Antes de despedirnos, Fiona me dio la dirección de Melanie en San Francisco y el teléfono de su casa y del despacho. No imaginaba para qué iba a necesitar llamarla allí. También me dio la dirección de Crystal en Horton Ravine y su teléfono. No conocía al inspector Odessa, al que Fiona había mencionado de pasada, pero el primer punto que puse en mi lista fue una conversación con él. Mientras volvía a casa noté unos retortijones de nerviosismo en el estómago. Me puse a enumerar las dudas que tenía, una por una, aunque no necesariamente por orden de importancia.
Me detuve en un McDonald’s y pedí café y dos McMuffin. Necesitaba tanto el consuelo de la comida basura como alimentarme, si se me permite decirlo así. Mastiqué con la otra mano en el volante, con tal ansiedad que casi me muerdo un dedo.
Creo que ya es hora de identificarme. Me llamo Kinsey Millhone. Soy investigadora privada en Santa Teresa, California, que está a unos ciento cincuenta kilómetros al norte de Los Ángeles. Tengo treinta y seis años, me he divorciado dos veces y no tengo hijos ni ninguna otra carga familiar. Aparte del coche, cuento con pocos bienes materiales. Mi empresa, Investigaciones Millhone, no tiene más personal que yo. Fui policía durante dos años, cuando tenía veinte, y gracias a oscuras intrigas personales demasiado tediosas para explicarlas, comprendí que no encajaba en las fuerzas del orden. Era demasiado gruñona e independiente para adaptarme a las normas del departamento y sus cláusulas éticas; en realidad, me había hecho famosa por incumplir las reglas. Además, los zapatos eran un estorbo, y el uniforme y el cinturón me hacían un culo enorme.
Tras renunciar a la seguridad salarial de los empleos municipales, entré de aprendiza en el despacho de dos investigadores privados, donde trabajé el tiempo que hizo falta para solicitar una licencia propia. Ahora trabajo por mi cuenta desde hace diez años, con licencia, ahorros y un buen seguro. Parte de la década la pasé investigando incendios provocados y reclamaciones por defunciones fingidas para Seguros La Fidelidad de California, primero como empleada de plantilla y después como independiente sujeta a contrato. Nuestros caminos se separaron en octubre de 1983, tres años atrás. Desde entonces tenía un despacho alquilado en el bufete de Kingman e Ivés, aunque sospechaba que el acuerdo estaba a punto de finalizar.
Hacía un año que Lonnie Kingman no dejaba de quejarse de la falta de espacio. Ya había ampliado el bufete una vez, quedándose con la totalidad de la tercera planta de un edificio que es de su propiedad. Y había comprado un nuevo edificio en la parte sur de State Street, al que tenía intención de mudarse en cuanto se cumpliese el plazo estipulado en la escritura. Había encontrado ya inquilino para el inmueble en que estábamos, y la única cuestión pendiente era si me iba con él o buscaba un despacho propio. Soy una solitaria convencida y, aunque aprecio a Lonnie, la mera idea de trabajar cerca de otras personas empezaba a fastidiarme. Iba al despacho por la noche y durante los fines de semana, y pasaba la mitad de la jornada trabajando en mi domicilio particular…, lo que hiciera falta para crear la ilusión de que disponía de soledad y espacio. Ya había hablado con una inmobiliaria sobre alquileres y contestado a varios anuncios por palabras. Hasta el momento no había visto nada que me convenciera. Mis necesidades eran modestas: espacio suficiente para la mesa, la silla giratoria, los archivadores y unas cuantas plantas artificiales. Además fantaseaba con un lavabo de ejecutiva, pequeño pero con buen gusto. Pero lo que me gustaba era o demasiado grande o demasiado caro, mientras que lo que se ajustaba a mi presupuesto era demasiado estrecho o demasiado cutre, o estaba demasiado lejos del centro de la ciudad. Pasaba mucho tiempo en el Registro Civil y prefería estar a poca distancia del Palacio de Justicia, de la comisaría de policía y de la biblioteca municipal. El bufete de Lonnie era un refugio seguro y, además, Lonnie me defendía como abogado cuando la mierda me salpicaba, cosa que sucedía a menudo.
En cuanto llegué al 200 de Capillo Este, sede del bufete, di comienzo a la aventura cotidiana de encontrar sitio para aparcar. Un inconveniente de aquel edificio era que el aparcamiento quedaba pequeño, con sólo doce plazas. Lonnie y su socio tenían asignada una por cabeza, al igual que sus respectivas secretarias, Ida Ruth Kenner y Jill Stahl. Las ocho plazas que quedaban eran para los restantes inquilinos del edificio, así que a los demás no nos quedaba más remedio que dejar el coche donde podíamos. Aquel día lo había dejado junto al bordillo que separaba dos vías de acceso a sendas zonas comerciales, un lugar que habría jurado que no era del todo legal. Más tarde comprobaría que, en efecto, no lo era.
Recorrí a pie las cinco manzanas que había hasta el bufete, subí los dos obligados tramos de escalera y entré por una puerta lateral. Crucé el vestíbulo interior, abrí la puerta de mi despacho y entré, procurando que no me vieran Ida Ruth ni Jill, que estaban enfrascadas en una conversación a unos pasos de distancia. Sabía que hablaban de lo mismo que venían hablando los dos últimos meses. El socio de Lonnie, John Ivés, había obligado a la empresa a contratar a su sobrina como recepcionista cuando el puesto quedó vacante. Jennifer tenía dieciocho años y acababa de salir del instituto. Era su primer trabajo y, a pesar de que le habían dado un detallado manual de instrucciones, no parecía tener la menor idea de lo que se esperaba de ella. Se presentaba con camisetas estampadas y minifaldas, con el rubio pelo colgándole hasta la cintura, las piernas desnudas y calzadas con zuecos. Su voz sonaba chillona por teléfono, tenía una ortografía espantosa y no conseguía pillarle la onda a lo de la puntualidad. Además, se tomaba frecuentes permisos, que duraban entre dos y cuatro días, cada vez que los amigos en paro la llamaban para irse de marcha. Ida Ruth y Jill estaban que trinaban por tener que encargarse de su trabajo, y las dos venían a llorarme a mí, ya que no se atrevían a quejarse a Lonnie o a John. Las miserias oficinescas no me han convencido nunca, y esa era otra de las razones por las que quería cambiar de aires. Antaño me había atraído la sensación de estar como en familia en aquel bufete, pero ahora sólo veía psicodramas. Jennifer era una Cenicienta con el coeficiente intelectual de un mosquito. Ida Ruth y Jill, las despreciables hermanastras, le sonreían por delante y la ponían verde por detrás siempre que podían. No sé qué papel tenía yo allí, pero procuraba eludirlo refugiándome en el despacho. Sin duda era tan experta en resolver conflictos como cualquiera.
Para evadirme, llamé a la comisaría de la ciudad y solicité hablar con el inspector Odessa. Estaba en una reunión, pero la mujer que respondió dijo que no tardaría en salir. Concerté una cita para las diez y media. Rellené un contrato impreso y lo metí en un sobre de correo urgente que dirigí a Fiona, a casa de su hija Melanie, en San Francisco. Lo guardé en el bolso, me senté a la mesa y me dediqué a hacer garabatos simbólicos en el secante entre un solitario y otro. No es que no tuviera miles de cosas que hacer, pero la información que me circulaba por el cerebro me distraía. Finalmente, saqué una carpeta marrón y un cuaderno amarillo y me puse a tomar notas.
A las diez y veinticinco cerré la puerta con llave y fui a Correos antes de dirigirme a la comisaría, que estaba a cuatro manzanas. La brisa de la mañana era fría y la pálida luz del sol matutino se había eclipsado conforme el cielo se cubría con los primeros indicios de lluvia. La estación «lluviosa» de Santa Teresa es impredecible. Se compone de períodos intermitentes de precipitaciones que empiezan a mediados de enero y se prolongan hasta principios de marzo. Los extremos climáticos de otras partes del mundo vienen produciendo en esta zona caprichosas aberraciones. Desde finales de mayo hasta octubre, nuestras precipitaciones todavía pueden medirse en milímetros, pero los meses invernales varían, y aquel era de los noviembres más húmedos de los últimos años. De Alaska bajaba un frente frío que enviaba por delante un viento que soplaba con fuerza. Las ramas de los árboles se agitaban sin descanso, doblándose y crujiendo, mientras las hojas mustias se desprendían de las palmeras y barrían las aceras como si fueran escobas.
En comparación, el vestíbulo de la comisaría resultaba acogedor. Un niño esperaba sentado en el banco de madera de mi izquierda mientras su padre hablaba con un funcionario de paisano acerca de las copias de un parte de accidente. Fui hacia el mostrador con forma de L, desde el que un agente uniformado vigilaba la puerta de la calle. Le dije que tenía una cita y avisó al inspector Odessa por teléfono.
—Enseguida vendrá.
Mientras esperaba, miré distraídamente hacia la sección de Archivos, que estaba a mi derecha, al otro lado del mostrador. Mi amiga Emerald se había jubilado y ya no había nadie que me pasara información. En realidad, Emerald nunca había violado las normas del departamento, aunque en ocasiones había estado muy cerca.
El inspector Odessa abrió la puerta y asomó la cabeza por el hueco.
—¿Kinsey Millhone?
—Soy yo.
—Vince Odessa —dijo, y nos estrechamos la mano—. Pase.
—Gracias —dije.
Odessa me entregó un pase de visitante, que me colgué de la solapa.
Llevaba camisa azul de traje, corbata oscura, pantalón informal, calcetines oscuros y zapatos negros y brillantes. Era moreno y tenía plana la parte posterior de la cabeza, como si hubiera dormido boca arriba durante toda la infancia. Su metro con setenta y cinco superaba levemente mi metro con sesenta y ocho. Me abrió la puerta para que accediera al pasillo. Esperé y se puso en cabeza para guiarme. Giró a la izquierda y cruzó una puerta en la que se leía INVESTIGACIONES. Lo seguí por un laberinto de pequeños despachos.
—Shelly me comentó que tenía que ver con el doctor Purcell —dijo, mirando por encima del hombro.
—Así es. Su exmujer me ha contratado para que investigue su desaparición.
Odessa siguió hablando con voz neutral.
—Tenía la impresión de que sucedería algo así. Estuvo aquí la semana pasada.
—¿Qué piensa de ella?
—Me acojo a la Quinta Enmienda. ¿Está trabajando en el caso ahora?
—Aún no he ingresado su cheque. Pensé que sería más inteligente hablar antes con usted.
Su «despacho» era el típico cubículo de oficina: paneles grises que llegaban al hombro, enmoquetados de fibra sintética. Se sentó ante la mesa y me ofreció la otra silla que había en el pequeño espacio. Encima de la mesa vi fotos enmarcadas de la familia: esposa, tres hijas y un hijo. La pequeña estantería metálica que había tras él estaba llena de manuales del departamento, libros de texto y un surtido de libros de derecho, todo muy ordenado. Iba bien afeitado, aunque al pasarse la maquinilla por el hoyuelo del mentón se había dejado una fila de pelos. Sus cejas oscuras eran tupidas y daban sombra a unos ojos azul oscuro.
—Y bien, ¿en qué puedo ayudarla?
—No estoy muy segura. Me gustaría saber qué tienen ustedes hasta ahora, si es que quiere compartirlo conmigo.
—No tengo inconveniente —dijo. Se inclinó hacia una pila de gruesos expedientes amontonados a un lado de la mesa, sacó del fondo una carpeta de tres anillas y se la puso delante—. Este lugar es un desastre. Dicen que nos vamos a informatizar dentro de seis u ocho meses. Una oficina sin papeles. ¿Se lo imagina?
—Estaría bien, pero lo dudo.
—Yo también —dijo. Pasó varias páginas hasta que llegó al parte inicial—. Acaban de ascenderme. Soy nuevo en el equipo, así que para los demás esto viene a ser como un ejercicio de adiestramiento. A ver qué tenemos. —Su mirada se deslizó por la página—. Crystal Purcell puso la denuncia el martes 16 de septiembre por la mañana, setenta y dos horas después de que el doctor dejara de aparecer por casa según lo previsto. Archivos tomó nota de la información. Habíamos detenido a varios ladrones de pisos aquel mismo fin de semana, así que no supe lo de la denuncia hasta el mediodía del jueves 18 de septiembre. Por lo que pudimos determinar, Purcell no estaba en peligro y no había nada sospechoso en las circunstancias de su desaparición. —Se detuvo para mirarme—. La verdad es que supusimos que se había ido voluntariamente. Ya sabe cómo son estas cosas. La mitad de las veces vuelven al poco tiempo con el rabo entre las piernas, y resulta que se han echado una novia o han estado por ahí de juerga con los amigos. Podría haber una docena de explicaciones, todas inofensivas. Es desagradable para la esposa, pero no siniestro. —Se recostó en la silla y prosiguió—: Cada año desaparecen entre quinientas mil y un millón de personas. Es duro para la familia y los amigos. Probablemente lo haya visto usted misma. Al principio lo niegan; no pueden creer que se les haya tratado de un modo tan indigno. Después se ponen furiosos. De todas formas, me puse en contacto con la actual señora Purcell y concerté una cita para el viernes por la tarde. Eso fue el 19 de septiembre. Francamente, no hice nada, porque daba por sentado que ella acabaría por tener noticias del marido.
—¿Y no fue así?
—Ni entonces ni hasta el momento. Por lo que me contó, Purcell no tenía ninguna dolencia que pudiera darnos una pista, ni problemas de corazón, ni diabetes, ni historial de trastornos mentales. Dijo que lo había llamado a su despacho el 12 de septiembre, poco después del almuerzo. Purcell le dijo que llegaría tarde, pero de ningún modo que no llegaría. El sábado por la mañana estaba histérica, y llamó a todos sus conocidos: amigos, parientes, colegas… Hospitales, Policía de Carreteras, el depósito de cadáveres… Todo. No había el menor rastro de él.
»Estuve con ella una hora, en la casa de Horton Ravine. Tiene otra residencia en la playa, donde pasa muchos fines de semana. Hice lo que manda la rutina. Le pregunté por sus costumbres, sus gustos, su trabajo, el club de campo del que era miembro; eché un vistazo a su dormitorio; registré sus cajones, las facturas del teléfono, los recibos de las tarjetas de crédito. Comprobé las cuentas de las tarjetas en busca de alguna actividad reciente, el cuaderno de direcciones, el calendario…, investigué todos los detalles básicos.
—¿No encontró nada?
Levantó un dedo.
—A eso voy. Durante las dos semanas siguientes, nos ocupamos de la correspondencia de su casa y de la clínica, establecimos un filtro para el correo entrante, hablamos con sus socios, lo introdujimos en la base de datos de personas desaparecidas y cursamos una orden de búsqueda de su coche. Tiene usted que entender que no estamos aquí ante un delito, que esto es estrictamente un servicio público. Hacemos lo que podemos, pero no hay indicios que sugieran que el asunto sea serio.
—Fiona me dijo que también desapareció su pasaporte.
Odessa sonrió.
—Toma, y el mío. Que su mujer no lo haya visto no significa que se lo hayan llevado. Encontramos un balance reciente de una cuenta del Mid-City Bank. Había algo que nos llamó la atención. Al parecer, Purcell, durante los dos últimos años, había estado retirando dinero en pequeñas cantidades, que suman un total de treinta mil dólares. Sólo en los últimos diez meses, el saldo pasa de trece mil a tres mil. El último movimiento data del 29 de agosto. Su mujer no parece saber nada al respecto.
—¿Cree que se estaba preparando para la fuga?
—Bueno, eso parece al menos. Aunque con treinta de los grandes no se puede ir muy lejos, y menos en los tiempos que corren y con sus años, pero es un comienzo. Puede que haya ordeñado otras cuentas a las que aún no hemos tenido acceso. También cabe la posibilidad de que sea un jugador y esta sea su apuesta. Ella dice que no lo es, pero podría no saber nada del asunto.
—¿Volvemos al pasaporte? Si Purcell ha abandonado el país, ¿no tendrán constancia de ello los de Aduanas?
—Sería lo lógico. Suponiendo que haya utilizado su pasaporte. Podría haber cambiado sus documentos personales, el carnet de conducir, la partida de nacimiento y el pasaporte, por otros falsos, lo que significa que podría haber huido a Europa o a Sudamérica con otra identidad. También podría haber entrado en Canadá, comprado un pasaje de avión y huido desde allí.
—También podría haberse camuflado —sugerí.
—Desde luego.
—¿No ha visto nadie su coche?
—No hay ninguna certeza en ese sentido. Podría haberlo tirado por un acantilado, o haberlo vendido en México en cualquier tienda de recambios. Deja un coche como el suyo en South Central y verás lo rápido que desaparece.
—¿Qué coche es?
—Un sedán Mercedes de cuatro puertas, plateado, con una matrícula personalizada que dice: «Doctor P».
—No ha hablado usted de juego sucio —dije.
—No hay ninguna razón para hacerlo. Y si la hay, no la veo. Otra cosa sería si hubiéramos encontrado manchas de sangre en el aparcamiento del geriátrico. No hay señales de lucha ni indicios de agresión, ni razones para creer que se lo llevaran por la fuerza. Peinamos el barrio y llamamos a todas las casas. Nadie había visto ni oído nada aquella noche.
—Fiona cree que podría haberse ido voluntariamente. ¿Qué opina?
—Personalmente, no simpatizo con la idea. Nueve semanas de arrebato. Casi es obligatorio considerar que hay algo más. Vamos a repasar todo el caso desde el principio, en busca de alguna cosa que pudiera habérsenos escapado la primera vez.
—¿Afecta a la investigación la historia de Fiona?
—¿En qué sentido?
—Todo lo que cuenta sobre anteriores desapariciones —dije.
Odessa desestimó el tema dando un manotazo al aire.
—Palabras y más palabras. Dice que ya se ha marchado otras veces. Quizá sí, quizá no. No me quedaron muy claros sus motivos.
—Según ella, sólo quiere resultados.
—Claro, ¿quién no los quiere? Somos policías, no magos. No hacemos milagros.
—¿Creyó la historia que contó?
—Lo que creo es que él la dejó a ella. Si tenía problemas con la actual señora Purcell, es pura conjetura. —Se detuvo—. ¿Ya conoce a Crystal?
Negué con la cabeza.
Odessa enarcó las cejas y sacudió la mano como si se hubiera quemado.
—Es una mujer muy hermosa. Cuesta imaginar que un hombre huya de ella.
—¿Tiene usted alguna teoría?
—Yo no —repuso—. Desde nuestro punto de vista, no es un asunto delictivo hasta ahora. No hay delito, así que no hay lectura de derechos ni necesidad de conseguir órdenes judiciales, lo que facilita muchísimo el trabajo. Sólo somos un puñado de buenos chicos tratando de hacerle un favor a la familia. Personalmente, creo que todo esto tiene mala pinta, pero no pienso repetírselo a nadie más, ni siquiera a usted.
—¿Le importa si echo un vistazo? —dije, señalando el expediente.
—Ojalá pudiera, pero el caso es de Paglia y se toma muy en serio la confidencialidad. No le importa que hablemos de lo esencial si es necesario. Lo importante es encontrar al hombre, lo que quiere decir que cooperamos siempre que podemos.
—¿No le importaría que hablara con algunas de estas personas?
—Es usted libre de hacer lo que quiera.
Cuando me acompañó a la puerta, añadió:
—Si lo encuentra, comuníquenoslo. Puede seguir desaparecido si se le antoja, pero no me haría gracia malgastar horas de trabajo si está en Las Vegas hartándose de coca.
—No creerá usted eso.
—No, no lo creo —admitió—. Ni usted tampoco.
Camino del despacho di un rodeo de dos manzanas y pasé por el banco. Rellené un ingreso, firmé por detrás el cheque de Fiona y esperé mi turno en la cola. Cuando llegué a la ventanilla, señalé el número de cuenta que figuraba en el anverso.
—¿Podrías comprobar el saldo de esta cuenta? Quiero estar segura de que hay fondos antes de hacer el ingreso.
Otra lección aprendida en el duro camino: no empiezo a trabajar hasta haber cobrado el cheque.
La cajera se llamaba Barbara y hacía años que la conocía. La miré mientras tecleaba el número de cuenta en el ordenador y luego alcé los ojos hacia el monitor. Pulsó la tecla de introducción de datos. Volvió a pulsarla. La pulsó otra vez. La observé mientras sus ojos seguían las líneas de la pantalla.
Volvió a mirar la papeleta de ingreso e hizo una mueca.
—Hay para esta cantidad, pero por poco. ¿Quieres que te lo haga efectivo?
—Prefiero ingresarlo en cuenta, pero hazlo antes de que llegue otro cheque y se quede sin fondos.