escaleras, mientras otra mujer y dos hombres trotaban elegantemente en sendas cintas móviles. Ninguno de los cinco apartaba los ojos del televisor.
Firmé y le pregunté a Keith, el recepcionista, si conocía a Clint Augustine. Keith tiene veintitantos años, bigote castaño y una brillante cabeza afeitada.
—Claro que conozco a Clint —repuso—. Probablemente lo hayas visto tú también. Un tipo grande y de pelo muy rubio, tirando a blanco. Suele venir a las cinco de la mañana, cuando abrimos. A veces llega más tarde con sus clientes, sobre todo señoras casadas. Son su especialidad.
El consumo irregular de esteroides había hecho que Keith se hinchara o encogiera según la cantidad que tomase. Normalmente estaba encogido, que era como yo lo prefería. Era uno de esos individuos de pecho ancho y bíceps gordos, pero con poco desarrollo de cintura para abajo. Tal vez pensase que, como estaba detrás de un mostrador, no necesitaba desarrollar lo que no se veía.
—He oído decir que era monitor de Crystal Purcell.
—Durante un tiempo. Venían a última hora de la tarde, los lunes, miércoles y viernes. Esa Crystal es la mujer de ese fulano que desapareció hace un tiempo, ¿no? Mal asunto, tía. Huele a gorrinada.
—Podría ser —dije—. Bueno, voy a moverme un rato. Gracias por la información.
—De nada.
Me puse los guantes y busqué un lugar tranquilo. Me tendí sobre una esterilla gris y empecé castigando los abdominales: dos tandas de cincuenta flexiones de cintura, con las manos en la nuca y las pantorrillas apoyadas en un banco, sin sujeción. Aspiré el tufo a pegamento que despedía la moqueta color gris asfalto. Las máquinas Nautilus y Universal parecían mecanotubos construidos con piezas de ascensor: barras verticales, pernos, poleas y empalmes en ángulo. Cuando terminé con las flexiones, seguí con los movimientos circulares de las piernas, el ejercicio que más me horroriza. Cuando llegué a quince, sentí que se me soltaban los ligamentos de las corvas y se enrollaban como persianas. Pasé al estiramiento de piernas, que quemaba como el infierno, pero al menos no tenía efectos secundarios ni te dejaban tullida. Espalda, pecho y hombros. Terminé el ejercicio con elevaciones de pesas deslizantes, por delante y por detrás. Reservé la mejor máquina para el final: estiramiento de tríceps, mi favorito de siempre. Salí del gimnasio empapada en sudor.
De nuevo en casa, me duché, me puse el jersey de cuello alto, los tejanos y las botas, comí algo y metí un bocadillo en una bolsa marrón. Llegué a la oficina a las nueve y llamé a la comisaría de policía. El inspector Odessa me dijo que había comprobado otra vez las bases de datos para ver si había algún rastro de Dow Purcell. También había revisado un sinfín de informes que describían los cadáveres sin identificar hallados a lo largo y ancho del estado de California. No había varones blancos de la edad de Purcell. A la policía local, la comisaría del sheriff y los patrulleros de carreteras se les recordaba semanalmente que había que estar alerta por si lo veían. Odessa había ampliado la cobertura y avisado a todos los centros médicos de los condados colindantes por si aparecía Purcell balbuciendo incoherencias o en coma.
Le conté las entrevistas que había sostenido hasta el momento. Cuando le mencioné lo del fraude a la Seguridad Social, dijo:
—Ya lo sabíamos.
—¿Y por qué no me habló de ello?
—Porque el caso es de Paglia y estamos a sus órdenes.
Al final de la conversación quedó claro que los dos seguíamos a oscuras, aunque pareció agradecer que le hubiera puesto al corriente. Incluso tuvo unas palabras medianamente generosas para la consulta de Blanche con la vidente, cosa que no dejó de sorprenderme. Había olvidado que los policías, además de ser unos tíos muy duros, son capaces de albergar dudas sobre esas historias.
Busqué el teléfono de Jacob Trigg, que, según Crystal, era el mejor amigo de Dow. Marqué el número y hablé brevemente con él, le expliqué quién era y quedamos en encontrarnos en su casa, a las diez de la mañana del martes. Lo anoté en el calendario y luego llamé a Joel Glazer, al número de la oficina que Crystal me había dado. Su secretaria me dijo que estaba trabajando en su casa. Llamé a su casa, me identifiqué y le dije que me había contratado Fiona. Estuvo amable y servicial, hasta tal punto que me dio su dirección y quedamos para vernos a la una de aquel mismo día. A continuación llamé al Hospital de Santa Teresa, y me enteré de que Penelope Delacorte era ya directora de Servicios de Enfermería y de que la encontraría en su despacho todos los días laborables de nueve a cinco. Tomé nota del cargo y decidí probar suerte más tarde, después de haber visto a Glazer. Finalmente, por asuntos propios, llamé a Richard Hevener y respondió el contestador automático. Dejé un mensaje interesándome por la suerte de mi solicitud. Me esforcé por parecer cordial con la esperanza de inclinar la balanza en mi favor.
A la hora del almuerzo me senté a la mesa y me comí el emparedado de variantes y mantequilla de cacahuete que había traído de casa. A las doce y media salí del edificio y me dediqué a dar vueltas, esperando recordar dónde había dejado el VW. Lo encontré intacto en el cruce de Capillo con Olivo, mucho más cerca de lo que pensaba y en la dirección opuesta. El cielo estaba cubierto por quinto día consecutivo, de un gris amenazador, y una densa masa de nubes de lluvia se acercaba por el horizonte.
Santa Teresa limita al norte con las montañas y al sur con el océano Pacífico, lo que impide su expansión geográfica. Los barrios más occidentales llegan hasta Colgate y los orientales se cuelan en Montebello, donde los precios suben como la espuma. Horton Ravine, el lugar al que me dirigía, era un enclave de lujo, construido con concesiones y préstamos, y con el que los sucesivos gobernadores de California recompensaron en su día a los jefes militares por matar gente a conciencia. Las mil quinientas hectáreas resultantes fueron pasando de mano en mano, de ricos a riquísimos, hasta que el último de la cola, un ganadero llamado Tobias Horton, tuvo la feliz idea de dividir el terreno en parcelas venales, cometiendo así un asesinato de otra índole.
Tomé la 101 hasta la salida de La Cuesta, giré a la izquierda y seguí la carretera por la derecha, en dirección a la entrada principal, que consistía en dos columnas de piedra maciza con el nombre HORTON RAVINE escrito con floridas letras de hierro y formando un arco. La vegetación era lujuriante y los troncos de los sicomoros y de los robles estaban oscurecidos por las recientes lluvias. Muchas calles se llamaban vías, Vía Tal, Vía Cual, en español. Pasé ante el Club Hípico y recorrí kilómetro y medio hasta que torcí a la derecha y subí por una cuesta.
Los Glazer vivían en Vía Buena. La casa, de una modernidad de los años sesenta, era una acumulación de formas abstractas, superpuestas y deslumbrantemente blancas que daban por resultado una especie de melé arquitectónica. Las tres altas plantas estaban custodiadas y unidas a distintos niveles por una torre de tejado puntiagudo que se alzaba en medio del caos. Había anchas terrazas rodeándola por los cuatro costados, y muchos cristales contra los que probablemente se descalabrarían a menudo los pajarillos. Cuando conocí a Dana Jaffe, vivía en una pequeña comunidad de casas subvencionadas de Perdido, una ciudad situada a cuarenta y cinco kilómetros al sur. Me pregunté si sería tan consciente como yo de lo lejos que había llegado.
Aparqué en un patio circular para vehículos y me dirigí a los bajos y cómodos escalones que conducían a la puerta principal. Me abrió Dana en persona. Habría jurado que llevaba el mismo atuendo que la primera vez que nos vimos: tejanos ceñidos y una camiseta blanca. Seguía teniendo el pelo del color de la miel, aunque con algún que otro mechón plateado. Lo llevaba corto y en capas, y todas las mechas le volvían a su lugar cada vez que movía la cabeza. Los ojos eran color caqui o avellana, a veces con algún reflejo verde o castaño debajo de las cejas suavemente dibujadas. Su rasgo más atractivo era la boca. Tenía los dientes ligeramente saltones, lo que hacía que sus labios parecieran carnosos y fruncidos.
—Hola, Kinsey —dijo—. Joel me dijo que vendrías. Pasa, por favor. Dame eso.
—Qué preciosidad de casa —dije al entrar, quitándome el chubasquero y dándoselo.
Mientras lo colgaba en el ropero, eché un vistazo a mi alrededor. Era como una catedral, un vasto espacio cubierto por un techo abovedado que se alzaba a diez metros de altura. Los irregulares niveles de la casa estaban comunicados por puentes y pasarelas, y los rayos de sol formaban dibujos geométricos en el liso suelo de piedra.
Dana regresó diciendo:
—¿No te comentó Fiona que estábamos reformando la casa?
—Lo mencionó —respondí—. También me dijo que me habías recomendado para este trabajo. Muchas gracias.
—De nada. Confieso que por entonces no me caías bien, aunque parecías honrada y tenaz, un perdiguero cumplidor cuando se trató de buscar a Wendell. Tu amigo Mac Voorhies, de La Fidelidad de California, te atribuye el mérito de que consiguiera quedarme con el dinero.
—Me lo he preguntado más de una vez. Lo último que supe es que todavía estaban discutiendo el asunto. Me alegro de que diese resultado. ¿Conocías mucho a Dow?
—Lo veía de vez en cuando por los asuntos de Joel, pero no éramos amigos. Conocí a Fiona después del divorcio, así que tiendo a ponerme de su parte. Cuando me encuentro con él, soy educada, pero eso es todo. Joel está hablando por teléfono, pero te llevaré a su despacho en cuanto termine. ¿Quieres ver la casa?
—Me encantaría.
—Estamos trabajando por etapas, aunque no me gusta. Fiona y yo queríamos que se hiciera todo a la vez, una reforma completa, que es mucho más espectacular y divertida; pero Joel se negó, así que lo estamos haciendo por partes. Esto es el salón, obviamente… —Iba describiéndome las habitaciones mientras marchaba tras ella. Solana, estudio, comedor oficial. La cocina está allí. El despacho de Joel está en el «nido del cuervo», en la planta superior.
Se notaba que las habitaciones estaban en obras. Los suelos estaban cubiertos por alfombras orientales de tamaño palacial, muy antiguas a juzgar por la suavidad de los colores y los intrincados dibujos. El mobiliario, elegido seguramente por la anterior señora Glazer, tenía aspecto de antiguo, con armarios gigantescos y piezas de caoba pulimentada. Los pocos muebles tapizados lo estaban en un lino blanco de rayas limpias y claras. Sobre las sillas había telas de distintos colores y estampados, y en la pared se habían pegado con cinta diversas muestras de colores de pintura. No veía aquellos estampados desde la infancia, cuando tía Gin me llevaba a visitar a sus amigas. Selvas, piel de leopardo visiblemente falsa, palmeras, cañas de bambú, líneas en zigzag y uves invertidas en tonos naranja y amarillo. La pintura de pared que se estaba estudiando era de ese horrible color verde que imperaba en los cuartos de baño de los años treinta, antes de que los embadurnaran con una modernísima mezcla de rosa y negro.
—Fiona nos ha encontrado para esa pared una mesa Ruhlmann con tablero de piel de tiburón y un espejo André Groult. Estamos entusiasmados.
—Ya me lo imagino —murmuré.
Me daba cuenta de que allí no estaba totalmente fuera de lugar el gusto de Fiona por el art déco, pero aunque me hubiera ido la vida en ello no habría dejado reformar aquellas elegantes salas con laca, plástico, piel, esmalte, arce y cromo negros.
Dana seguía hablando.
—Joel enviudó hace cuatro años. Vivió aquí con su mujer durante veintidós. La verdad es que me encantaría nivelarlo todo, pero él no ve ninguna razón para hacerlo.
Bien por Joel, pensé.
—¿Qué tal está Michael? —No me atrevía a preguntar por Brian, su hijo menor, porque la última vez que lo había visto iba camino de la cárcel.
—Brendon y él están bien. Juliet se fue. Creo que se cansó del matrimonio y de la maternidad.
—Qué pena.
—Bueno —dijo bruscamente—, voy a ver si Joel ha terminado con el teléfono.
Me di cuenta de que Dana tenía tan pocas ganas de hablar de Brian como yo. Fue a un interfono que había en el comedor y apretó un botón; al parecer, el del despacho de Joel.
—Corazón, ¿estás libre?
Oí una respuesta ahogada, y Dana se volvió con una sonrisa.
—Dice que subas enseguida. Te acompaño al ascensor. Quizá podamos hablar cuando hayas terminado con él.
—Me encantaría.