(El lector debe entender el presente artículo, en sus dos secciones de La visión y de La Fuga del sueño, relacionado con un artículo previo sobre El coche correo inglés, publicado en la revista de octubre. El objeto último era La Fuga del sueño, como un intento de lidiar con los máximos esfuerzos de la música a la hora de abordar una forma colosal del horror apasionado. La visión de la muerte súbita contiene el incidente del coche correo, que ocurrió de verdad, y que me sugirió las variaciones oníricas, aquí asumidas por La Fuga, así como otras variaciones aún no concebidas. En estas impresiones, surgidas de la terrorífica experiencia en el correo de Manchester y Glasgow, confluyen otras impresiones más generales, derivadas de mi larga familiaridad con el correo inglés, tal y como se describen en el artículo anterior; sensaciones también, por ejemplo, de belleza animal y de poder, de velocidad, en aquel tiempo sin precedentes, de vínculos con el gobierno y la cosa pública de una gran nación, pero, sobre todo, de conexión con las grandes victorias nacionales en una crisis peculiar, siendo el correo el órgano privilegiado para publicar y difundir todas las noticias de esa clase. A esta función del correo se debió la inclusión de Waterloo en la cuarta variación de La Fuga, pues al haberse introducido el correo en los sueños por el incidente en La Visión, era natural que todas las circunstancias accesorias de pompa y grandeza que envolvían a ese carruaje nacional se sumaran a la corriente de la imagen principal).[2]
¿Qué se puede pensar de la muerte súbita?[3] Es digno de destacar que, en diferentes fases de la sociedad, se la ha considerado de formas distintas; por un lado, como el fin de la vida terrenal, deseado de la manera más ferviente[4] y, por otro, como el final más despreciado de todos. César, el dictador, en su última fiesta nocturna (caena), y precisamente la noche anterior a su asesinato[5], cuando se le preguntó por la manera de morir que, en su opinión, sería la más deseable, respondió: «la que sea más rápida»[6], por otra parte, la divina letanía de nuestra Iglesia de Inglaterra, cuando emite sus súplicas, como con un carácter representativo para toda la raza humana postrada ante Dios, sitúa esa muerte en el ámbito más horrible. «Que Dios nos libre del rayo y de la tempestad, de la enfermedad y del hambre, de la batalla y del asesinato, y de la muerte súbita». La muerte súbita corona aquí el clímax de un escalonamiento ascendente de calamidades, es la última de las maldiciones y, sin embargo, era tratada por el más noble de los romanos como la primera de las bendiciones. En esta diferencia la mayoría de los lectores sólo verá poco más que la diferencia entre el cristianismo y el paganismo. Pero yo dudo de esto. La Iglesia cristiana puede estar en lo cierto en su estimación de la muerte súbita, y es un sentimiento natural, aunque, después de todo, el desear una despedida silenciosa de la vida —como la que nos puede parecer más compatible con una actitud meditativa, con un examen retrospectivo penitente y con la humildad de las oraciones de despedida— también puede ser producto de la debilidad. No obstante, tengo que decir que yo no he encontrado ninguna justificación clara en las Escrituras de esta seria petición de la letanía inglesa[7], Parece más una petición indulgente con la debilidad humana que exigida por la piedad humana[8]. Y, aunque pueda ser así, se nos ocurren dos observaciones como prudentes limitaciones de una doctrina que puede desembocar, y ha desembocado, en una superstición nada caritativa. La primera es ésta: que mucha gente está dispuesta a exagerar el horror de la muerte súbita (me refiero al horror objetivo ante ella del que contempla dicha muerte, no al horror subjetivo de quien la sufre), dándose también la falsa tendencia a hacer hincapié en las palabras o actos, simplemente porque se han convertido en palabras o actos. Si un hombre muere, por ejemplo, por alguna muerte repentina cuando padece una intoxicación etílica, esa muerte causa erróneamente un horror peculiar, como si la intoxicación se elevara de repente a la categoría de una blasfemia. Pero eso es antifilosófico. El hombre podría haber sido o no, habitualmente, un bebedor. Si no lo era, si su intoxicación fue un accidente aislado, no puede haber ninguna razón para poner ningún énfasis especial en ese acto, simplemente porque debido a esa desgracia se ha convertido en un acto final. Pero, si por otra parte, no fuera ningún accidente, sino una de sus habituales transgresiones, ¿sería más habitual y más una transgresión porque alguna calamidad repentina, sorprendiéndole, haya causado que esa transgresión habitual se haya convertido también en una final? Si el hombre hubiese tenido alguna razón, incluso débil, para prever su propia muerte súbita, se habría dado un rasgo nuevo en su acto de intemperancia, un rasgo de orgullo e irreverencia, como en alguien que siente cómo se acerca a la presencia de Dios. Pero esto no afecta a nuestro caso. Y el único elemento nuevo en el acto del hombre no es ningún elemento de una inmoralidad añadida, sino de una desgracia añadida.
La otra observación se refiere al significado de la palabra súbita. Es muy posible que César y la Iglesia cristiana no difieran de la manera que suponemos, y aquí tenemos un ejemplo convincente del deber que nos impulsa al severo análisis de las palabras, pues éste nos llevaría a la conclusión de que no existe una diferencia doctrinal, como entre puntos de vista paganos y cristianos, a la hora de juzgar el sentido moral que se da a la muerte, sino que simplemente en ambas concepciones se contemplan casos diferentes. Ambos contemplan una muerte violenta; un Βιαθανατος[9], muerte que es Bιαιος [10], pero la diferencia estriba en que los romanos con la palabra «súbita» se refieren a una muerte no prolongada, mientras que la letanía cristiana entiende por «súbita» una muerte sin aviso, en consecuencia, sin ningún llamamiento posible para una preparación religiosa. El pobre reo que cae de rodillas para mirar en su corazón las balas de doce fusiles disparadas por sus compasivos camaradas, muere, según el sentido de César, de la manera más súbita; una conmoción, un poderoso espasmo, un quejido (es posible que no sólo uno), y todo ha terminado. Pero, en el sentido de la letanía, su muerte está muy lejos de ser súbita; su ofensa inicial, su prisión, su juicio, el intervalo entre su sentencia y su ejecución, le han proporcionado avisos separados de su destino, y todos ellos le han invitado a afrontarla con una preparación solemne.
Entretanto, cualquier cosa que se piense de la muerte súbita como una mera variedad en las formas de morir[11], donde la muerte es inevitable —una cuestión que, tanto en el sentido romano como cristiano se interpretará conforme al temperamento de cada uno—, se puede decir que respecto a una caracterización de la muerte súbita no puede haber ningún resquicio de duda sobre el hecho de que es la más terrorífica de todas las agonías para el hombre, que de todos los martirios es el más glacial para todas las sensibilidades humanas, a saber, cuando sorprende a un hombre bajo circunstancias que ofrecen (o que parecen ofrecer) alguna oportunidad apresurada e inapreciable de evitarla. Cualquier esfuerzo, mediante el cual se pueda lograr ese fin, debe ser tan súbito como el peligro que se afronta. Incluso eso, incluso la desagradable necesidad de apresurarse hasta el punto en que toda prisa parece vana, condenada al fracaso, y donde el terrible anuncio de «demasiado tarde» ya resuena en los oídos como una anticipación, incluso esa angustia es susceptible de una exasperación espantosa en un caso particular: cuando la apelación agónica no sólo se hace exclusivamente al instinto de supervivencia, sino a la conciencia, a favor de otra vida además de la tuya propia, puesta por accidente bajo tu protección. Fallar, renunciar únicamente cuando se trata de tu persona, puede parecer en comparación venial, aunque, de hecho, está muy lejos de ser venial. Pero fallar en un caso en que la Providencia ha puesto de repente en tus manos los intereses finales de otra persona, de un congénere estremeciéndose entre la vida y la muerte, esto, para un hombre de conciencia aprensiva uniría la miseria de una atroz criminalidad a la miseria de una sangrienta calamidad. El hombre, probablemente, está destinado a morir, pero a morir precisamente en el momento en que, en un colapso momentáneo, él mismo se denuncia como un asesino. Tenía sólo el pestañeo de un ojo para realizar ese esfuerzo, y ese esfuerzo, en el mejor de los casos, podría haber sido ineficaz para sí mismo, pero ¿qué ocurre si se echa atrás por un lâcheté traicionero y no aprovecha esa tenue posibilidad, ya sea pequeña o grande? El esfuerzo podría haber sido desesperado, pero haber alcanzado el nivel de ese esfuerzo habría supuesto rescatarle, aunque no de morir, al menos de morir como un traidor a sus deberes.
La situación aquí contemplada muestra una terrible úlcera oculta en las entrañas de la naturaleza humana. Y no es que los hombres por regla general estén llamados a afrontar pruebas tan terribles. Pero en potencia, y de una manera latente, esa prueba está presente de manera subterránea en quizá todas las naturalezas humanas, musitando bajo el suelo de un mundo, realizándose quizá en otro. En el espejo secreto de nuestros sueños esa prueba se proyecta oscuramente a intervalos, es posible que en cada uno de nosotros. Ese sueño, tan frecuente en la niñez, de encontrarse con un león y, debido a la postración lánguida en la esperanza y en la energía vital, la consecuencia de yacer ante él, pregona la secreta fragilidad de la naturaleza humana: revela al ser humano su arraigada falsedad de paria, su abismal perfidia. Es posible que ninguno de nosotros escape a ese sueño; es posible que, por una penosa fatalidad, ese sueño repita en cada uno de nosotros, a través de cada generación, la tentación en el paraíso. A cada uno de nosotros, en este sueño, se le pone un cebo que además está dirigido a las partes menos firmes de su propia voluntad individual; una vez más está lista una trampa para conducirle a la cautividad de una ruina suntuosa; una vez más, como en el paraíso original, el hombre pierde la inocencia; una vez más, por una repetición infinita, la vieja tierra clama a Dios, a través de sus secretas cavernas, por la debilidad de sus hijos; da naturaleza desde su asiento, suspirando a través de todas sus obras»; una vez más, «da signos de aflicción de que todo está perdidov»[12], y una vez más se repite el profundo suspiro hacia los afligidos cielos por la infinita rebelión contra Dios. Muchos creen que un hombre, el patriarca de nuestra raza, no pudo en su única persona ejecutar esa rebelión en nombre de toda su raza. Tal vez estén equivocados. Pero, aunque no lo estén, tal vez en el mundo de los sueños cada uno de nosotros ratifique por sí mismo el pecado original. Nuestro rito inglés de la «Confirmación», mediante el cual, en los años en que despierta nuestra razón, nosotros asumimos los acuerdos convenidos en nuestra infancia, ¡qué rito tan sublime es! La pequeña puerta trasera, a través de la cual el bebé ha sido silenciosamente situado en su cuna por un tiempo con la gloria de la aprobación de Dios, de repente se eleva hacia las nubes como un arco triunfal, a través del cual, con los estandartes desplegados y con pompa marcial, hacemos nuestra segunda entrada como soldados cruzados por la causa de Dios, por elección personal y mediante un juramento sacramental. Cada uno dice en realidad: «¡Mirad! ¡Me rebautizo a mí mismo! Y lo que antes se juró por mí, ahora lo juro yo en persona». Aun así, en sueños, tal vez, debido a algún secreto conflicto del durmiente a mitad de la noche, iluminado por la conciencia en ese momento, pero oscurecido para la memoria en cuanto ha terminado, cada uno de los niños de nuestra misteriosa raza consuma para sí mismo el incidente original.
Al aproximarme a la oficina de correos de Manchester, comprobé que ya hacía tiempo que pasaba de la medianoche[13], pero para mi gran alivio, pues era importante para mí estar en Westmoreland por la mañana, vi los enormes ojos del coche correo, brillando a través de la penumbra formada por las casas, así que aún tenía la oportunidad de tomarlo. Había pasado la hora, pero por suerte, aunque fuera un caso muy inusual en mi experiencia, el coche correo ni siquiera estaba dispuesto a partir. Subí a mi asiento en el pescante, donde aún estaba mi capa como la había dejado en Bridgewaters Arms. La había dejado allí a imitación de un descubridor náutico que deja una bandera en la costa de su descubrimiento para advertencia de toda la raza humana y para señalizar a los mundos cristiano y pagano, con sus mejores deseos, que él ha situado su trono para siempre sobre ese suelo virgen, proclamando desde ese momento en adelante el jus dominii hasta el punto más alto de la atmósfera por encima de él y también el derecho a perforar hasta el centro de la tierra; de tal suerte que a aquellos que se encuentre tras esta advertencia, ya sea arriba en la atmósfera o agazapados en el terreno o en un túnel, serán tratados como intrusos, esto es, serán decapitados por su muy fiel y obediente servidor, el propietario de dicha bandera. Es muy probable que no hubieran respetado mi capa, y que el jus gentium hubiese sido cruelmente violado en mi persona, puesto que, en la oscuridad, la gente comete actos oscuros, siendo el gas un gran aliado de la moralidad, pero ocurría que en esa noche no había ningún otro pasajero externo, y el crimen, que en otra situación habría sido muy probable, erró el tiro por la carencia de un criminal. A propósito, tengo que mencionar asimismo, llegados a este punto, ya que la exactitud circunstancial es esencial a los efectos de mi narración, que no había ninguna otra persona en: el correo —aparte del guarda, del cochero y de mí mismo— excepto una sola, una horrible criatura de la clase conocida en el mundo como pasajeros internos, pero a la que el joven Oxford llamaba a veces «troyanos», en oposición a nosotros, los griegos, y a los que a veces también llamábamos «sabandijas». Un Effendi turco, que se precie de lo que es, jamás mencionará a un cerdo por su nombre. No obstante, tiene con demasiada frecuencia algún motivo para mencionar este animal, pues, constantemente, en las• calles de Estambul, sus pantalones se ven ensuciados o arrugados por esa vil criatura que corre entre sus piernas. Pero siempre es cuidadoso, incluso cuando tiene mucha prisa, de callar el odioso nombre cuando está cenando en compañía y de llamar al bribón «esa otra criatura», como si toda la vida animal formara un solo grupo, y esa odiosa bestia (a la que, como afirmó Crisipo[14], la sal sirve como una apología para un alma) formara otro grupo extraño a la creación. Ahora bien, yo, que soy un Effendi inglés, que cree conocer las buenas maneras tan bien como cualquier hijo de Othrnan, pido perdón al lector por haber mencionado a un viajero interno por su grosero nombre natural. No lo haré más y, si tuviera la ocasión de fijarme en un sujeto tan penoso, siempre le llamaré «la otra criatura». Esperemos, sin embargo, que no surja una ocasión tan embarazosa. Pero, a propósito, precisamente ahora surge esa ocasión, pues es seguro que el lector preguntará cuando avancemos en nuestra historia: «¿estaba presente esa otra criatura?». No lo estaba, o más correctamente, quizá no lo estaba. Arrojamos a la criatura o la criatura, por propia imbecilidad, se arrojó ella misma en las primeras diez millas desde Manchester. En el último caso desearía hacer una observación filosófica sobre una cuestión moral. Cuando yo muera, o cuando muera el lector, y se estime que de fiebre, jamás se sabrá si hemos muerto en realidad a causa de la fiebre o del médico. Pero esta otra criatura, en el caso de arrojarse del coche, gozará de una investigación del coroner, y en consecuencia gozará de un epitafio. E insisto en esto, que el veredicto de un coroner constituye el mejor de los epitafios. Es breve, de tal manera que todo el público encuentra tiempo para leerlo; es expresivo, de tal manera que los amigos sobrevivientes (si alguien puede sobrevivir a tal pérdida) lo recuerdan sin esfuerzo; está bajo juramento, de tal manera que los pícaros y el Dr. Johnson no pueden sacar nada nuevo. «¡Muerto por un arranque de intensa estupidez al golpearse a la luz de la luna contra la rueda trasera del coche correo de Glasgow! Sentenciando a la susodicha rueda a pagar la multa de dos peniques». ¡Qué simple y lapidaria inscripción! Ningún culpable salvo la rueda, y con pocos testigos; y si se hubiese elegido el latín, aunque habría sido difícil buscar un término ciceroniano para la rueda del vehículo, Morcellus[15], el gran maestro de la elocuencia sepulcral, no podría haberlo hecho mejor. El motivo de que haya calificado de moral esta pequeña observación, se debe a la compensación que señala. Aquí, en virtud de la suposición, esa otra criatura es la bestia del mundo, y ella (o ello) consigue un epitafio. Tú y yo, por el contrario, el orgullo de nuestros amigos, ninguno.
Pero ¿para qué perder el tiempo con el tema de la sabandija? Después de subir al pescante tomé una pequeña cantidad de láudano, tras haber recorrido ya doscientas cincuenta millas, esto es, estaba desde un punto a setenta millas de distancia de Londres, y con un frugal desayuno en el estómago. En tomar láudano no había nada de extraordinario. Pero por casualidad, y con gran deleite, dirigió mi atención al hecho de que este cochero era un monstruo en cuanto a su estatura, y que sólo tenía un ojo. De hecho había sido presagiado por Virgilio como:
«Monstrum horrendum, informe, ingens, cui lumen ademptum».[16]
;Respondía a la descripción punto por punto: era un monstruo, horrible, deforme, enorme y había perdido un ojo. Pero ¿por qué me regocijaba eso? Si era uno de los personajes de Las mil y una noches y había pagado con su ojo su criminal curiosidad, ¿qué derecho tenía yo a regocijarme con su desdicha? Yo no me regocijaba: nunca me he deleitado con el mal de nadie, aunque fuese merecido. Pero esas peculiaridades identificaron en un instante a un amigo mío, a quien había conocido hacía años en el sur como el más magistral de los cocheros. Era el hombre que, en toda Europa, mejor habría manejado seis caballos a todo galope por Al Sirat[17], ese famoso puente de Mahoma sobre el insondable golfo, creando dificultades al Profeta y a veinte tipos como él. Yo solía llamarle Cyclops mastgophorus, Cíclope, el portador del látigo, hasta que observé que su habilidad hacía inútil el látigo, excepto para espantar una mosca impertinente de la cabeza de un caballo, por lo cual le cambié su nombre griego en Cíclope diphrélates (Cíclope el auriga); yo y otros estudiamos con él el arte «difrelático». Perdona, lector, una palabra demasiado elegante para ser pedante y también acepta esta observación mía, como un gage d’amitié: que ninguna palabra ha sido o podrá ser pedante cuando, al mantener una distinción, sostenga la exactitud de la lógica o rellene una laguna para el entendimiento. Como alumno, aunque pagase una retribución extra, no se puede decir que hubiese estado muy alto en su estima. Mostró su obstinada honestidad (aunque, obsérvalo, no su discernimiento) con el hecho de no ver mis méritos. Quizá debiéramos disculpar su actitud absurda sobre este particular recordando su condición de tuerto. Eso le hacía ciego a mis méritos. Tan irritante como su ceguera era (¿seguro que no podía envidiarse?) que siempre buscaba mi conversación, en lo que yo dominaba por completo. En esta ocasión, nuestro encuentro nos causó una gran alegría. Pero ¿qué estaba haciendo allí el Cíclope?, ¿le habían recomendado los médicos el aire del norte o qué? De las explicaciones que logré sacarle, deduje que tenía algún interés en un juicio pendiente en Lancaster, así que por ese motivo le habían trasladado a esta estación, con el propósito de conectar sus labores profesionales con una rápida disposición para su asunto legal.
Mientras tanto, ¿por qué seguíamos detenidos? Ya habíamos esperado bastante. ¡Oh, esta dilación del correo, esta oficina de correos morosa! ¿No pueden tomarme a mí como ejemplo? Algunos me han llamado a mí moroso. Ahora tú eres testigo, lector, de que yo había sido puntual. Pero ¿podían ellos poner la mano en su corazón y decir que habían sido puntuales para mí? Durante mi vida, con frecuencia he tenido que esperar en la oficina de correos, pero la oficina de correos nunca ha esperado un minuto por mí. ¿Qué estaban haciendo? El guarda me dijo que había una extraordinaria acumulación del correo esa noche, debido a irregularidades causadas por la guerra y el servicio de paquetería, cuando aún nada se hacía con vapor. Durante una hora extra, al parecer, la oficina de correos había recibido el encargo de trillar la correspondencia de Glasgow y de aventada sin la broza por todos los pueblos intermedios. Podíamos oír cómo se trillaba en ese momento. Pero al final terminaron con su labor. Haz sonar tu corneta, guarda. Manchester, adiós; hemos perdido una hora a causa de tu conducta criminal en la oficina de correos, de lo cual, sin embargo, no tengo motivo para quejarme, y si alguien lo tiene son los caballos; para mí, en secreto, supone una ventaja, pues nos obliga a recuperar esa hora en las próximas ocho o nueve. Ya hemos salido, a once millas por hora, y en principio no detecto cambios en la energía o en la habilidad del Cíclope.
De Manchester a Kendal, que es virtualmente (aunque no por ley) la capital de Westmoreland, había por ese tiempo siete postas de once millas cada una. Las primeras cinco, contadas desde Manchester, terminaban en Lancaster, que estaba a cincuenta y cinco millas al norte de Manchester y a la misma distancia de Liverpool. Las tres primeras terminaban en Preston (llamado, para distinguido de otras ciudades del mismo nombre, orgulloso Preston) en cuyo lugar confluían los caminos separados de Liverpool y de Manchester hacia el norte. En el recorrido de estas tres primeras postas se produjo el inicio, el progreso y el final de nuestra aventura nocturna. Durante el primer trecho descubrí que Cíclope era humano: se veía aquejado de una estremecedora somnolencia; algo que jamás había sospechado antes. Si un hombre es adicto al vicioso hábito de dormir, no le servirá de nada toda la habilidad de auriga de Apolo con los caballos de Aurora para ejecutar las órdenes de su voluntad. «¡Oh, Cíclope! —exclamé más de una vez—, Cíclope, amigo mío, eres mortal, tú, roncador». En las primeras once millas, sin embargo, traicionó su flaqueza —que lamento decir compartía con todo el panteón pagano— tan sólo en breves periodos. Al despertarse se disculpaba consigo mismo, lo cual, en vez de enmendar la situación, presagiaba futuros desastres. La sesión judicial quedaba abierta en Lancaster, en consecuencia, durante tres días y tres noches no había visto una cama. Durante el día esperaba su incierta citación como testigo en el juicio en que tenía parte, o bebía con los demás testigos bajo la vigilancia continua de los abogados. Durante la noche, en la parte de ella en que existían menos tentaciones para la jovialidad, se dedicaba a conducir. En la segunda posta se tornó más y más soñoliento. En la segunda milla de la tercera posta se rindió por fin, y sin luchar, a la peligrosa tentación. Toda su pasada resistencia sólo había servido para incrementar la pesadez de su sueño. Siete atmósferas de sueño parecían descansar sobre él y, para terminar de empeorar las cosas, nuestro digno guarda, después de cantar «Amor entre rosas» por quinta o sexta vez, sin haber sido invitado a ello ni por Cíclope ni por mí, y sin aplauso alguno por su pobre labor, se había terminado por resignar malhumorado y dormitaba, no, desde luego, con un sueño tan profundo como el del cochero, pero lo bastante profundo como para agraviar, y sin tener, posiblemente, una excusa similar. Por fin, a unas diez millas de Preston, yo solo me encontré a cargo del Correo de Su Majestad de Londres y Glasgow a una velocidad de once millas por hora.
Lo que hacía esa negligencia menos criminal de lo que se podría pensar en otro momento era la condición de los caminos por la noche durante la temporada judicial. En ese periodo todos los asuntos judiciales del populoso Liverpool y del populoso Manchester, con sus vastos cinturones de populosos distritos rurales, se veían, según una antigua costumbre, en el rribunal del liliputiano Lancaster. Romper con esta vieja tradición provocaría un conflicto con poderosos intereses creados, un complicado sistema de nuevas disposiciones y un nuevo estatuto parlamentario. Como estaban las cosas, dos veces al año[18] rodaba hacia el norte, desde el sur del condado, un cuerpo tan enorme de asuntos, que necesitaba como mínimo el esfuerzo de dos jueces durante quince días para su solución. La consecuencia de esto era que todos los caballos disponibles para ese servicio, a lo largo de todo el camino, estaban exhaustos llevando a las multitudes que eran partes en los diferentes asuntos. Al anochecer, por tanto, solía ocurrir que, por la extrema fatiga entre los hombres y los caballos, los caminos estuvieran completamente silenciosos. Salvo la fatiga en el vasto condado adyacente de York, producida por una elección recurrida, nada parecido se podía presenciar en Inglaterra.
En esta ocasión, el usual silencio y soledad prevalecían a lo largo del camino. No se oía ni un casco ni una rueda. Y para fortalecer esa falsa y lujosa confianza en los caminos silenciosos, ocurría también que esa noche era de peculiar solemnidad y paz. Yo mismo, aunque ligeramente consciente de las posibilidades de peligro, me había visto hasta tal punto afectado por la influencia de la poderosa calma como para sumirme en una profunda meditación. Era el mes de agosto, en el que caía el día de mi cumpleaños, un día festivo para todo hombre reflexivo que sugiere graves y, con frecuencia, melancólicos pensamientos [19]. El condado era mi condado nativo, en el cual, en su región sur, ha caído la maldición del trabajo de una forma más dura que en cualquier otra área, ya sea en el pasado o en el presente, no sólo dominando los cuerpos de los hombres como si fueran esclavos, o criminales en las minas, sino aplicada con una feroz voluntad. En ningún lugar de la tierra había o ha habido nunca la misma energía de fuerza humana aplicada todos los días. Así que en esa particular temporada judicial, ese terrible huracán de huida y persecución, como le habría parecido a un extranjero, que oscilaba hacia y desde Lancaster durante todo el día, recorriendo el condado de un lugar a otro, y que remitía al anochecer, unido a la permanente distinción de Lancashire como la metrópolis y ciudadela del trabajo, dirigía patéticamente los pensamientos hacia esa visión del descanso, del santo reposo de la fatiga y de las penas, hacia la cual continuamente viajan, como hacia su puerto secreto, las profundas aspiraciones del corazón humano. Por nuestra izquierda, y de manera oblicua, nos aproximábamos al mar, lo cual, en las presentes circunstancias, tenía que intensificar el estado general de reposo alciónico. El mar, la atmósfera, la luz, tocaban su parte orquestal en esa calma universal. La luz de la luna y los primeros y tímidos estremecimientos de la aurora se combinaban, y esa combinación pasó a un estado de unidad aún más exquisito por una ligera niebla plateada, inmóvil y soñadora, que cubría los bosques y los campos con un velo de uniforme transparencia. Excepto los cascos de nuestros caballos, los cuales, al correr por un margen arenoso del camino hacían poco ruido, no se oía nada a nuestro alrededor. En las nubes y en la tierra prevalecía la misma paz majestuosa, y pese a todo lo que ha hecho un maestro ruin para arruinar nuestros más sublimes pensamientos, que son los pensamientos de nuestra infancia, aún no creemos en semejante tontería como es una atmósfera limitada. Cualquier cosa que sea la que hayamos jurado con nuestros falsos y fingidores labios, en nuestros corazones esperanzados aún creemos, y creeremos para siempre, en campos de aire que atraviesan el golfo entre la tierra y los cielos. Con la misma confianza con que los niños pisan sin miedo cada una de las estancias en la casa de su padre, para quienes ninguna puerta está cerrada, nosotros, en la sabática visión que a veces se nos revela por una hora en noches como ésta, aún ascendemos con pasos ágiles desde los campos entretejidos de aflicción de la tierra hacia las sandalias de Dios.
De repente un ruido sombrío me sacó de pensamientos como éste, como si procediera de un movimiento en la distancia. Resonó en el aire sólo un instante. Escuché temeroso, y no se repitió. Pero en ese momento pude observar con alarma la velocidad de nuestros caballos. Diez años de experiencia me habían enseñado a determinar la velocidad por el movimiento, y vi que corríamos a trece millas por hora. No pretendo tener ninguna presencia de ánimo. Por el contrario, mi miedo estriba en mi miserable y vergonzosa inaptitud para la acción. La impotencia de la duda y de la distracción cuelga como un peso de oscuros e insondables recuerdos sobre mis energías cuando se dispara la señal para la acción. Pero, por otra parte, poseo un don maldito, en lo que concierne al pensamiento, que me permite, en el primer paso hacia la posibilidad de una desgracia, abarcar su completa evolución: en su misma raíz ya veo con demasiada certeza y rapidez su entera expansión; en la primera sílaba de toda la terrible oración, yo leo ya la última. No es que tuviera miedo por nosotros. ¿Qué podía hacemos daño? Nuestro ímpetu y tamaño nos protegían contra todo peligro en una colisión. Y yo había pasado ya por cientos de peligros que eran temibles al aproximarse y que luego, al recordados, eran objeto de risa, como para sentir alguna ansiedad en ese momento en cuanto a nuestra seguridad. El coche correo no había sido fabricado, de eso estaba seguro, para traicionarme a mí, que creía en su protección. Pero cualquier carruaje que pudiéramos encontramos sería frágil y ligero en comparación con nosotros. Y destaco esta ominosa particularidad de nuestra situación. Estábamos en la parte equivocada del camino. Pero los otros viajeros, si los había, también podrían haber estado en la parte equivocada y, como se sabe, dos males pueden hacer un bien. Por desgracia, no fue así. El mismo motivo que nos había desplazado hacia la derecha, esto es, la arena blanda, en contraste con el centro pavimentado, también podía resultar atractivo para otros. Nuestras luces, aún encendidas, podrían dar la impresión de vigilancia por nuestra parte. Y toda criatura que se encontrara con nosotros confiaría en nuestro cuarteo[20]. Todo esto, aunque los eslabones separados de la anticipación hubiesen sido mil veces mas numerosos, fue lo que vi, no de una manera razonable o con esfuerzo sino como un rayo de horrible intuición.
Bajo esta firme aunque rápida anticipación del mal que podría estar esperándonos enfrente, ¡ah, lector!, qué sombrío misterio de miedo, qué suspiro de aflicción pareció aproximarse furtivamente por el aire cuando de nuevo se oyó el sonido lejano de una rueda. Fue un susurro —un susurro quizá procedente de una distancia de cuatro millas— anunciando secretamente una ruina que, pese a su vaticinio, no era menos inevitable. ¿Qué se podía hacer, quién podía dominar la carrera tempestuosa de esos caballos enloquecidos? ¡Pues qué!, ¿acaso no podía yo arrebatarle las riendas al adormecido cochero? Tú crees, lector, que hacer eso habría estado en tu poder. Y no quiero dudar de la estima en que te tienes. Pero de la manera en que el cochero tenía la mano situada entre los muslos, eso era imposible. El guarda también lo encontró imposible, después de que el peligro hubo pasado. No sólo la forma en que agarraba las riendas, también la mera posición de ese Polifemo hacía imposible el intento. Tú aún piensas de otra manera. Mira, entonces, esa estatua ecuestre. El cruel jinete ha mantenido el bocado en la boca de su caballo durante dos siglos. Quítale las bridas por un minuto, si gustas, y lava su boca con agua o, lector, desmonta a ese Emperador de mármol, quita esos pies de mármol de los estribos de mármol de Carlomagno. El ruido frente a nosotros se intensificaba y ahora se percibía claramente que era el ruido de ruedas. ¿Quién y qué podía ser?, ¿era un carro de dos ruedas por el que apenas se pagan impuestos?, ¿era la alegría juvenil de una calesa? Quienquiera que fuera, algo había que hacer para avisarles. Sobre la otra parte re cae la responsabilidad activa, pero sobre nosotros y ¡por desgracia sobre mí!, pues nosotros era únicamente yo, recaía la responsabilidad de avisar. Ahora bien, ¿cómo lo podía lograr?, ¿podría tocar la corneta del guarda? Ya, con este primer pensamiento, me puse en camino por el tejado hacia el asiento del guarda. Pero este camino, debido al correo allí apilado, era difícil, incluso peligroso, para alguien con los miembros entumecidos por un viaje de casi trescientas millas en el exterior. Y, por fortuna, antes de perder demasiado tiempo en el intento, nuestros frenéticos caballos doblaron en una curva en el camino, lo que nos mostró el lugar en que se iba a producir la colisión entre las partes que parecían haber sido convocadas a juicio, sin que existiera ninguna posibilidad de avisarlas mediante una advertencia al guarda.
Ante nosotros se abría una avenida, tan recta como una flecha, tal vez de seiscientas yardas de longitud, y los umbrosos árboles, que crecían en línea regular a cada una de las partes, al encontrarse en las copas, daban al interior el aspecto de la nave de una catedral. Estos árboles otorgaban una profunda solemnidad a la luz temprana, una luz suficiente para percibir, en el otro extremo de esa nave gótica, una ligera calesa, en la que estaba sentado un joven y, a su lado, una joven dama. ¡Ah, joven caballero!, ¿qué estás haciendo? Si es necesario que susurres tus palabras a esa joven dama —aunque, realmente, no veo a nadie a esta hora, y en este camino solitario, que pueda escuchar la conversación— ¿es, por tanto, necesario que lleves tus labios hacia los suyos? El pequeño carruaje se arrastra a una milla por hora, y sus ocupantes, estando tiernamente juntos, es natural que inclinen sus cabezas. Entre ellas y la eternidad, según todo cálculo humano, no hay más que un minuto y medio. ¿Qué podía hacer? Es extraño, ya cualquier oyente del relato le podrá parecer ridículo, que necesitara una sugerencia de La Iliada para recabar el último recurso que me quedaba. Pero así fue. De repente recordé el grito de Aquiles y su efecto. Pero ¿acaso pretendía gritar como el hijo de Peleo, ayudado por Palas? Desde luego que no, pero tampoco necesitaba un grito que alarmase a todos los ejércitos de Asia; un grito bastaría, uno que llevase el terror al corazón de dos jóvenes irreflexivos y a un caballo de calesa. Grité y el joven no me oyó. Grité una segunda vez y ahora sí que me oyó, pues levantó la cabeza.
En ese instante ya había hecho todo lo que podía hacer: más de mi parte no era posible. Mío había sido el primer paso: el segundo le correspondía al joven, el tercero a Dios. Si, dije yo, el desconocido es un hombre valiente, y si ama de verdad a la joven que viaja a su lado o, ya la ame o no, si siente la obligación impuesta a todo hombre, digno de ser llamado un hombre, de hacer todo lo posible por una mujer confiada a su protección, al menos hará un esfuerzo para salvarla. Si su intento falla, no perecerá o padecerá una muerte más cruel por haberlo hecho y morirá, como un valiente, arrostrando el peligro y con su brazo alrededor de la mujer a quien ha intentado en vano salvar. Pero si no hace ningún esfuerzo, se amilana, no lucha ni cumple con su deber, no por ello perecerá con menos certeza a causa de su redomada cobardía. No por ello morirá menos, ¿y por qué no?, ¿por qué motivo deberíamos apenamos de que hubiera un cobarde menos en el mundo? No, dejadle morir, sin malgastar un pensamiento de lástima y, en ese caso, toda nuestra pena quedará reservada al destino de la joven abandonada a su suerte, quien ahora, a causa de su negligencia, y con la más feroz transición, sin ni siquiera tener tiempo para decir una oración, en setenta segundos, estará ante el trono de Dios.
Pero no era cobarde: la advertencia fue repentina y rápida su reacción. Vio, escuchó, comprendió la tragedia que se le venía encima. Ya sentía la negra sombra sobre él y ya calculaba sus fuerzas para afrontar la calamidad. ¡Ah, qué cosa tan vulgar parece el valor cuando vemos a las naciones comprándolo y vendiéndolo por un chelín al día! ¡Ah!, qué cosa tan sublime parece el valor cuando alguna terrible crisis en la vida lleva a un hombre, como si corriera ante un huracán, hasta la vertiginosa cresta de alguna ondulación montañosa, desde la cual al elegir su curso descubre otros dos y una voz le dice de manera audible: «¡En este camino está la esperanza, toma ese otro y lo lamentarás para siempre!». No obstante, aun así, entre el furor del mar y el frenesí del peligro, el hombre es capaz de afrontar la situación, ¡es capaz de retirarse por un momento en una soledad con Dios y buscar todo su consejo! Durante siete segundos, de sus setenta, el desconocido nos contempla fijamente como si buscara y valorara cada elemento en el conflicto que se avecina. Durante siete segundos más se quedó sentado e inmóvil, como alguien que descansa antes de acometer una gran acción. Durante cinco estuvo con la mirada elevada, como alguien que reza afligido, invadido por alguna intensa duda, para obtener sabiduría que le guíe en su decisión. De repente, entonces, se levantó, se mantuvo recto y con un súbito tirón de las riendas, haciendo que el caballo levantara las patas delanteras del suelo, le hizo girar sobre sus patas traseras como para situar al pequeño carruaje en una posición casi en ángulo recto respecto a nosotros. Pero hasta ahí su situación no había mejorado, salvo por ser un primer paso hacia la posibilidad de un segundo. Si no se hacía nada más era como si no se hubiera hecho nada[21], pues el pequeño carruaje aún ocupaba el centro de nuestro camino, aunque en una dirección distinta. Incluso ahora no era demasiado tarde: quedaban todavía quince segundos de los setenta, y un poderoso impulso hacia adelante podría despejar el camino. ¡Deprisa entonces, deprisa!, ¡aprovecha los segundos! ¡Oh, date prisa, joven valeroso!, pues los crueles cascos de nuestros caballos también se dan prisa. Si rápidos son los segundos, más rápidos son los cascos de nuestros caballos. No tengas miedo por él, si la energía humana basta: firme estaba el que conducía y consciente de su terrible deber; firme estaba el caballo a sus órdenes. Un resoplido, un impulso dado con la voz y con la mano por el desconocido, un embate del caballo, una inclinación como si fuera a salvar un seto, llevó las patas delanteras de la dócil criatura al centro del camino. La mitad más larga del pequeño carruaje se había salido de nuestra abrumadora sombra: eso era evidente incluso para mi visión agitada. Pero de poco importaba que una parte del naufragio flotara en seguridad si en la parte hundida se encontraba la carga humana. La parte trasera del carruaje, ¿se encontraba realmente a salvo de la más absoluta ruina? ¿Quién podía contestar esta pregunta? La mirada del ojo, el pensamiento del hombre, el ala de un ángel, ¿cuál de ellos tenía la velocidad suficiente como para introducirse entre la pregunta y la respuesta y dividir la una de la otra? Nuestra avasalladora llegada parecía hacer vanos todos los esfuerzos emprendidos por la calesa para eludimos. Eso debió comprenderlo muy bien el joven. Ahora nos daba la espalda, ya no se podía comunicar visualmente con el peligro, pero por el tremendo estruendo de nuestros arreos se sentía perfectamente informado de que todo había terminado en lo que concernía a sus esfuerzos. Ya descansaba resignado de su lucha y tal vez en su corazón musitaba: «Padre que estás en los Cielos, finaliza Tú arriba lo que yo he intentado en la tierra». Nosotros pasamos a su lado a una velocidad endiablada en nuestro inexorable curso. ¡Oh, como un huracán debió sonar en sus jóvenes oídos el instante de nuestro tránsito! Ya fuera con una barra o con la grupa de uno de los caballos, golpeamos la rueda de la calesa, la cual quedó algo oblicua y no tan avanzada como para quedar paralela con la otra rueda. El ruido, por la furia de nuestro paso, resonó terriblemente. Me levanté horrorizado para mirar la catástrofe que habíamos causado. Desde mi posición elevada miré hacia abajo y hacia atrás, hacia la escena, que en un instante contó su historia y escribió para siempre su crónica en mi corazón.
El caballo estaba inmóvil, con sus patas delanteras sobre la cresta pavimentada del camino central. Él, de toda la partida, era el único que había quedado ajeno a la pasión de la muerte. El diminuto carruaje —en parte tal vez por la terrible torsión de las ruedas en su movimiento más reciente, en parte quizá por el tremendo golpe que le habíamos propinado—, como si simpatizara con el horror humano, estaba vivo con estremecimientos y temblores. El joven estaba sentado como una roca. No se movía. Pero la suya era la fijeza de la agitación congelada en una mueca de horror. Aún no se había atrevido a mirar a su alrededor, pues sabía que, si algo quedaba por hacer, él no podría hacerlo. Y por el momento no sabía ni siquiera con certeza si estaba seguro. Pero la dama …
Pero la dama… ¡Oh, cielos!, ¿saldrá alguna vez ese espectáculo de mis sueños? Ella se levantó y volvió a hundirse en su asiento, se hundió y se levantó, elevó sus brazos al cielo, asió algún objeto fantástico en el aire, se desmayó, oró, se desesperó. Figúrate, lector, los pormenores del caso: deja que te recuerde las circunstancias de la incomparable situación. Del silencio y de la profunda paz de esa piadosa noche estival, de la patética mezcla de su dulce luz lunar con la luz del amanecer y con la luz del sueño, de la ternura de este amor susurrante, halagador; de repente, como de las estancias de cielos que se abren en una revelación: de repente, como del suelo que se abre ante sus pies, con un estruendo de cataratas, se abalanzó hacia ella la Muerte, el fantasma coronado, con todo el bagaje de sus terrores y el rugido de tigre de su voz.
Se acabó. En un instante nuestros caballos nos habían llevado hasta el final del umbrío bosque; en ángulos rectos volvimos a nuestro antigua dirección; al doblar en el camino la escena desapareció de mi vista y se introdujo en mis sueños para siempre.