5

Aparte de Henry, el local de Rosie estaba vacío cuando llegué, poco después de las siete de la tarde. Cerré el paraguas y lo apoyé en la pared, al lado de la puerta. Al parecer, la clientela de la Happy Hour ya había estado allí y se había marchado, y los bebedores del barrio todavía no habían aparecido en busca de la dosis nocturna. La cavernosa sala olía a ternera y a lana húmeda. Unos periódicos empapados hacían de felpudo en la entrada, y se distinguían las huellas de suciedad y tinta que habían dejado las suelas humedecidas al pisar el linóleo. El televisor, situado en un extremo de la barra, estaba encendido, aunque le habían bajado el volumen. Por la pantalla desfilaban las imágenes de una vieja película en blanco y negro. En una escena nocturna y lluviosa, un turismo de 1940 iba a toda velocidad por una carretera llena de curvas. Las manos de la mujer se crispaban en el volante. Por el parabrisas se veía un autoestopista esperando en la curva siguiente, lo cual no auguraba nada bueno.

Henry estaba solo, sentado a una mesa de cromo y formica, a la izquierda de la puerta, con el impermeable doblado en la silla que tenía enfrente y el paraguas formando un charco de lluvia al pie de la pata de la mesa en la que estaba apoyado. Se había llevado la bolsa marrón en la que Rosie había guardado las facturas médicas de su hermana. Tenía al lado un vaso de Jack Daniel’s y las gafas le habían resbalado hasta la punta de la nariz. En la silla de al lado había un fichero de acordeón, con los bolsillos etiquetados por meses. Lo miré mientras desdoblaba una factura, comprobaba el membrete y la fecha y la guardaba en el correspondiente apartado antes de pasar a la siguiente. Acerqué una silla.

—¿Necesita ayuda?

—Claro. Algunas son de hace dos años o más.

—¿Pagadas o sin pagar?

—Eso todavía no lo sé. Supongo que las habrá de las dos clases. Es un caos.

—No puedo creer que se haya ofrecido a hacer esto.

—No es para tanto.

Cabeceé sonriendo. Henry es un encanto, y sé que haría lo mismo por mí si lo necesitara. Nos mantuvimos en agradable silencio, abriendo y ordenando facturas.

—¿Dónde se ha metido Rosie? —pregunté.

—En la cocina. Está haciendo un budín de hígado de becerro con salsa de anchoas.

—Suena apetitoso —comenté, y Henry me fulminó con la mirada—. Bueno, podría serlo, ¿no? —rectifiqué.

Rosie estaba especializada en preparar platos húngaros inverosímiles, imposibles de pronunciar y a veces demasiado raros para engullirlos. Como por ejemplo, su caldo de gallina con uvas blancas. Dado su carácter autoritario, solíamos pedir lo que nos aconsejaba y tratábamos de mostrarnos entusiasmados ante lo que se avecinaba.

Se abrió la puerta de la cocina y apareció William, elegantemente vestido con traje de rayas y chaleco y con el periódico vespertino bajo el brazo. Como Henry, es alto y de miembros largos, con los mismos ojos azules y la cabeza igualmente cubierta de pelo blanco. Se parecían tanto que podían pasar por dos gemelos que habían desarrollado ligeras diferencias con el paso de los años. No obstante, la cara de Henry era más estrecha, y William tenía la barbilla y la frente más pronunciadas. Cuando William llegó a la mesa, pidió permiso para sentarse con nosotros y Henry le señaló la silla libre.

—Buenas tardes, Kinsey. Ya veo que estáis muy ocupados. Rosie no vendrá todavía porque está preparando la cena. Vais a comer budín de hígado de becerro con colinabo.

—Me está asustando —dije.

William abrió el periódico, buscó la sección segunda y miró la página de esquelas funerarias. Aunque su hipocondría vitalicia se había mitigado con el matrimonio, todavía sentía fascinación por la gente que había accedido al otro mundo de mano de sus enfermedades. Y se enfadaba si una esquela no especificaba la naturaleza de la dolencia que se había llevado al difunto. En momentos de depresión o de inseguridad, volvía a las manías de siempre e iba a entierros de desconocidos, preguntando discretamente a los demás asistentes por el motivo de la defunción. Para él era fundamental identificar los primeros síntomas de la enfermedad decisiva: visión borrosa, vértigo, dificultad respiratoria…, los mismos síntomas que él empezaría a experimentar la semana siguiente. Nunca se quedaba tranquilo hasta que averiguaba la verdad. «Molestias gástricas», nos decía después, con cara de saberlo todo. «Si hubiera ido al médico la primera vez que las sintió, hoy es posible que estuviera con nosotros. Me lo dijo su hermano». «Todos tenemos que morir algún día», decía siempre Henry.

William se lo tomaba a mal, y replicaba: «No tienes por qué ser tan pesimista. Autovigilancia, esa es mi idea. Escuchar los mensajes del cuerpo…». «Pues el mío dice: “Algún día morirás por mucho que te vigiles, viejo pedorro”».

Aquella noche, Henry echó una discreta ojeada al periódico de William.

—¿Algún conocido?

William negó con la cabeza.

—Un par de críos de setenta años; sólo uno trae foto. No creo que se la hicieran después de 1952. —Miró fijamente la página—. Espero que de jóvenes no tuviéramos nosotros esta pinta de lameculos.

—Tú sí —dijo Henry, tomando un sorbo de whisky—. Si te mueres antes, sé exactamente la foto que daré al periódico. Aquella del viaje que hicimos en verano a Atlantic City, en la que estás con unos pantalones bombachos que parecen pololos. Llevas la raya del pelo en el centro y da la sensación de que te has puesto pintalabios.

William adelantó la cabeza.

—El señor todavía está celoso porque le quité a Alice Vandermeer. Bailaba el fox trot divinamente y tenía un montón de dinero.

—Tenía un forúnculo en la mejilla del tamaño y el color de una pasa de Corinto. Nunca sabía por dónde mirarla, así que se la cedí.

William llegó a los anuncios por palabras y se puso a comparar las descripciones de los perros y los gatos «encontrados» con las de los perdidos; solía encontrar coincidencias. Mientras Henry y yo seguíamos abriendo y clasificando las facturas de Klotilde, William nos entretenía comentando anuncios. Levantó la mirada del periódico y anunció, mirándome:

—Aquí hay algo que podría interesarte. ¿Todavía necesitas despacho? Deberías mirar esto. Cincuenta metros cuadrados, recién restaurado, en el centro de la ciudad. Doscientos cincuenta al mes, listo para estrenar.

Dejé lo que estaba haciendo y acerqué la cabeza.

—Bromea. Déjeme verlo.

William me pasó la página y señaló el anuncio, que decía:

ALQUILER: 50 M2 EN FINCA VICTORIANA RECIÉN RESTAURADA, EN PLENO CENTRO, JUNTO PALACIO JUSTICIA; BAÑO PROPIO, ENTRADA PARTICULAR, TERRAZA PRIVADA. 250 DÓLARES MES. LLAMAR A RICHARD A PARTIR 6 DE LA TARDE.

Luego venía un teléfono.

Lo leí dos veces, pero el mensaje no cambió.

—Apuesto a que es un timo. En estos anuncios, siempre ponen las cosas mejor de lo que son.

—No pierdes nada llamando.

—¿Eso cree?

—Desde luego.

—¿Y si ya lo han alquilado?

—No habrás perdido nada. Quizás ese tipo tenga más. —Sacó una moneda del bolsillo del chaleco y la dejó en la mesa, delante de mí—. Llama.

Recogí la moneda y el periódico y eché a andar. El teléfono estaba en el vestíbulo, una zona débilmente iluminada por un anuncio de Budweiser. Marqué el número y volví a leer el anuncio mientras oía cinco timbrazos. Por fin respondieron y pedí que me pusieran con Richard.

—Soy yo.

Le eché unos treinta años, aunque por teléfono una voz puede engañar bastante.

—Llamo por el anuncio del despacho que viene en el periódico de esta tarde. ¿Está todavía libre? —pregunté, no sin advertir que en la voz se me había infiltrado un ligero timbre quejumbroso.

—Sí, pero exigimos contrato por un año como mínimo, el alquiler de dos meses y un depósito.

—¿En qué calle está?

—Floresta. Enfrente de la comisaría, a unos seis portales de distancia.

—¿Y el precio es correcto? El anuncio dice doscientos cincuenta dólares al mes.

—Es sólo una habitación. Tiene armario y cuarto de baño privado, pero no es grande.

Imaginé una cabina telefónica.

—¿Puedo ir a verlo esta noche?

—Da la casualidad de que mi hermano está ahora enmoquetándolo y yo voy hacia allí. Si quiere echar un vistazo, podemos vernos en el lugar dentro de un cuarto de hora.

Según mi reloj eran las siete y media.

—Estupendo. Voy ahora mismo. ¿Cuál es la dirección exacta?

Me la dio.

—Puede entrar por el aparcamiento que hay en la parte trasera. Verá las luces en el primer piso. Mi hermano se llama Tommy, y el apellido es Hevener.

—Yo soy Kinsey Millhone. Muchas gracias. Hasta dentro de un cuarto de hora.

Saltaba a la vista que antes había sido una casa unifamiliar: un edificio de madera de una sola planta, con buhardillas en las vertientes del tejado y multitud de adornos inútiles. A las ocho menos dieciocho minutos doblaba con el VW por el camino del aparcamiento, rebanando las sombras con los faros. Reduje la velocidad y miré por la ventanilla. La pintura blanca parecía reciente y había macizos de flores por todas partes. ¿Cómo no lo había visto antes? La situación era ideal, a una manzana de donde estaba por entonces, y el precio no podía ser mejor. Conté diez plazas de aparcamiento en el estrecho patio pavimentado con asfalto y vallado por dos lados. En una plaza había una furgoneta negra, pero las demás estaban libres a aquella hora. En la entrada del callejón trasero había un cubo grande de basura. Si miraba hacia arriba, veía las ventanas del despacho de Lonnie y la tapia que cerraba el pequeño patio que había detrás de su edificio. Aparqué y salí del coche, tratando de dominar la euforizante esperanza que me dominaba. Por lo que sabía, la propiedad estaba en venta, o en el solar se había instalado antaño una gasolinera y tenía el suelo todavía manchado de benceno y otros productos cancerígenos.

Detrás de la casa habían construido una ancha terraza de secoya y una larga rampa de madera para facilitar el acceso a los minusválidos. Del centro de una mesa de cristal rodeada por cuatro sillas brotaba una sombrilla grande de lona blanca. Y había grandes macetas de barro con hierbas. Estaba a punto de desmayarme. Las luces de la planta baja estaban encendidas. Entré en un pequeño vestíbulo. Vi una puerta abierta a mi derecha. El olor a pintura reciente era intenso, pero cedía ante el ímpetu del tufillo a moqueta nueva. Cerré los ojos y recé en silencio, arrepintiéndome de mis pecados y prometiendo no reincidir. Abrí los ojos y crucé la puerta, peinando la habitación con una sola mirada.

La habitación medía cuatro por cuatro, y dos de las paredes tenían ventanas nuevas de manivela. En lugar de las cortinas convencionales, había dos juegos de persianas blancas. En la pared del fondo había dos puertas abiertas; una daba a un pequeño lavabo, y la otra a lo que a todas luces había sido un cuarto de vestir. Un joven pelirrojo con tejanos, camiseta verde oliva y gruesas botas de trabajo estaba sentado en el suelo, golpeando con el pie un clavo de moqueta para que quedara bien estirada. Habían puesto ya el cable telefónico, y el aparato descansaba encima de una caja de cartón vacía.

La moqueta era de nailon industrial, con un dibujo de motas marrones sobre un fondo gris carbón. Vi el cuchillo de enmoquetar, de hoja curva y gruesa, y el martillo con que había asegurado el tejido bajo las tiras de clavos. Los trozos de moqueta sobrantes estaban amontonados en medio de la habitación. Pegada a la pared había una nevera de plástico, cerca de una papelera llena también de trozos de moqueta. La bombilla de doscientos vatios que colgaba del techo daba a la habitación una atmósfera asfixiante.

—Hola, soy Kinsey —dije—. Tu hermano dijo que vendría a las ocho menos cuarto. ¿Eres Tommy?

—Sí. Richard siempre llega tarde. Está garantizado. Yo soy el bueno, el que aparece cuando se le espera. Aguarda un momento. Ya casi he terminado.

Levantó la cara y me sonrió, todo él ojos verdes y dientes blancos. Unas arrugas profundas le flanqueaban la boca como si fuesen abrazaderas. Pelirrojo y de faz rubicunda, el efecto era electrizante, como una película en blanco y negro con una inesperada secuencia en tecnicolor. Aparté los ojos al sentir que un escalofrío me recorría la espalda. Creo que no lancé ningún gemido.

Vi cómo daba patadas, martilleaba y cortaba, y cómo se le hinchaban los músculos de los hombros y la espalda mientras trabajaba. Tenía los brazos cubiertos de venas y de un fino vello rojo. El sudor le corría por las mejillas. Encogió un hombro y se secó la cara con la manga de la camiseta. Dejó el martillo y se puso en pie, limpiándose las manos en las perneras del pantalón. Luego me tendió una mano y dijo:

—¿Cómo has dicho que te llamas?

—Kinsey. El apellido es Millhone, con dos eles.

El sol había dejado huella en su tez clara, trazándole en la frente y alrededor de los ojos una serie de rayas. Le eché veintitantos años, casi treinta, un metro con setenta y cinco, y alrededor de setenta kilos. Con mi pasado policíaco, aún veía a los hombres como sospechosos a los que tendría que identificar más tarde en una rueda de reconocimiento.

—¿Te importa si echo un vistazo?

—Como quieras —repuso, encogiéndose de hombros—. No hay mucho que ver. ¿A qué te dedicas?

Entré en el lavabo y mi voz retumbó entre las baldosas.

—Soy investigadora privada.

Un inodoro, un lavabo con un armario de espejos encima. La ducha era de fibra de vidrio, con puerta de cristal y marco de aluminio. El suelo era de baldosas blancas, lo mismo que las paredes hasta media altura. Por encima había un papel estampado con motivos florales crema, blancos y gris carbón. El efecto era tan innovador como anticuado. También era fácil de limpiar.

Volví a la habitación principal, fui al vestidor y contemplé el espacio de un metro por dos, completamente enmoquetado, vacío y pintado de blanco. Los archivadores y accesorios de oficina cabrían más que de sobra. Incluso había un gancho para colgar la chaqueta. Salí y recorrí con la mirada la habitación principal. Si ponía el escritorio frente a la ventana, vería la terraza. Las persianas me venían estupendamente; si entraba un cliente, podía bajar las inferiores para que no se viese por fuera y dejar subidas las de arriba para que entrara luz. Probé la manivela de la ventana y giró suavemente emitiendo un leve chirrido. Me asomé.

—¿No hay termitas ni goteras?

—De eso nada. Te lo puedo garantizar porque lo he comprobado personalmente. Es un sitio muy tranquilo. Tienes que verlo de día. Por las ventanas entra un montón de luz. Y si hay problemas, tienes a la policía en la acera de enfrente. —Tenía un leve acento del sur.

—Por suerte, mi trabajo no es tan peligroso.

Se metió las manos en los bolsillos. Tenía la cara llena de manchas solares que le moteaban la piel como si fueran pecas. No se me ocurría cómo continuar la conversación y se produjo un silencio. Tommy lo rompió, sin mucha ayuda por mi parte.

—Este sitio estaba hecho un asco cuando lo compramos. Mejoramos la instalación eléctrica y las cañerías, pusimos techo nuevo y marcos de aluminio. Cosas así. —Hablaba tan bajo que tenía que esforzarme para oírle.

—Está muy bien. ¿Cuánto hace que lo tenéis?

—Cosa de un año. No somos de aquí. Nuestros padres murieron hace unos años, los dos. A Richard le gusta tocar ese tema menos que a mí. Todavía nos duele. Así que ahora sólo quedamos los dos, mi hermano y yo. —Se acercó a la nevera y la abrió sin dejar de mirarme—. ¿Quieres una cerveza?

—Ah, no, gracias. Estaba a punto de cenar cuando me enseñaron el anuncio. En cuanto hable con Richard, volveré allí.

—No te gusta beber y conducir —replicó, sonriendo.

—Algo de eso hay —dije.

Metió la mano entre el hielo, sacó una Pepsi light y tiró de la lengüeta. Levanté la mano, pero no lo bastante rápido para impedírselo.

—De verdad, no quiero nada.

Su voz burlona suavizó el frunce que se le había formado en la frente.

—Ni cerveza, ni refrescos. La lata está abierta. Al menos toma un sorbo. No querrás que se desperdicie entera —dijo, volviendo a ofrecerme la Pepsi y agitando la lata con aire persuasivo.

Acepté por no discutir.

Volvió a la nevera y sacó una botella de Bass Ale. Hizo saltar la chapa y la empuñó por el gollete mientras se sentaba en el suelo. Apoyó la cabeza en la pared y estiró las piernas. Las botas parecían enormes. Señaló la moqueta.

—Siéntate. A lo mejor estás más cómoda.

—Gracias.

Me senté delante de él y tomé un sorbo de refresco antes de dejar la lata a un lado. Tommy bebió un buen trago; parecía de esos hombres acostumbrados a fumar mientras trabajan.

—Antes fumaba —dijo, como si me hubiera leído el pensamiento—. Fue difícil dejarlo, pero creo que me he desenganchado. ¿Tú fumas?

—Hace mucho tiempo.

—Ya hace seis meses que lo dejé. De vez en cuando todavía tengo ganas, pero respiro hondo dos veces, así… —El pecho se le hinchó mientras aspiraba ruidosamente por la nariz. Dejó escapar el aire—. Las ganas desaparecen enseguida. ¿De dónde eres?

—De aquí. Estudié en el instituto de Santa Teresa.

—Mi hermano y yo somos de Tejas, de un pueblo llamado Hatchet. ¿Has oído mencionarlo alguna vez? —Negué con la cabeza—. Está cerca de Houston. Nuestro padre se dedicaba al petróleo. Por suerte vendió la compañía antes de que el negocio se agotara. Luego lo invirtió todo en bienes raíces, grandes almacenes, edificios de oficinas y todo tipo de fincas comerciales. California es extraña. La gente no parece tan cordial como en el lugar de donde venimos. Sobre todo las mujeres. Hay mucha engreída por aquí.

Volvió a hacerse el silencio.

Tomó otro trago de cerveza y se secó la boca con la mano.

—Investigadora privada. Eso es nuevo para mí. ¿Llevas pistola?

—A veces. Normalmente no. —No me gustaba que me sonsacaran, aunque lo más probable es que quisiera mostrarse amable mientras llegaba su hermano.

Sonrió con desgana, como si percibiera mi innato mal genio.

—¿Y tú qué prefieres? ¿Los mucho más jóvenes que tú o los mucho más viejos?

—Nunca me he planteado nada semejante.

Agitó un dedo.

—Mucho más viejos.

Me ruboricé. Dietz no era tan mayor.

—A mí me gustan las mujeres de tu edad —dijo, enseñando unos dientes blanquísimos—. ¿Tienes novio?

—Eso no es asunto tuyo.

Se echó a reír.

—Vamos, mujer. ¿Hay alguien a quien veas a menudo?

—Más o menos —respondí; no quería mandar al cuerno a aquel muchacho cuando, contra toda esperanza, esperaba alquilar aquel local.

—«Más o menos». Me gusta. ¿Y eso cuánto es?

—Supongo que «más».

—No debe de ser un romance, si sólo lo supones. —Entornó los ojos como si consultara con su intuición—. Te diré lo que pienso. Apuesto a que eres una esquizofrénica total. Apuesto a que das una de cal y otra de arena a los demás seres humanos, sobre todo a los hombres. ¿Tengo razón?

—No necesariamente. Yo no lo describiría así.

—Pero seguro que has visto a muchos chicos malos, por el trabajo que tienes.

—También he visto chicas malas.

—Otra cosa que me gusta. Chicas malas, mujeres malas, traidoras, rebeldes… —Levantó la cabeza y miró el reloj—. Ahí llega. Quince minutos tarde. Puntualmente impuntual.

Miré por la ventana y vi que unos faros barrían el aparcamiento. Me puse en pie. Tommy terminó su cerveza y dejó la botella a un lado. La puerta de un coche se cerró de golpe y al poco apareció Richard Hevener, dándose insistentemente con una carpeta en el muslo. Llevaba tejanos y una camiseta negra sobre la que se había puesto una cazadora negra de cuero. Era moreno, más alto que Tommy y mucho más robusto. Era el hermano formal, y parecía tomarse muy en serio a sí mismo. Aquello prometía ser un aburrimiento.

—Richard Hevener —dijo, alargándome la mano. Nos la estrechamos y se volvió a Tommy—. Tiene buen aspecto.

—Gracias. Termino de recoger y me voy. ¿Necesitas algo más?

Me aparté a un lado mientras hablaba. Deduje que había otra propiedad en trance de reformarse y que Tommy se pondría a trabajar en ella la semana siguiente. Sus modales habían cambiado en presencia de su hermano, y ya no tenía ganas de coquetear. Terminada la charla, Tommy recogió la papelera llena de trozos de moqueta y se la llevó al cubo de basura que había en la parte posterior.

—¿Qué le parece el lugar? —preguntó Richard, volviéndose hacia mí—. ¿Quiere rellenar una solicitud?

Su acento y su forma de hablar eran mucho menos tejanos que los de Tommy, y eso hacía que su imagen se acercara más a la de una persona mayor, con más sentido de lo práctico.

—Sí, la rellenaré —dije, tratando de no parecer demasiado interesada.

Me pasó la carpeta y un bolígrafo.

—El agua y la basura corren por nuestra cuenta. Usted abonará la luz y el teléfono. La calefacción se paga a partes iguales y varía según la estación. Sólo hay otro inquilino, un contable.

—No puedo creer que no lo hayan alquilado ya.

—Acabamos de poner el anuncio y ya hemos recibido muchas llamadas. Tres después de la suya. Esta noche tengo que ver a otra persona.

Sentí que crecía mi ansiedad. Me apoyé en el alféizar de la ventana y empecé a rellenar la solicitud. Todas son una lata, ya que piden datos que en realidad no interesan a nadie. Puse mi número de la Seguridad Social y el del permiso de conducir, y tracé un círculo alrededor de la palabra correspondiente en el apartado que preguntaba si estaba soltera, casada o divorciada. Domicilios anteriores, duración de la estancia y motivos de la mudanza. Di algunas referencias personales y la razón social de mi banco. Algunas cosas me las inventé, y puse una línea de puntos donde se me pedían los números de las tarjetas de crédito y el saldo de las cuentas correspondientes. Cuando terminé, Tommy ya se había ido. Oí su furgoneta en el camino del aparcamiento, y al poco rato se desvaneció el ruido. Di la carpeta a Richard y lo observé mientras leía los datos.

—Si quieres un depósito, puedo dártelo esta misma noche.

—No hace falta. Comprobaré las referencias y el crédito. El lunes vendrán otras dos personas.

—¿Cuánto tiempo tardarás en tomar una decisión?

—A mediados de semana. Indícanos cómo localizarte por si hay que preguntarte algo.

Señalé la solicitud.

—He anotado el teléfono de mi casa y el del trabajo. Tengo contestador automático en los dos sitios.

—¿Esta es la dirección laboral?

—Sí. Tengo un despacho alquilado en el bufete de un abogado llamado Lonnie Kingman. Él y mi casero te dirán que siempre les he pagado puntualmente.

—Todo parece en regla. Si sale algo, te llamaré. Si no, me pondré en contacto contigo cuando haya revisado todas las solicitudes.

—Muy bien. Suena fantástico. Si quieres, podría pagar por adelantado los seis primeros meses.

Mi conducta era ya ridícula, servil e insegura.

—¿En serio? —preguntó Richard. Me miró largamente con aquellos ojos pardos y meditabundos—. Mil quinientos dólares más los ciento setenta y cinco del depósito —dijo, para asegurarse de que yo comprendía a fondo el alcance de mi capricho.

Pensé en el cheque que me había dado Fiona por valor de mil quinientos dólares.

—No hay problema. Podría abonarlos ahora mismo.

—Lo tendré en cuenta —replicó.