La casa del Camino del Pantano Viejo parecía estar en las últimas fases de construcción. La vi al girar por la curva y reconocí la inacabada estructura por la descripción que me había proporcionado Fiona Purcell. A la derecha se veía una parte del embalse que daba nombre a la calle. El lago Brunswick, que llena una depresión de origen geológico, abasteció de agua potable a la población durante muchos años. En 1953 se construyó un pantano con más capacidad, y ahora el Brunswick es poco más que una manchita azulada en los mapas de la zona. Está prohibido bañarse y navegar, aunque, periódicamente, las aves migratorias hacen un alto en su plácida superficie mientras se dirigen hacia el sur. Los montes que rodean el lago son austeros, pequeñas elevaciones que suben hacia las montañas que constituyen la frontera septentrional del municipio de Santa Teresa.
Dejé el VW en el arcén de grava y crucé la calle. La empinada parcela carecía todavía de detalles paisajísticos y no era más que una alfombra de tierra, piedras y hierbajos. Al nivel de la calle había un contenedor grande, lleno hasta los topes de escombros. Una breve antología de rótulos clavados en el patio anunciaba los nombres del contratista de obras, el pintor y el arquitecto, aunque a la señora Purcell le había faltado tiempo para contarme por teléfono que los planos los había trazado ella. La casa era una contundente serie de cubos de cemento, sobrios y sin adornos, empotrados en la falda de la colina y bañados por el pálido sol de noviembre; un diseño, si se quiere llamar así, que habría aprobado el mismísimo Ministerio de Defensa. La fachada era tan insípida como la de una casamata y contrastaba radicalmente con el estilo colonial español de los edificios de las parcelas contiguas. Detrás de la casa tenía que haber algún camino que condujera a garajes y plazas de aparcamiento, pero preferí los peldaños que recorrían la pelada ladera. A las seis había corrido los seis kilómetros que hago todas las mañanas, pero me había saltado el levantamiento de pesas de los viernes para acudir a aquella temprana cita. Eran ya las ocho, y el culo me pesaba cuando me puse a subir las escaleras.
Oí unos ladridos a mis espaldas. Las roncas quejas resonaban por todo el valle, transmitiendo un mensaje de ansiedad. Una mujer gritó: «¡Trudy! ¡Truuudy!», mientras el animal seguía ladrando. Dio un silbido penetrante y por la ladera apareció un pastor alemán de pocos meses corriendo hacia mí. Me preparé para la embestida de las patas embarradas, pero en el último segundo se oyó otro silbido y la perra cambió de rumbo. Seguí subiendo los anchos escalones de cemento, de dos en dos, hasta que llegué al rellano superior y al pórtico de piedra que sombreaba la entrada principal. Me ardían los muslos, resoplaba y jadeaba y el corazón me iba como una ametralladora. Habría jurado que el aire de aquellas alturas contenía menos oxígeno, aunque la verdad era que sólo había subido dos plantas y no estaba a mucho más de noventa o cien metros sobre el nivel del mar. Di media vuelta y fingí que contemplaba el paisaje mientras recuperaba el aliento.
A unos ocho kilómetros se perfilaba una ancha y oscilante franja de océano cosida a la playa. El día estaba tan despejado que casi se podían contar las montañas de las islas que había a cuarenta kilómetros. Hacia el interior, las nubes asomaban por encima de las cumbres como una manta gris plomo que se moviera a gran velocidad, amenazando tormenta. San Francisco, a seiscientos cuarenta kilómetros al norte, sentía ya sus efectos.
Cuando pulsé el timbre, mi respiración era normal y había hecho un rápido repaso del asunto que me había llevado allí. El doctor Dowan Purcell, exmarido de Fiona, estaba en paradero desconocido desde hacía nueve semanas y la mujer me había enviado por mensajero un sobre con recortes de prensa que resumían los sucesos que habían rodeado la desaparición. Me había encerrado en el despacho y retrepado en la silla giratoria y, con los pies en la mesa, había leído atentamente los recortes. Fiona los había clasificado cronológicamente, pero no había apuntado en ellos ningún comentario u observación. Yo había seguido el suceso en los periódicos locales, pero no había previsto en ningún momento que me iba a ver envuelta en el caso. Me fue muy útil volver a ver la película de los acontecimientos, recontada de aquel modo tan escueto.
El tono de la cobertura periodística había pasado de la confusión de las primeras setenta y dos horas a la paciente espera que caracterizaba el estado presente de las investigaciones, después de muchas jornadas de especulación activa. No había salido nada nuevo a la luz, de modo que no había mucho que contar. Acabadas las revelaciones, el interés del público había empezado a disminuir y la atención de los medios informativos había llegado a un nivel tan frío y breve como un día de noviembre. Una verdad de la naturaleza humana es que sólo nos dedicamos a los misterios de la vida hasta que otro asunto llama nuestra atención. El doctor Purcell había desaparecido el viernes 12 de septiembre, y las largas columnas que al principio se habían dedicado a su desaparición se habían reducido ya a menciones ocasionales de estilo casi ritual. Volvían a contarse los detalles, pero la curiosidad se había desviado hacia acontecimientos más atractivos.
El doctor Purcell, de sesenta y nueve años de edad, había practicado la medicina general en Santa Teresa desde 1944, y durante los últimos quince años de actividad profesional se había especializado en geriatría. En 1981 se había retirado y, seis meses después, se le había autorizado a dirigir una clínica geriátrica llamada Pacific Meadows, propiedad de dos empresarios. La noche del viernes en cuestión había trabajado hasta tarde en su despacho, revisando papeles relacionados con la contabilidad del centro. Según los testigos, eran cerca de las nueve de la noche cuando se detuvo un momento en el mostrador de recepción para despedirse de las enfermeras de guardia. A aquella hora, los internos estaban en sus habitaciones. Los pasillos, iluminados ya por luz atenuada, estaban vacíos y las puertas cerradas. El doctor Purcell se había detenido a hablar con una anciana que estaba en el vestíbulo, en silla de ruedas. Tras una conversación superficial que, según declaración de la mujer, había durado menos de un minuto, el doctor cruzó la puerta principal y salió al aire de la noche. Sacó el coche de la plaza que tenía reservada en la zona norte del complejo, abandonó el lugar y se perdió en el Impenetrable Vacío del que nunca más salió. La policía de Santa Teresa y el sheriff del condado habían dedicado interminables horas al caso y no acertaba a imaginar ningún rincón que las fuerzas del orden no hubieran registrado ya.
Volví a llamar al timbre. Fiona Purcell me había dicho que estaba a punto de irse a San Francisco, donde pensaba pasar cinco días comprando muebles y antigüedades para un cliente de su taller de decoración de interiores. Según la prensa, Fiona y el doctor se habían divorciado hacía varios años, y yo me preguntaba por qué había sido ella quien me había llamado y no su segunda esposa, Crystal.
Tras uno de los cristales que flanqueaban la entrada apareció un rostro. Cuando abrió la puerta, vi que ya estaba lista para el viaje, con un traje sastre de rayas y de solapas anchas. Me tendió la mano.
—¿Kinsey Millhone? Fiona Purcell. Disculpe que la haya hecho esperar. Estaba en la parte trasera. Pase, por favor.
—Gracias. Puede llamarme Kinsey, si lo prefiere. Encantada de conocerla —dije.
Nos estrechamos la mano y pasé al vestíbulo. Su apretón había sido flojo, sorprendente en una persona que, por lo demás, parecía enérgica y eficiente. Le eché sesenta y tantos años, más o menos la edad del doctor Purcell. Tenía el pelo teñido de castaño oscuro y lo llevaba peinado con raya a un lado, con el flequillo hueco y cascadas de rizos artificiales recogidos con peinetas de fantasía, al estilo de las actrices de los años cuarenta. Casi esperaba ver por allí a John Agar o a Fred MacMurray, a algún pobre y atolondrado varón que hubiera caído en las redes de aquella bruja de hombreras agresivas.
—Podemos hablar en la salita —dijo—. Tendrá que perdonarme por el desorden.
En el vestíbulo había un andamio que llegaba hasta el techo. Las escaleras y el ancho pasillo que conducía a la parte de atrás estaban cubiertos por grandes lienzos de tela. A un lado de las escaleras había una consola con una lámpara de cromo. Al parecer, no había nadie más en la casa en ese momento.
—Su avión sale a las diez, ¿no? —pregunté.
—No se preocupe. Estoy a ocho minutos del aeropuerto. Tenemos una hora por delante. ¿Le apetece un café? Yo me estaba tomando uno.
—No, gracias. Ya me he tomado dos esta mañana y ese suele ser mi límite.
Fue hacia la derecha y la seguí, a través de una amplia superficie de cemento desnudo.
—¿Cuándo harán el suelo? —pregunté.
—Este es el suelo.
—Ah —dije, y me prometí no hacer más preguntas sobre temas que estaban más allá de mi comprensión.
La casa conservaba el frío y el olor ligeramente húmedo del yeso y la pintura recientes. Las paredes estaban pintadas de un blanco deslumbrante y las ventanas eran altas y austeras, sin visillos ni cortinas. Miré de reojo y vi un comedor al otro lado del pasillo, sin muebles, dividido en romboides por la clara luz matutina. Nuestros pasos resonaban como si por allí discurriera un pequeño desfile.
Al llegar a la salita, Fiona me señaló un sillón enorme y pesado que hacía pareja con otro; los dos estaban tapizados con una tela de color neutro que se fundía con el gris cemento del suelo. La alfombra tenía un dibujo de rayas negras sobre fondo gris. Me senté al mismo tiempo que mi anfitriona y la miré mientras ella inspeccionaba el espacio con el ojo experimentado de los estetas. Los muebles eran chocantes: madera clara, tubos de acero y formas geométricas elementales. En el manto de la chimenea colgaba un gran espejo redondo con medio marco de cromo. En la mesita de cristal, sobre una bandeja de plata, había una cafetera de plata y marfil, con la lechera y el azucarero correspondientes. Volvió a llenar su taza.
—¿Le gusta el art déco?
—No entiendo mucho del tema.
—Hace años que lo colecciono. La alfombra es de Da Silva Bruhns. Esto es obra de Wolfgang Tumpel. ¿Ha oído hablar de él? —dijo, señalando el servicio de café.
—Es precioso —murmuré, totalmente despistada.
—Casi todas estas piezas son únicas, creadas por artesanos que fueron maestros en su día. Mencionaría más nombres, pero dudo que signifiquen nada para usted si no está familiarizada con la época. Construí esta casa como una especie de vitrina para mi colección, pero, en cuanto esté terminada, lo más probable es que la venda y me mude. Soy impaciente por naturaleza y demasiado inquieta para echar raíces.
Tenía los rasgos muy marcados; las cejas eran arcos de trazo fino, y de los rabillos de sus ojos oscuros partían arrugas pronunciadas. Dio un sorbo al café y sacó un cigarrillo de un paquete que había encima de la mesa. El mechero era de los pequeñitos y dorados, y apenas hizo ruido cuando levantó la tapa y giró la rueda de la chispa. Mantuvo el mechero en la palma y aspiró el humo profundamente, saboreándolo con fruición. Echó la cabeza hacia atrás y expulsó una bocanada de color pardo. Me dije que no estaría de más dejar la chaqueta en la lavandería cuando volviera a casa.
—Creo que no se lo comenté el día que hablamos —dijo—, pero quien me sugirió que me pusiera en contacto con usted fue Dana Glazer. Tengo entendido que antes se llamaba Dana Jaffe.
—Sí. ¿De qué la conoce?
—La ayudé a redecorar su casa. Ahora está casada con un socio de Dow, Joel Glazer, que era viudo. ¿Conoce a Joel? Es socio de una compañía llamada Century Comprehensive, que es propietaria de una cadena de geriátricos, entre otras cosas.
—Conozco el apellido Glazer por los periódicos, pero no lo conozco a él personalmente —dije.
Su llamada empezaba a tener sentido, aunque aún no sabía cuál era mi papel en todo aquello. El primer marido de Dana Jaffe, Wendell, había desaparecido en 1979, aunque en circunstancias muy diferentes de las del caso actual. Wendell Jaffe era un magnate de las inmobiliarias que había fingido su propia muerte y que apareció en México poco después de que su «viuda» cobrara el medio millón de dólares del seguro. Wendell había organizado una típica pirámide financiera, la engañifa había empezado a ponerse al descubierto y se había visto ya entre rejas. Y con su suicidio imaginario sólo había tratado de evitar la inevitable condena. Podía haberle salido bien, pero en México coincidió con un antiguo conocido, y la compañía de seguros, que quería recuperar su dinero, me envió en su busca. ¿Había pensado Fiona en la posibilidad de que su exmarido hubiese hecho algo semejante?
Dejó la taza en la mesa.
—¿Recibió los artículos?
—Un mensajero me los llevó ayer a la oficina. Los leí anoche y los he vuelto a leer esta mañana. La policía ha trabajado…
—Eso quieren hacernos creer.
—¿No está satisfecha con sus progresos?
—¡Progresos! ¿Qué progresos? Dowan sigue en paradero desconocido. Le diré lo que ha conseguido la policía: nada. Es cierto, cumplen con las formalidades, y hacen declaraciones públicas, y manifiestan a gritos su preocupación, pero es un cuento lleno de ruido y de furia que no significa nada.
No estaba de acuerdo, pero opté por callarme mis opiniones por el momento. Yo creo que la policía es estupenda, pero ¿para qué discutir? Aquella mujer quería contratarme y yo estaba allí para averiguar qué podía hacer, si es que podía hacer algo.
—¿Cuál es el último parte? —pregunté.
—Que nadie lo ha visto ni sabe nada de él. O, al menos, eso dicen.
Dio otra chupada al cigarrillo y dejó caer la ceniza en un abultado cenicero de cristal. Su pintura de labios era oscura y se le había corrido hasta la pelusilla del labio superior. Había dejado un arco en la taza y un anillo completo en el filtro del cigarrillo. Las joyas que llevaba eran ostentosas, tanto los grandes pendientes de plata como la pulsera. Quedaban elegantes, pero todo en ella sugería subastas por lotes y tiendas de ropa antigua. Estaba convencida de que si acercaba la nariz me llegaría el olor a naftalina y a perfumes de los años cuarenta, Shalimar y Old Golds. Su aspecto parecía hecho de bruscas y chocantes pinceladas de belleza que a duras penas conseguía acentuar. Bajó los ojos.
—Supongo que sabe usted que estamos divorciados —añadió.
—Lo vi en uno de los artículos que me envió. ¿Qué hay de su actual esposa?
—Sólo he hablado una vez con Crystal desde que empezó todo este embrollo. Quiere mantenerme fuera del caso a toda costa. Si sé algo es gracias a mis hijas, que tratan de no perderla de vista. Sin ellas, aún tendría menos información de la que tengo, que no es mucha, bien lo sabe Dios.
—Tiene dos hijas, ¿no?
—Sí. La menor, Blanche, y su marido viven a cuatro manzanas de aquí. Melanie, la mayor, vive en San Francisco. Me quedaré con ella hasta el martes de la semana que viene.
—¿Tiene nietos?
—Mel no se ha casado. Blanche espera el quinto hijo para dentro de unas tres semanas.
—Guau —dije.
Sonrió con malestar.
—La maternidad es simplemente su excusa para no trabajar.
—Tengo la impresión de que trabajar es más fácil. Yo no podría hacer lo que hace ella.
—Apenas sabe cuidar de sí misma. Por suerte tiene una niñera muy competente.
—¿Qué tal se llevan sus hijas con Crystal?
—Supongo que bien. ¿Qué remedio les queda? Si no bailan al son que toca, Crystal hará lo que sea para que no vuelvan a ver a su padre ni a su hermanastro. Sabía que Dow y Crystal tienen un hijo, ¿no? Se llama Griffith. Acaba de cumplir dos años.
—Recuerdo haber leído algo al respecto. ¿Puedo llamarla Fiona?
Dio otra chupada al cigarrillo y lo dejó en el cenicero.
—Prefiero que me llame señora Purcell, si no le importa. —El humo salió de su boca mientras hablaba y pareció observarlo con actitud meditabunda.
—Bien, de acuerdo. Me gustaría saber si tiene alguna teoría sobre la desaparición de su exmarido.
—Es usted una de las pocas personas que se han atrevido a preguntarlo. Por lo que parece, mi opinión le trae sin cuidado a todo el mundo. Sospecho que está en Europa o en Sudamérica, esperando el momento oportuno de volver. Crystal piensa que ha muerto; al menos, eso he oído.
—No es tan descabellado. Según los periódicos, no ha hecho operaciones con sus tarjetas de crédito. Y no hay rastro de su coche ni de él.
—Bueno, eso no es completamente cierto. Ha habido informes. Hay quien asegura haberlo visto en sitios tan lejanos como Nueva Orleans y Seattle. Lo vieron subiendo a un avión en el aeropuerto JFK y en el sur de San Diego, camino de México.
—Hay quien sigue viendo a Elvis Presley, y eso no quiere decir que esté vivo.
—Es verdad. Por otro lado, alguien que responde a la descripción de Dow trató de entrar en Canadá, pero dio media vuelta cuando el funcionario de inmigración le pidió el pasaporte, que, por cierto, ha desaparecido.
—Ah, ¿sí? Eso es interesante. Los periódicos no lo mencionaban. ¿Significa que la policía le ha seguido la pista?
—Eso espero —respondió. Había algo hueco en su voz. Si conseguía convencerme, quizá lo que decía acabase por resultar cierto.
—¿Está convencida de que sigue vivo?
—Soy incapaz de suponer otra cosa. Dow no tenía enemigos y no me lo imagino víctima de ningún «juego sucio» —dijo, entrecomillando la expresión con los dedos de ambas manos—. Es una idea absurda.
—¿Por qué?
—Dow es perfectamente capaz de cuidar de sí mismo, al menos físicamente. De lo que no es capaz es de enfrentarse a los problemas de la vida. Es pasivo. En vez de pelear o huir, se echa a tierra y se hace el muerto…, por decirlo de alguna manera. No se atrevía a enfrentarse a los conflictos, sobre todo si había mujeres por medio. Le viene de su madre, aunque eso es otra historia.
—¿Había hecho antes algo parecido?
—La verdad es que sí. Traté de explicárselo a la policía, pero fue en vano, todo hay que decirlo. Ya lo había hecho dos veces. La primera, Melanie y Blanche tenían…, creo que seis y tres años. Dowan desapareció durante tres semanas. Se fue sin avisar y regresó de la misma manera.
—¿Adónde fue?
—Lo ignoro. La segunda vez pasó lo mismo. Sucedió unos años después, antes de que nos separáramos para siempre. Un día estaba aquí y al siguiente se había ido. Volvió al cabo de unas semanas, sin explicaciones ni disculpas. Como es lógico, he supuesto que estamos ante un número parecido.
—¿Qué lo empujó a marcharse las dos primeras veces?
Hizo un gesto vago, trazando una raya con el humo del cigarrillo.
—Me imagino que tendríamos problemas. Casi siempre los teníamos. En cualquier caso, Dow no dejaba de decir que necesitaba tiempo para aclararse las ideas…, aunque no sé a qué se refería. Y de pronto dejaba de aparecer por casa. Había cancelado todas sus visitas y compromisos sociales, y sin decir una palabra, ni a mí ni a nadie. La primera vez me di cuenta cuando llegó la hora de la cena y no se presentó. La segunda vez pasó lo mismo, con la única diferencia de que entonces no enloquecí de preocupación.
—Así que en esos dos casos se comportó más o menos como en la presente circunstancia, ¿no es eso?
—Exactamente. La primera vez tardé horas en comprender que se había ido. Dow es médico y, como es lógico, llegaba tarde a menudo. A media noche, estaba desesperada, casi histérica. Creí que iba a volverme loca.
—¿Llamó a la policía?
—Llamé a todo el mundo que se me ocurrió. Al día siguiente, a primera hora de la mañana, recibí una nota por correo. Decía que volvería a casa antes o después, y eso fue exactamente lo que sucedió. Yo estaba furiosa, como es natural, pero a él no pareció importarle. Le perdoné, tonta de mí, y seguimos como si no hubiera ocurrido nada. Teníamos una buena relación, al menos desde mi punto de vista. Yo pensaba que era feliz…, hasta que se produjo lo de Crystal. Por lo que sé, llevaba años tonteando con ella.
—¿Por qué se quedó usted?
—Creía que era un buen marido. Así de ingenua era entonces. Tendía a ser distante, pero no se lo reprochaba, al menos conscientemente. Puede que acumulase resentimiento, pero si lo hice no me di cuenta. Al mirar atrás me doy cuenta de que un hombre puede desaparecer de muchas formas.
—¿Por ejemplo?
Se encogió de hombros y sacudió la ceniza del cigarrillo.
—La televisión, el sueño, el alcohol, la lectura, los estimulantes, los tranquilizantes… Hablo en general, pero seguro que usted me entiende.
—¿De qué se trataba en su caso?
—Se refugiaba en su profesión. Se iba temprano y se quedaba en el despacho hasta la madrugada. Lo que hay que tener en cuenta es que es un hombre que elude las discusiones. Por eso le gustan los ancianos, porque no le exigen nada importante. Ser médico le da posición, y eso, para él, siempre ha sido mejor que tener responsabilidades como cualquier persona normal y corriente.
—¿Cuánto tiempo estuvieron casados?
—Cerca de cuarenta años. Nos conocimos en Siracusa. Yo me estaba especializando en Historia del Arte y él estaba haciendo un curso preparatorio para estudiar Medicina. Nos casamos poco después de que terminara el curso. Dow ingresó en la facultad de Medicina de la Universidad Estatal de Pensilvania y allí hizo el internado y la residencia. Fue entonces cuando tuvimos a las niñas. Yo me quedé en casa con ellas hasta que tuvieron edad de ir a la escuela, luego volví a estudiar y saqué un máster en decoración de interiores. Yo diseñé la casa que construimos poco después en Horton Ravine. Como es lógico, contratamos a un arquitecto para que se ocupara de los aspectos prácticos.
—¿Y esa casa todavía es de Dow?
—Sí, aunque a Crystal no le gusta, por lo que he oído.
—¿No la solicitó usted cuando tramitaron el acuerdo de separación?
—No podía permitirme pagar la hipoteca ni el mantenimiento. Según él, lo dejé sin blanca. Pero es sólo su punto de vista. Créame si le digo que salió ganando. Lo más probable es que sobornara a alguien, al juez o a mi abogado. Ya sabe cómo se alían los hombres cuando se trata del todopoderoso dólar.
Se esforzaba por nublar mi percepción, por anotarse puntos para tenerme a su favor. Los divorciados siempre tratan de despertar nuestra simpatía, mostrándose con la mejor de sus caras. En aquel caso parecía extraño, ya que la razón de mi visita era ver si podía ser útil en la búsqueda del doctor. ¿Estaría enamorada aún de él?
—Tuvo usted que pasarlo muy mal cuando el matrimonio se fue a pique —murmuré.
—Fue humillante. Devastador. Y tópico. Un médico atraviesa la crisis de los cuarenta, abandona a su cuarentona esposa y se va con una puta.
Los periódicos habían explotado a placer el hecho de que Crystal hubiera sido bailarina de strip-tease. Aun así, me parecía cuestionable que utilizara la palabra «puta». Desnudarse para ganar dinero no equivale necesariamente a prostituirse. Por lo que sabíamos, Crystal bien podía haberse sacado un máster en asistencia social psiquiátrica.
—¿Cómo la conoció?
—Tendrá que preguntárselo a ella. La verdad es que Dow empezó a sentir un creciente deseo de…, bueno…, de prácticas sexuales raras. O se le gastaron las hormonas o sus niveles de ansiedad aumentaron con los años. Es posible que sus problemas se remonten a su madre. Todo lo demás está vinculado con la relación que tenía con ella. Fuera cual fuese el motivo, cuando Dowan cumplió los sesenta, empezó a chochear. No podía…, digamos…, «cumplir» sin estímulos. Pornografía, artilugios conyugales…
—Y a usted no le gustaba.
—Me parecía nauseabundo. No me atrevo a detallarle las experiencias que quería probar…, actos indescriptibles de los que me negaba en redondo a hablar con él. Al final dejó de insistir.
—¿Porque se había liado con la otra?
—Evidentemente. Nunca quiso admitirlo, pero estoy segura de que fue deliberado. Supongo que saldría por ahí en busca de alguna dispuesta a plegarse a sus perversos deseos. Yo no iba a hacerlo, por supuesto, y se lo había dejado muy claro.
Me moría por oír un ejemplo de aquellas perversidades, pero pensé que por una vez sería más inteligente tener la boca cerrada. A veces es preferible no saber lo que la gente hace o deja de hacer en privado. Si algún día conocía al doctor, no quería distorsionar su imagen sabiendo que se lo pasaba bomba metiéndose en el culo una zanahoria de cultivo biológico.
—¿Quién pidió el divorcio, él o usted?
—Él. Me pilló completamente desprevenida. Suponía que, una vez satisfechas sus necesidades fuera del matrimonio, mantendría la familia intacta. No pensé que se rebajaría a divorciarse a su edad. Debería haberlo sabido. Dowan es débil. A nadie le gusta reconocer sus errores, pero Dow detestó siempre incluso parecer débil.
—¿Y eso qué significa?
—Bueno —dijo, bajando los ojos. Vi que recorría el suelo con la mirada—. Sospecho que su relación con Crystal no es la unión espiritual que le habría gustado que los demás creyeran. Unos meses antes se había enterado de que su mujer se la estaba pegando con otro. Mejor desaparecer que admitir que le ponían los cuernos.
—¿Sabía él con quién se la pegaba?
—No, pero trató de enterarse. Después de su desaparición, mi amiga Dana me confió que lo sabía desde el principio. Es el entrenador personal de Crystal. Se llama Clint Augustine.
Oí un tenue campanilleo dentro de mi cabeza. Estaba segura de haber oído antes aquel nombre, posiblemente en el gimnasio al que iba.
—¿Cree usted que se fue por eso?
—Sí. Tuvimos una conversación, una larga charla, el 10 de septiembre, dos días antes de que desapareciera. Era muy desgraciado.
—¿Eso dijo?
Se hizo evidente que vacilaba mientras discutía consigo misma.
—No con esas palabras, pero no estás cuarenta años casada con alguien sin aprender a leer entre líneas.
—¿Qué motivó la conversación?
—Vino a casa.
—Lo veía usted de vez en cuando. —No fue una pregunta, sino una afirmación.
—Bueno, sí. A petición suya —alegó, un poco a la defensiva—. A Dow le encanta este lugar, tanto como la casa de Horton Ravine. Siempre le gustaron mis diseños, incluso antes de que nuestra relación se fuera a pique. Últimamente venía al caer la tarde a tomarse algo conmigo. Aquella noche estaba agotado. Tenía la cara gris de preocupación, y, cuando le pregunté qué pasaba, dijo que el trabajo del despacho lo estaba volviendo loco. Y Crystal no cooperaba. Es muy narcisista, se dará cuenta cuando la conozca.
—¿Le extrañó que confiara en usted después de todo lo que le había hecho sufrir?
—¿A qué otra persona podía recurrir? En realidad no hablaba de ella, pero se le notaba la tensión en la cara. Había envejecido diez años en cuestión de unos meses.
—¿Quiere decir que tenía problemas en casa además de tenerlos en el trabajo?
—Exacto. No daba detalles, pero en una ocasión mencionó de pasada que necesitaba huir. Fue en lo primero que pensé cuando me enteré de su desaparición.
—¿Y no pudo ser una manera de hablar?
—Supongo que sí —dijo—. Quiero decir que no sacó ningún pasaje de avión, pero parecía desesperado.
—¿Recuerda si hizo referencia a algún lugar concreto?
Ladeó la cabeza.
—Me he estrujado los sesos pero no recuerdo nada en ese sentido. Fue un comentario casual, y no volví a pensar en ello hasta que ocurrió lo que ocurrió.
—Supongo que se lo contó a la policía.
Volvió a vacilar.
—Al principio no. Pensé que la ausencia era voluntaria y que volvería cuando se le pasase. No quería ponerlo en evidencia. Preferí que fuera Crystal quien convirtiese la dura prueba en un circo periodístico.
El comentario me irritó.
—Señora Purcell, su exmarido es un médico eminente, conocido y querido en esta comunidad. Es lógico que su desaparición atraiga la atención de los medios de comunicación. Si pensaba que se había ido a la francesa, ¿por qué no lo dijo?
—Porque pensé que Dow tenía derecho a proteger su intimidad —respondió, ruborizándose ligeramente.
—¿Y todo el tiempo y el dinero que se han gastado en la investigación? ¿No le importaban?
—Claro que sí. Por eso hablé con la policía. Al cabo de seis semanas empecé a preocuparme. Supongo que hasta entonces había esperado un telefonazo o una nota, alguna indicación de que estaba bien, dondequiera que estuviese. Pero ya han transcurrido nueve semanas y creo que es hora de tomar cartas en el asunto.
—¿Qué la hizo pensar que se pondría en contacto con usted y no con Crystal?
—El hecho de que, precisamente, quisiera escapar de Crystal.
—Y ahora le preocupa que pueda haberle pasado algo.
—Supongo que sí. Por eso me reuní la semana pasada con el inspector Odessa. Me trató con amabilidad. Tomó notas. Pero me dio la impresión de que no me tomaba en serio. Dijo que se pondría en contacto conmigo, pero no he vuelto a saber de él. La policía debe de estar trabajando en docenas de casos, lo que significa que no tiene tiempo ni recursos que dedicar a Dow. Le dije todo eso a Dana, y está de acuerdo conmigo. Por eso me la recomendó.
—No sé qué decir. Aunque llegáramos a un acuerdo, me pasa como a la policía: no puedo dedicar las veinticuatro horas del día a este asunto. Tengo otros clientes.
—No he dicho que tenga que trabajar para mí en exclusiva.
—Aun así, estoy sola. Sería mejor que se dirigiera a cualquier agencia importante de Los Ángeles, a una con personal suficiente para cubrir el territorio nacional y hacer las cosas bien. Puede que al final tenga que buscarlo en el extranjero.
Me interrumpió moviendo la mano.
—No quiero ninguna agencia importante de Los Ángeles. Quiero a alguien de aquí que me informe directamente.
—Pero lo único que yo podría hacer es lo que probablemente habrá hecho ya la policía.
—Quizás a usted se le ocurran cosas que a ellos no se les hayan ocurrido. Al fin y al cabo, encontró la pista de Wendell Jaffe años después de que todo el mundo lo diera por muerto.
—Encontré su pista, pero no partí de cero. Alguien lo había visto en México y por eso pude resolver el caso.
Adoptó una expresión de retraimiento.
—No quiere usted ayudarme.
—No estoy diciendo eso. Estoy hablando de la realidad, que no parece tener buena cara.
—¿Y si la policía ha pasado por alto algún enfoque?
—¿Y si no ha sido así?
—Bueno, entonces me contentaré con el trabajo que han hecho.
Guardé silencio unos instantes, con los ojos fijos en el suelo. Una voz interior me gritaba: «¡No, no, no!». Pero mi boca dijo:
—Haré lo que pueda, pero no le prometo nada.
—Bien. Estupendo. Volveremos a hablar el martes. Apunte las horas que dedica y en cuanto vuelva de San Francisco me pasa la factura. —Miró el reloj y se puso en pie.
Yo hice lo mismo.
—Necesitaré una señal.
—¿Una «señal»? —Se hizo la sorprendida, pero me pregunté si no habría repetido la palabra buscando algún efecto. ¿Acaso trabajaba ella sin antes firmar un contrato y recibir un adelanto?—. ¿Cuánto es la señal?
—Cobro cincuenta dólares por hora o una tarifa plana de cuatrocientos al día, más los gastos; así que quinientos bastarán por ahora. Si me da la dirección de Melanie, esta misma noche le enviaré el contrato para que lo firme. —En realidad, podía haber ido con uno ya preparado, pero no lo había hecho porque no estaba segura de si llegaríamos a un acuerdo.
Parpadeó como si estuviera confusa.
—Disculpe. Había imaginado algo más informal. ¿Es el procedimiento habitual en su trabajo?
—Pues sí —dije.
Reparé en que no había dicho «profesión», lo que probablemente significaba que me había clasificado en el grupo de los oficinistas, los cocineros de comida rápida y los fontaneros.
—¿Y si no lo encuentra?
—He ahí la cuestión. Si al final vuelvo con las manos vacías, será usted libre de lamentar no haber optado por la tarifa plana. Una vez decido encargarme de un caso, no hay quien me detenga. Sigo la pista hasta el cruel desenlace.
—Eso espero —dijo. Meditó brevemente y echó a andar hacia una consola con incrustaciones de marfil. Sacó el talonario de cheques, volvió al sillón y se sentó—. ¿A qué nombre debo hacerlo?
—Investigaciones Millhone.
La vi rellenar el cheque y arrancarlo de la matriz, sin molestarse en disimular la irritación al entregármelo. Vi que éramos compañeras de banco, que teníamos el dinero en la misma sucursal del Banco Municipal de Santa Teresa.
—Está usted alterada —dije.
—Yo trabajo sobre una base de confianza. Usted, por lo visto, no.
—La vida me ha hecho así. No es nada personal.
—Ya veo.
Le alargué el cheque.
—Quédeselo, si lo prefiere.
—Encuéntrelo. Espero un informe completo en cuanto vuelva de San Francisco.