o LA GLORIA DEL MOVIMIENTO[1]
Unos veinte años o más antes de que yo me matriculase en Oxford, Mr. Palmer[2], M. P. de Bath, había logrado dos cosas muy difíciles de lograr en nuestro pequeño planeta Tierra, pero que podían haber sido fáciles para gente excéntrica: había inventado los coches correo y se había casado con la hija de un duque[3], Era, por tanto, un hombre dos veces más grande que Galileo, quien, ciertamente, inventó (o descubrió)[4] los satélites de Júpiter, esas cosas tan próximas a los coches correo en los dos puntos capitales de velocidad y de moverse en armonía, pero él no se casó con la hija de un duque. Estos coches correo, como los organizó Mr. Palmer, se merecen una noticia detallada por mi parte, después de haber influido en la anarquía de mis sueños subsiguientes, algo que lograron, primero, con la velocidad, por aquel entonces sin precedentes: ellos revelaron por primera vez la gloria del movimiento, sugiriendo, al mismo tiempo, un sentido latente, y no carente de placer, de posible pero indefinido peligro; en segundo lugar, a través de grandes efectos para la vista producidos por la luz que portaban y la oscuridad de caminos solitarios; en tercer lugar, debido a la belleza animal y al poder desplegado por la raza de caballos elegida para ese servicio postal; en cuarto lugar, por la presencia consciente de un intelecto central, que, en medio de vastas distancias[5], de tormentas, de oscuridad nocturna, superaba todos los obstáculos con una cooperación permanente para obtener un resultado de alcance nacional. A mí ese servicio postal me recordaba a una poderosa orquesta, en la que mil instrumentos, todos distintos unos de otros, y con tanto peligro de desafinar, de repente, obedientes como esclavos a la suprema batuta de algún gran director, tocaban en una perfecta armonía, como la que prima en los corazones, venas y arterias de un saludable organismo animal. Pero, al final, el elemento particular en toda la combinación que más me impresionaba, y por cuyo motivo hasta este momento el sistema de coches correo de Mr. Palmer tiraniza con terror y terrible belleza mis sueños, reside en la horrible misión política que cumplía en aquel tiempo. El coche correo era el que distribuía por todo el país, como la apertura de las fauces apocalípticas, las estremecedoras noticias de Trafalgar, o Salamanca, o Vitoria, o Waterloo. Éstas eran las cosechas que, en la grandeza de la siega, redimían de las lágrimas y de la sangre con que habían sido sembradas[6]. Ni siquiera el más vulgar campesino estaba tan por debajo de la grandeza y de las cuitas de los tiempos como para confundir esas batallas, que gradualmente estaban moldeando los destinos de la Cristiandad, con los vulgares conflictos de la guerra ordinaria, que con frecuencia no eran más que juicios gladiatorios de bravura nacional. Las victorias de Inglaterra en esta prodigiosa contienda se elevaron a los cielos como un natural Te Deum, y los prudentes sintieron que esas victorias, como en una crisis de general postración, no eran más beneficiosas para nosotros que, en fin, para Francia, y para las naciones de la Europa occidental y central, por cuya actitud pusilánime había prosperado la dominación francesa.
El coche correo, como el órgano nacional para dar publicidad a estos tremendos acontecimientos, se convirtió por sí mismo, para un corazón apasionado, en un objeto espiritualizado y glorificado y, naturalmente, en el Oxford de aquellos días todos los corazones se mostraban apasionados[7] De entre nosotros, miembros de la universidad, habría unos dos mil residentes[8] en Oxford, dispersos en veinticinco «colleges». En algunos de ellos la costumbre permitía al estudiante lo que se llamaban «periodos académicos cortos»; esto es, los cuatro periodos de Michaelmas, Lent, Easter y Act, exigían la residencia, con el agregado de noventa y un días o trece semanas. Durante esta interrumpida residencia, era posible que un estudiante pudiera tener razones para irse a su casa cuatro veces al año. Esto hacía ocho viajes en total en un momento u otro. Y como las casas estaban dispersas por todos los rincones de la isla, y la mayoría de nosotros desdeñaba todos los coches excepto los del correo de Su Majestad, ninguna otra ciudad que no fuera Oxford podía preciarse de tener mayores conexiones con la institución de Mr. Palmer[9] Es natural, por tanto, que para nosotros, al repetirse nuestros viajes por término medio cada seis semanas, los detalles de cómo funcionaba el sistema se convirtieran en un punto del mayor interés. Con algunos de éstos Mr. Palmer no guardaba ninguna relación; se debían a reglas internas no del todo irracionales, emitidas por casas de postas para su propio beneficio, ya otras igual de severas, promulgadas por los mismos pasajeros interiores para ilustración de su propia exclusividad. Estas últimas eran de una naturaleza que provocaba todo nuestro desprecio, del que había poca distancia al motín declarado. Hasta ese periodo había quedado fijada la presunción de que los cuatro viajeros en el interior (como una antigua tradición de todos los carruajes públicos desde el reinado de Carlos II), de que ese ilustre cuarteto, formaba una variedad de porcelana de la raza humana, cuya dignidad se habría visto comprometida al intercambiar una palabra de cortesía con los tres miserables objetos de loza de Delft[10] que viajaban en el exterior. Incluso haber pisado a un viajero externo se habría considerado un peligro de infección para el pie, de tal suerte que quizá hubiese sido necesario un acto del parlamento para restaurar la pureza de su sangre. ¿Qué palabras habrían expresado entonces el horror, y la sensación de traición, en el caso de que esos tres viajeros externos, la trinidad de los parias, hiciesen el vano intento de sentarse a la misma mesa del desayuno o de la cena con los consagrados cuatro? Yo mismo presencié tal intento; y en otra ocasión un benévolo anciano caballero trató de consolar a sus tres sagrados socios, sugiriendo que, si los externos fuesen acusados de ese intento criminal en la siguiente audiencia superior, la Corte lo consideraría como un caso de locura (o delirium tremens) más que como una traición. Inglaterra debe mucho de su grandeza a la densidad del elemento aristocrático en su composición. No soy quién para burlarme de él, pero a veces se manifiesta en formas extravagantes. El tratamiento aplicado a los fatuos externos, en el intento particular del que he dado noticia, fue que el camarero, haciéndoles señas para que se alejaran de los privilegiados salle-a-manger, dio un grito. «Este camino, señores», y los engatusó para que se alejaran y entraran en la cocina. Pero ese plan no siempre ha funcionado. Algunas veces, aunque muy raras, ocurrieron casos en que los intrusos, siendo más fuertes de lo normal, o más viciosos de lo usual, se negaron en redondo a moverse, y llevaron tan lejos su negativa como para disponer de una mesa separada para ellos en una esquina de la habitación. Si se pudiera encontrar un biombo lo bastante amplio como para quitarlos de la vista de la mesa superior, o dais, se podría asumir como una ficción de la ley que los tres tipos de loza de mala calidad, después de todo, no se hallaban presentes. Podían ser ignorados por los hombres de buena porcelana, bajo la máxima de que los objetos que no se ven y los que no existen están gobernados por la misma proposición lógica.
Al ser así en aquel tiempo, como las he descrito, las costumbres en los coches correo, ¿qué actitud adoptábamos nosotros, los que formábamos parte del joven Oxford? Nosotros, los más aristocráticos del pueblo, que éramos adictos a la práctica de mirar hacia abajo con desdén, incluso hacia los viajeros en el interior, como caracteres muy sospechosos, ¿nosotros íbamos a soportar voluntariamente semejantes indignidades? Si nuestra manera de vestir nos protegía, por lo general, de la sospecha de ser considerados «gentuza» (el nombre en aquel periodo para «snobs»[11]), nosotros lo éramos de manera constructiva por la posición que asumíamos[12]. Si no nos sometíamos a la profunda sombra del eclipse, al menos entrábamos en los arrabales de la penumbra. Y la analogía de los teatros se argüía contra nosotros, donde nadie se puede quejar de las molestias propias de la galería, contando con el remedio instantáneo de pagar el precio superior de los palcos. Pero nosotros poníamos en duda la solidez de esta analogía. En el caso del teatro, no se puede pretender que las situaciones inferiores posean atracciones particulares, a menos que la galería se acomode al propósito del reportero de dramas. Pero el reportero o el crítico es una rareza. Para la mayoría de la gente el único beneficio está en el precio. Mientras que, por el contrario, la parte exterior del coche correo tenía sus secretas ventajas. Esto no se puede pasar por alto. Habríamos pagado voluntariamente el precio superior, pero eso iba unido a la condición de viajar en el interior, lo cual era insufrible. El aire, la libertad de perspectiva, la proximidad a los caballos, la elevación del asiento: eso era lo que deseábamos, pero, sobre todo, la previsión de conseguir una oportunidad de conducir.
Impulsados por esa gran dificultad práctica, pusimos en marcha una investigación sobre la verdadera calidad y el valor de las diferentes plazas en el coche correo. Condujimos esta investigación sobre principios metafísicos y se llegó a la satisfactoria conclusión de que el tejado del coche, que algunos gustaban de llamar el ático, y otros la buhardilla, en realidad era el salón, y el pescante era la otomana o el sofá principales en ese salón, mientras que el interior, que tradicionalmente había sido considerado como la única habitación habitable por los caballeros, era, de hecho, la carbonera encubierta. Los hombres inteligentes siempre llegan por sus propios caminos a la misma conclusión. A la misma idea llegó el celestial intelecto de China. Entre los regalos llevados por nuestra primera embajada[13] a ese país, iba una carroza ceremonial. Había sido especialmente seleccionada como regalo personal por Jorge III, pero el modo exacto de usada era un misterio para Pekín. El embajador (Lord Macartney)[14], ciertamente, había dado unas explicaciones imperfectas y poco claras sobre el asunto, así que cuando su excelencia se las comunicó en un susurro diplomático, en el mismo momento de la partida, la mente celestial se vio iluminada muy débilmente y resultó necesario convocar un consejo para tratar sobre la compleja cuestión: ¿dónde iba a sentarse el Emperador? Ocurría que el paño del pescante era inusualmente espléndido, y en parte debido a esa consideración, en parte porque el pescante ofrecía el asiento más elevado e, innegablemente, el más distinguido, se decidió por aclamación que el pescante era el asiento imperial, y el villano que conducía podía sentarse donde encontrara una pértiga. Una vez enganchados los caballos, por tanto, y acompañado por la música y una salutación militar, Su Majestad Imperial ascendió solemnemente a su nuevo trono inglés, teniendo a su derecha al primer Lord del tesoro, y al bufón principal a la izquierda. Todo Pekín se regocijaba con el espectáculo, pero de entre toda la gente presente en la representación sólo había una persona descontenta, y era el cochero. Este rebelde, con un aspecto tan sombrío como correspondía a sus sentimientos en ese momento, tuvo la osadía de gritar con todo descaro: «¿Y dónde me voy a sentar yo?». Pero el consejo privado, indignado por su deslealtad, abrió la puerta del carruaje y lo metió dentro de una patada. Tenía todo el interior para él, pero tal era su ambiciosa rapacidad que aun así seguía insatisfecho. «Le digo —gritó su extemporánea petición dirigida al Emperador por una de las ventanillas— que cómo vaya coger las riendas». «Como puedas —fue la respuesta—, no me molestes, hombre, en mi gloria; cógelas por las ventanillas, por la cerradura, como gustes». Por fin, este contumaz cochero convirtió el cordón, que servía para que el ocupante comunicase su voluntad de detenerse, en unas riendas provisionales para dirigir a los caballos, y así condujo el coche con la firmeza que se puede suponer. El Emperador regresó del más breve de los trayectos, descendió con gran pompa de su trono, con la firme resolución de no volver a subirse en él. Se ordenó una solemne celebración de pública gratitud por la milagrosa salvación del Emperador, que no se había partido el cuello, y el carruaje se convirtió para siempre en una ofrenda votiva al dios Fa, Fa, a quien los doctos llaman con más exactitud Fi, Fi.
Una revolución de este mismo carácter chino emprendió el joven Oxford de aquella era en la constitución de la sociedad de los coches correo. Fue una perfecta revolución francesa y teníamos buenas razones para decir, Ca ira[15] De hecho, pronto se volvió demasiado popular. El «público», un personaje bien conocido, en particular desagradable, aunque ligeramente respetable, y famoso por apoderarse de los asientos principales en las sinagogas[16] al principio se opuso clamorosamente a esta revolución, pero cuando se mostró que toda oposición era vana, nuestro desagradable amigo la fomentó con todo su celo. Al principio se daba una suerte de carrera entre nosotros y, como el público superaba por lo general los treinta años (digamos que abarcaba entre los treinta y los cincuenta años de edad), es natural que nosotros, el joven Oxford, con una media de veinte, tuviéramos ventaja. Entonces el público decidió sobornar, pagando a los cocheros, etc., para que les guardaran los asientos privilegiados. Eso supuso una conmoción moral para nuestra sensibilidad. Cuando se llega al soborno, se acaba con toda la moralidad: la de Aristóteles, la de Cicerón, y la de cualquiera. Y, además, ¿de qué servía? Porque nosotros también sobornábamos. Y como se demostró que nuestros sobornos, siguiendo a Euclides, guardaban la proporción de cinco chelines a seis peniques, aquí una vez más el joven Oxford obtenía una ventaja. Pero la contienda fue ruinosa para los principios de los establos y postas. La entera corporación era constantemente sobornada, requetesobornada y vuelta a sobornar, así que los cocheros, ayudantes en las caballerizas, etc., tenían fama de ser los más corruptos en toda la nación.
En el público circulaba la opinión, natural por el aumento continuo de la velocidad del correo, pero completamente errónea, de que un asiento en el exterior en esa clase de coches era un lugar peligroso. Por el contrario, yo mantengo que si un hombre se hubiese vuelto nervioso por una maldición gitana en su niñez, asignado a una luna particular, ahora aproximándose un peligro desconocido, y tuviera que cerciorarse preguntando: «¿Dónde puedo protegerme?, ¿es una prisión el escondite más seguro?, ¿o un manicomio?, ¿o el Museo Británico?». Yo le habría respondido: «¡Oh, no!, yo te diré lo que debes hacer. Coge una reserva para los próximos cuarenta días en el pescante del coche correo de Su Majestad. Nadie podrá tocarte allí. Si eres desgraciado por letras que no has pagado transcurridos noventa días, si los acreedores son ese tipo de canallas cuyas sombras astrológicas oscurecen la casa de la vida, entonces atiende a lo que te digo, pues no importa que el comisario de cualquier condado esté detrás de ti con su posse[17], no podrá rocarte un pelo mientras residas y tengas tu domicilio legal en el coche correo. Parar el coche es felonía, ni siquiera el comisario puede hacerla. Y un latigazo extra (no importa si roza al comisario) a los caballos garantiza en cualquier momento tu seguridad». De hecho, un dormitorio en una casa tranquila parece un retiro seguro, sin embargo, está expuesto a ruidos, a ladrones nocturnos, a ratas, al fuego. Pero el coche correo se ríe de esos terrores. En cuanto a los ladrones, la respuesta se encuentra empaquetada y lista para su entrega en el trabuco del guarda. ¡Ratas! En los coches correo no hay ninguna, no más que serpientes en la Islandia de Van Troil[18], salvo de vez en cuando una «rata parlamentaria»[19], que siempre oculta su vergüenza en la carbonera. Y, en cuanto al fuego, sólo he sabido de un incendio en un coche correo, en el de Exeter, y fue causado por un obstinado marinero que se dirigía a Devenport. Jack, burlándose de la ley y del legislador, opuestos a su ofensa, insistió en ocupar un asiento prohibido[20] en la parte trasera del tejado, donde podía contarle sus historias al guarda. No se conoce una ofensa más grave contra los coches correo; fue traición, fue laesa majestas, fue un incendio premeditado; y las cenizas de la pipa de Jack, cayendo entre la paja de la parte trasera destinada a las sacas de correo, se elevaron en una llama que (ayudada por el viento de la velocidad) amenazó con una revolución en la república de las letras. Pero incluso este suceso dejó intacta la santidad del pescante. Con una pose de dignidad, el cochero y yo mismo seguimos sentados, confiando en nuestro conocimiento de que el fuego tendría que abrirse paso primero por los pasajeros del interior antes de que pudiera alcanzarnos a nosotros. Con una cita quizá algo trivial, le dije al cochero:
«Jarn proximus ardet
Ucalegon».[21]
Pero, recordando que la parte virgiliana de su educación podría haber sido descuidada, lo interpreté diciendo que quizá en ese momento las llamas se estaban apoderando de nuestro valioso hermano y vecino Ucalegon. El cochero no dijo nada, pero por su ligera y escéptica sonrisa se podía deducir que él lo sabía mejor, pues de hecho Ucalegon, como así ocurría, no estaba en la lista de pasajeros.
No hay dignidad perfecta que en algún punto no se alíe ella misma con lo incierto y misterioso. La conexión del correo con el Estado y con el gobierno ejecutivo —una conexión obvia, pero aún no definida estrictamente— daba a toda la institución postal una grandeza y oficial autoridad que nos servía en los caminos y nos investía de unos poderes temporales que causaban temor. Y estos temores eran tanto más extraordinarios cuanto que los límites legales del servicio no se conocían con certeza. Mirad esas puertas de peaje; ¡con qué prisa tan deferente, con qué impulso obediente, se abrían de par en par cuando nos aproximábamos! Mirad esa larga fila de carretas y carruajes por delante, usurpando con audacia la cumbre del camino; ¡ah, traidores!, aún no nos oyen, pero tan pronto como llegue hasta ellos el terrible sonido de nuestro cuerno como proclamación de nuestra llegada, veréis cómo vuelan frenéticos y trepidantes hacia las cabezas de sus caballos y deprecan contra nuestro furioso empuje, mientras se precipitan a ejecutar su maniobra de desvío. Su crimen sería traición; cada coche individual se siente bajo la amenaza de la confiscación y la proscripción: su sangre se verá manchada por seis generaciones, y nada se necesitará salvo el verdugo y su hacha, el tajo y el serrín para apagar definitivamente la vista de sus horrores. ¡Cómo!, ¿acaso podría el beneficio de clerecía[22] retrasar los mensajes del Rey en el camino principal?, ¿interrumpir las grandes arterias comunicativas, el flujo y reflujo de toda la nación, poner en peligro la seguridad en la transmisión de las noticias, ya sea por la noche o por el día, entre todas las naciones y lenguas?, ¿o se creerá, entre los más débiles de los hombres, que los cadáveres de los criminales se entregarán a las viudas para un entierro cristiano? Ahora bien, las dudas que emergían en lo concerniente a nuestros poderes contribuía a sumirlos más en el terror, al envolverlos en la incertidumbre de lo que podría haber logrado la aplicación más rigurosa de la ley, promulgada por la Corte de los jueces de paz. Nosotros, por nuestra parte (nosotros, me refiero al correo colectivo) hacíamos todo lo posible para exaltar la idea de nuestros privilegios, valiéndonos de la insolencia con que los esgrimíamos. Si esta insolencia descansaba en la ley, que preveía una sanción, o en un poder consciente, amparado con altivez por esa sanción, en todo caso se trataba de un elemento potencial, y el agente en cada particular insolencia del momento era mirado con respeto, como si tuviera autoridad.
A veces, después del desayuno, el correo de Su Majestad podía ponerse retozón, y en su difícil tránsito por los intrincados mercados matinales podía volcar un carro de manzanas, uno cargado de huevos, etc. Enorme era la aflicción y el desánimo, terrible el golpe, aunque, después de todo, creo que el daño se cargaba al erario público. Por mi parte, en la medida en que me era posible, en esos casos trataba de representar la conciencia y la moral del correo y, cuando cantidades ingentes de huevos yacían chafados bajo los cascos de los caballos, yo extendía mis brazos en señal de pena y consuelo, diciendo (en palabras muy celebradas en aquellos días por los falsos ecos[23] de Marengo): «¡Ah!, ¿por qué no tendremos tiempo para llorar por vosotros?», lo que era imposible, pues de hecho ni siquiera teníamos tiempo para reímos de ellos. Ligado al horario de las oficinas de correo, permitiéndosele en algunos casos cincuenta minutos para cubrir once millas, ¿podía permitirse el lujo el correo real de mostrar simpatía y condolencias?, ¿se podía esperar que derramara lágrimas por los accidentes en el camino? Si parecía incluso que pisoteaba a la humanidad, lo hacía, así lo afirmo, en el desempeño de sus deberes más perentorios.
Al defender la moralidad del correo, á fortiori justificaba sus derechos, extendía hasta el máximo su privilegio de imperial precedencia, y asombraba a las mentes débiles mediante los poderes feudales que yo sugería se ocultaban constructivamente en los privilegios de esa orgullosa institución. Recuerdo que una vez viajaba en el pescante del correo de Holyhead, entre Shrewsbury y Oswestry, cuando una cosa chillona de Birmingham, algún Tallyho o Highflier, todo recubierto de verde y oro, se puso a nuestra altura. ¡Qué contraste con nuestra simplicidad real de forma y color representaba ese infeliz plebeyo! El único ornamento en nuestro fondo oscuro de chocolate era el poderoso escudo de las armas imperiales, pero blasonadas en una proporción tan modesta como el sello de un anillo en comparación con un sello oficial. E incluso se había colocado en uno solo de los paneles, susurrando más que proclamando nuestras relaciones con el Estado, mientras que la bestia de Birmingham tenía tantas letras y pinturas en sus irregulares y grandes flancos como para confundir a un descifrador de las tumbas de Luxor. Por un tiempo esa máquina de Birmingham se puso a nuestro lado: una actitud de familiaridad que nos pareció bastante jacobina. Pero un súbito movimiento de los caballos anunció la desesperada intención de dejamos atrás. «¿Ha visto eso?», le dije al cochero. «Lo he visto», fue su breve respuesta. Estaba despierto, pero esperó más de lo que parecía prudente, pues los caballos de nuestro audaz competidor poseían un desagradable aire de frescura y fuerza. Su motivo, no obstante, era leal; su deseo era que el engreimiento de Birmingham saliera completamente a flor de piel antes de dejado congelado. Cuando pensó que así había ocurrido, soltó, o para emplear una imagen con más fuerza, hizo saltar sus conocidos recursos, hizo que los caballos se deslizaran como leopardos a la caza de una pieza asustada. Parecía difícil de explicar cómo habían podido retener tal reserva de feroz potencia después del trabajo que habían realizado. Pero de nuestra parte, además de la superioridad física, teníamos un baluarte inexpugnable, a saber, el nombre del Rey, «del que carecen nuestros adversarios»[24]. Adelantándolos sin ningún esfuerzo, al menos así parecía, los dejamos atrás en tan poco tiempo como para que se dieran cuenta de lo ridículo de su presunción, mientras que el guarda sacaba de su corneta notas de escarnio.
Menciono este pequeño incidente por su conexión con lo que siguió. Un galés, sentado detrás de mí, me preguntó si no había sentido arder mi corazón durante la carrera. Yo le respondí: no, porque no estábamos compitiendo con un coche correo, así que no se podía ganar ninguna gloria. De hecho, ya era lo bastante mortificante que semejante cosa de Birmingham se atreviese a retamos. El galés replicó que él no lo veía así, que, en cierto modo, todos éramos iguales, y un coche de Brumrnagem[25] podía competir lealmente con el coche correo de Holyhead. «Competir con nosotros, quizá —le contesté yo—, aunque aun eso posee un aire de sedición, pero no puede derrotarnos, eso sería traición, y por su bien me alegro de que el Tallyho quedará decepcionado». Tan insatisfecho se quedó el galés con esta opinión, que al final me vi obligado a contarle una sutil historia de uno de nuestros mayores dramaturgos[26], a saber: que una vez, en una región oriental, cuando el príncipe de todas las tierras, con su espléndida corte, hacía volar sus halcones, uno de ellos voló hacia un águila real; y desafiando la prodigiosa superioridad del águila, por tanto a la vista de todos los espectadores presentes, la mató en el acto. El príncipe quedó asombrado por la desigual contienda y lleno de ardiente admiración por el incomparable resultado. Ordenó que trajeran el halcón a su presencia, acarició al animal con entusiasmo y ordenó que en honor a su coraje se le pusiera en la cabeza una corona de oro, pero inmediatamente después de la coronación se le tenía que ejecutar como al más valiente entre los traidores, y como un traidor que había osado rebelarse contra su señor feudal, el águila. «Ahora bien —le dije al galés—, qué doloroso habría resultado para usted y para mí, como personas de sentimientos refinados, que ese pobre bruto, el Tallyho, en el caso imposible de una victoria contra nosotros, hubiese sido coronado con joyas y oro, con paños de Birmingham y diamantes, para ser ejecutado a renglón seguido». El galés dudó de si eso quedaba contemplado en la ley. Y cuando aludí al estatuto 10 de Eduardo III, cap. 15[27], que regulaba la preferencia de los coches correo, y que contemplaba la pena capital para tales delitos, él replicó con sequedad que si el intento de adelantar a un coche correo constituía realmente una traición, era una lástima que el Tallyho tuviese en apariencia tan escaso conocimiento de la ley.
Esto que he contado pertenece a las anécdotas más alegres de mi primer encuentro con el coche correo. Pero tanto las más terroríficas de mis experiencias como las más alegres surgieron tras años de adormecimiento, armadas con un poder preternarural para estremecer mis sensibilidades oníricas; a veces, como en el caso de Miss Fanny en el camino de Bath (que mencionaré a continuación), mediante alguna asociación casual o caprichosa con imágenes originalmente alegres y que, sin embargo, se abrían en una fase de su evolución a una repentina dimensión del horror; a veces mediante las alianzas más naturales y fijas con el sentido del poder que se concedía de manera tan amplia al servicio postal.
Las modernas formas de viajar no se pueden comparar con el sistema del coche correo en grandeza y poder. Ellas alardean de alcanzar una mayor velocidad, pero no, sin embargo, como un acto consciente; sino como un hecho de nuestra sabiduría inerte, basado en una evidencia ajena; por ejemplo, cuando alguien dice que hemos ido a cincuenta millas por hora o, según la evidencia de un resultado, al encontrarnos en York cuatro horas después de haber abandonado Londres. Aparte de tal afirmación, o de tal resultado, soy poco consciente de la velocidad. Pero, sentados en el viejo coche correo, no necesitamos ninguna evidencia que indique la velocidad. En este sistema imperaba el principio non magna loquimur, como en el ferrocarril, pero magna vivimus[28], La experiencia vital de la alegre sensibilidad animal hacía imposible dudar de la cuestión de nuestra velocidad; oíamos nuestra velocidad, la veíamos, la sentíamos como una emoción; y esta velocidad no era el producto de actos ciegos e insensatos, indiferentes, sino que estaba encarnada en los fieros ojos de un animal, en sus dilatados ollares, en sus espasmódicos músculos y en el eco de sus cascos. Esta velocidad se encarnaba en el contagio visible a las bestias de un impulso que, penetrando en sus naturalezas, tenía su centro y su inicio en el hombre. La sensibilidad del caballo, manifestándose en la luz maníaca de sus ojos, podía ser la última vibración de ese movimiento; la gloria de Salamanca podía ser el inicio, pero el vínculo operante que la conectaba, que transmitía el terremoto de la batalla alojo del caballo, era el corazón del hombre, ardiendo en el rapto de la feroz refriega, y propagando a continuación su propio tumulto mediante movimientos y gestos a los sentimientos, más o menos indistintos, de su sirviente, el caballo.
Pero ahora, con el nuevo sistema de viajar, tubos de hierro y calderas han desconectado el corazón del hombre de los agentes de su locomoción. Ni el Nilo ni Trafalgar tienen ya poder para sacar una burbuja extra en una olla a vapor. El ciclo galvánico se ha roto para siempre; la naturaleza imperial del hombre ya no se lanza hacia adelante mediante la sensibilidad eléctrica del caballo; se han suprimido las agencias intermedias en el modo de comunicación entre el caballo y su amo, de la cual surgieron tantos aspectos sublimes de bancos de niebla que ocultaban, de rayos repentinos que revelaban, de masas que agitaban o soledades nocturnas que asustaban. Noticias, aptas para conmover a todas las naciones, viajarán ahora mediante un proceso culinario, y la corneta que antaño anunciaba desde lejos al laureado correo, estremeciendo los corazones al oírse en el viento, y avanzando a través de la oscuridad por cada pueblo o casa solitaria en su ruta, ha dado paso ahora para siempre a la enorme caldera a vapor.
Así se han obstruido numerosos accesos a efectos sublimes, a interesantes tratos humanos, a revelaciones de rostros emocionantes que no se habrían mostrado entre los fluctuantes y apresurados grupos de una estación de ferrocarril. Las agrupaciones de curiosos alrededor de un coche correo tenían un centro y obedecían sólo a un interés. Pero las multitudes que se encuentran en una estación de ferrocarril tienen la escasa unidad del agua corriente y poseen tantos centros como compartimentos separados hay en el tren.
¿De qué otra manera, por ejemplo, si no era durante el anochecer, y en el coche correo de Londres, que en los meses de verano penetraba en la verde espesura del bosque de Marlborough, pudiste tú, dulce Fanny del camino de Bath, entrar en mi vida? Y Fanny, como la joven más encantadora por su rostro y persona que quizá haya conocido en toda mi vida, mereció un puesto que no habría podido quitarle por propia voluntad; ahora (treinta y cinco años más tarde) ella sigue en mis sueños aunque, por un accidente de capricho fantástico, ella trajese consigo en esos sueños una tropa de terribles criaturas, fabulosas y no fabulosas, abominables para un corazón humano, y que apagaban el encanto de Fanny y del crepúsculo.
Miss Fanny del camino de Bath, hablando con propiedad, vivía a una milla de distancia de ese camino, pero tomaba tantas veces el coche correo, que yo, en mis frecuentes tránsitos, raramente no la encontraba, y es natural que llegase a conectar su nombre con la gran vía pública donde la veía; no lo sé con exactitud, pero creo que sus viajes se debían a algunos recados que tenía que hacer en Bath, siendo probablemente su propia residencia el centro en que se concentraban esos recados. El cochero, que llevaba la librea real, siendo uno de los pocos privilegiados[29], resultaba que era el abuelo de Fanny. Era un buen hombre que quería a su bella nieta, y queriéndola con sabiduría, vigilaba su conducta siempre que jóvenes de Oxford estuvieran por medio. ¿Era lo bastante vanidoso como para imaginarme que yo en particular podría caer en el ámbito de sus temores? Por supuesto que no, al igual que tampoco tenía ninguna pretensión física por mi parte, pues Fanny (como un pasajero ocasional de su vecindario me dijo una vez) contaba con una lista de ciento noventa y nueve admiradores, sin contar los aspirantes ocultos a su favor, y probablemente ninguno de los miembros de esa brigada poseía mejores oportunidades que yo. Ni siquiera Ulises, con la injusta ventaja de su mágico arco, podría haberse enfrentado a ese número de pretendientes. Así que el peligro podría haber parecido pequeño, tan sólo que una mujer sólo es universalmente aristocrática cuando ello radica en su nobleza de corazón. Ahora bien, las distinciones aristocráticas a mi favor habrían podido compensar fácilmente con Miss Fanny mis físicas deficiencias. ¿Quise enamorar a Fanny? Por supuesto; mais oui done, en la medida en que es posible mientras el coche correo cambia caballos, un proceso que diez años más tarde ya no ocupaba más de ochenta segundos, pero que entonces, cuando Waterloo, ocupaba cinco veces ochenta segundos. Cuatrocientos segundos ofrecen una amplia posibilidad para susurrar en el oído de una joven una gran cantidad de verdades y (entre nosotros) un montón de mentiras. El abuelo hizo bien, por tanto, en vigilarme y, sin embargo, como suele ocurrirle a los abuelos de la tierra, en una competición con los admiradores de la nieta, ¡cuán en vano me habría vigilado si hubiese meditado algún susurro perverso para Fanny! Ella, ésta es mi creencia, se habría defendido por sí misma contra cualquier mala sugerencia de un hombre. Pero él, como resultó, no habría podido evitar que gozara de las oportunidades para susurrar tales sugerencias. No obstante, seguía activo, aún era lozano, era lozano como la misma Fanny.
«Todas nuestras alabanzas …»[30]
No, éste no es el verso:
«Todas nuestras rosas, ¿por qué deberían llamar la atención de las jóvenes?».
El cochero mostraba rojas mejillas en su rostro, aún más intensas que las de su nieta, pero las de él se debían a la cerveza; las de Fanny a la juventud y a la inocencia, y a las fuentes del crepúsculo. Pero, pese a su floreciente rostro, el cochero poseía algunos defectos, y uno en particular (estoy muy seguro, no más de uno) por el que se parecía demasiado a un cocodrilo. Este defecto consistía en una monstruosa incapacidad de darse la vuelta. El cocodrilo, supongo, debe esa incapacidad a la absurda longitud de su espalda, pero en nuestro abuelito nacía de la absurda anchura de la espalda, combinada, probablemente, con una creciente rigidez de las piernas. Pues bien, de este defecto de cocodrilo me aproveché para rendir homenaje a Miss Fanny. Desafiando toda su honorable vigilancia, en cuanto nos había presentado su hercúlea espalda (¡qué campo para desplegar ante la humanidad su real atuendo carmesí!), mientras inspeccionaba profesionalmente los ceñidores, las correas y los «turrets»[31] de plata de sus guarniciones, yo llevaba la mano de Miss Fanny a mis labios y, con la dulzura y respeto de mi carácter, le hacía comprender con facilidad lo contento que me pondría subir en su lista al puesto diez o doce, en cuyo caso algunas casualidades entre sus enamorados (y obsérvese: ellos pendían con generosidad en aquellos días) me habrían situado rápidamente en la cumbre de los tres primeros; mientras que, por otra parte, con cuánta lealtad y sumisión habría aceptado su decisión si hubiese visto alguna razón para ponerme en la retaguardia de su favor, como el número ciento noventa y nueve más uno. No debe suponerse que permití cualquier viso de broma, o incluso de travesura, mezclado con mis expresiones de admiración hacia ella; eso habría sido insultante para ella, y habría sido falso en consideración a mis sentimientos. De hecho, la completa inconsistencia de nuestras relaciones mutuas, incluso pese a que nuestros encuentros a lo largo de siete u ocho años habían sido numerosos, se basaba en su brevedad, dependiendo enteramente de la indulgencia del coche correo, cronometrados, en realidad, por la Oficina General de Correos y vigiladas por un cocodrilo que pertenecía a la antepenúltima generación; eso me permitió hacer una cosa que poca gente podía haber hecho, a saber, coquetear durante siete años, al mismo tiempo ser tan sincero como lo ha podido ser una criatura y nunca comprometerme con oberturas que habrían podido ser necias respecto a mis propios intereses o descarriadas respecto a los suyos. Con toda sinceridad, yo amaba a esta hermosa e ingenua niña y si no hubiese sido por el correo de Bath y de Bristol, sólo Dios sabe en qué habría terminado todo ello. La gente habla de estar completamente enamorada, pues bien, el coche correo fue la causa de que yo cayera parcialmente enamorado, manteniendo un mínimo de cerebro para controlar el asunto. He mencionado este caso debido a un hecho espantoso que surgió como consecuencia tras años de sueños. De esto se podría sacar una moraleja, a saber, que como en Inglaterra el idiota y el mentecato se consideran bajo la custodia de la Cancillería, así el hombre enamorado, que con frecuencia no es más que una variedad de esa especie, debería ser puesto bajo la custodia de la Oficina General de Correos, cuyo severo horario y cuyas periódicas interrupciones podrían impedir cualquier declaración alocada, como la que produce un arrepentimiento de cincuenta años.
¡Ah, lector!, recuerdo aquellos días y me parece que todas las cosas cambian o perecer [32]. Incluso me duele decir que ni los rayos ni los truenos son como los que se conocieron en los tiempos de Waterloo. Las rosas, me temo, están degenerando, y, sin una revolución roja, terminarán por convertirse en polvo. Las Fannies de nuestra isla —aunque esto lo digo con disgusto— no están mejorando, y el camino a Bath está notoriamente en desuso. Mr. Waterton [33] me dice que el cocodrilo no cambia, que un caimán, de hecho, o un aligátor, sirven de la misma manera para montarse en ellos como en la época de los faraones[34] Puede ser, pero la razón está en que no vive con rapidez, es un coche lento. Me parece que entre los naturalistas domina el convencimiento de que el cocodrilo es un zoquete. Estoy convencido de que los faraones también eran unos zoquetes. Ahora bien, la manera en que los faraones y los cocodrilos dominaron la sociedad egipcia da cuenta de un error singular que ha prevalecido en el Nilo. El cocodrilo tuvo el ridículo error de suponer que el hombre había nacido para ser comido. El hombre, asumiendo un punto de vista diferente sobre la materia, naturalmente afrontó ese error con otro, vio al cocodrilo como una cosa que se tiene que adorar a veces, pero de la que siempre se tiene que correr. Y esto continuó así hasta que Mr. Waterton cambió las relaciones entre los animales. La forma de escapar del reptil, según mostró él, no debía consistir en correr, sino en saltar sobre su espalda y espolearlo. Los dos animales se han entendido mal. Ahora por fin ha quedado clara la utilidad del cocodrilo: la de ser montado; y la utilidad del hombre está en que puede mejorar la salud del cocodrilo montándole en una caza del zorro antes del desayuno. Y es seguro que cualquier cocodrilo que ha cazado con regularidad en la temporada, y es un maestro en el peso que soporta, se llevará por delante la puerta más pesada al igual que lo hizo en la infancia de las pirámides.
Quizá sea verdad, por tanto, que el cocodrilo no cambia, pero todas las demás cosas sí lo hacen, incluso la sombra de las pirámides crece menos. Y con frecuencia el recuerdo de Fanny y del camino de Bath me hacen extremadamente sensible a esa verdad. Desde la oscuridad, si ocurre que rememoro la imagen de Fanny de hace treinta y cinco años, surge de repente una rosa de junio o, si pienso un instante en la rosa de junio, se eleva celestial el rostro de Fanny. Una y otra vez, como las antífonas en un servicio coral, surge Fanny y la rosa de junio, luego una vez más la rosa de junio y Fanny. A continuación, vuelven a surgir juntas, como en un coro; rosas y Fannies; Fannies y rosas, sin fin, como capullos en el paraíso. Luego viene un venerable cocodrilo, en una librea real de carmesí y oro, o con una capa de dieciséis esclavinas, y el cocodrilo conduce cuatro caballos desde el pescante del coche correo de Bath. Y de repente nosotros, en el coche, somos detenidos por una enorme esfera de reloj, esculpida con las horas, y con la espantosa leyenda: DEMASIADO TARDE. Enseguida llegamos al bosque de Marlborough, entre las encantadoras familias de corzos[35]: éstos se retiran a la fresca espesura; la espesura está llena de rosas; las rosas (como siempre) evocan el dulce semblante de Fanny que, al ser la nieta de un cocodrilo, despierta a una hueste de salvajes animales semilegendarios —grifos, dragones, basiliscos, esfinges—, hasta que al final toda la visión de imágenes entra violentamente en un escudo heráldico imponente, una vasta decoración de caridades y bellezas humanas que han perecido, y queda cuartelada heráldicamente con inexpresables horrores de naturalezas monstruosas y demoníacas, mientras que sobre todo se cierne, como la elevada cresta de una montaña, una fina mano femenina, con el dedo índice señalando, con dulce y compasiva actitud admonitoria, hacia el cielo, con el poder (lo cual, sin mi experiencia, jamás habría creído) de despertar el «pathos» que mata en el mismo seno de los enloquecedores horrores la pena que roe el corazón, junto con las monstruosas creaciones de la oscuridad que conmocionan la fe y que confunden la razón del hombre. Ésta es la peculiaridad que deseo que advierta el lector, y que llegó a mi conocimiento por primera vez gracias a esa temprana visión de Fanny en el camino de Bath. La peculiaridad consistía en dos claves diferentes que, aunque en apariencia se repelían mutuamente, confluían en la música y en los principios rectores del mismo sueño; el horror, como el que posee al maníaco y, en transiciones momentáneas, la pena, como se puede suponer que posee la madre agonizante cuando deja a sus hijos pequeños a la merced de un mundo cruel. Por lo general, y quizá siempre en un sistema nervioso firme, estas dos formas trágicas se excluyen mutuamente: aquí, sin embargo, por primera vez se encuentran en una espantosa reconciliación. Así que se daba una peculiaridad independiente en la cualidad del horror. Esto después evolucionó en complejidades dramáticas, mucho más chocantes y de incomprensible oscuridad y quizá me equivoque al atribuir algún valor causal a este caso particular en el camino de Bath; es posible que proporcionase sólo una ocasión que introdujo accidentalmente una forma cierta de horror, en todo caso podría haber surgido, con o sin el camino de Bath, de fases más avanzadas del desorden nervioso; sin embargo, como se ha observado en los cachorros de tigres y leopardos, cuando se los ha domesticado, sufren un repentino desarrollo de su latente ferocidad bajo una apelación demasiado ansiosa a su naturaleza juguetona, pues las alegrías del deporte en ellos están estrechamente conectadas con la brillante fiereza de sus instintos asesinos. Así, he destacado que los caprichos, los alegres arabescos y las encantadoras exuberancias florales de los sueños traicionan una asombrosa tendencia a convertirse en sutiles esplendores maníacos. Esa alegría, por ejemplo (pues así lo era al principio), en la facultad onírica, por la cual un punto principal de similitud con un cocodrilo en el cochero del coche correo sirvió al instante para atribuirle la forma de un cocodrilo, ahora se veía combinado con circunstancias accesorias derivadas de sus funciones humanas, pasando rápidamente a un desarrollo ulterior, ya no alegre o lúdico, sino terrorífico, el más terrorífico que acosa a los sueños, a saber: la horrible inoculación mutua de naturalezas incompatibles. El hombre siempre ha sentido secretamente este horror, incluso se sintió bajo formas paganas de la religión, que ofrecían una gama muy endeble y muy limitada para dar expresión a las capacidades humanas de sublimidad o de horror. Lo leemos en la temerosa composición de la esfinge. El dragón, una vez más, es la serpiente inoculada con el escorpión. El basilisco une la misteriosa malicia del mal ojo, involuntario por parte del infeliz actor, con la maldad intencional de otras naturalezas malignas. Pero estas horribles complejidades de la mala acción son en sí mismas horribles objetivamente: infligen el horror adaptado a su naturaleza mixta, pero no hay ninguna insinuación de que sientan ese horror. La heráldica está tan llena de estas fantásticas criaturas que, en algunas zoologías, encontramos un capítulo separado o un suplemento dedicado a lo que se denomina zoología heráldica. ¿Y por qué no? Pues estas criaturas espantosas, aunque fantásticas[36], poseen un suelo real tradicional en la creencia medieval, sincera y en parte razonable, aunque adulterada con mendacidad, errores, credulidad y una fuerte superstición. Pero el horror onírico del que hablo es mucho más terrorífico. El soñador se encuentra encerrado en sí mismo, ocupando, como así ocurría, alguna cámara separada en su cerebro, manteniendo, quizá, desde allí, un secreto y detestable comercio con su propio corazón: alguna espantosa naturaleza ajena. ¿Qué ocurriría si fuese una repetición de su naturaleza? Si la dualidad fuera claramente perceptible, incluso eso, incluso este mero doble numérico de su propia conciencia, aún podría ser una maldición demasiado poderosa para soportada. Pero ¿qué ocurre si la naturaleza extraña contradice la suya, lucha con ella, la confunde y consterna?, ¿qué ocurre si, no una naturaleza ajena, sino dos o tres no una naturaleza ajena, sino dos o tres o cuatro o cinco, se introducen en lo que una vez él pensó que era un inviolable santuario de sí mismo? Éstos, sin embargo, son horrores de los reinos de la anarquía y de la oscuridad, los cuales, debido a su intensidad, desafían la santidad de la ocultación y se resisten tenebrosamente a una descripción. Pero era necesario mencionarlos, puesto que la primera introducción a esas apariciones (ya sean causales o meramente casuales) reside en los monstruos heráldicos, los cuales fueron a su vez introducidos (aunque lúdicamente) por el cochero transfigurado del correo de Bath.