6

A las seis menos un minuto del sábado abrí los ojos automáticamente. Me quedé mirando la claraboya y vi que estaba mojada; todo el plexiglás estaba perlado de finas gotas de luz. La brisa que entraba por la ventana olía a tierra, a aceras mojadas y a los eucaliptos que flanqueaban la calle. En realidad, el olor de los eucaliptos apenas se diferencia del de la orina de gato, pero no quería pensar en eso. Ahuequé la almohada, consciente de que no tenía que salir de la cama arrastrándome para hacer la carrera diaria. A pesar de lo disciplinada que soy con el ejercicio, no hay nada tan delicioso como la oportunidad de seguir durmiendo. Me encogí bajo las mantas y me olvidé del mundo hasta las ocho y media, momento en que me levanté finalmente en busca de aire.

Después de ducharme y vestirme, preparé una cafetera y un tazón de cereales mientras leía el periódico de la mañana. Cambié las sábanas, puse una lavadora y me dediqué a recoger la casa. Cuando era pequeña, mi tía Gin insistía en que adecentara mi cuarto los sábados antes de salir a jugar. Como vivíamos en una caravana, la faena no era muy pesada, pero la costumbre permanece. Limpié el polvo, pasé la aspiradora y fregué el cuarto de baño, actividades mecánicas que me dejaban tiempo para pensar. Alternaba las fantasías, y unas veces redistribuía el mobiliario del nuevo despacho y otras me preguntaba a quién interrogaría a continuación en el caso del doctor Purcell. Con los mil quinientos dólares de la señal de Fiona ingresados en la cuenta corriente, me sentía obligada a trabajar el fin de semana. Resistí la tentación de elaborar teorías tras una sola jornada de trabajo; pero si hubiera tenido que hacer apuestas me lo habría jugado todo a que Purcell estaba muerto. Por la información que tenía sobre él, no me lo imaginaba huyendo sin decir una palabra a su mujer ni a su hijo pequeño. Esto no explicaba la desaparición del pasaporte y de los treinta mil dólares, pero ya averiguaría lo ocurrido con las dos cosas a su debido tiempo. Hasta el momento no había motivo para pensar que estuvieran relacionadas con el caso.

A las once saqué la guía telefónica y pasé las páginas amarillas hasta que encontré la sección de geriátricos. Conté casi veinte. Muchos tenían grandes anuncios enmarcados que detallaban servicios:

RECUPERACIÓN INTEGRAL Y CUIDADOS A LARGO PLAZO… HABITACIONES ESPACIOSAS EN UN ENTORNO TRANQUILO… EDIFICIO E INTERIORES DISEÑADOS CON ELEGANCIA… NUEVA INSTALACIÓN CON JARDÍN SEGURO.

Algunos incluían planos con flechas que señalaban la situación de sus soberbios locales, como si morirse en uno de los mejores barrios de Santa Teresa tuviera más mérito. Los nombres de muchas instalaciones sugerían cualquier cosa menos lo que era realmente el lugar: Arroyo de los Cedros, Villa Brezo Verde, Vista Horizonte, Colinas Suaves, Los Jardines. Seguro que nadie se imaginaba frágil, achacoso, abandonado, incapacitado, sólo, enfermo y con incontinencia urinaria entre unos nombres tan poéticos.

Pacific Meadows, la clínica geriátrica que administraba Dow Purcell, prometía cuidados las veinticuatro horas del día y capilla con servicios religiosos, cosa que siempre convenía tener a mano. Además estaba avalada por servicios de la Seguridad Social como Medicare y Medicaid, lo que le daba una ventaja decisiva sobre los competidores del sector privado. Decidí hacer una visita para ver el lugar. Lo más probable era que el personal habitual no estuviese allí el fin de semana, inconveniente que podía convertirse en ventaja. Puede que los empleados más puntillosos estuvieran en casa haciendo limpieza general, como yo.

Metí en el bolso un paquete de fichas sin estrenar, me puse las botas y eché mano al chubasquero y al paraguas amarillo. Cerré la puerta con llave y fui hasta el coche esquivando los charcos. Me deslicé en el asiento del conductor, tiritando de frío. Había estado lloviendo desde el amanecer y las gotas golpeteaban sobre el techo del coche como si fueran clavos que cayeran del cielo. Puse en marcha el motor y me incliné sobre el volante, conduciendo despacio mientras los limpiaparabrisas hacían su trabajo.

El cielo estaba oscuro cuando llegué al aparcamiento de Pacific Meadows, y las luces de las ventanas hacían que el lugar pareciera acogedor y cálido. Elegí una plaza pegada a la puerta y asignada a un empleado cuyo nombre estaba escrito en el suelo, pero que era imposible descifrar con aquella lluvia. Apagué el motor y esperé a que el chaparrón se mitigase. Aun así, tuve que recorrer con cuidado el tramo medio inundado que me separaba de la relativa sequedad de la cubierta entrada principal. Sacudí el paraguas y el chubasquero antes de cruzar la puerta. En un perchero había impermeables y sombreros goteantes. Colgué el chubasquero y dejé el paraguas en un rincón, mientras me orientaba.

En el ancho vestíbulo vi una cola de seis ancianos en silla de ruedas, pegados a la pared como si fueran plantas mustias. Unos parecían dormidos; otros sencillamente miraban al suelo con expresión ausente. Dos estaban sujetos con correas, en una postura provocada por la osteoporosis, que les corroía los huesos por dentro. Una mujer muy delgada, de largos miembros blancos, había pasado una huesuda pierna por el brazo de la silla y la agitaba con frenesí, a causa del dolor. Retrocedí como si me encontrara ante un choque múltiple de automóviles.

Al final del pasillo, dos mujeres con uniforme verde apilaban sábanas en un carro de lavandería, ya cargado de ropa sucia. Había un olor extraño, no desagradable, sino inusual, como una mezcla de olores dispares: a judías verdes en lata, a esparadrapo, a metal calentado, a alcohol de frotar y a detergente. No había nada molesto en ninguno, pero la combinación era muy singular, como si el aroma de la vida se hubiera viciado.

A mi derecha había unos andadores de aluminio empotrados entre sí, como los carros de los supermercados. El menú del día estaba colgado en la pared, con cristal y todo, como si fuera un cuadro en una exposición. El almuerzo del sábado consistía en croquetas de pollo, maíz con crema, lechuga, tomate, macedonia y una galleta de avena. En mi mundo, la lechuga y el tomate eran guarnición de restaurante, un elemento decorativo del que el cliente no hace caso y que se queda en el plato para ir a parar a la basura. Allí, la lechuga y el tomate compartían importancia, como si formaran parte de un espléndido banquete de nutrientes. Pensé en las patatas fritas y en las hamburguesas con queso y estuve a punto de irme corriendo.

Por unas puertas de cristales se pasaba al comedor, donde estaban los residentes comiendo. Me bastó un solo vistazo para comprobar que había tres veces más mujeres que hombres. Algunos llevaban ropa de calle, pero la mayoría iba en bata y zapatillas, no porque estuvieran obligados a guardar cama, sino porque eran convalecientes. Algunos se volvieron para mirarme, sin brusquedad, con aire de expectación. ¿Estaba allí de visita? ¿Había ido para llevármelos a casa? ¿Sería la hija o la sobrina que esperaban desde hacía tanto tiempo y que iba a proponerles un paseo al aire libre? Aparté la mirada, avergonzada de no poder ofrecerles ningún tipo de contacto personal. Luego, con timidez, levanté la vista y la mano para saludarles. Un indeciso bosque de manos se levantó para responder. Sonreían con tanta dulzura y comprensión que me sentí llena de un sentimiento de gratitud.

Me alejé del comedor y fui al otro lado del vestíbulo. Tras una puerta abierta vi un salón colectivo, vacío en aquel momento, amueblado con sofás heterogéneos, sillas tapizadas, un piano, dos televisores y juegos de mesa. El linóleo del suelo era de un beis brillante y las paredes estaban pintadas de un relajante color azul. Las cortinas eran una profusión de florecillas que combinaban el amarillo, el azul y el verde. Había incontables cojines, bordados, cosidos con punto de cruz, guateados y hechos con ganchillo. Puede que a un pelotón de ancianas le hubiera dado por coser frenéticamente. En un cojín habían bordado un refrán: TENEMOS LA EDAD QUE SENTIMOS. Un pensamiento descorazonador, si teníamos en cuenta a algunos internos que había visto. Había varias sillas plegables de metal apoyadas en la pared, listas para utilizarse. Todo estaba limpio, pero la «decoración» era impersonal y barata, falta de gusto.

Pasé ante el mostrador de la entrada, que estaba situado en un pequeño entrante, y recorrí el pasillo, orientándome por los rótulos que indicaban los servicios del supervisor de dieta, la supervisora de enfermeras y diversos terapeutas encargados de la ocupación del tiempo, del habla y de los aspectos físicos. Las tres puertas estaban abiertas, pero no había nadie en los consultorios y las luces estaban apagadas. Al otro lado del pasillo vi el cartel de admisiones. La puerta estaba cerrada; quise girar el pomo, pero habían echado la llave. La puerta siguiente era la de Historiales Médicos, que al parecer compartía el espacio con Administración. Me dije que se podía empezar por allí.

Las luces del techo estaban encendidas. Crucé la puerta; no había nadie a la vista. Esperé en el mostrador, mirando por hacer algo la bandeja llena de correo reciente. Eché un vistazo a mi alrededor. Había dos mesas, espalda contra espalda, una con un ordenador y la otra con una máquina de escribir eléctrica que zumbaba ligeramente. Vi archivadores de ruedas, una fotocopiadora y ficheros metálicos en la pared del fondo. También había un gran reloj con un segundero que podía oírse a cinco metros de distancia. Como no aparecía nadie, apoyé el codo en el mostrador, con los dedos cerca de la cesta llena de correo. Separando las puntas y ladeando la cabeza, pude leer varias direcciones. Los habituales recibos de la luz y el gas, un servicio de jardinería, dos sobres marrones del Hospital de Santa Teresa, más conocido por Saint Terry.

—¿Qué desea?

Me erguí dando un respingo y dije:

—Hola, ¿cómo está usted?

La joven había salido de la puerta que comunicaba Administración con Historiales Médicos. Llevaba gafas con montura de plástico rojo. Era pálida, pero parecía propensa a criar granos a la menor provocación. Tenía el pelo castaño y de longitud desigual; un mechón le había crecido demasiado y necesitaba un tijeretazo. Bajo la bata verde llevaba pantalones de poliéster. Llevaba bordados a máquina el nombre MERRY PACIFIC MEADOWS en el bolsillo del pecho.

Cruzó el mostrador levantando una trampilla y se sentó en el otro lado. Al principio pensé que tendría unos treinta años, pero poco después rectifiqué y le resté diez. Llevaba un aparato de ortodoncia en la boca, en cuyos alambres todavía tenía parte de la comida. Su aliento olía a tensión y descontento. Su expresión era burlona, pero su voz tenía algo amenazador.

—¿Puede decirme qué estaba haciendo?

Le acerqué un ojo y parpadeé.

—He perdido una lentilla. Puede que se me haya desprendido en el coche, pero acabo de darme cuenta. Pensaba que podía habérseme caído en la bandeja, pero no la veo por ningún lado.

—¿Quiere que la ayude a buscar?

—No te preocupes. Tengo una caja entera en casa.

—¿Ha venido de visita?

—He venido por trabajo —respondí. Saqué la billetera del bolso, la abrí y le enseñé la licencia de Investigadora Privada—. Me han contratado para que aclare la desaparición del doctor Purcell.

Merry miró la licencia, levantando la foto del tamaño de un sello para compararla con mi cara de tamaño natural.

—¿Eres la encargada de las oficinas? —pregunté.

Negó con la cabeza.

—Sólo vengo los fines de semana, mientras la otra chica está de baja por maternidad. De lunes a viernes soy la ayudante de la señora Stegler.

—Ah, ¿sí? Qué bien. ¿Y eso qué implica?

—Ya sabe, escribir a máquina, archivar. Contesto al teléfono, distribuyo el correo entre los residentes, lo que haga falta.

—¿Es la señora Stegler la persona con quien debería hablar?

—Supongo que sí. Es la administradora asociada en funciones. Por desgracia, no vendrá hasta el lunes. Vuelva usted entonces.

—¿Y el señor Glazer, o el señor Broadus?

—Tienen las oficinas en el centro.

—Vaya, qué mala suerte. Tenía que pasar por el barrio y he aprovechado para acercarme. Bueno. Qué le vamos a hacer.

Vi que miraba al ordenador.

—¿Me disculpa un momento?

—Adelante.

Se volvió hacia el monitor de doce pulgadas, de fondo ámbar y letras en negro. Probablemente utilizaba las horas de trabajo para tener al día su correspondencia personal. Apretó teclas hasta que guardó el documento y volvió al mostrador con una sonrisa algo crispada.

—¿Tiene alguna tarjeta? Podría decirle a la señora Stegler que la llame en cuanto llegue.

—Eso sería estupendo. —Revolví un rato en el bolso hasta que encontré una tarjeta—. ¿Cuánto tiempo hace que trabajas aquí?

—El uno de diciembre hará tres meses. Todavía estoy a prueba.

Puse la tarjeta en el mostrador.

—¿Te gusta el trabajo?

—Algo, pero no demasiado. Es aburrido, aunque no está mal. La señora Stegler trabaja aquí desde siempre y empezó igual que yo. No es que piense quedarme aquí tanto tiempo como ella. Me quedan dos semestres para terminar la diplomatura.

—¿En qué?

—Enseñanza primaria. Mi padre dice que hay que aceptar trabajos temporales porque en el currículo queda fatal que no hayas trabajado nunca. Como si fueras una vaga o algo por el estilo, cosa que no he sido nunca.

—Sí, bueno, pero si te gusta enseñar no tiene sentido que trabajes en algo que no tiene nada que ver.

—Eso fue lo que dije. Además, la señora Stegler tiene muy mal humor y me saca de quicio. Un día es suave como la mantequilla y de repente empieza a refunfuñar. Que me digan a mí qué problema tendrá esa mujer.

—¿Qué crees tú?

—Ni idea. Todavía están buscando a alguien que ocupe el puesto y ella está que trina. Cree que deberían ascenderla en vez de utilizarla, o al menos así lo cuenta ella.

—Y si la ascendiesen, ¿a quién sustituiría?

—A la señora Delacorte. La que echaron.

Mantuve una expresión de indiferencia. La pobre chica no sólo se aburría, sino que además no había aprendido las normas más elementales, la más importante de las cuales es que jamás hay que confiar secretos de la empresa a gente como yo.

—Ostras, qué mal. ¿Sabes por qué la despidieron? —Cuando me dispongo a fingir de lo lindo, empiezo por las «ostras» y los «jopés».

—No la despidieron exactamente. Más bien la relevaron.

—Ya entiendo. ¿Y eso cuándo fue?

—Cuando le pasó lo mismo a la señora Bart. Había sido la contable hasta entonces. Estaban haciendo entrevistas para cubrir su puesto cuando me la hicieron a mí para este.

—¿Y eso?

—¿Y eso qué?

—Que por qué cesaron la administradora y la contable al mismo tiempo. ¿Fue una casualidad?

—No —repuso—. La señora Bart se fue y la señora Delacorte se enfadó y organizó un escándalo. El señor Harrington sugirió que estaría más a gusto trabajando en otro sitio y la señora Delacorte le tomó la palabra. Es lo que he oído. —Dejó de hablar y sus ojos parecieron crecer tras la montura de plástico rojo—. No estará usted apuntando lo que digo, ¿verdad? No debo chismorrear. La señora Stegler se pondría hecha una fiera.

Levanté las manos.

—Sólo quiero entretenerme hasta que deje de llover.

Se dio unos golpecitos en el pecho.

—¡Uf! Me había puesto nerviosa. No quiero que se lleve una impresión errónea. Quiero decir…, es lo que le dije a ella, nunca me meto en los asuntos de los demás. No va con mi carácter.

—Ni con el mío —repliqué—. ¿Y quién es el señor Harrington? Nunca había oído hablar de él.

—Trabaja para la gestoría de Santa María.

—¿Y es quien te contrató?

—Más o menos. Me hizo una entrevista por teléfono, pero después de que la señora Stegler hubiera leído mi solicitud. Así es como funcionan las cosas aquí. Esos tipos piensan que son los jefes, pero somos nosotros quienes lo hacemos todo.

—Pensaba que el encargado de contratar y despedir era el doctor Purcell.

—No sé nada de eso. Llevaba menos de dos semanas aquí cuando él, ya sabe, se fugó o lo que sea. Creo que por eso tuvo que intervenir el señor Harrington.

—¿Dónde trabaja ahora la señora Delacorte? ¿No lo ha comentado nadie?

—Está en el Saint Terry. Lo sé porque vino la semana pasada a ver a la señora Stegler. Resulta que le salió un empleo estupendo, así que le va bien. Que te echen puede ser una bendición, lo que pasa es que en esos momentos no te das cuenta, o al menos eso dice ella.

—¿Y la señora Bart?

—No sé adónde ha ido.

—¿Conociste al doctor Purcell?

—Sé quién era, pero eso es todo. Su despacho está ahí. Es como si se hubiera desvanecido. Me pone los pelos de punta.

—Qué raro. Me pregunto qué pasaría.

—Yo no sé nada. Todo el personal está muy afectado. Los pacientes lo adoraban. Siempre se encargaba de que todos recibieran una postal el día de su cumpleaños y cosas así. Lo pagaba con su propio dinero, sólo para que estos pobres viejos se sintieran un poco especiales.

—¿Has oído alguna opinión acerca de lo que le pasó?

—Al principio no se hablaba aquí de otra cosa. Yo no, claro, porque casi no lo conocía.

—¿Y qué decía la gente?

Vi que forcejeaba con su conciencia y que deliberaba durante siete segundos; transcurridos estos, La Que Nunca Habla me acercó la cabeza.

—Prometa que no lo repetirá.

—No lo diré ni una vez.

Merry bajó la voz.

—La señora Stegler cree que se ha ido del país.

Yo también bajé la voz.

—Por…

—Medicare. La Seguridad Social.

—Ah, claro. Alguien lo mencionó tiempo atrás, pero no tuve oportunidad de preguntar. ¿Y por qué?

—Fraude —repuso—. El invierno pasado, la OIG…

—¿La OIG?

—Sí, la Oficina del Inspector General. Pertenece al Ministerio de Sanidad y Servicios Humanos. Bueno, pues la OIG nos mandó un fax con un listado de gráficas y pagos que querían ver. La señora Stegler dijo que al principio el doctor Purcell no hizo caso, que a veces te pinchan un poco para que no te pases de listo. Pero volvieron a la carga, y entonces se dio cuenta de que iba en serio. Fue enviando la información para ver cómo reaccionaban. Fatal. La caca le llegaba al labio inferior, por repetir lo que dijo la señora Stegler.

—¿Por eso trabajó hasta tan tarde los dos últimos meses?

—Bueno, sí.

—Entonces, ¿están investigando este centro?

—Sí. Empezó como una auditoría. Querían todos los papeles de los dos últimos años, desde que el doctor Purcell entró a trabajar como director médico. Bueno, es director médico y administrador, con un guión en medio. Por lo que dice la señora Stegler, si Pacific Meadows pierde la subvención, la cerrarán. Por no hablar de las sanciones que caerán…, ya sabes, multas y restituciones. Ella dice que habrá incluso cárcel, además de vergüenza pública. Los Purcell son gente guapa y bien, así que ya puede imaginar el escándalo. El doctor Purcell se llevaría la peor parte. Como si tuviera el culo en una honda. Son palabras de la señora Stegler, no mías.

—¿Y sus jefes?

—Ah, esos dos no tienen nada que ver con el fraude. Andan por todo el estado, ocupándose de otros asuntos.

—Bueno, parece que el doctor Purcell lo tiene mal —comenté.

—Si me pasa a mí, me muero.

—Apuesto a que sí —dije—. ¿Cuándo empezó todo esto?

—Creo que en enero, mucho antes de entrar yo. En marzo, los dos tipos de la UPDM… los de la Unidad de Prevención de Delitos Médicos, se presentaron sin llamar. Llegaron cargados de preguntas y con una lista de todas las gráficas que querían ver. Todos se echaron a temblar; casi se mearon encima. Al doctor Purcell le pusieron delante una larga lista de infracciones y un montón de gastos discutibles, o sea, falsos. Hablamos de miles de dólares. Por lo menos de medio millón, contando por encima. Resulta que a lo mejor es un sinvergüenza de tomo y lomo.

—Me sorprende que no saltara a los periódicos.

—La señora Stegler dice que lo mantendrán en secreto hasta ver qué tienen. Pero van tras él, y muy en serio.

—¿Y ella cree que desapareció para evitar las consecuencias?

—Bueno, es lo que habría hecho yo en su lugar.

—¿Cómo sabes que fue él? Habría otras personas con acceso a la facturación. Quizá por eso echaron a la contable —sugerí.

Se inclinó y bajó la mirada.

—No lo dirá, ¿me lo promete? Júrelo por Dios. —Me puse una mano en el corazón y levanté la otra—. La señora Dorner, la directora de personal, cree que el doctor Purcell podría haber sido secuestrado. Que lo raptaron en el aparcamiento, para evitar que hablara.

—Guau —dije, poniendo cara de incredulidad—. Por desgracia, la policía afirma que no hay ninguna prueba de que haya sucedido nada parecido.

—No se habría tardado mucho. Esparadrapo en la boca, meterlo en el maletero y largarse —dijo—. Podrían haber utilizado su propio coche, y por eso no lo han encontrado.

Reparé en la expresión de Merry en el momento en que se puso a manosear el correo, como si quisiera estar ocupada. Vi su expresión.

—Es una buena idea.

Miré por encima del hombro. Desde la puerta, una enfermera de uniforme blanco nos fulminaba con una mirada astuta e intimidatoria. Me aclaré la garganta y dije:

—Bueno, Merry. Será mejor que me vaya y te deje trabajar. Pasaré el lunes y hablaré con la señora Stegler.

—Le diré que ha estado usted aquí.

La enfermera se volvió para no perderme de vista cuando pasé a unos centímetros de ella. Reprimí un escalofrío cuando le di la espalda y me pregunté qué habría oído exactamente.

En la entrada recogí el chubasquero y me preparé para afrontar el temporal. Cuando salí del centro, la lluvia era llovizna y la niebla flotaba sobre el asfalto como si fuera humo. De los aleros todavía caían gotas a intervalos regulares. Esquivé un charco y me dirigí a la plaza donde había dejado el coche. Entonces vi que el nombre escrito en el suelo era P. DELACORTE.

Una vez en el coche, abrí el paquete de fichas y empecé a tomar notas, a razón de un dato por ficha, hasta que se me vació el cerebro. No dejaba de preguntarme por qué Crystal y la policía se habían olvidado de contarme lo del fraude.