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Al volver al despacho vi en la puerta una nota de Ida Ruth y Jill:

«Kinsey:

»Aquí tienes una lista detallada de los días que Jennifer ha llegado tarde, de sus cagadas y de sus ausencias sin justificar. Por favor, añade los incidentes que conozcas, fírmalo y déjalo en mi mesa. Creemos que será mejor si hacemos frente común. ¡Esto va muy en serio!

»Ida Ruth».

Tiré la lista a la papelera y llamé a Crystal Purcell a la residencia de Horton Ravine. El ama de llaves me dijo que había ido a la casa de la playa a pasar el fin de semana. Me dio el número de teléfono, que marqué en cuanto colgamos. Esperaba que contestara Crystal, pero cuando pronuncié su nombre me dejaron a la espera hasta que se puso otra voz femenina.

—Crystal al habla —dijo.

Me identifiqué diciendo mi nombre y ocupación, con la esperanza de que no le fastidiase tener que tratar con más detectives. Según los periódicos, ya se había entrevistado con oficiales de la comisaría de Santa Teresa. Le dije que había hablado con Fiona por la mañana y que me había pedido que investigara la desaparición del doctor Purcell.

—Ya sé que ha tenido que hablar del tema varias veces, pero me gustaría oír la historia de sus propios labios, si es que se ve con ánimos de volver a contarla.

Hubo una pausa durante la que habría jurado que estaba practicando la respiración profunda del Zen.

—Es un trance muy amargo.

—Me doy cuenta de ello, y lo lamento.

—¿Cuándo?

—Eso depende de usted. Cuanto antes mejor.

Hubo otra pausa.

—¿Cuánto cobra usted?

—¿A Fiona? Cincuenta dólares la hora, que es la tarifa más barata. Los investigadores privados de la capital cobran el doble.

Por un instante me pregunté por qué mis palabras tenían ese tono de disculpa. ¿Y si Crystal prefería hablar con alguien de servicios más caros?

—Pase por aquí a las cinco. Estoy en Paloma Lañe. —Me dio el número—. ¿Sabe dónde está?

—Ya lo encontraré. Trataré de no hacerle perder mucho tiempo.

—No se preocupe por eso. Es Fiona quien paga.

Dejé el despacho a las cuatro y pasé por mi domicilio mientras me dirigía a la casa costera de Crystal. La creciente capa de nubes había generado un ocaso artificial y el olor de la lluvia impregnaba el aire. Había dejado las ventanas abiertas y quería cerrar bien la casa en previsión de la tormenta que se avecinaba. Aparqué el coche enfrente y abrí la verja, que emitió las quejas y chirridos de costumbre. Recorrí el estrecho camino de cemento que rodeaba el edificio y llegué al patio trasero.

Mi casa es un antiguo garaje reconvertido en vivienda. La planta baja consta de una salita con sofá cama para invitados, una mesa, una cocina en miniatura, una combinación de lavadora y secadora y un cuarto de baño. En el altillo, al que se llega por una escalera de caracol, tengo el dormitorio y otro cuarto de baño. Se parece al interior de un barco, con todos los útiles empotrados, incluso con un ojo de buey en la puerta principal, paramentos de teka en las paredes y rincones, entrantes, ángulos y agujeros de sobra para instalar mi pequeño almacén de pertenencias. Lo mejor de todo es el ángel que ha hecho posible este milagro: mi casero, Henry Pitts. Tiene ochenta y seis años, es atractivo, ahorrador, enérgico y competente. Ha sido pastelero casi toda su vida y, ahora que está retirado, no puede olvidar su afición por los panes, los pasteles y las tartas. No sólo elabora una cadena constante de productos al horno, sino que además provee de lo necesario a las comidas y meriendas formales de las ancianas del barrio. Por si fuera poco, abastece de bollos y pan recién hechos a la casa de comidas en la que cena tres o cuatro noches por semana.

Desde el camino vi que la puerta del garaje de Henry estaba abierta, aunque los dos vehículos estaban dentro. Cuando giré a la izquierda para acceder al patio, lo vi subido a una escalera de mano, instalando el último postigo en las ventanas de su dormitorio. Llevaba pantalón corto y camiseta, luciendo en sus largas piernas nudosas un bronceado atenuado por la proximidad del «invierno». La temperatura de Santa Teresa no suele bajar de diez grados, pero Henry es de Michigan y, a pesar de llevar viviendo en el sur de California más de cuarenta años, las viejas costumbres lo inducen a poner persianas al final de la primavera y contraventanas al final del otoño. El clima en sí le trae sin cuidado.

El patio estaba aún lleno de trastos de limpieza: la manguera de regar, periódicos arrugados, un cepillo de púas, un cubo con agua y vinagre y multitud de esponjas cubiertas de mugre. Me saludó desde las alturas y bajó con cuidado los peldaños, silbando para sí, sin melodía. Lo ayudé a recoger las cosas y eché el agua sucia entre los arbustos mientras él enrollaba la manguera y la metía en una maceta de barro.

—Llegas pronto —dijo.

—Para cerrar las ventanas antes de que se ponga a llover, si es que llueve —repliqué.

Henry suele decir que a las lluvias de California les faltan los bramidos y el aparato de las buenas tormentas del Medio Oeste. En muchas ocasiones la lluvia prometida no acaba de materializarse, y cuando lo hace apenas llega a mojar el suelo. Tenemos pocas oportunidades de ver los rayos y centellas que tanto le entusiasmaban en Michigan cuando era joven.

—¿Por qué no me has llamado? —dijo Henry—. Podía haberte ahorrado el viaje. Mete el cepillo en el cubo; me lo llevaré cuando me vaya.

—Me pillaba de camino. He quedado con alguien a las cinco en Paloma Lañe y tenía que pasar por aquí. No ha sido una excusa para salir del despacho. No soy tan retorcida.

—¿Cómo va la búsqueda del nuevo local?

Estiré la mano y la hice escorar a ambos lados, para indicarle que no iba bien.

—Ya aparecerá algo. Mientras tanto, me ha salido otro cliente. Al menos, estoy segura en un noventa y nueve por ciento.

—¿Por qué esa vacilación?

—Quizá sea por lo del despacho, que lo pringa todo. Estoy interesada en el caso, pero no convencida de poder ser de utilidad. Se trata del médico que desapareció.

—Recuerdo haber leído sobre eso. ¿Sigue sin dar señales de vida?

—Sí. Su exmujer cree que a la policía le falta iniciativa. Francamente, me pareció la típica persona a la que le gusta hacer pasar por el aro a los demás, cosa que detesto.

—Harás un trabajo excelente.

Volvió a la escalera, la plegó y la arrastró hasta el garaje. Lo vi rodear el Chevy de 1932 y colgar la escalera en la pared. Tiene las paredes del garaje forradas de tableros con ganchos y alcayatas, con el perfil de todos los objetos limpiamente dibujado.

—¿Te da tiempo a tomar un té? —preguntó cuando volvió al patio.

Miré el reloj.

—No. Nos vemos después en el local de Rosie.

—Estaré allí más hacia las siete que hacia las seis. Rosie está al caer, así que será mejor que me duche. Me ha pedido que le eche una mano, pero no quiere decir en qué.

—Ah, ah —dije.

Manoteó para restarle importancia al asunto.

—Será alguna tontería. La verdad es que me trae sin cuidado. Si aparece y aún no he vuelto, dile que saldré enseguida, en cuanto me haya lavado.

Entró por la puerta trasera, que daba a la cocina. Vi por la ventana que fregaba algo en la pila. Sonrió al ver que lo miraba y se puso a silbar otra vez.

Oí crujir la verja y me volví. Rosie apareció al cabo de unos instantes, con una bolsa de papel marrón. Rosie es húngara y propietaria de la casa de comidas en la que William, el hermano mayor de Henry, trabaja ahora de encargado. William y Rosie se habían casado el Día de Acción de Gracias del año anterior, y ahora viven encima del restaurante, a media manzana de casa. William tiene ochenta y siete años, y Rosie, quien juraba antes que sólo era sesentona, admite ahora que tiene setenta y tantos, aunque no especifica los tantos. Es baja y fornida, con una coqueta mata de pelo teñido con el color de las naranjas de Florida. Como de costumbre, llevaba un amplio vestido hawaiano, esta vez estampado con una jungla chillona naranja y oro, y el viento le levantaba la parte inferior. Su expresión se iluminó al verme.

—Kinsey, qué alegría. Esto es para Henry —dijo, abriendo la bolsa para que la viera.

Miré el interior, esperando ver gatitos o algo así.

—¿Qué es? ¿Basura?

Rosie se apoyó en la otra pierna, sin mirarme todavía a los ojos, una estrategia que emplea cuando es culpable, está incómoda o se hace la loca.

—Son las facturas del hospital de mi hermana Klotilde, y las de después de su muerte. Henry me las va a explicar. Yo no me aclaro.

Rosie es muy capaz de hablar correctamente. Sólo destroza el idioma cuando trata de parecer desvalida, de seducir para que se le haga algún favor indigno. Esto se pone particularmente de manifiesto cuando tiene que ocuparse de los impuestos estatales y nacionales, operación que Henry le viene haciendo sin protestar desde hace seis años.

—Espero que me ayudes tú también —añadió, con picardía—. Él no lo haría por voluntad propia. Y no es justo.

—¿Y por qué no lo hace William?

—Klotilde prefería a Henry.

—Pero si está muerta —repliqué.

—Antes de morir, lo prefería —dijo, sonriendo tímidamente, como si el argumento fuera decisivo.

Opté por no discutir. Era asunto de Henry, aunque me ponía furiosa que se aprovechara de él. La Klotilde en cuestión era la maniática hermana mayor de Rosie. Nunca había sido capaz de pronunciar su propio apellido húngaro, cargado de consonantes y de extraños signos ortográficos. Había sufrido durante años una enfermedad degenerativa indeterminada. Había ido en silla de ruedas desde los cincuenta, aquejada de mil y un achaques que requerían medicamentos variados y numerosas estancias en hospitales. Finalmente, a los setenta años, le habían aconsejado que se sometiera a una operación de cadera. Fue en abril, unos siete meses antes. Aunque la operación había sido un éxito, había soportado mal los rigores de la convalecencia. Se había opuesto a todos los esfuerzos por conseguir que se levantara, se había negado a comer y a utilizar la cuña, se quitaba los catéteres y los tubos de suero, tiraba las píldoras a las enfermeras y saboteaba la fisioterapia. Tras los acostumbrados cinco días de hospital, la trasladaron a un geriátrico, donde, al cabo de unas semanas, empezó a declinar. Al final murió de neumonía, disfagia, desnutrición e insuficiencia renal. Rosie no se había sentido precisamente consternada cuando pasó a mejor vida.

Tendría que haber estirado la pata hace mucho —dijo—. Vivir con ella era una pesadilla. Eso es lo que pasa cuando no te portas bien. Tendría que haber hecho lo que manda el médico. No tendría que haberse resistido porque él hacía lo que se sabía. Ahora me han dado esto y no sé qué hacer. Toma.

A juzgar por el peso de la bolsa, también ella parecía haberse resistido a poner un poco de orden en su vida civil. Henry tardaría semanas en clasificar todo aquello. El mentado apareció por la puerta trasera y vino hacia nosotras. Se había despojado de la camiseta y de los pantalones cortos y se había puesto una camisa de franela y pantalón largo.

—Me voy corriendo —dije, dejando la bolsa en tierra.

Henry echó un vistazo al contenido.

—¿Qué es? ¿Basura?

Cuando entré en mi casa, él ya transportaba la bolsa hacia la puerta trasera de la suya, moviendo la cabeza en señal de simpatía mientras Rosie le daba una tortuosa versión de sus apuros.

Dejé el bolso en el taburete de la cocina y recorrí la casa cerrando ventanas y echándoles el pestillo. Durante la operación encendí algunas luces, para que el lugar pareciera más acogedor cuando volviese. Subí al dormitorio y me puse un jersey de cuello alto que pegaba con los tejanos. Descolgué la chaqueta gris de mezclilla, dejé las Saucony por unas botas negras y me observé en el espejo del cuarto de baño. El efecto era el que cabía esperar: chaqueta de mezclilla con tejanos. «Una mujer diferente», me dije.

Paloma Lañe es un sombreado camino de dos direcciones que discurre entre la 101 y el océano Pacífico, compartiendo la irregular y estrecha franja de tierra con la línea ferroviaria Southern Pacific. A pesar de la proximidad de los trenes que pasan rugiendo y trepidando dos veces al día, muchas casas de Paloma están valoradas en cantidades de siete cifras, según la longitud de playa que corresponda a cada propiedad. Los estilos varían y van del falso Nueva Inglaterra al Actual, pasando por el Tudor de imitación y el Mediterráneo postizo. Todas las casas se han construido lo más lejos posible de las vías y tan cerca de la arena como permiten las leyes del condado. La propiedad de Crystal Purcell era de las pocas que tenían verja electrónica. En la contigua, la de la izquierda, había un discreto cartel de SE VENDE, con una pegatina que decía A MITAD DE PRECIO cruzando el rótulo.

La casa de Crystal llenaba toda la parcela. La estructura, de vidrio y cedro, debía de medir unos doce metros de anchura y tenía tres plantas, cada una de ellas orientada estratégicamente para que no se vieran las casas colindantes. A la izquierda, en un garaje descubierto, había un Audi descapotable color plata y un Volvo nuevo, blanco y con una matrícula personalizada que decía CRYSTAL. Una de las plazas estaba vacía, probablemente la del Mercedes de Dow Purcell. A la derecha, en la grava, había sitio para otros tres coches, y allí aparqué mi abollado VW de 1974.

La fachada posterior de la casa era austera, una pared de madera erosionada y sin ventanas. A los lados de la puerta había sendas filas de palmeras de nueve metros en grandes macetas negras. Anduve por la grava y pulsé el timbre. La mujer que abrió la puerta llevaba en la mano un ancho vaso de martini, sujeto por el borde.

—Tú debes de ser Kinsey —dijo—. Soy Anica Blackburn, pero casi todo el mundo me llama Nica. ¿Por qué no pasas? Crystal acaba de echar su carrera diaria. Bajará enseguida. Yo ya me iba, pero le dije que te esperaría para abrirte.

Su cabello era castaño oscuro; lo llevaba recogido en la nuca y parecía mojado, como si acabara de salir de la ducha. De su piel parecía brotar una humedad caliente que olía a jabón perfumado francés. Era esbelta y andaba muy erguida. Llevaba una camisa de seda negra y tejanos ajustados, e iba descalza. Sus pies eran largos y elegantes.

Entré en el vestíbulo. Estaba a un nivel más bajo que la puerta, y se ensanchaba hasta convertirse en un gran salón que abarcaba la anchura de la casa. Las altas ventanas daban a una terraza de madera erosionada, donde había sillas de una lona tan descolorida que oscilaba entre el matiz teja y el pardo. El suelo era de madera clara, y la alfombra de sisal que lo cubría se había elegido probablemente por su aptitud para camuflar la arena de la playa. Todo lo demás, desde las paredes hasta los detalles de ebanistería y los pesados muebles tapizados y con funda de lino, era tan blanco como la leche entera.

Más allá de la terraza había un trecho de hierba descuidada de unos diez metros de anchura. Más allá de la hierba, el agua parecía fría e implacable bajo la última luz vespertina. El mar era de un gris perla, oscuro en el horizonte, donde el agua y las nubes se fundían en una masa tenebrosa. El oleaje batía monótonamente contra la orilla. Las olas se relajaban, se abrían, llegaban, dudaban y volvían a retirarse. Dentro, en alguna parte del primer piso, oía voces que se iban acalorando.

—¡Cállate! Eso es mentira. Qué guarra eres. ¡Te odio…!

Replicaron en voz baja y firme, pero al parecer sin efecto.

Se oyó una imprecación chillona por toda respuesta. Sonó un portazo, y luego otro, tan fuerte que las ventanas temblaron.

Miré a Nica, que había levantado la cara y miraba el techo con desconcierto.

—Leila se quedará el fin de semana. Es la hija de Crystal y tiene catorce años. Esta es la pelea número uno. Y las cosas se irán poniendo peor a medida que vayan pasando las horas, créeme. El domingo habrá guerra abierta, pero entonces tendrá que volver al colegio. El próximo fin de semana volverán a empezar, y así una y otra vez.

Me indicó por señas que la siguiera, pasamos al salón y tomó asiento en un sofá.

—¿Está en un internado? —pregunté.

—En la Academia Fitch de Malibu. Yo soy la consejera escolar y me encargo del transporte de ida y vuelta. No está entre mis obligaciones, pero da la casualidad de que tengo una casa en alquiler aquí al lado. —Tenía cejas grandes y arqueadas, ojos oscuros, pómulos pronunciados y pecosos y una boca ancha y pálida que dejaba ver una dentadura blanca y perfecta—. Esta pelotera en particular es por si Leila pasa la noche con su padre o no. Hace cuatro meses se moría por estar con él. Si no pasaba el fin de semana con él, berreaba, lloraba y pataleaba. Ahora están de morros y no quiere ir. Hasta hace un instante iba ganando la batalla. Pero una vez que da el portazo, se acabó. Pierde muchos puntos por eso, y le da a Crystal una ventaja táctica.

—A mí me sería muy difícil.

—¿A quién no? Las chicas de su edad son melodramáticas por naturaleza, y a Leila le va el drama de altos vuelos. Es una de las alumnas más aventajadas que tenemos, pero es de armas tomar. Todas lo son, descontando a unas cuantas inocentonas. Nunca sabes a qué atenerte con ellas. Personalmente, prefiero esto, aunque acaba aburriendo.

—¿Fitch es sólo para chicas?

—Gracias a Dios. Detestaría tener que vérmelas también con chicos de esa edad. ¿Quieres tomar algo?

—No, gracias.

Apuró el martini y dejó el vaso vacío encima de la mesa del café, que era de madera pálida.

—Tengo entendido que vienes por lo de Dowan.

—Sí, y siento molestar. Creo que ha sufrido mucho desde que empezó todo este lío.

—No hay más remedio.

—¿Lo lleva bien?

—Yo diría que sí. Claro que la presión es enorme. Los días pasan, unos peor que otros, y ella sigue esperando que suene el teléfono, y buscando su coche. Siguen llegando rumores, pero eso es todo. No hay el menor rastro de él todavía.

—Tiene que ser muy duro.

—Horroroso. Está acabando con ella. Si no fuera por Griff, no se cómo se las arreglaría para conservar la cordura.

—¿Dónde estaba aquella noche, en esta casa o en la de Horton Ravine?

Nica señaló el suelo.

—Normalmente pasaban aquí los fines de semana. Crystal es Piscis, criatura de agua. Esta casa le sienta mejor que ese pretencioso montón de mierda que Fiona construyó en la ciudad. ¿Has estado allí?

—Todavía no.

—No he querido ofenderte —añadió, con dulzura—. Sé que es tu cliente.

«Pobrecita», apostilló en silencio.

—¿Y tú? ¿Cuándo te enteraste de que Dow había desaparecido?

—Bueno, aquella misma noche supe que pasaba algo. Había venido con Leila de Malibu, como siempre; llegamos alrededor de las cinco. Ella se fue a casa de su padre. En realidad es su padrastro, pero la crio desde pequeña. En cualquier caso, Crystal ya había hablado con Dow cuando salimos de la academia. Sabía que no iba a llegar a tiempo para la cena, así que sólo estábamos Crystal, Rand y yo.

—¿Rand?

—El niñero de Griff. Es estupendo. Ha estado con el niño casi desde que nació. Conocerás a los dos enseguida. Rand traerá a Griff para que nos dé el beso de buenas noches justo después del baño. A esa hora ya ha cenado y está listo para irse a la cama. El 12 preparamos una cena fría y nos instalamos en la terraza. Era una delicia, el cielo estaba despejado y hacía buen tiempo para esa época del año; lo bastante cálido para no necesitar jersey, algo inusual por aquí. Charlamos de todo un poco mientras nos tomábamos un par de botellas de tinto. A las ocho menos cuarto, Rand se llevó a Griff a la otra casa. Hay un par de programas de televisión que le gustan y quería llegar a tiempo para verlos.

—¿Rand y el niño suelen quedarse en la casa de Horton Ravine?

—Normalmente no. Creo que Crystal y Dow estaban buscando un momento para estar solos. Yo me quedé hasta eso de las diez. No era muy tarde, pero estaba muerta después de trabajar toda la semana.

—¿A qué hora esperaba que llegase Dow?

—Después de las nueve. Era la norma habitual cuando tenía que trabajar hasta tarde. Supongo que si estás casada con un médico no prestas mucha atención al reloj. Crystal se quedó dormida en el sofá. Me llamó a las tres de la mañana, al comprobar que Dow no estaba con ella. Pensó que a lo mejor había llegado muy tarde y se había ido a dormir a la habitación de los huéspedes para no molestarla. Miró y, cuando se dio cuenta de que tampoco estaba allí, bajó y encendió las luces exteriores. El coche de Dow no estaba en su plaza. Llamó a la clínica y le dijeron que hacía horas que se había ido. Fue entonces cuando me llamó y yo le dije que avisara a la policía. No podía poner una denuncia hasta que transcurrieran como mínimo setenta y dos horas.

—¿Qué pensó? ¿Recuerdas lo que dijo?

—Lo habitual. Accidente de tráfico, ataque al corazón. También pensó que podía haberlo detenido la policía.

—¿Por qué motivo?

—Por conducir borracho.

—¿Bebe?

—Un poco. Dow siempre se toma un par de vasos de whisky en la clínica cuando trabaja hasta tarde. Es su recompensa por dedicar al trabajo más horas de las que imponen el deber y la obligación. Ella le recuerda que después tiene que conducir, pero él siempre jura que se encuentra perfectamente. A Crystal le preocupaba la posibilidad de que se hubiera salido de la carretera.

—¿Tomaba él algún medicamento?

—Bueno, ¿y quién no, a su edad? Tiene sesenta y nueve años.

—¿Y tú qué pensaste?

Esbozó una leve sonrisa.

—Es extraño que lo preguntes. Pensé en Fiona. Casi lo había olvidado, pero realmente es lo que me vino a la cabeza en el instante en que me enteré de su desaparición.

—¿Qué pensaste en relación con Fiona?

—Que finalmente había ganado. No tiene otra cosa en la cabeza desde el día que Dow la dejó. Ha intrigado y recurrido a todos los medios posibles para conseguir que regrese con ella. —Pensé que Nica iba a seguir hablando, pero se limitó a llevarse el vaso a los labios. Se dio cuenta demasiado tarde de que ya había consumido toda la bebida—. He de irme. Dile a Crystal que, termine cuando termine, yo estaré en casa.

Se levantó y se dirigió hacia las anchas puertas de cristales.

La vi cruzar la terraza, recorrer a zancadas el camino y pisar la arena. Oí ruido de agua corriente al fondo de la casa, una voz masculina murmurando y unas carcajadas infantiles que resonaron en las paredes alicatadas: eran Griffith, el niño de dos años, y Rand.