Tras salir de Pacific Meadows, pasé por Kingman & Ivés y entré por la puerta lateral. Llegué al despacho, me quité el chubasquero y lo colgué. Por suerte, el lugar estaba desierto, aunque había luces encendidas en la mayoría de despachos. El personal de limpieza de los sábados por la mañana había llegado y se había ido. Las papeleras estaban vacías. El aire olía a Pledge y se veían las huellas que habían dejado las aspiradoras en la moqueta color naranja oscuro. El silencio era celestial. Evoqué durante unos segundos la imagen del despacho unipersonal de la calle Floresta. Era ya como si compitiera con los otros aspirantes a inquilinos.
Puse en la mesa la Smith-Corona portátil. Me senté en la silla giratoria y miré el expediente que acababa de abrir. Ordené las notas que había tomado, pasando la información a las fichas de cartulina. En el horizonte de mis intenciones descollaba el regreso de Fiona el martes siguiente. Podía verla ya con los brazos cruzados y taconeando con impaciencia mientras la ponía al día, encima de su cabeza bailoteaban símbolos del dólar, gordos como bombones, mientras se decía: «¿Cincuenta pavos la hora por esto?». Mi estrategia consistía en enredarla, presentándole un informe perfectamente construido y mecanografiado que diera la impresión de que había hecho mucho más que andar por ahí charlando con la gente. Me había movido presionada por el fantasma de las recriminaciones de Fiona, consciente de que me echaría en cara cada centavo que gastase. Aunque su enfado inicial hubiera sido premeditado, sentía el escozor de su látigo en mi espalda. Procuré no pensar demasiado en la oportunidad que había tenido de rechazar el trabajo.
Me concentré en lo que estaba haciendo. Tardé una hora en preparar el borrador. Lo pasé a máquina e hice algunas correcciones, revisándolo dos veces. Mantuve un lenguaje neutral y me guardé de sacar conclusiones precipitadas de lo que había averiguado hasta el momento. También omití gran parte de lo que me había contado Crystal. Me pagaban para encontrar a Dow, no para chismorrear con Fiona acerca de su segunda mujer. Cuando estuve satisfecha del documento y vi que ya no lo podía mejorar, mecanografié el segundo borrador. Luego saqué la calculadora y apunté las horas. ¿Cuánto tiempo había pasado con el agente Odessa? Me rocé los dientes con el bolígrafo. Como máximo veinte minutos, que redondeé en media hora; no quería que Fiona pensara que me había quedado con la vuelta. Vamos a ver. Había pasado casi dos horas con Crystal, y añadí otra para cubrir la visita matutina a Pacific Meadows. Repasé las cifras. Hasta el momento sólo había ganado 175 dólares de los 1.500 que me había adelantado, lo que significaba que aún le debía 1.325. A aquel ritmo no dejaría nunca de estar en deuda con ella. En fin. Hice la factura, la adjunté al original del informe y guardé las copias en el expediente.
Me levanté, me estiré y giré un par de veces la cabeza para quitarme la rigidez del cuello. Estaba nerviosa y me puse a recorrer el pasillo interior, mirando hacia los despachos. Cuando pasé por delante del de Lonnie, me sorprendió verlo allí. Estaba arrellanado en el sillón, con los pies apoyados en la mesa y un expediente en los muslos; por lo visto, adelantaba trabajo mientras la oficina estaba tranquila y los teléfonos silenciosos. En lugar de la camisa de vestir y el traje, llevaba camisa de cuadros y tejanos lavados a la piedra. Su concentración era tan absoluta que estaba inmóvil por completo. Lo vi empuñar el lápiz para subrayar una frase, produciendo un leve rumor que rasgó el silencio.
Lonnie tiene facha de boxeador; es macizo y musculoso, con la nariz abultada por las cicatrices. Tiene el pelo negro y rebelde, y le crece en todas direcciones. Había visto recién nacidos así, con una mata de pelo tan espesa e inesperada que daba risa. Es un hombre muy dinámico, saturado de vitaminas, café, complementos nutritivos y ganas de competir. Era la primera vez que lo veía tan relajado.
—¿Lonnie?
Levantó la cabeza y sonrió, dejando el lápiz a un lado.
—Kinsey. Pasa, pasa. ¿Qué haces últimamente? Hace semanas que no te veo.
—Poca cosa. Ni siquiera sabía que estuvieras aquí. Estaba todo tan tranquilo que creí que no había nadie más. ¿Adelantando trabajo?
—Sí, aunque sólo es una excusa —repuso—. Marie está fuera. Una convención de tocacojones en San Diego. Si te digo la verdad, prefiero quedarme aquí a encerrarme en casa. Siéntate. ¿Y tú? ¿Qué te trae por aquí un sábado por la tarde?
—Tenía que pasar a máquina unas notas mientras la información estaba fresca en la memoria. Vamos, antes de que se me olvidara. Es posible que llame un tal Richard Hevener para pedir referencias sobre mí.
—¿Cuál es el problema?
—Creo que he encontrado un sitio, pero aún no es seguro. —Lo puse al corriente de la situación y le describí el chalecito recién restaurado, con su terracita de secoya—. Es fantástico. Pequeño y tranquilo. Y la situación es perfecta.
—Si llama, prometo que entonaré un encendido cántico a tus virtudes. No diré nada de aquellos días que pasaste entre rejas. Y si el asunto no funciona, mi puerta siempre está abierta.
—Te lo agradezco. Cruza los dedos por mí.
—Tranquila —dijo—. Ida Ruth me dijo que estabas trabajando en la desaparición del doctor Purcell.
—¿Cómo se ha enterado? Me dieron el trabajo ayer.
Agito una mano.
—Ida Ruth lo sabe todo. Pone particular empeño en enterarse. En realidad, tiene un amigo que trabajaba para Purcell. La opinión más extendida es que se largó de casa. Hay días que me pasa por la cabeza hacer lo mismo.
—Bah, por favor. Marie te perseguiría como un perro de caza.
Su mujer era monitora de artes marciales, una experta en inmovilizar a la gente con los pies descalzos. Y gasta un cuarenta y dos.
—Y que lo digas —admitió Lonnie—. Claro que el problema de desaparecer es que no puedes hacerlo de repente. No si lo haces en serio. Tienes que planearlo durante mucho tiempo si quieres que salga bien.
—¿Eso crees? Personalmente, sospecho que está muerto; pero además desaparecieron su pasaporte y treinta mil dólares, casi al mismo tiempo que él.
—Treinta mil dólares pueden gastarse en seis meses. Purcell está acostumbrado a vivir bien, no es de los que se aprietan el cinturón. ¿A su edad? Tendría que estar loco.
—Eso me dije yo. Ahora bien, si se instalara en algún país del Tercer Mundo, podría vivir bastante bien, y, si se quedara sin dinero, podría abrir un pequeño consultorio sin que nadie le hiciera preguntas.
—¿Y por qué no se ha quedado donde estaba?
—A propósito, he olvidado contarte con qué me he tropezado hoy. —Le conté mi visita a Pacific Meadows y la conversación que había sostenido con Merry Bocazas—. Según ella, los sabuesos de delitos federales le siguen la pista. Medio millón de dólares en pagos apañados. Culpable o inocente, podría haberse largado al darse cuenta de que los tenía encima.
Lonnie hizo un gesto de impaciencia.
—Seamos serios. No tiene sentido. Las autoridades no meterían a un tipo así en la cárcel. El fiscal tendría que demostrar que hubo intención delictiva, ¿y cómo iba a hacerlo? Créeme, las normas de Medicare podrían volver loco a cualquier hombre honrado. Así que escurres el bulto; errores al codificar los gastos e incompetencia del personal administrativo. Podrían multarlo y amonestarlo, pero cualquier buen abogado lo sacaría del apuro. Maldita sea, yo mismo podría hacerlo y no tengo ni idea de ese asunto. Lo primero que hay que hacer es aburrir mortalmente al jurado. Sacas toneladas de gráficas y cuadros, y citas estadísticas hasta que nueve de los doce empiezan a dar cabezadas. Y sugieres que el viejo doctor está medio chocho o es una nulidad en gestión económica. —Dio un bufido de hilaridad—. ¿No te enteraste de aquel caso? Un tipo de Fresno que fue absuelto porque el jurado dijo que era demasiado idiota para malversar fondos. Su propio abogado lo pintó como a un payaso, y con tal convicción que el jurado sintió lástima y dejó libre al pobre bobo. Purcell no corre peligro.
—Ya, pero ¿lo sabía él? ¿Y el escándalo público?
—Nadie se preocupa ya por esas cosas en estos tiempos. —Lonnie empuñó el lápiz y dibujó un cuadro en un cuaderno—. Estás olvidando una cosa. Si es un tío listo…, digamos que ha robado al sistema medio millón de dólares, calculando por lo bajo. Es lo que sabemos hasta ahora. Pongamos dos millones, para que merezca la pena el riesgo. Un tío listo hace dos, tres viajes al extranjero. Elige un país donde sabe que puede contar con las leyes de extradición si lo localizan los federales. Abre una cuenta corriente y va ingresando dinero, transfiriendo fondos hasta que tiene lo que necesita. Luego sigue estafando alegremente hasta que lo descubren. La situación se pone fea y él toma el primer avión. En ese caso, los treinta mil dólares son sólo para el viaje. Fiona me había dicho que Purcell había desaparecido dos veces sin dar explicaciones.
—Buena teoría —dije.
Estaba pensando en la contable despedida, y en la administradora ayudante, que había dejado el puesto en señal de protesta. Quizá no hubiera sido más que una táctica de Dow para que buscaran por otro lado. Sonó el teléfono y respondió Lonnie; por el tono que utilizaba, debía de ser Marie quien llamaba. Me despedí agitando la mano y salí para dejarle hablar con tranquilidad.
Volví a mi despacho y releí el informe. Parecía impecable, pero decidí dejarlo dormir veinticuatro horas. Añadiría más entrevistas en cuanto supiera a quién debía entrevistar a continuación. Hice una lista con los candidatos que se me ocurrieron. Los socios de Purcell estaban entre los cinco primeros, junto con el mejor amigo de Dow. Busqué los teléfonos que necesitaba, di por terminada la faena y volví a casa.
A las dos en punto me preparé una sopa de tomate y un emparedado de queso pringoso, que mojé en el tazón y me llevé chorreando a la boca. El líquido rojo de la sopa en la crujiente superficie del pan era un consuelo culinario cuya historia se remontaba a mi infancia. La primera vez que tía Gin me preparó el invento yo tenía cinco años y echaba de menos a mis padres, muertos en accidente de tráfico en mayo de aquel año. El goteo del queso fundido me producía desde entonces una mezcla de dolor espiritual y satisfacción gastronómica. En cualquier caso, aquel emparedado era el plato fuerte de mi fin de semana, y a eso se reduce la vida cuando vivimos solos.
Después hice lo que haría cualquier investigador profesional con experiencia: di los seis pasos que me separaban de la salita, me quité las botas, me acomodé en el sofá, me tapé con un edredón y me puse a leer un libro. A los pocos minutos corría ya hacia el mundo de la ficción, absorbida por un agujero de gusano, y me adentraba a mayor velocidad que las palabras en un reino sin sonido ni gravedad.
El teléfono dio un irritante timbrazo. Me había hundido como una piedra en un río de sueños y me sentí desorientada al tener que salir a la superficie. Alargué la mano en busca del teléfono, que estaba en el extremo de la mesa que tenía al lado de la cabeza. Comprendí que me había dormido por la humedad de la boca, ya que no suelo babear cuando estoy despierta.
—¿Señora Millhone?
—Sí —respondí; si era para venderme algo, se iba a enterar de lo que valía un peine.
—Soy Blanche McKee.
Transcurrieron tres segundos. El nombre no me decía nada. Me froté la cara y dije:
—¿Quién?
—La hija de Fiona Purcell. He sabido que mi madre ha contratado sus servicios. Sólo quiero que sepa que nos sentimos muy aliviados. Desde la desaparición de papá, no habíamos dejado de decirle que lo hiciera.
—Ah, sí. Disculpe, no situaba el nombre. ¿Cómo está usted?
Me incorporé aturdida y me envolví en el edredón como si fuera la túnica de la tribu.
—Bien, gracias —repuso—. Espero que no sea un mal momento. No la habré despertado, ¿verdad?
—Claro que no —dije; la verdad es que todo el mundo se da cuenta de que una estaba durmiendo, por muchas mentiras que cuente.
Blanche tomó mis palabras al pie de la letra.
—No sé cuánto le contó mamá…, aunque estoy segura de que mucho… Aun así, si puedo hacer algo, cooperaré encantada. ¿Le dijo algo de mi amiga Nancy?
—Creo que no. No recuerdo ese nombre.
—Me lo temía. Mamá tiende a ser escéptica, como ya habrá adivinado usted. Nancy se ha trasladado a Chico hace poco, pero puede llamarla por teléfono cuando desee si lo cree necesario.
—Nancy. Bueno es saberlo. Tomaré nota. —Fuera quien fuese aquella Nancy.
—Supongo que también querrá saber lo que pienso yo.
—Claro, más adelante. Sería estupendo.
—Me alegra muchísimo que diga eso, porque estaba pensando…, que si tuviera un minuto esta tarde, podríamos vernos con objeto de exponerle mis preocupaciones.
Vacilé.
—Ah. Bueno, es que, ¿sabe usted?, por ahora me interesan más los hechos que las impresiones y preocupaciones. Sin ánimo de ofender.
—Claro que no. No quería que entendiera que no tengo hechos concretos.
—Ajá.
No había olvidado el mal disimulado desprecio de Fiona por su hija menor, madre de cuatro criaturas, pronto de cinco. Por otra parte, cabía la posibilidad de que Fiona le hubiera hablado de mí para poner a prueba mi celo laboral, ya que yo había hecho hincapié en mi perseverancia durante nuestro encuentro.
—¿A qué hora le iría bien? —dijo Blanche.
Acerqué la boca al auricular y vocalicé un par de tacos sin sonido que escogí de mi nutrida colección.
—Espere un momento. Consultaré la agenda.
Me apoyé el teléfono en el pecho mientras miraba el reloj. Las cuatro y seis minutos. Dejé pasar el tiempo mientras fingía inspeccionar los numerosos compromisos que tenía aquel sábado por la tarde. No tenía ningún deseo especial de ver a Blanche, y menos si el precio era una buena siesta. No quería salir de casa, y desde luego no quería vagabundear por la ciudad en un día tan frío y húmedo. El temprano atardecer de noviembre oscurecía ya las ventanas de la salita y podía ver a contraluz la llovizna que mojaba las ramas peladas y golpeaba en mis cristales. Volví a mirar el reloj. Las cuatro y siete minutos.
Oía la respiración de Blanche. Habló con cierta brusquedad.
—Kinsey —dijo—, ¿está usted ahí?
—Aquí estoy. Vaya, parece que hoy tengo la agenda al completo. Podríamos vernos mañana.
Estaría con usted a las diez.
—Me viene muy mal, y el lunes es imposible. ¿No hay ninguna posibilidad de que pueda pasarse hoy? Sé que es muy importante.
Y yo sabía que mi cabreo iba en aumento. Ya veía a Fiona volviendo de San Francisco, quejándose porque no había tenido tiempo de hablar con Blanche. «¿Mil quinientos dólares y ni siquiera se ha molestado en ver a mi hija?».
—Podría pasar por ahí hacia las cinco y media, pero sólo podré quedarme media hora. Es lo máximo que puedo hacer.
—Perfecto. Me va bien. Estamos en Edenside, en la esquina con Monterey Terrace. Es el número mil doscientos treinta y seis. Es una casa de estilo colonial, de dos plantas. Verá un cinco puertas azul oscuro aparcado en el sendero del garaje.
Edenside Road formaba parte de una pequeña urbanización graciosamente empotrada en la ladera montañosa, constituida por cinco calles llenas de curvas que terminaban en un amplio callejón sin salida. El constructor se había adaptado al terreno, siguiendo el camino menos accidentado, y las cinco calles se habían trazado siguiendo el contorno de la montaña como riachuelos de asfalto que fluyeran desde lo más alto. Mi avance era lento, a unos exasperantes dieciséis kilómetros por hora, ya que cada quince metros me encontraba con una barrera de clavos de cemento para reducir la velocidad. El barrio era ideal para los niños, los cochecitos de paseo, las casas de juguete, los columpios, las bicicletas, los triciclos, las bicicletas de adulto y los monopatines que abarrotaban los patios delataban su presencia. Era como si hubiera explotado un almacén de juguetes en los alrededores.
La casa del cruce de Edenside con Monterey Terrace era realmente una hacienda de estilo colonial español, de dos plantas y con patio delantero. Ni siquiera la creciente oscuridad me impidió ver el garaje de tres plazas que sobresalía como una mandíbula agresiva. El alumbrado comunitario se encendió en aquel momento, iluminando con sus escasos vatios la fachada de la casa. El estucado exterior era de un rosa chillón, y las tejas, aunque de arcilla, eran eses superpuestas de color naranja, indudablemente fabricadas en serie. Las verdaderas tejas de arcilla que todavía coronan muchas casas viejas de la ciudad tienen ya un matiz rojo oscuro, manchas y pegotes de liquen y forma de ce, ya que el tejero las hacía apoyando la arcilla en el muslo.
Tal como me habían prometido, había un cinco puertas azul oscuro estacionado en el sendero del garaje. Aparqué junto al bordillo, bajé del coche, lo cerré con llave y anduve hacia la casa por un desigual camino de granito. El paisaje que me rodeaba era a prueba de sequías; todo grava y cemento, salpicado de cactos y otras plantas suculentas. Crucé una pequeña verja de hierro y recorrí el patio de baldosas. Una fuente de falso estilo colonial echaba agua gracias a una bomba de motor.
Toqué el timbre. Oí chillidos y ladridos, y el ruido de los pequeños pies de una jauría de niños que se disputaban el honor de recibirme. Cuando se abrió la puerta, una niña de unos cinco años se volvió y le dio un bofetón al niño de cuatro años que tenía detrás. Segundos después saltaban los puños, mientras los niños, ya con la cara enrojecida y bañada en lágrimas, rivalizaban por el pomo de la puerta entre empujones y puntapiés que se propinaban con zapatos de suela dura. En el ínterin, dos terrier hiperactivos brincaban como si les hubieran dado cuerda. El niño que cerraba la retaguardia gateando recibió un golpe en el pañal y lanzó un grito. Otra niña, esta dándome la espalda, iba por el pasillo hacia la parte trasera de la casa, aullando:
—¡Mamá, mamaaaaaaaaaá! Heather está zurrando a Josh y los perros han pegado a Quentin en el pompis.
—Amanda, ¿qué te digo cada vez que gimoteas? Josh sabe cuidarse solo. Y ahora, por favor, preocúpate de tus asuntos y deja de gritar o me volverás loca.
Blanche llegó moviéndose con torpeza, con la espalda arqueada y una barriga esférica tan grande que parecía un satélite descarriado y mantenido en órbita por fuerzas gravitatorias invisibles. El vestido de premamá consistía en un pantalón ancho de seda gris clara y lavable y una larga túnica con botones y bolsillos falsos. Imaginaba que cuando llegase la criatura sabría sacarse una teta para darle de mamar. El cabello, rubio y largo, con mechones finos y brillantes, casi le llegaba a la cintura. La tez de porcelana tenía un ligero matiz melocotón. Ojos azules, frente despejada y cejas dibujadas con delicadeza. Parecía una princesa de cuento de Andersen, pero preñada.
Osciló para recoger al pequeño llorón y se lo apoyó en la cadera. Luego asió a Heather por el brazo, para separarla de su hermano, y la empujó hacia el pasillo.
—Niños, salid al patio de atrás. Amanda os va a hacer galletas de mantequilla de cacahuete. Podéis merendar fuera. Pero no comáis demasiado. Cenaremos enseguida. Ahora, largo. Lo digo en serio. Todo el mundo fuera.
—Mamá, está oscuro.
—Pues enciende la luz del porche.
—¡Pero queremos ver los dibujos animados!
—Ni hablar. Haréis lo que he dicho. Y sin carreras —avisó Blanche. Heather y Josh corrían ya por el pasillo, pero redujeron la velocidad en el acto para propinarse golpes y empujones. Los perros los seguían ladrando mientras Amanda entraba sin rechistar en la cocina para hacer las galletas de mantequilla de cacahuete. A Amanda, que no debía de tener más de siete años, ya le habían asignado el cargo de mamá secundaria.
Mientras impartía órdenes, Blanche se las había arreglado para mecer al niño llorón y conseguido que sus berridos cesaran. Viró aparatosamente hacia el cuarto de estar y la seguí como pude. Había juguetes por todas partes. Para no pisarlos arrastraba los pies, abriendo un sendero entre piezas de Lego. En las escaleras que conducían al primer piso habían puesto una puerta de madera, y lo que pensé que sería la puerta del sótano tenía un cerrojo para impedir que los niños se precipitaran de cabeza en el abismo. Siempre optimista, comenté:
—Su madre me habló de una niñera.
—No viene los fines de semana, y Andrew suele estar fuera de la ciudad.
—¿A qué se dedica?
—Es abogado. Fusiones y adquisiciones. Estará en Chicago hasta el miércoles.
—¿Cuándo nacerá el niño?
—Técnicamente faltan aún tres semanas, pero es probable que nazca antes. A los otros les pasó lo mismo.
En el cuarto de estar había un cofre de juguetes abierto, y su contenido yacía desparramado por toda la habitación: muñecas, osos de trapo, un autobús escolar amarillo lleno de niños pintados con la cabeza redonda. Vi un banco de madera y un martillito, lápices, libros para colorear, juegos de construcciones, cochecitos de metal y un tren de madera. En medio de la sala había un parque. Vi un columpio mecánico, un andador circular con parachoques, una silla alta, una silla infantil y una cuna portátil. Todos los enchufes de las paredes estaban protegidos con tapas de plástico. No había nada en ninguna superficie por debajo del nivel de los ojos; los objetos rompibles se habían puesto en un estante más alto, como si la casa estuviera preparándose para una inundación.
Fuera se oyó un aullido penetrante, con más decibelios que el que había oído en el vestíbulo. Amanda empezó a gritar:
—¡Mami! ¡Mamá! Heather ha echado a Josh del mecano y le sale sangre por la nariz…
—¡Ay, Señor! —exclamó Blanche—. Sujétemelo.
Sin detenerse, me pasó al niño como si estuviera jugando a baloncesto y fue a la cocina. Quentin era sorprendentemente pesado, y sus huesos tan duros como la piedra. Vio salir a su madre y sus ojos se fijaron en los míos. Aunque todavía no sabía hablar, pude percibir que el concepto «monstruo» cobraba forma en su cerebro subdesarrollado. Empezó a darse cuenta de la enormidad de su cuita y frunció la boca como preámbulo de una sucesión de gemidos.
—¿Puedo dejarlo en el parque? —pregunté.
—No lo soporta —gritó Blanche, al tiempo que salía por la puerta trasera.
En el patio se puso a chillar otro niño que parecía competir con el primero. A modo de respuesta, Quentin abrió la boca y lanzó un grito tan profundo que al principio ni siquiera fue audible. Se encogió como si reuniera fuerzas y, sin previo aviso, se lanzó hacia atrás como un nadador en una competición de saltos. Se me habría caído al suelo si no lo hubiera sujetado a tiempo.
—¡Hala, viva! —dije, como si nos estuviéramos divirtiendo.
La expresión de su cara sugería todo lo contrario.
Traté de mecerlo como había hecho su madre, pero sólo empeoré las cosas. Yo ya no era sólo un monstruo, sino el Monstruo Sacudeniños, que trataba de matarlo entre zarandeos. Caminé en círculo, diciendo:
—Vamos, vamos, vamos.
No se tranquilizaba. Finalmente, desesperada, lo dejé en el parque, doblándole las rígidas rodillas hasta que estuvo sentado. Le di dos fichas del alfabeto y una galleta mordisqueada. Los berridos cesaron al momento. Se metió la galleta en la boca y golpeó el suelo del parque con la letra pe. Me incorporé dándome palmadas en el pecho y fui a la cocina a ver qué estaba pasando.
Blanche acababa de entrar dando un portazo y con Josh, el niño de cuatro años, apoyado en la cadera. Los pies del niño le rebasaban las rodillas. El niño tenía en la frente un chichón como un huevo y mucha sangre en el labio superior. Blanche, con una sola mano, humedeció un paño de cocina, abrió el frigorífico y sacó unos cubitos de hielo, que envolvió en el paño y aplicó a la frente del pequeño. Lo llevó al cuarto de estar y se dejó caer en un sillón. Nada más sentarse, metió la mano en un pliegue de la túnica y le dio de mamar. Desvié la mirada con turbación. Pensaba que los niños ya no mamaban a aquella edad. Blanche me señaló una silla cercana, sin prestar la menor atención al niño enganchado de su pezón derecho.
Miré la silla, pero antes de tomar asiento retiré el medio sándwich de mermelada y mantequilla de cacahuete que descansaba sobre ella. La urgencia sanitaria de Josh había autorizado a los otros niños a huir de la oscuridad y el frío exteriores. Antes de que me diera cuenta había una ruidosa película de dibujos animados en la tele. Heather y Amanda estaban sentadas en el suelo con las piernas cruzadas, y Josh se unió a ellas al poco rato, con el paño de los cubitos apretado contra la frente.
Traté de concentrarme en lo que Blanche me estaba diciendo, pero sólo podía pensar en que no descartaba del todo una ligadura de trompas, ni siquiera a mi edad.