SOBRE EL TEMA DE LA MUERTE SÚBITA
«Donde el sonido
de instrumentos, con su armoniosa melodía,
se escuchó, de arpa o de órgano; y se vio
quien tocó sus teclas y cuerdas; su toque ligero
instintivo a través de todos los tonos, bajos y elevados
salió y persiguió transversalmente la resonante fuga
El paraíso perdido B, XI.
Tumultuosissimamente
¡La pasión de la muerte súbita!, que yo una vez en mi juventud leí e interpreté según las sombras de sus signos anunciadores[22]: el rapto de pánico tomando forma, que yo he visto entre las tumbas en las iglesias, de mujeres rompiendo sus ataduras sepulcrales, de mujeres de forma jónica[23] inclinándose hacia adelante sobre las ruinas de su tumba, con el pie arqueado, con la mirada levantada, con las manos en actitud de oración: esperando, mirando, temblando, orando, ante la llamada de la trompeta para levantarse del polvo para siempre. ¡Ah, visión demasiado espantosa de una humanidad estremecida ante el borde de un abismo! ¡Visión que regresa, que gira, como un rollo de pergamino seco antes de que la ira del fuego lo ponga en las alas del viento! Epilepsia tan breve de horror, ¿a qué se debe que no puedas morir? Pasando tan de repente a la oscuridad, ¿a qué se debe que esparcieras tus tristes y funerarias plagas en los espléndidos mosaicos de los sueños? Un fragmento musical severo, escuchado una vez y nunca más, ¿qué te aqueja para que tus acordes surjan a intervalos por todos los mundos del sueño, y para que después de treinta años no hayan perdido ni un ápice de su horror?
1
¡Mirad, es verano, el omnipotente verano! Las puertas eternas de la vida y del estío se han abierto de par en par, y sobre el océano, tranquilo y verde como una sabana, flotamos la desconocida dama de la espantosa visión y yo mismo: ella sobre una ligera chalupa, y yo sobre un buque de guerra inglés. Pero los dos estamos disfrutando de brisas de jovialidad en los dominios de nuestra patria común —en ese antiguo reino marino—, en esa persecución sin senderos donde Inglaterra encuentra su placer como cazadora durante el invierno y el verano, y que se extiende desde la salida hasta la puesta del sol. ¡Ah, qué selva de belleza floral estaba oculta, o se reveló de repente, sobre las islas tropicales hacia las que se dirigía la chalupa! Y en su interior qué ramillete de flores humanas, qué muchachas tan encantadoras, qué galanes tan nobles, bailando juntos, y dirigiéndose lentamente hacia nosotros entre la música y el incienso, entre los capullos de la floresta y los espléndidos corimbos de las viñas, entre los cantos y las dulces risas femeninas. La chalupa se acerca lentamente a nosotros, nos saluda con alegría, y desaparece con igual lentitud bajo la sombra de nuestra poderosa proa. Pero entonces, por alguna señal del cielo, todo se desvanece: la música y los cantos, el dulce eco de las risas femeninas. ¿Qué mal ha afectado a la chalupa?, ¿acaso nuestra terrible sombra ha llevado la ruina a nuestros amigos?, ¿era nuestra sombra la sombra de la muerte? Miré por encima de la proa para buscar una respuesta y, ¡atención!, la chalupa estaba destrozada, la algazara había desaparecido para siempre, la gloria de la cepa era cenizas y el bosque quedó sin un testigo de su belleza. «Pero ¿dónde? —y me volví hacia mi propia tripulación—, ¿dónde están las encantadoras mujeres que bailaban junto a las flores y los ramilletes de corimbos? ¿Adónde habían huido los galanes que bailaban con ellas?». No había ninguna respuesta. Pero de repente, el hombre en el mástil, cuyo semblante se oscureció con alarma, gritó: ¡A sotavento! ¡Viene hacia nosotros, en setenta segundos se irá a pique!
2
Miré a sotavento y el verano había desaparecido. El mar estaba agitado y estremecido por una intensa furia. Sobre su superficie se elevaban densas nieblas que se agrupaban en arcos y largas naves catedralicias. Por debajo de una de ellas, con el paso fiero de una flecha disparada por una ballesta, apareció una fragata navegando a toda vela hacia nosotros. «¿Están locos?», exclamó una voz de nuestra cubierta. «¿Están ciegos?, ¿acaso quieren su ruina?». Pero en ese momento, cuando ya estaba cerca de nosotros, algún impulso de una corriente vehemente o un repentino torbellino la apartó de nuestro curso y nos eludió sin un roce. Cuando pasó a nuestro lado, arriba, entre los obenques, se encontraba la dama de la chalupa. Las profundidades se abrían frente a ella amenazándola con engullida, despidiendo torres de espuma y olas para atrapada. Pero se la llevaron a espacios desiertos del mar; mientras estuvo a la vista, la seguí con la mirada, impulsada por los aullidos del viento, perseguida por furiosas aves marinas y por enloquecedores olas; aún la veía como cuando pasó a nuestro lado, entre los obenques, con sus vestiduras blancas ondeando al viento. Allí estaba con el pelo desgreñado, aferrándose a la jarcia con una mano —elevándose, hundiéndose, temblando, oscilando, rezando—, allí la vi mientras elevaba a intervalos una mano hacia el cielo, entre las feroces crestas de las acosadoras olas y la furia de la tormenta; hasta que al final, como con un sonido lejano de risa maliciosa y budona, todo quedó oculto para siempre tras una cortina de agua; y después de eso, pero no sé cuándo, ni tampoco cómo …
3
Dulces campanas de funeral desde alguna incalculable distancia, gimiendo por la muerta que murió antes del amanecer, me despertaron mientras dormía en un barco atracado en alguna playa familiar. La luz matinal se impuso y, por las oscuras revelaciones que difundía, vi a una niña adornada con una guirnalda de rosas que le rodeaba la cabeza, como si se dirigiera a un festival, pero que corría a lo largo de la solitaria playa. Su carrera era la que inspira el pánico, y con frecuencia se volvía para dirigir su vista hacia algún terrible enemigo que la perseguía. Pero cuando yo bajé a tierra y seguí sus pasos para advertida de un peligro frente a ella, ¡ay!, huyó de mí como de otro peligro, y en vano le grité que ante ella había arenas movedizas. Corrió más y más deprisa, desapareciendo de mi vista tras un promontorio de rocas; en un instante yo también lo había rodeado, aunque sólo para ver cómo las traidoras arenas movedizas pugnaban por cerrarse por encima de su cabeza. Su cuerpo ya había quedado enterrado, sólo quedaba visible a los cielos compasivos su rubia y joven cabeza y la diadema de rosas blancas a su alrededor. Lo último que se vio de ella fue un brazo marmóreo. Al amanecer vi esa joven y rubia cabeza cuando se hundía en la oscuridad —vi ese brazo marmóreo cuando se elevó sobre su cabeza y su traicionera tumba, agitándolo, elevándolo, intentando asir alguna ficticia mano embaucadora extendida desde las nubes—, vi ese brazo marmóreo expresando su esperanza agonizante y luego su agonizante desesperación. La cabeza, la diadema, el brazo, todo se había hundido, sobre todo ello se habían cerrado las arenas movedizas, y ningún recuerdo de la rubia joven quedaba en la tierra, salvo mis propias lágrimas solitarias y las campanas funerarias de los mares desiertos que, elevándose de nuevo con mayor suavidad, entonaban un réquiem sobre la tumba de la niña enterrada y sobre su aurora marchita.
Me senté y lloré en secreto las lágrimas que los hombres siempre han derramado en memoria de aquellos que murieron antes de la aurora, y por la perfidia de la tierra, nuestra madre. Pero las lágrimas y las campanas de funeral fueron acalladas de repente por un grito como si procediera de muchas naciones, y por un rugido que parecía proceder de la artillería de un rey que avanzaba rápidamente por los valles y que se oía desde muy lejos por su eco entre las montañas. «¡Silencio! —dije al inclinar mi oído hacia la tierra para escuchar—, ¡silencio!, es la completa anarquía de la lucha o algo más», y luego escuché con mayor atención y dije al levantar mi cabeza: «o algo más, ¡oh, cielos!, es la victoria que engulle toda lucha».
4
De inmediato, como en un trance, viajé por tierra y por mar hacia un reino distante, sentado en un coche triunfal, entre compañeros coronados de laurel. La oscuridad de la medianoche, que caía sobre todo el país, ocultaba de nosotros las poderosas multitudes que rodeaban nuestro carruaje: los oíamos pero no los veíamos. Habían llegado noticias frescas, en una hora, y de una importancia como no la habían tenido en siglos; estaban tan llenas de solemnidad, tan llenas de placer que no reconocían otro origen que Dios, ni se dejaban comunicar con otro lenguaje que no fuesen las lágrimas, los cánticos agitados, las reverberaciones elevándose de cada coro, el Gloria in excelsis. Estas noticias las teníamos nosotros, los que nos sentábamos en el carruaje laureado, como un privilegio para difundidas entre todas las naciones. Y ya, por signos audibles a través de la noche, por resoplidos y ruidos de cascos, nuestros enojados caballos, que no conocían el miedo de la fatiga física, nos recriminaron el retraso. ¿Por qué motivo nos retrasábamos? Estábamos esperando una contraseña que habría servido para corroborar la esperanza de las naciones. La palabra secreta llegó a medianoche y la contraseña era: ¡Watedooy salve la Cristiandad! Las terribles palabras brillaron con toda su luz; fueron por delante de nosotros, por encima de nuestros caballos, y difundían una luminosidad dorada sobre los senderos que atravesábamos. Cada ciudad, ante la presencia de la contraseña, abría sus puertas para recibirnos. Los ríos callaban cuando los pasábamos. Todos los infinitos bosques, cuando viajábamos por sus márgenes, flameaban en homenaje a la contraseña. Y la oscuridad nos rodeó.
Dos horas después de la medianoche alcanzamos una catedral enorme. Sus puertas, que se elevaban hasta las nubes, estaban cerradas. Pero cuando la terrible contraseña, que rodaba por delante de nosotros, las alcanzó con su luz dorada, giraron silenciosamente sobre sus goznes y nuestro carruaje entró al galope en la gran nave de la catedral. Nuestro paso era temerario, y en cada altar, en las pequeñas capillas y oratorios que se encontraban a derecha e izquierda de nuestro curso, las velas, apagadas, volvían a encenderse con la contraseña que pasaba volando a su lado. Unas cuarenta leguas habríamos recorrido en la catedral y aún no nos había alcanzado ningún rayo de luz matinal, cuando vimos ante nosotros las galerías aéreas del órgano y del coro. Pináculos y tracerías estaban coronados por los miembros del coro, vestidos con una túnica blanca, que cantaban la salvación; ya no derramaban más lágrimas como las habían derramado sus padres, pero en los intervalos en que cantaban a las generaciones, decían:
«Canta la gloria de la Salvación en cada lengua».
recibiendo la respuesta lejana
«como una vez se cantó en el cielo y en la tierra».[24]
Y su canto era eterno; nuestro temerario paso, en cambio, no tuvo pausas ni frenos.
Así, mientras corríamos como un torrente, mientras nos deslizábamos con un rapto nupcial sobre el Campo Santo [25], de repente nos dimos cuenta de que una vasta necrópolis se alzaba en el horizonte: una ciudad de sepulcros, construida en el interior de la santa catedral para los guerreros muertos que descansaban de sus luchas en la tierra. La necrópolis era de granito púrpura, no obstante, en el primer minuto yacía como una mancha descolorida en lontananza, tan tremenda era la distancia. En el segundo minuto pasó por muchos cambios, creciendo con terrazas y torres de increíble altitud, tan rápido avanzábamos. En el tercer minuto, con nuestro terrible galope, ya entrábamos en los suburbios. Enormes sarcófagos se elevaban a cada lado, con sus torres y almenas que, sobre los límites de la nave central, avanzaban con actitud arrogante y retrocedían entre las sombras en sus correspondientes nichos. Cada sarcófago mostraba muchos bajorrelieves, bajorrelieves de batallas, de campos de batalla, de batallas de épocas olvidadas, de batallas de ayer, de campos de batalla que, desde hacía mucho tiempo, la naturaleza había curado y reconciliado consigo misma con el dulce olvido de las flores, de campos de batalla que estaban aún enrojecidos y enfurecidos por la matanza. Corríamos por donde corrían las terrazas; donde las torres hacían una curva, allí doblábamos. Con la misma agilidad que las golondrinas, así nuestros caballos giraban en cada esquina. Fluíamos como los ríos, volábamos como huracanes que penetran en los secretos de los bosques, nuestro carruaje llevaba pasiones terrenales con más rapidez de lo que la luz tarda en disolver la oscuridad —prendiendo instintos guerreros—, entre el polvo que nos rodeaba, con frecuencia el polvo de nuestros nobles padres que habían dormido en Dios desde Créci a Trafalgar. Y ya habíamos alcanzado los últimos sarcófagos, nos encontrábamos a la altura del último bajorrelieve, y recobrábamos la ruta rectilínea de la ilimitada nave central, cuando viniendo por la nave nos encontramos con una niña que montaba en un carruaje lleno de flores. Las nieblas que la precedían ocultaban los ciervos que la impulsaban, pero no podían ocultar las conchas y las flores tropicales con las que jugaba y tampoco podían ocultar las encantadoras sonrisas con que manifestaba su confianza en la poderosa catedral y en los querubines que miraban hacia abajo desde lo más alto de los pilares. Se encontraba frente a nosotros y se acercaba de frente, como si no hubiera ningún peligro. «¡Oh, pequeña! —exclamé yo—, ¿conoces la redención de Waterloo?, ¿tenemos, nosotros que llevamos noticias de gran alegría, que ser mensajeros de ruina para ellos?». Me levanté estremecido por mi propio pensamiento, pero entonces también, por el mero horror del pensamiento, se levantó uno que estaba esculpido en el bajorrelieve, un corneta agonizante. Gravemente se levantó del campo de batalla y, descolgando su corneta pétrea, la llevó, con angustia mortal, a sus pétreos labios, tocándola una vez, y luego otra, proclamando lo que, en sus oídos, ¡oh, pequeña!, tenía que haber hablado de las almenas de la muerte. De inmediato densas sombras y un silencio primordial cayeron entre nosotros. El coro había dejado de cantar. Los cascos de nuestros caballos, el estrépito de los arneses, ya no causaban alarma en las tumbas. Con el horror el bajorrelieve había cobrado vida. Con el horror, nosotros, que estábamos tan llenos de vida, nosotros, los hombres y los caballos, con sus patas delanteras alzándose en el aire en un galope eterno, habíamos quedado petrificados en un bajorrelieve. Entonces sonó la corneta una tercera vez; el pulso quedó liberado de nuevo; la vida, yel frenesí de la vida, volvieron a correr por sus arterias; una vez más el coro resonó con toda su luminosa grandeza, como si surgiera del poder amortiguador de la tempestad y de la oscuridad; y también nuestros caballos volvieron a llevar, con su paso tempestuoso, la tentación a las tumbas. Un grito salió de nuestros labios cuando las nubes, despejando la nave, mostraron el vacío ante nosotros. «¿Dónde se ha ido la niña?, ¿se la ha llevado Dios?». ¡Mirad allá!, en un vasto espacio se elevan hasta las nubes tres ventanas enormes y a la altura de sus ápices, a una altura inalcanzable para el hombre, se alza un altar del más puro alabastro. En su cara oriental reverberaba un rosetón carmesí. ¿De dónde venía todo eso?, ¿era de la aurora rojiza que ahora se introducía a través de los ventanales?, ¿era de las túnicas rojas de los mártires que estaban pintados en las ventanas?, ¿era de los sangrientos bajorrelieves de la tierra? Viniera de donde viniese, allí, en ese radiante rosetón carmesí apareció de repente una cabeza femenina, y luego una figura femenina. Era la niña, ahora crecida y con la altura de una mujer. Asida a los extremos del altar, allí estaba —hundiéndose, elevándose, temblando, desmayándose, desesperándose—, y tras el volumen de incienso que ascendía día y noche desde el altar, se veía la pila bautismal y se percibía oscuramente el perfil del espantoso ser que la iba a bautizar con el bautismo de la muerte. Pero a su lado se arrodillaba su mejor ángel que ocultaba su rostro con las alas; que lloraba y pedía por ella; que oraba cuando ella no podía, que luchaba con el cielo con ayuda de sus lágrimas para su salvación y que, cuando levantó su inmortal semblante oculto entre las alas, yo vi en la gloria de sus ojos que por fin había vencido.
5
En ese momento aumentó la agitación, difundiéndose por la infinita catedral, hasta su agonía; entonces quedó completa la pasión de la poderosa fuga. Los dorados tubos del órgano, que sólo habían sollozado y murmurado a intervalos, brillaron entre las nubes y las oleadas de incienso, emanando, como de fuentes insondables, columnas de música conmovedora. El coro y el anticoro se llenaban de voces desconocidas. ¡Tú también, corneta moribundo!, con tu amor que fue victorioso, y tu angustia que ha terminado, entraste en el tumulto: sonido y eco —adiós al amor, adiós a la angustia— resonaron por el terrible sanctus. Nosotros, que seguíamos avanzando, oímos el tumulto, como en una huida, congregándose a nuestras espaldas. Con miedo miramos a nuestro alrededor buscando los pasos desconocidos que, en huida o persecución, se acercaban a nosotros. ¿Quiénes eran los que nos seguían? Los rostros, incontables, ¿de quiénes eran? «¡Oh, oscuridad de la tumba! —exclamé yo—, que fuiste visitada por el altar carmesí y por la pila bautismal con luz secreta, que fuiste escudriñada por el brillo de un ojo angélico, ¿eran éstos en verdad tus hijos? La pompa de la vida que, de los cementerios de siglos, volvió a elevarse con la voz del placer perfecto, ¿pudiste ser tú la que me envolviste en la marea del pánico?, ¿qué me afligió para que temiera los triunfos de la tierra? ¡Ah!, corazón de paria en mi interior, que nunca pudiste oír el sonido del placer sin murmullos sombríos de traición y emboscada; que, desde los seis años, nunca oíste la promesa del amor perfecto sin ver entre las estrellas dedos como de la mano de un hombre escribiendo la leyenda secreta: cenizas a las cenizas, polvo al polvo, ¿por qué motivo no ibas tú a temer, mientras todos los demás se regocijan?». Cuando miré hacia atrás, después de haber recorrido setenta leguas en el interior de la catedral, vi a los vivos y a los muertos cantando juntos a Dios, juntos cantaban a las generaciones del hombre, ¡ah!, bramando, como torrentes que irrumpen desde todos los lados: vibración, como de pies de mujeres y niños que huyen; ¡ah!, estremeciéndose, como alas que persiguen. Pero yo oí una voz del cielo que dijo: ¡que no vuelva el pánico, que ya no haya más pánico, y no más muerte súbita! ¡Cubridles con alegría como la marea cubre la playa! Eso lo oyeron los niños del coro, eso lo oyeron los niños de las tumbas. Toda la hueste del júbilo estaba presta a moverse. Como ejércitos que cargan, así se movieron al unísono. Aquellos que pasaban, con cabezas laureadas, por las puertas que daban a la zona este de la catedral, nos alcanzaron y nos envolvieron con rayos que subyugaron a los nuestros. Nos movimos juntos como hermanos; nos elevamos hacia los cielos —hacia la aurora que se abría paso, hacia las estrellas que se alejaban, dando gracias a Dios en las Alturas— que, habiendo ocultado su rostro durante una generación tras densas nubes de guerra, una vez más ascendía, ascendía de Waterloo, en las visiones de paz; dándole gracias por ti, pequeña, oscurecida con su inefable pasión de muerte, de repente Dios se enterneció; dejó que el ángel retirase su brazo, e incluso en ti, ¡hermana desconocida!, se mostró por un momento para quedar oculto para siempre, encontró una ocasión para glorificar su bondad. Mil veces, entre los fantasmas del sueño, me ha mostrado tu persona, de pie delante de la dorada aurora y dispuesta a entrar por sus puertas, con la terrible palabra yendo por delante de ti, con los ejércitos de la tumba detrás de ti; me fuiste mostrada, hundiéndote, elevándote, temblando, desmayándote, pero de repente reconciliada, embelesada; mil veces te he seguido en los mundos oníricos —a través de tormentas, a través de mares desiertos, a través de la oscuridad de arenas movedizas, a través de fugas y la persecución de fugas, a través de sueños y de las espantosas resurrecciones que hay en los sueños—, tan sólo que al final, con un movimiento de su brazo victorioso, probó y ensalzó las infinitas resurrecciones de su amor.