Aproveché la ausencia de testigos para inspeccionar el lugar. Por lo general, cuando me dejan a mi aire, abro algunos cajones, miro la correspondencia, y a veces incluso leo una carta o un extracto bancario. En la correspondencia suele haber mucha información, de ahí que violarla se castigue con penas tan severas. A pesar de mi instinto de garduña, no fui capaz de encontrar nada de interés, y me limité a mirar los muebles de la casa, tratando de calcular su valor, un tema en el que no estoy especializada. En un rincón había una mesa redonda con un mantel hasta el suelo, rodeada por cuatro sillas protegidas por esas fundas de tela que se atan al respaldo con un lacito. Levanté una funda y vi que se trataba de sillas metálicas plegables, normales y corrientes. La misma mesa no era más que un tablero de contrachapado sujeto con tornillos a un rústico juego de patas. Constituía una prosaica metáfora de casi todo lo que veo mientras hago mi trabajo: lo que parece bueno a simple vista suele ser mierda en cuanto hurgas un poco.
En la pared del fondo, a la izquierda, había estanterías hasta el techo, con una escalera de mano enganchada a un raíl que las recorría a media altura. Una inspección más escrupulosa puso de manifiesto que los estantes estaban llenos de novelas de amor firmadas con sonoros seudónimos femeninos. Una chimenea independiente, a la sueca, proporcionaba calor en las noches frías sin obstaculizar la vista del mar. Entre la cocina de diseño y la parte del comedor que daba a la playa había un gran mostrador en ángulo. A la derecha vi una escalera que me dio envidia. En las dos plantas superiores estaban seguramente los dormitorios y quizás habría un estudio o un despacho doméstico en el que se guardarían los papeles y documentos de la vivienda. Aunque lo más probable era que el correo se enviase a la residencia principal de Horton Ravine, circunstancia que explicaría que no hubiera cartas a la vista.
Oí que alguien cruzaba la habitación del piso de arriba; era un rumor blando, de pies desnudos que pisan un suelo de madera. Levanté los ojos sin pensar, siguiendo el sonido. Entonces descubrí que había una especie de ventana en el techo, de vidrio o de algún plástico transparente, de unos dos metros de lado, que daba al dormitorio de encima. No di crédito a mis ojos cuando vi pasar a Crystal Purcell desnuda. Medio minuto después, bajó las escaleras, descalza y con unos tejanos viejos, tan bajos de cintura que se le veía el ombligo. Llevaba encima una camiseta gris, muy corta, y con el cuello deformado por el uso. Según mis cálculos, no había tenido tiempo de ponerse ropa interior.
El pelo, de ese rubio subido que se fabrica en los salones de belleza, le llegaba hasta los hombros y le envolvía la cara en un amasijo de bucles. Aún tenía húmedos de la ducha unos cuantos mechones que le caían por el cuello. Me tendió la mano y dijo:
—Hola, Kinsey. Siento haberte hecho esperar. He estado corriendo un rato y quería quitarme de encima el sudor y la arena. —Su apretón fue firme, su voz suave y sus modales agradables aunque contenidos—. ¿Dónde está Anica? ¿Se ha ido? Le dije que te hiciera compañía hasta que terminara.
—Acaba de irse. Dijo que la llamaras en cuanto estuvieras libre.
Se dirigió a la cocina, lanzándome los comentarios mientras avanzaba hasta el frigorífico de acero inoxidable y sacaba una botella de vino.
—Esa mujer ha sido una bendición del cielo, sobre todo con Leila en casa los fines de semana. Ya es bastante difícil la situación sin tener que preocuparme por ella por encima de todo lo demás. Anica es consejera en el colegio privado de Leila.
—Eso me dijo. Es una suerte tenerla tan cerca.
—Es una buena amiga. De las pocas con que puedo contar, añadiría. Los amigos de Dow en Horton Ravine me miran con desprecio.
No se me ocurrió qué contestar y mantuve la boca cerrada. Fui hasta el mostrador, sin perderla de vista. Vi restos de la cena de Griff. En la bandeja de la silla de cromo y plástico todavía había un plato Beatrix Potter de tres secciones, con restos secos de huevo revuelto, tostada y puré de manzana. Del respaldo de la silla colgaba un babero.
—¿Cuánto hace que la conoces?
—Pues no mucho. Desde principios de primavera. La vi en la playa y, más tarde, en la Academia Fitch, en una de esas horrorosas entrevistas con padres. ¿Te ofreció algo de beber?
—Sí. Pero pensé que sería mejor no tomar nada todavía.
—Ah, ¿sí? ¿Y por qué?
Sacó un sacacorchos del cajón y empezó a abrir la botella mientras se acercaba a un armario en busca de una copa.
—No lo sé —repuse—. No me parece muy profesional, ya que estoy aquí por trabajo.
Confusa, sacó otra copa y la levantó.
—¿Estás segura? No contará en perjuicio tuyo. Podemos sentarnos en la terraza y beber vino mientras contemplamos la puesta de sol.
—Bueno. ¿Por qué no? Me has convencido.
—Estupendo. Detesto beber sola. —Me alargó las copas y la botella—. Si llevas esto, prepararé algo para picar. Así no se nos subirá tanto el vino…, o no se nos subirá más de lo que queramos.
Recogí las copas con una mano, formando una equis con los pies de las mismas, y encajé la botella entre el brazo y el tórax. Crucé el salón y abrí una puerta con el codo. Una vez en la terraza, lo dejé todo encima de una mesa de madera erosionada que había entre dos tumbonas de playa. El viento que llegaba del océano era húmedo y de olor fuerte, como de caldo de almejas. Respiré hondo, percibiendo un ligero sabor a sal en el fondo de la garganta.
Junto a la casa había dos palmeras de ramas susurrantes que se perfilaban contra el fondo grisáceo. Me acerqué al borde de la terraza y contemplé el oleaje. La playa estaba desierta. Las luces blancas de las plataformas petrolíferas destacaban en alta mar como diamantes sobre terciopelo oscuro. Aquel clima me despertaba cierta sensación de peligro. Me senté y crucé los brazos para protegerme del frío. Estaba a punto de anochecer; oscurecía gradual e indiscriminadamente, y no se distinguía ningún color entre las nubes. A lo lejos, en el horizonte, se veían manchas de plata allí donde los últimos rayos de sol atravesaban el manto del mar. Oí el lejano ronroneo de un avión que se aproximaba a la costa. Visto por los cristales de las puertas, el salón parecía limpio y acogedor. Menos mal que iba protegida por el jersey de cuello alto y por la chaqueta. Miré la botella de Chardonnay, con su elegante etiqueta negra y plata. Me acerqué. El precio marcado era de sesenta y cinco dólares, más de lo que una servidora había pagado aquel mes por el teléfono y la electricidad juntos.
Se encendieron dos lámparas de adorno y Crystal, todavía descalza, salió de la casa con una bandeja con queso, galletas, uvas y trozos de manzana. Se había puesto un ancho jersey azul marino que le llegaba casi hasta las rodillas y que le sentaba muy bien. Dejó la puerta abierta y me miró.
—Parece que tienes frío. Yo estoy acostumbrada al mar, pero tú te estás helando. ¿Quieres que encienda las estufas exteriores? No tardaré ni un segundo. Sirve el vino mientras.
Hice lo que me indicaba, y luego me dediqué a observarla mientras se agachaba sobre una bombona de propano coronada por una pantalla. Llevaba las uñas de las manos y de los pies arregladas a la francesa, con un toque blanco para realzar la media luna de las bases y el arco de las puntas. El efecto era de limpieza, aunque, al igual que el del pelo, no parecía barato y necesitaba retocarse cada dos semanas. Costaba poco imaginársela meneando las caderas. Abrió una válvula y encendió el gas con un mechero eléctrico. La enrojecida pantalla no tardó en ponerse casi blanca. Encendió otra estufa y la volvió hacia nosotras para que el calor llenase el espacio que nos separaba.
—¿Mejor así?
—Mucho mejor.
—Bien. Si necesitas más calor, no dudes en decírmelo. Tengo un buen suplemento de jerséis en el armario que hay bajo la escalera.
Bebimos vino en silencio mientras meditaba cómo y por dónde empezar.
—Te agradezco que me hayas concedido parte de tu tiempo.
Crystal sonrió ligeramente.
—He pensado más de una docena de veces en contratar a un investigador, pero no quería herir los sentimientos de la policía. Confío por completo en el trabajo que hacen. Aunque parece que Fiona no opina lo mismo.
—Le gusta la idea de que alguien se dedique en exclusiva a los intereses de la familia. La policía tiene otros casos que requieren su atención inmediata. —Me detuve—. Quisiera aclarar que cualquier comentario que hagas estará a salvo conmigo. Si tienes información relevante, tendré que comunicársela, pero no le contaré nada más. Puedes ser todo lo sincera que quieras.
—Gracias. Es lo que me estaba preguntando.
—Deduzco que no os tenéis mucho cariño.
—Difícilmente. Fiona ha hecho lo imposible por convertir mi vida en un infierno.
Tenía el rostro anguloso y la boca ancha. Los ojos eran grises, las cejas claras y las pestañas negras y espesas. Aparte del rímel, llevaba muy poco maquillaje. Habría jurado que se había operado los ojos y la nariz. En realidad, todo lo que veía parecía haber sido retocado o mejorado por algún frenético equipo de cirujanos que se hubiera inclinado sobre ella en la mesa de operaciones para repararle una pieza tras otra.
—Sé que se esfuerza por presentarse como víctima de todo esto —continuó, sonriendo sin estirar la boca—, como la traicionada, la utilizada. La verdad es que no le dio a Dow nada en absoluto. Todo era para ella. Dow llegó a un punto en el que ya no tenía más que lo puesto. Pobre hombre. Cuando pienso en las horas que trabajaba, en todos los sacrificios que hizo por ellas, ¿y a cambio de qué? Durante años, las tres han revoloteado a su alrededor con la mano abierta. Sobre todo Fiona. Siempre aparecía con alguna idea disparatada, como por ejemplo su actual empresa. ¿Diseño de interiores? ¿A quién quiere engañar? Una matrona de Horton Ravine que gasta el dinero de otra persona y, de repente, se pone a hablar de su talento y del «ojo» que tiene para la decoración. Sólo tiene un cliente, una amiga suya que se llama Dana…
—¿Y está casada con un socio de Dow?
—Sí, con Joel Glazer. ¿Cómo es que lo conoces?
—No lo conozco. La conozco a ella. Bueno, la conocí cuando estaba casada con otro.
—No debe de ser muy espabilada. Fiona ha estado sacándole todo lo que ha podido.
—¿Y las hijas de Dow? ¿Cuál es tu relación con ellas?
Crystal se encogió de hombros.
—Con ellas no hay problema. No saben ni la mitad de lo que está pasando. Es probable que me odien, pero al menos tienen la educación de no decirlo. Suelen estar ocupadas desangrando a su padre. Estoy segura de que les preocupa la posibilidad de que haya muerto y nos deje todo el dinero a Griffith y a mí, y lo entiendo. Yo también estaría preocupada si estuviera en su lugar.
Empuñó un cuchillo de mantequilla y lo hundió en el brie. Extendió el queso en una galleta y me la pasó. Con la galleta en la mano, estuve mirando a Crystal mientras se preparaba otra, se la introducía en la boca y la masticaba.
—De todas formas, con Dow desaparecido, todo eso importa bien poco. Las diferencias que pueda tener con Fiona son irrelevantes.
—¿Se te ocurre dónde podría estar?
—Qué más quisiera. Es en lo único en que he pensado durante estas nueve semanas.
—¿Crees que está vivo?
—No, la verdad es que no, pero no estoy segura. Si supiera que ha fallecido, al menos podría afrontar ese hecho, asumirlo y seguir viviendo.
—El inspector me comentó que había desaparecido dinero. Dijo que habían sacado del banco cerca de treinta mil dólares durante los dos últimos años.
—Eso he oído. No supe nada hasta que me lo contaron. Sé que tenía mucho dinero en alguna parte, pero nunca me dijo nada al respecto. Por lo visto, los balances de esa cuenta se enviaban a un apartado de correos que antes fue mío. Dowan me preguntó por él hace un par de meses y le dije que lo había cancelado. Pero parece que estuvo pagando para conservarlo todo este tiempo.
—¿Y por qué te preguntó si ya conocía la respuesta?
Crystal se encogió de hombros.
—Quizá quisiera saber cuánto sabía yo.
—¿Por qué necesitaría ese dinero en efectivo?
—No tengo la menor idea. Utilizaba las tarjetas de crédito para todo.
—¿Podría ser alguna clase de extorsión?
—¿Por qué motivo?
—Es lo que estoy preguntando. ¿Se te ocurre algo?
—¿Crees que lo estaban chantajeando? Es ridículo. ¿Cómo iban a hacerlo?
—¿No es posible?
Me miró brevemente y negó con la cabeza, como si tuviera la mente en blanco.
—¿No es más lógico que un chantajista pida cantidades más sustanciosas, y no tres míseros billetes a la semana?
—Podría resultar más aceptable de esa forma. Una cosa es exigir una elevada cantidad de dinero y otra muy distinta pedir ayuda para ir tirando.
—Estoy segura de que si alguien hubiera estado sacándole dinero me lo habría dicho. Dow me lo contaba todo.
—O eso crees.
Crystal parpadeó.
—Sí, claro.
—Además, imagina que estuvieras complicada.
—¿De qué manera?
—Puede que pagara ese dinero secreto por ti, para protegerte.
—No lo creo.
Habría jurado que se le habían coloreado las mejillas, pero con aquella luz tan débil era difícil asegurarlo. Desde luego, su mano no tembló cuando se llevó la copa a los labios. La dejó sobre la mesa e introdujo las manos entre las rodillas, como para calentárselas.
Cambié de táctica, ya que no quería que se aislara de la conversación.
—¿Estarías dispuesta a retroceder y a contarme qué han sido para ti estas nueve semanas? —pregunté.
Dejó escapar un bufido.
—Ha sido espantoso —repuso. Horrendo. A estas alturas estoy aturdida, pero los dos o tres primeros días tenía la adrenalina por las nubes y realmente me agotó. La casa estaba repleta de gente: mis amigos, las hijas de Dow, sus amigos y colegas. Yo no quería ver a nadie, pero tampoco podía negarme. No tenía suficiente energía para resistirme, así que no dejaban de danzar a mi alrededor. Lo soporté a duras penas. Lo único que quería era estar al lado del teléfono, ir a la puerta y volver, gritar, emborracharme. Durante días recorrí el trayecto entre la casa y la clínica, comprobando todas las rutas posibles. Cuando me daba cuenta de que llevaba horas al volante, comprendía que era una insensatez. Dow podía estar en cualquier rincón y la posibilidad de que llegara a localizarlo era infinitamente pequeña.
—¿Sucedió algo inusual el día de su desaparición? ¿Alguna actitud, algún comentario que ahora te parezca extraño?
Negó con la cabeza.
—Fue como cualquier otro viernes. Estaba haciendo planes para el fin de semana. El sábado iba a participar en un campeonato de tenis en el club de campo. Nada especial, pero le gustaba. El sábado íbamos a ir a cenar con unos amigos, una pareja que se había mudado hacía poco y que posee una cadena de restaurantes en Colorado.
—¿Podrías darme sus nombres?
—Claro. Te daré una lista antes de que te vayas.
—¿Nadie informó de nada fuera de lo normal?
—No que yo sepa. Habla con sus colegas y con el personal del geriátrico. Yo ya he hablado con muchos y les he preguntado lo mismo. También la policía ha hecho indagaciones. Todos se han prestado a cooperar, pero nadie parece saber nada; y si alguien sabe algo, no lo ha dicho.
—¿Tenía problemas en el trabajo?
—Siempre hay problemas en el trabajo. Dow se lo toma muy en serio. Está siempre rodeado de pacientes, de empleados, de trámites inherentes a la administración. También se encarga de las contrataciones, de los despidos y de las revisiones anuales de los sueldos. Siempre hay algo que hacer. Es cosa del animal humano. Últimamente dedicaba mucho tiempo a los libros. El año fiscal de la clínica termina el 30 de noviembre y a Dow le gusta tenerlo todo a punto.
—¿Invierte entonces en la clínica la mayor parte de su tiempo?
—Exacto. Se retiró de la práctica privada hace unos cinco años. Aparte de ciertas obras de caridad a las que aún tiene mucho aprecio, se pasa las horas en Pacific Meadows, organizándola y dirigiéndola.
—¿Sus responsabilidades eran…, son médicas o administrativas?
—Yo diría que de las dos clases. Está muy interesado por los pacientes, aunque no los trata él, desde luego; ya tienen sus propios médicos para atender a sus necesidades. Pero Dow está ahí todos los días, supervisando el funcionamiento general. Tengo que decirte que no siempre es fácil. Cuando tu especialidad es la geriatría, sabes que vas a perder a las personas con las que más simpatizas.
—¿Alguien en particular?
—Bueno, no. No hablaba de nadie en concreto, y no estoy diciendo que no lo soportara. Claro que sí. Llevaba muchos años trabajando con ancianos. Sólo digo que estas cosas siempre pasan factura emocional.
—¿Cabe la posibilidad de que haya huido?
—No.
—¿Estás segura?
—Totalmente. ¿Quieres saber por qué? Por Griff. Esa criatura es la niña de sus ojos. Si llegaba tarde a casa, enseguida iba al dormitorio de Griff. Se echaba un rato en la cama, a su lado, y se quedaba contemplando su sueño. A veces también él se quedaba dormido. Nunca dejaría voluntariamente a Griffith.
—Entiendo —dije.
—Además hay otra cosa. Dow está escribiendo un libro. Es un proyecto que lleva años acariciando. Ha visto muchos cambios en medicina y tiene historias maravillosas que contar. No creo que renunciara a eso.
—¿Y vosotros dos? ¿Os llevabais bien?
—Estábamos muy unidos. La verdad es que habíamos hablado de tener otro hijo, ahora que Griffith tiene dos años.
—Así que estás convencida de que ha pasado algo malo.
—Muy malo. Pero no sé qué es. Si lo hubieran herido o secuestrado, estoy segura de que ya nos habríamos enterado.
—¿Y sus jefes? ¿Qué sabes de ellos?
—En realidad, no mucho. Sólo he visto dos veces a Joel Glazer y una de ellas fue en la inauguración del anexo de Pacific Meadows, y no tuvimos tiempo de hablar. Tal como yo lo entiendo, Joel y Harvey Broadus han amasado una fortuna con la construcción, edificando centros para jubilados en el sudoeste. También tienen una cadena de residencias, además de varias clínicas por toda California. Veíamos a Harvey de vez en cuando, en reuniones sociales, pero parece que ahora está en medio de un desagradable divorcio y no asoma mucho la nariz. Es un poco amanerado para mi gusto, pero sólo es una opinión personal. En cualquier caso, cuando Dow se retiró, en 1981, se encontró con que no tenía nada que hacer. Todo el mundo sabe que la comunidad médica lo tenía por un gran profesional. Se pusieron en contacto con él con Pacific Meadows en la mente y le propusieron que se hiciera cargo de la administración.
—¿Y los tres se llevan bien?
—Por lo que sé, sí. Aunque apenas se ven. Joel y Harvey están contentos con él, así que van a lo suyo y dejan en paz a Dow. De la facturación se encarga una gestoría. A Dow le preocupó al principio que pudieran interferir en la marcha de la clínica, pero al final no fue así.
—¿Cuánto tiempo hace que son propietarios de la clínica?
—Creo que la compraron en 1980. Está en Dave Levine Street, en el cruce con Nedra Lane. Seguro que has pasado cientos de veces por delante. Es como la mansión de Lo que el viento se llevó, pero sin las tierras, con grandes columnas blancas en la fachada.
—Ah, esa. La veo a mi derecha cada vez que paso por esa parte de la ciudad. Debe de haber cinco o seis geriátricos en esa calle.
—Los empleados la llaman «la Calle del Formol», sin ánimo de ofender. A Dow no le gusta que yo pronuncie ese nombre.
—¿Cómo os conocisteis?
—Mamá…
Crystal miró hacia el interior de la sala.
—Estamos aquí. —Debió de ver a Leila, porque se volvió con cara de fastidio e incredulidad—. Por el amor de Dios.
Seguí su mirada.
Leila bajaba las escaleras dando patadas con unos zapatos blancos de raso; los tacones eran tan altos que casi no podía tenerse en pie, y los tobillos le temblaban como si estuviera patinando por primera vez en su vida. Bajo la cazadora de cuero negro llevaba un top transparente de encaje y una larga y estrecha falda de lana. Con catorce años, aún estaba en aquella semisalvaje etapa del desarrollo: pecho liso, caderas estrechas y piernas huesudas. La falda larga no podía haberle sentado peor; parecía el cilindro de cartón de un rollo de papel de cocina. También se había hecho algo extraño en el pelo, que llevaba muy corto, teñido de rubio blanquecino y apuntando en todas direcciones. Se había ensortijado unas mechas y dejado el resto tan revuelto como el algodón de azúcar. Llegó a la puerta y se nos quedó mirando.
—¿Qué es ese disfraz? —dijo Crystal.
—No es ningún disfraz. ¿Qué le pasa?
—Estás ridícula. Eso le pasa.
—Tú también. Pareces una pordiosera con ese jersey hasta las rodillas.
—Por fortuna, no me ve nadie. Ahora haz el favor de subir a ponerte algo decente.
—Joder, ¿siempre tienes que preocuparte tanto por el qué dirán?
—Déjalo ya. Estoy harta de pelearme contigo.
—Entonces ¿por qué no me dejas en paz? Puedo vestirme como me dé la gana. No es tu problema.
—Leila, no vas a salir vestida de ese modo.
—Genial. Pues me quedaré. Muchas gracias y que te den por el culo.
—¿Dónde tienes la maleta? —dijo Crystal con voz tranquila, esquivando la provocación de Leila.
—No llevo maleta. Te he dicho que no pienso ir. Prefiero quedarme.
—No lo viste la última vez y prometí que en esta ocasión irías.
—No tengo por qué ir si no quiero. Es decisión mía.
—No, no es decisión tuya, sino mía, así que deja de discutir.
—¿Por qué?
—Leila, estoy harta de tus insolencias. ¿Qué te pasa?
—Que no quiero ir. Es un coñazo. Lo único que hacemos es sentarnos a ver películas de vídeo.
—¡Lo mismo que haces tú aquí!
—Prometiste que podría ver a Paulie.
—Nunca dije tal cosa. Y no cambies de tema. Paulie no tiene nada que ver en esto. Lloyd es tu padre.
—¡No lo es! Ni siquiera somos parientes. Es otro de tus viejos y estúpidos exmaridos.
—Mi único exmarido. Sólo me he casado dos veces —dijo—. ¿Por qué te comportas de una manera tan hostil y repelente? Lloyd te adora.
—¿Y qué?
—Leila, te lo advierto.
—Si tanto me adora, ¿por qué me obliga a perder el tiempo con él, en contra de mi voluntad?
—No te obliga él, te obligo yo y se acabó. Ahora vete.
—Pero yo quiero ver a Paulie.
—Rotundamente no.
—Joder, mira que eres mezquina. No te importo una mierda.
—Exacto. Sólo estoy aquí para fastidiarte y maltratarte. Rápido, llama a Protección de Menores.
—Si crees que Lloyd es tan fantástico, ¿por qué no vas a verlo tú?
Crystal cerró los ojos para contener la ira.
—No hagamos una escena delante de extraños. Tiene la custodia compartida, ¿no? Ha de recogerte a las siete, lo que significa que ya está en camino. Iré a buscarte el domingo a las diez. Ahora ve a cambiarte de ropa. Y será mejor que te prepares la bolsa, porque si no la prepararé yo y no te gustará lo que elija.
La muchacha se puso seria, y vi que se le enrojecían las aletas de la nariz y las comisuras de la boca mientras se esforzaba por contener las lágrimas.
—Eres muy injusta —protestó, y se alejó taconeando escaleras arriba. Nada más entrar en su habitación cerró de un portazo y volvió a gritar—: ¡Guarra!
Crystal reanudó nuestra conversación sin hacer más referencia a Leila que un movimiento de cabeza y un parpadeo.
—Dow y yo nos conocimos en Las Vegas, en casa de unos amigos comunes. La primera vez que lo vi, supe que acabaría casándome con él algún día.
—¿No estaba casado?
—Bueno, sí. Técnicamente, pero no felizmente —repuso, como si la angustia conyugal de Dow justificase que ella se hubiera metido en el territorio de otra—. Ya has visto a Fiona. Sólo tiene seis meses menos que él, pero parece que tenga cien años. Bebe, fuma dos cajetillas al día y es adicta al Valium, cosa que dudo que mencionara al hablar contigo. Dow cumplió sesenta y nueve años la primavera pasada, pero nunca lo adivinarías por su aspecto. ¿Has visto alguna foto suya?
—Había una en el periódico.
—Bueno, esa era horrorosa. Tengo otra mejor. Espera.
Se levantó y entró en el salón. Al poco rato, volvió con una foto en color enmarcada. Se sentó de nuevo y me dio la fotografía. Inspeccioné la cara de Dow Purcell. La foto, tomada en el campo de golf, había sido recortada para que no se viera a los otros tres del cuarteto. Tenía el pelo blanco y muy corto, el rostro enjuto y la piel bronceada, y parecía estar en buena forma; llevaba polo, calzado deportivo claro y un guante de piel claro en la mano derecha. No se veía el extremo del palo de golf que sostenía ante sí en posición vertical.
—¿Dónde se la hicieron?
—En Las Vegas. El mismo viaje. Fue en otoño de 1982. Un año después nos casamos.
Le devolví la foto.
—¿Fue a jugar?
Se quedó mirando la foto fijamente.
—No. Fue a dar una charla en un simposio sobre medicina geriátrica. Las Vegas le gustaba por el golf, que jugaba durante todo el año. Era un cinco bajo par, realmente muy bueno.
Me extrañó que de repente se refiriera a él en pasado, pero decidí no desviar su atención del tema.
—¿Tú juegas?
—A veces, pero lo hago fatal. Juego para hacerle compañía cuando no encuentra a nadie más. Está bien cuando viajamos, porque así tenemos algo con que entretenernos. —Dejó la foto en la mesa y la miró brevemente antes de volverse hacia mí—. ¿Qué ocurrirá ahora?
—Hablaré con todos los que puedan tener algo que ver con el caso y trataré de averiguar qué ha sucedido.
—Ahí está tu mami —dijo una voz masculina.
El hombre apareció en la puerta llevando de la mano a Griffith, que ya estaba preparado para irse a la cama, con un pijama de franela hasta los pies rematado con suelas de goma y provisto de una abertura detrás para cambiarle los pañales. Su cara era un óvalo perfecto; las mejillas, regordetas; y la boca, un capullito rosa. Llevaba el pelo todavía húmedo, con la raya a un lado y peinado hacia atrás. Donde el cabello se había secado se estaban formando ya unos rizos rubios. Estiró los brazos sin decir nada y Crystal se inclinó para alzar al pequeño. Se lo puso en el regazo y lo miró fijamente mientras le hablaba con voz de pito.
—Griffie, te presento a Kinsey. Dile «hola».
El niño siguió mudo.
Crystal le cogió una mano y la agitó hacia mí.
—Hola, hola. Eztoy lizto pada idme a la camita ahoda. Buenaz nochez.
—Buenaz nochez, Griffith —dije, para seguirle la corriente.
Era peor que hablar con un perro. Al menos no esperas que los perros te contesten con voz de pito. Me pregunté si cuando reanudáramos la conversación seguiríamos hablando como personajes de dibujos animados.
Miré a Rand.
—Hola. ¿Eres Rand? Kinsey Millhone.
—Ay, lo siento. Os tendría que haber presentado.
—Encantado —dijo Rand.
Debía de andar por los cuarenta; era moreno, muy delgado, y llevaba tejanos y una camiseta blanca en la que aún se notaban las salpicaduras del baño del niño. Al igual que Crystal, iba descalzo, como si fuera inmune al frío.
—Será mejor que me vaya y os deje acostar al niño —dije.
Rand tomó al niño de los brazos de su madre y se alejó con él, sin dejar de hablarle. Esperé a que Crystal anotara los nombres y teléfonos de los socios de su marido y el de su mejor amigo, Jacob Trigg. Intercambiamos unos comentarios sin importancia, me dijo que podía llamarla siempre que la necesitara y me fui.
Al salir me crucé con Lloyd, el padrastro de Leila, que llegaba en aquel momento. Conducía un viejo Chevy descapotable con la capota hecha trizas y desteñida por el sol, y con pegotes de base plástica en las abolladuras que esperaban la mano de pintura definitiva. Llevaba un corte de pelo infantil, y gafas de vidrios grandes y montura de concha. Tenía cuerpo de corredor o de ciclista, largo, con piernas delgadas y ni un gramo de grasa a la vista. A pesar del frío, llevaba pantalón corto, camiseta negra y zapatillas deportivas sin calcetines. No parecía haber cumplido los cuarenta, aunque era difícil determinarlo con un simple vistazo en el momento en que me pasaba por delante. Hizo un ademán con la cabeza y murmuró un breve «hola» al acercarse a la puerta principal. En el instante en que me disponía a arrancar el coche empezaron a caer las primeras gotas de lluvia.