Pero los momentos más importantes de nuestra experiencia, en todo el servicio de transporte postal, se producían en aquellas ocasiones en que bajábamos de Londres con las noticias de una victoria. Un periodo de unos diez años que se extendía desde Trafalgar a Waterloo; el segundo y el tercer año de ese periodo (1806 Y 1807) fueron estériles en comparación; pero el resto, del año 1805 a 1815 incluido, suministró una larga sucesión de victorias; la menor de las cuales, en una contienda de tan portentosa naturaleza, adquiría un inapreciable valor, en parte por el completo desbaratamiento de los planes del enemigo, pero aún más por mantener vivo en Europa central el sentido de una arraigada vulnerabilidad francesa. Incluso importunar en las costas de nuestro enemigo, mortificarle con continuos bloqueos, ofendiéndole con la captura, aunque se tratase de una mísera goleta, bajo la misma mirada de sus arrogantes ejércitos, repetía de vez en cuando una adusta proclamación de poder procedente de un lugar en que recaían en secreto las esperanzas de la Cristiandad. ¡Cuánto más fuerte se debió manifestar esta proclamación con la audacia[38] de haber desafiado a la élite de sus tropas y haberlas batido en señaladas batallas! Merecía la pena pagar cinco años de vida por tener el privilegio de ocupar una plaza exterior en el coche correo cuando llevaba las primeras noticias de tales acontecimientos. Y se debe tener en cuenta que, desde nuestra situación insular, y con las numerosísimas fragatas disponibles para la rápida comunicación, raramente algún rumor desautorizado nos privó del goce del aroma de los despachos regulares. Las noticias oficiales del gobierno solían ser las primeras noticias.
Imaginemos los correos reunidos en fila, desde las ocho p. m. hasta diez o veinte minutos más tarde, en la calle Lornbard, donde, en aquel tiempo, estaba situada la Oficina General de Correos. No recuerdo en qué número nos congregábamos allí, pero, a lo largo de cada grupo de caballos, llenábamos la calle, aunque era prolongada, y nos situábamos en doble fila. Alguna noche el espectáculo era maravilloso. Lo primero que atraía la atención era la absoluta perfección de todos los detalles en cuanto a los coches y los arneses, y la magnificencia de los caballos. Todas las mañanas se inspeccionaban los coches, uno por uno: se examinaban a fondo ruedas, ejes, cabillas, lanzas, cristales, etc. Se limpiaban todas las piezas del coche, se acicalaban los caballos con más esmero que si pertenecieran a un caballero privado, y esa parte del espectáculo se ofrecía siempre a la vista. Pero la noche que se acerca es una noche de victoria, ¡y atención!, ¡qué conmovedor cambio en la disposición ordinaria!: caballos, hombres, coches, todos están adornados con laureles[39] y flores, hojas de roble y lazos. Los guardas, que son los servidores de Su Majestad, y los cocheros, que gozan del privilegio de la oficina de correos, llevan las libreas reales, y como es verano (pues todas las victorias en tierra fueron en verano) llevan, en esa noche, las libreas expuestas a la vista, sin nada que las cubra. Esa costumbre, y la elaborada disposición de los laureles en sus sombreros, dilataba sus corazones dándoles una abierta conexión oficial con las grandes noticias, en las que ya tenían un interés general por su patriotismo. Ese gran sentimiento nacional anulaba cualquier sentido de la distinción. Aquellos pasajeros que eran caballeros apenas se distinguían excepto por su manera de vestir. Ese día desaparecía la usual reserva con que se dirigían a los sirvientes. Un corazón, un orgullo, una gloria, conecta a cada hombre con el lazo transcendente de su sangre inglesa. Los espectadores, reunidos en un número sin precedentes, expresan su simpatía y sus sentimientos fervientes con continuos hurras. Los empleados de la oficina de correos gritan los grandes nombres ancestrales de ciudades famosas con mil años de historia: Lincoln, Winchester, Portsmouth, Gloucester, Oxford, Bristol, Manchester, York, Newcasde, Edimburgo, Perth, Glasgow, expresando la grandeza del imperio por la antigüedad de sus ciudades, y la grandeza de la institución de correos por la amplitud de sus misiones. Se oía la sucesión de golpes que anunciaban el cierre de los depósitos de las sacas de correo, ese ruido era la señal para partir, proceso éste que constituye la parte más delicada de todo el espectáculo. Entonces le tocaba el turno a los caballos, ¡caballos!, ¿pueden ser estos caballos los que (aunque refrenados por la fuerza) se liberarían con la acción y los gestos de un leopardo? ¡Qué agitación! ¡Qué frenesí! ¡Qué ruido estremecedor de ruedas y cascos! ¡Qué de alegres despedidas! ¡Qué de felicitaciones fraternales uniendo el nombre del correo particular! ¡Viva Liverpool!, con el nombre de una particular victoria: ¡Viva Badajoz!, ¡viva Salamanca! Muchos de estos correos despertarán durante toda la noche y todo el día siguiente —incluso por un periodo más largo— la semiadormecida consciencia, como el fuego que sigue un rastro de pólvora, y levantará a su paso nuevos brotes de ardiente alegría, y tendrá un efecto multiplicador de la victoria, multiplicando hasta el infinito las fases de su difusión. Parece como si se hubiese disparado una veloz flecha que está destinada a viajar, casi sin pausas, trescientas millas [40] hacia el oeste, seiscientas hacia el norte, y la simpatía de nuestros amigos de la calle Lombard en la salida se exalta con esta suerte de simpatía fantástica y con las otras simpatías por venir, aún no nacidas, y que vamos a despertar.
Liberado de la confusión de la ciudad, y penetrando en las amplias avenidas vacías de los suburbios del norte, comenzamos a adquirir el ritmo natural de diez millas por hora. Desde las casas se nos sigue con la mirada cuando pasamos envueltos en la luz vespertina del verano, con el sol a punto de ponerse. Cabezas de todas las edades se asoman a las ventanas —los jóvenes y los viejos comprenden el lenguaje de nuestros símbolos victoriosos— y lanzan alegres gritos de saludo a nuestro paso. El pedigüeño, apoyándose en la pared, olvida su enfermedad —real o fingida—, no piensa en sus gimoteos para obtener una ganancia, sino que se levanta recto, con una sonrisa refulgente, cuando pasamos a su lado. La victoria lo ha curado, y dice: «¡he sanado!». Mujeres y niños, desde buhardillas o desde sótanos, miran embelesados hacia arriba o hacia abajo nuestros alegres lazos y nuestros marciales laureles; a veces nos lanzan besos, otras hacen ondear en señal de afecto sus pañuelos o cualquier cosa que sostengan en ese momento. En la parte londinense de Barnet, adonde nos aproximamos pocos minutos después de las nueve, observamos un carruaje que viene a nuestro encuentro. El tiempo es tan bueno que se puede ver, como en el escenario de un teatro, todo lo que ocurre en su interior. Contiene a tres damas, una que parece la mamá, y dos de diecisiete o dieciocho años que probablemente sean sus hijas. ¡Qué encantadora animación, qué hermosa y espontánea pantomima, explicándonos cada sílaba de lo que dicen esas niñas ingeniosas! Por el repentino ondear de sus manos al descubrir nuestro laureado coche, por el rápido movimiento y apelación a la dama mayor por las otras dos, y por el color que cobran sus animadas mejillas podemos casi oírlas decir: «¡Mira, mira!, ¡mira sus laureles! ¡Oh, mamá, ha habido una gran batalla en España, y ha sido una gran victoria!». En ese momento pasamos justo a su lado. Nosotros, los pasajeros en el pescante, y los dos detrás de mí, levantamos nuestros sombreros, el cochero realiza su saludo profesional con el látigo, el guarda incluso, aunque puntilloso debido a su dignidad como empleado de la corona, se lleva la mano a su sombrero. Las damas se vuelven hacia nosotros con un gesto gracioso y simpático, todo son sonrisas nacidas de una espontánea afinidad nacional. ¿Dirían esas damas que no somos nada para ellas? ¡Oh, no!, no dirían eso. No pueden negar, no negarían nunca que por esa noche son nuestras hermanas: nobles o sirvientes, cultos o iletrados, durante las siguientes doce horas nosotros, en el exterior, tenemos el honor de ser sus hermanos. Esas pobres mujeres también, que se detuvieron para mirarnos a la entrada de Barnet y que parecían por su aire de fatiga regresar del trabajo, ¿acaso dirías que son lavanderas o criadas? ¡Oh, mi pobre amigo, te equivocas! No son nada de eso. Te lo aseguro, están en una clase más elevada, pues esta noche se sienten por derecho de nacimiento hijas de Inglaterra y no responden a un título más humilde.
Pero todo placer, aunque sea un placer extático —ésa es la triste ley de la tierra—, lleva consigo una pena o un miedo, por algo o a algo. Tres millas más allá de Barnet vemos cómo se aproxima a nosotros otro carruaje privado, y casi se repiten las circunstancias anteriores. En él también están bajadas las ventanillas, también aquí hay una dama sentada en su interior, pero se echa de menos a las dos simpáticas hijas, pues la única persona joven, sentada al lado de la dama, parece ser una sirvienta —así lo juzgo por su vestido y su aire de respetuosa reserva o la dama está de luto y su semblante expresa una profunda aflicción. Al principio no mira hacia arriba, así que creo que no se ha dado cuenta de nuestra proximidad, hasta que ella oye el rítmico ruido de los cascos de nuestros caballos. Entonces eleva su mirada para fijarla dolorosamente en nuestra marcha triunfal. Nuestros adornos le explican enseguida la situación, pero sus ojos quedan fijos con aparente ansiedad, o incluso con terror. Un tiempo antes, yo, al encontrar difícil pegar una noticia estorbado por el cochero y las riendas, le había dado al guarda un Courier[41] que contenía la gaceta para el próximo carruaje que nos pasara. Lo desplegó de tal manera que cualquier mirada podía leer enseguida el titular: GLORIOSA VICTORIA. Sin embargo, con ver el papel y nuestras muestras de triunfo se deducía claramente todo y, si el guarda tenía razón al pensar que la dama lo había leído con un gesto de horror, podía ser que ella hubiese sufrido alguna aflicción personal en conexión con la guerra de España.
Aquí se daba el caso de alguien que, habiendo sufrido de verdad, quizá erróneamente podía alterarse con la anticipación de otro sufrimiento similar. Esa misma noche, y apenas unas tres horas después, ocurrió el caso opuesto. Una pobre mujer, que probablemente se iba a encontrar, en un día o dos, sumida en la más profunda de las penas por la batalla, expresó ciegamente su exultación con las noticias y sus detalles para darle la apariencia de lo que entre los Highlanders celtas se llama fey.[42] Esto ocurrió en un pueblo, he olvidado cuál, donde tuvimos la oportunidad de cambiar los caballos a eso de la medianoche. Algo había mantenido a la gente levantada de sus camas. Vimos muchas luces moviéndose mientras nos acercábamos, y quizá la escena más impresionante en nuestra ruta fue nuestra acogida en este lugar. La luz de las antorchas y el hermoso esplendor de luces azules (técnicamente luces de bengala) sobre las cabezas de nuestros caballos, el sutil efecto de esa iluminación espectacular y fantasmal, cayendo sobre las flores y los brillantes laureles, mientras nos rodeaban muros de densa oscuridad, junto con el prodigioso entusiasmo de la gente, componía un cuadro escénico conmovedor. Como íbamos a permanecer tres o cuatro minutos, bajé. Y de inmediato, de un establo desguarnecido en la calle, donde quizá había estado trabajando, salió deprisa una mujer de mediana edad. Lo que atrajo su mirada hacia mí fue el periódico que yo llevaba en la mano. La victoria que anunciábamos a las provincias en esa ocasión era la incompleta de Talavera[43]. Le conté los rasgos generales de la batalla. Pero su agitación, aunque no era la agitación del miedo, sino más bien de alborozo y entusiasmo, había sido tan llamativa al escuchar la información que no pude sino preguntarle si tenía a alguien en los ejércitos peninsulares. ¡Oh, sí!, su único hijo estaba allí. ¿En qué regimiento? Era soldado de caballería en el 23 de Dragones. Mi corazón se encogió al escuchar su respuesta. Ese sublime regimiento, que ningún inglés debe mencionar nunca sin quitarse el sombrero en su memoria, había realizado la carga más memorable y eficaz que se había registrado en los anales militares. Saltaron con los caballos sobre una trinchera imperceptible en un principio, y los que no lo lograron murieron o cayeron gravemente heridos. No se sabe el número de los que lograron salvar la trinchera. Aquellos que lo lograron siguieron y acometieron al enemigo con un fervor tan divino (empleo la palabra divinidad con intención: la inspiración divina debió de sugerir este movimiento a aquellos que incluso fueron llamados a su presencia) que lograron dos resultados. En lo que concierne al enemigo, este 23 de Dragones, según creo, originalmente compuesto por no más de trescientos cincuenta soldados, paralizó una columna francesa de seis mil hombres; a continuación, ascendiendo la colina, atrajo la atención de todo el ejército francés. En cuanto a ellos mismos, se creyó al principio que el regimiento había sido aniquilado, pero, según creo, sobrevivieron menos de uno de cada cuatro[44]. Y éste era el regimiento —un regimiento que yo mismo había conocido hacía unas horas, y todo Londres, yaciendo en un campo sangriento— en el que servía el joven soldado cuya madre estaba precisamente hablando conmigo con un espíritu de esperanzado entusiasmo. ¿Le dije la verdad? ¿Tenía el valor de romper su sueño? No, me dije a mí mismo, mañana, o el día siguiente, oirá las peores noticias. Por esta noche, ¿por qué no iba a dormir en paz? Pasado mañana serán muchas las posibilidades de que la paz huya de su alma. Este breve respiro se lo doy como un compasivo regalo. Pero, si no le conté nada del altísimo precio en sangre que se había pagado, no había ningún motivo para omitir la contribución que había prestado el regimiento de su hijo al servicio y la gloria del día. En las pocas palabras que tuve tiempo de decir, me dominé todo lo posible. No le mostré los estandartes funerarios bajo los que el noble regimiento dormía en paz. No levanté los laureles de gloria sobre la sangrienta trinchera en que yacían juntos jinetes y caballos. Pero le conté cómo estos queridos hijos de Inglaterra, soldados y oficiales, habían saltado todos los obstáculos como alegres cazadores. Le conté cómo avanzaron con sus caballos a través de la niebla de la muerte, (diciéndome a mí mismo, y no a ella), cómo dejaron allí sus jóvenes vidas por ti, ¡oh, madre Inglaterra! Derramando su noble sangre tan gustosa y alegremente como siempre, al igual que después de un día de deporte, cuando de niños reposaban sus cansadas cabezas sobre las rodillas de sus madres o se habían dormido en sus brazos. Es curioso que no pareció tener miedo, ni siquiera después de saber que el regimiento número 23 de Dragones había entrado en batalla, por la seguridad de su hijo; su entusiasmo era tal con el conocimiento de que su regimiento y, por lo tanto, él, había prestado un servicio tan eminente en el conflicto —un servicio que lo había convertido en el tema de conversación por antonomasia en Londres— que en la simplicidad de su naturaleza ferviente, ella, pobre mujer, rodeó mi cuello con sus brazos y me dio un beso.