Las visiones de Oxford, de las que he descrito alguna, no fueron otra cosa que anticipaciones necesarias para ilustrar el fugaz panorama de la niñez (entendidas como una reacción a ésta). En la parte SEGUNDA, dejando atrás esas anticipaciones, haré un bosquejo de mis días juveniles en la medida en que suministren o muestren los gérmenes de posteriores experiencias en mundos más sombríos.
En mí, como en otros casos raros diseminados por decenas y veintenas cada mil años, la visión de la vida me sobrevino con demasiada fuerza y demasiado temprano. El horror de la vida se mezcló ya en la más tierna juventud con la dulzura celestial de la vida; la aflicción, que uno de cada cien posee la sensibilidad suficiente para cosechar de la triste retrospección de la vida en su fase final, para mí vertió sus lágrimas como un goce anticipado en las fuentes de esa vida aún brillando al sol de la mañana. Vi desde lejos y desde delante lo que iba a ver desde atrás. ¿Es ésta acaso la descripción de una juventud precoz pasada entre lóbregas sombras? No, pero sí de una juventud pasada en la más divina felicidad. Y si el lector tiene la pasión (que tan pocos tienen), sin la cual no se lee la inscripción ni el sobrescrito en la frente del hombre; si no es (como lo son la mayoría) más sordo que la tumba para toda nota profunda que surja de las cavernas délficas de la vida humana, sabrá que el arrebato de la vida (o cualquier cosa que por aproximación merezca tal nombre) no surge, a no ser como surge la música de Mozart o la de Beethoven, a saber: por la confluencia de las poderosas y terribles discordias con sutiles armonías. Estos elementos no actúan por contraste, o como oposición recíproca, lo cual es una concepción errónea de muchos, sino por la unión. Son fuerzas sexuales en la música: «y Él los creó varón y mujer», y estos poderosos antagonistas no continúan sus hostilidades por repulsión, sino por la más profunda atracción.
Así como «en el hoy ya camina el mañana», en la experiencia pasada de una vida juvenil se puede apreciar vagamente el futuro. En un niño o un joven, en el aislamiento que les es propio, la colisión con intereses ajenos o perspectivas hostiles —las formas de oposición que pueden asumir—, se ve limitada por las escasas y triviales líneas de conexión por las que pueden ejercer una influencia esencial sobre la fortuna y la felicidad de otros. Las circunstancias pueden magnificar su importancia por el momento, pero, después de todo, cada cable que se lanza sobre otro barco será cortado con facilidad en cuanto surja la disputa. Muy distintas son las relaciones que conectan a un adulto u hombre responsable con los círculos que le rodean conforme avanza la vida. La red de estas relaciones es mil veces más densa e intrincada, las discrepancias en estas relaciones intrincadas mil veces más frecuentes, y las vibraciones mil veces más intensas. El joven que se encuentra en el umbral de la madurez siente esta verdad de antemano, con recelo y en una visión confusa. Un primer instinto de miedo y horror ensombrecería su espíritu si se revelase por sí mismo o pudiese ser interrogado al nacer; un segundo instinto de la misma naturaleza volvería a empañar ese trémulo espejo, si el momento se pudiese señalar tan puntualmente como el nacimiento físico, que finalmente le lanza a las mareas del absoluto dominio de sí mismo. Al principio un oscuro océano parecería la completa expansión de la vida, pero mucho más oscura y asombrosa parecería esa segunda cámara interior del océano que le eximiría para siempre de la responsabilidad ante los demás. Terrible será la mañana que diga: «encárnate en un niño», pero más terrible la mañana que diga: «lleva a partir de ahora el cetro del dominio de ti mismo por la vida, y por la pasión de la vida». Sí, terribles son los dos, pero sin una noción básica de lo terrible no hay un perfecto arrebato. Este fundamento de temor reverente y solemne oscuridad se acumula lentamente como parte de la aflicción de la vida y aumenta por sus incidentes. Eso es lo que he relatado. Pero la vida, con el transcurso de los años, se expande por la rivalidad que nos acosa —la rivalidad entre opiniones conflictivas, entre posiciones, sentimientos e intereses contrarios— y asienta ese suelo fúnebre que despide hacia arriba el oscuro y brillante fulgor a través de la joya de la vida, o revela, cuando no, un centelleo pálido o superficial. El ser humano, o debe sufrir y luchar como precio de una visión más penetrante, o su mirada debe ser superficial y carente de revelaciones intelectuales.
En parte fue por casualidad y, cuando no por casualidad, por mi propia naturaleza, por rasgos de ella que no me resulta penoso recordar, que me encontré constantemente en mi vida temprana (esto es, desde los días infantiles hasta cumplir los dieciocho, cuando al ir a Oxford me convertí en mi propio dueño) participando en feroces duelos, con alguna persona o grupo de personas que intentaban, como los retiarius romanos[43], arrojar una red de mortal coacción o represión sobre los indudables derechos de mi libertad natural. La firme rebelión fue, en parte, Una mera reacción humana de justificable indignación, pero, por otra parte, fue la lucha de una naturaleza consciente que desdeñaba considerarlo un derecho trivial o un privilegio discrecional; no, yo consideraba mi resistencia contra aquellos que pretendían esclavizarme como el más noble de los deberes, aunque fuera mortal, así como mi rebeldía contra quienes intentaban poner mi cabeza bajo su bota. Demasiadas veces, aun en mi vida adulta, he conocido, en hombres que pasaban por ser buenos, la voluntad de degradar (y si es posible de degradar mediante autodegradación) a quienes involuntariamente los oprimen por tener facultades intelectuales o de carácter superiores. Te respetan, están obligados a hacerla así, y odian tener que hacerla. Por lo tanto, buscan el modo de arrojar ese sentimiento de opresión y de vengarse de él cooperando con algún desgraciado accidente en tu vida, para así infligirte un sentimiento de humillación, y (si es posible) obligarte a que consientas en esa humillación. Ay, ¿a qué se deberá que quienes se llaman a sí mismos los amigos de este hombre o de esta mujer, sean con tanta frecuencia aquellos de quienes en la hora de la muerte ese hombre o esa mujer se despiden con las palabras: ojalá hubiese querido Dios que nunca te conociera?
Al citar uno o dos casos de estas luchas tempranas, he tomado en consideración el efecto de dichas luchas sobre las subsecuentes visiones bajo el reinado del opio. Y esta reflexión indulgente debería acompañar al lector maduro a través de todos esos informes de inexperiencia juvenil. Un hombre de buen temperamento, que además esté familiarizado con el mundo, eludirá fácilmente, sin necesidad de recurrir a ningún artificio de servil obsequiosidad, aquellas disputas que una simplicidad sincera, celosa de sus propios derechos, e ignorante en los usos mundanos, no puede siempre eludir sin menoscabo del respeto de sí mismo. La suavidad en las maneras, es cierto, se puede reconciliar con la firmeza, pero esto no ocurre con facilidad en una persona joven que necesita todos los recursos apropiados del conocimiento, de habilidad y control lingüístico, para que se imponga su buen temperamento. Los hombres quedan protegidos del insulto y de la falsedad, no sólo gracias a su propia habilidad, sino también en ausencia de cualquier habilidad, por el general espíritu de tolerancia con que la sociedad ha educado a todos aquellos a quienes hemos tenido la oportunidad de tratar. Pero muchachos que tratan con otros que carecen de esa tolerancia o entrenamiento, a veces entran en disputas llevados más por su propia firmeza que por cualquier inclinación natural a la disputa. Para ejemplificar este caso lo mejor será que cuente una o dos de mis principales disputas.
La primera, aunque meramente pasajera y alegre, no digna de ser contada a no ser por su subsiguiente resurrección bajo otra forma más horrible en mis sueños, surgió por una ofensa imaginaria, así me pareció a mí, de uno de mis tutores. Yo tenía cuatro tutores, y el que tenía más conocimientos y más talento de todos, un banquero, que vivía a unas cien millas de mi casa, me había invitado a su casa cuando tenía once años de edad. Su hija mayor, tal vez un año más joven que yo, mostraba en su encantador rostro la expresión más angélica que había visto. Naturalmente, me enamoré de ella. Es absurdo decirlo, y más aún, porque no se podían imaginar dos niños más inocentes que nosotros, sin que ninguno hubiese pisado todavía una escuela, pero la simple verdad es que estaba enamorado de ella, en el sentido más caballeroso del término. Y la prueba de que lo estaba se manifestaba de tres maneras diferentes: besaba su guante en aquellas raras ocasiones en que lo encontraba sobre la mesa; en segundo lugar, buscaba cualquier excusa para estar celoso; y, en tercer lugar, hacía todo lo posible para que riñéramos. El motivo de esto estaba en el placer de la reconciliación; no se puede subir a una colina, como se sabe, si antes no se ha atravesado el valle. Y aunque yo odiaba el mero pensamiento de tener una diferencia con una niña tan gentil, ¿cómo, si no era a través de tal purgatorio, se podía ganar el paraíso de sus sonrisas? Todo esto, sin embargo, no llegó a nada, y simplemente porque ella no reñía. Y los celos quedaron asimismo desechados por la falta de un sujeto decente que despertase tal pasión, a no ser que los hubiera dirigido contra un maestro de música cuya locura manifiesta impedía que se le considerase un rival. La disputa, entretanto, que no prosperaba contra la hija, fue naciendo silenciosamente en mí contra el padre. Su ofensa fue ésta. En la cena, yo, naturalmente, me situaba al lado de M. y me daba un gran placer tocar su mano de vez en cuando. Como M. era mi prima, aunque en segundo o tercer grado, no sentía que me tomaba una libertad muy grande con ese pequeño acto de ternura. No importa el grado de lejanía, ya digo, mi prima es mi prima, tampoco había hecho mucho para ocultar mi acto, o si lo había hecho, más por mi cuenta que por la suya. Una noche, sin embargo, el papá observó mi maniobra. ¿Pareció desagradarle? Nada de eso, incluso condescendió en otorgarme una sonrisa. Pero al día siguiente colocó a su hija en la parte opuesta a la que yo me sentaba. En un aspecto esto suponía una mejora, puesto que me concedía una mejor vista del dulce semblante de mi prima. Pero había que considerar la pérdida de la mano y, en segundo lugar, estaba la afrenta, Estaba claro que tenía que vengarme. Había una cosa en este mundo que podía hacer incluso con decencia, lo podía hacer admirablemente, yeso era escribir hexámetros latinos. Juvenal, aunque no había leído mucho de él, me pareció un modelo divino. La inspiración de la ira hablaba a través de él como por un profeta hebreo. La misma inspiración habló entonces en mí. Facit indignatio versum, dice Juvenal. Y debe reconocerse que la indignación nunca ha vuelto a inspirar versos tan buenos. Incluso para mí esa ágil pasión resultó ser una Musa de genial inspiración para un par de versos, y mencionaré algunos que podrían haber sido atribuidos al mismo Juvenal. Lo digo sin ningún escrúpulo, sin una sombra de vanidad, ni tampoco de falsa modestia relacionada con esos logros juveniles. El poema comienza así:
«Te nimis austerorum, sacrae qui foedera mensae
Diruis, insector Satyrae reboante flagello».
Pero los versos en que me obstino en otorgar un rigor romano, fueron los siguientes:
«… mea saeva querela
Auribus insidet ceratis, auribus etsi
Non audituris hiberna nocte procellam».
La fuerza, sin embargo, que inflamaba mis versos, remitió pronto; desde el principio se mitigó al encontrar que, excepto por el traslado en la cena, por lo que probablemente se había considerado algo indecoroso, no se produjo ninguna restricción más en mi trato con M. Además, era demasiado doloroso guardar buenos versos en mi propio corazón solitario. ¿Cómo podía estremecer el dulce corazón filial de mi prima con un feroz libelo o stylites contra su padre, suponiendo que el conocimiento del latín figurase entre sus perfecciones? Entonces se me ocurrió que podría mostrar los versos al padre. Pero ¿no había algo traicionero en ganar la aprobación de un hombre bajo la máscara de una sátira de él mismo?, ¿o me habría entendido? Pues un año después una persona confundió las sacrae mensae (con lo que me había referido a las santidades de la hospitalidad) con la mesa sacramental. Y en consecuencia comencé a sospechar que mucha gente me acusaría de haber violado los sagrados lazos de la hospitalidad, que vinculan tanto al huésped como al anfitrión. La indolencia, que suele a veces venir en ayuda tanto de los buenos impulsos como de los malos, favorecía el sosiego de esos sentimientos; la compañía de M. aún contribuyó más a descartar los esfuerzos satíricos y, finalmente, mi poema latino se quedó en un torso. Así que al final mi tutor se escapó por los pelos de pasar a la posteridad iluminado por la desventajosa luz que le procuraban mis hexámetros.
Éste fue un caso de disputa lúdica. Pero el mismo talento para los versos latinos me conectó poco después con una disputa real que desoló mi mente más de lo que iba a suponer, y precisamente por esta circunstancia: porque enfrentó unos sentimientos con otros. Dividió mi mente, como en una disputa doméstica, contra ella misma. Un año después, al regresar de mi visita a mi tutor, y cuando debía estar a punto de cumplir los trece años, me enviaron a una gran escuela pública. Todos tienen razones para alegrarse por gozar de esa gran ventaja. Yo condené y condeno la práctica de exponer a esas tempestades a quienes aún son demasiado jóvenes, demasiado dependientes de la ternura femenina, y que están dotados de una sensibilidad demasiado exquisita. Pero con nueve o diez años las energías masculinas del carácter comienzan a desarrollarse o, en caso contrario, no habrá disciplina que ayude mejor a su des arrollo que el vigorizador trato con una escuela clásica inglesa. Incluso los egoístas están obligados a acomodarse a un público estándar de generosidad, y los afeminados a adaptarse a una norma de virilidad. Yo mismo estuve en dos escuelas públicas, y siento gratitud por el beneficio que saqué de las dos, al igual que pienso con gratitud del honesto tutor en cuyo tranquilo hogar yo aprendí latín con tanta eficacia. Pero las pequeñas escuelas privadas que visité por breves periodos, y que contenían treinta o cuarenta niños, eran modelos de conductas innobles respecto a una parte de los alumnos, y de favoritismo entre los maestros. En ningún otro sitio queda mejor ejemplificada la sublimidad de la justicia pública que en la escuela inglesa. No hay en todo el universo un areópago de «fair play» y de aversión a todos los métodos ilícitos que en una multitud inglesa o en una de las prestigiosas escuelas públicas inglesas. Pero mi primera experiencia en una de esas instituciones fue bajo circunstancias peculiares y contradictorias. Cuando se iba a establecer mi «rango» o mi graduación en la escuela, es natural que mi altura (para hablar en términos astronómicos) se tomara según mi destreza en griego. Pero en ese tiempo apenas entendía libros tan fáciles como el Testamento en griego o La Iliada. Eso se consideraba más que suficiente para mi edad, pero causó que me situara tres pasos por debajo del rango superior en la escuela. En una semana, sin embargo, se conoció mi talento para los versos latinos, que por aquel tiempo había ganado en fuerza y expansión. Fui honrado como nunca lo fue un hombre o un niño desde Mordecai el Judío. Sin pertenecer propiamente al rebaño del director, pero liderando la sección del segundo año, me presentaba semanalmente ante el tribunal supremo de la escuela para ganar nuevas distinciones; esto, en un principio, sólo produjo a mi corazón, aún rumiando su soledad, un centelleo de deliciosa satisfacción. Pero en seis semanas eso cambió. La aprobación continuó, y el público fue testigo de ella. De haber seguido las cosas su curso habitual, no se habría dado ninguna penosa reacción de celos o incómoda resistencia a la honestidad de mis pretensiones, pues algunos de mis compañeros sabían de sobra que yo, que no tenía otros parientes masculinos que unos militares, y que se encontraban en la India, no me podía haber beneficiado de su clandestina ayuda. Pero, por desgracia, el director por entonces estaba insatisfecho con algunos de sus resultados y, como pronto se reveló, se dedicaba a comparar mis versos a los doce años con los de sus alumnos con diecisiete, dieciocho o diecinueve. Le había observado varias veces señalándome, y me quedé perplejo al ver que ese gesto provocaba miradas sombrías y lo que los periodistas franceses llaman «sensación», en esos jóvenes, a quienes naturalmente yo consideraba con temor reverencial mis líderes, muchachos que eran llamados hombres, hombres que estaban leyendo a Sófocles (un nombre que para mí poseía un halo seráfico) y que nunca habían desperdiciado una palabra con un niño como yo. No obstante, llegó el día en que todo cambió. Uno de estos líderes se acercó a mí en el patio de recreo y me dio un golpe en el hombro, no con intención de hacerme daño, sino como una forma de presentarse, y me preguntó por qué d-s no me quedaba quieto en mi curso y no molestaba a otros de esa manera. ¿Acaso no podía dejar en paz a los demás con mis versos que, además, eran horriblemente malos? Habría sido difícil responder a esta pregunta, pero tampoco requirió ninguna respuesta. Se me advirtió brevemente que en el futuro tenía que escribir peor, o… Llegados a esta aposiopesis yo miré inquisitivo a mi interlocutor y él rellenó la laguna diciendo que me «aniquilaría». ¿Habrá alguien que no se quede horrorizado con tamaña exigencia? Tenía que escribir por debajo de mi propio nivel, lo cual, según la estima que él tenía de mis versos, debía de ser difícil; y tenía que escribir peor que él, lo que sería imposible. Mis sentimientos se rebelaron, se puede suponer, contra una demanda tan arrogante, sobre todo por la manera en que la expresó, y en la siguiente ocasión que tuve para presentar mis versos, cargué mis armas con doble munición; recibí un aplauso redoblado, pero noté con algo de temor, aunque sin arrepentirme de mi acción, que una doble agitación parecía invadir las filas de mis enemigos. Entre ellos destacaba en la distancia mi «aniquilador» amigo, que agitaba su puño hacia mí con una torva sonrisa en su semblante. Aprovechó la primera oportunidad para presentarme sus respetos, diciendo: «¡Ah, diablillo!, ¿eso es lo peor que puedes escribir?». «¡No!», respondí, «eso es de lo mejor que puede salir de mi pluma». El aniquilador, como resultó, era en realidad un joven de buen temperamento, pero pronto se fue a Cambridge, y con el resto, o con algunos de ellos, continué mi guerra durante casi un año. Y, sin embargo, una palabra pronunciada con amabilidad habría bastado para que me quitara la pluma de pavo real que adornaba mi gorra. Es indudable que las alabanzas me halagaban, pero eso no era nada en comparación con lo que estaba en la otra parte. Yo detestaba distinciones basadas en la mortificación de otros y, aunque podría haberlo ignorado, la eterna disputa atormentaba y roía mi naturaleza. El amor, que en mi niñez había sido una necesidad para mí, desde hacía tiempo no era más que el reflejo de un rayo de una aurora extinguida. Pero la paz y la ausencia de competencia, si el amor ya no era posible (y raramente lo es en este mundo), eran una absoluta necesidad para mi corazón. Competir con alguien seguía siendo mi destino. No veía cómo poder escapar de él, y por sí mismo, y por las mortales pasiones en que me precipitó, lo odié y abominé más que a la muerte. A la distracción y contienda infernal en mi propia mente se añadió el que no pudiera condenar a los jóvenes del curso superior. Me había convertido en un instrumento de humillación para ellos. Y mientras tanto, si poseía una ventaja en un logro, lo cual es cuestión de casualidad, o de un gusto o sentimiento peculiares, ellos, por otra parte, tenían una gran ventaja sobre mí en las más elaboradas dificultades del griego y de la poesía coral griega. Tampoco podía asombrarme del odio que me tenían. No obstante, al haber elegido ellos esta forma de conflicto, sentí que mi única posibilidad estaba en resistir. La contienda concluyó cuando me sacaron de la escuela a causa de una enfermedad grave que afectó a mi cabeza; duró casi un año, y no pasó hasta que muchos de mis públicos enemigos se convirtieron en mis amigos privados. Eran mayores que yo, pero me invitaron a las casas de sus amigos y me mostraron un respeto que me conmovió profundamente, un respeto que más se debía, en apariencia, a la firmeza de que hice gala que al esplendor de mis versos. Y, en realidad, éstos habían surgido de una casualidad natural. Algunas personas de mi propia clase solían pedirme que escribiera versos para ellas. Yo no podía negarme. Pero, como las materias que nos daban eran iguales para todos, no era posible recoger tantas cosechas sin reducir drásticamente la calidad de todas.
Dos años y medio después me encontraba de nuevo en una escuela pública de gran raigambre. Ahora yo mismo formaba parte de los tres que constituían la clase superior. Ya me había familiarizado con Sófocles, que una vez resultó un nombre oscuro a mis oídos. Pero, por extraño que parezca, cuando tenía dieciséis años ya no sentía ningún interés por la gloria que proporcionan los versos latinos. Todos los trabajos de la escuela me parecían ligeros y triviales. Al no demandar de mí ningún esfuerzo, tampoco podían atraer mi atención. Todo quedaba oscurecido por la literatura de mi país natal. Aún reverenciaba la tragedia griega, como siempre lo haré, pero, aparte de eso, por entonces no me ocupé tanto de los estudios clásicos. Un hechizo se apoderó de mí, y viví sólo en esas moradas donde hablan los sentimientos profundos.
Aquí, sin embargo, comenzó otra lucha más importante. Me acercaba a los diecisiete años y, un año después, llegaría el momento normal para ir a Oxford. Mis tutores no objetaron nada contra Oxford, y se mostraron dispuestos a dar la asignación que se consideraba en general el minimum para un estudiante de Oxford, esto es, doscientas libras per annum. Pero insistieron, como una condición previa, en que yo debía decidirme definitivamente por una profesión. Ahora bien, yo sabía de sobra que, de tomar esa decisión, no existiría ninguna ley, ni se podía crear ninguna mediante contrato, por la cual pudiese ser obligado a cumplir mi decisión. Pero esa evasión no me satisfacía. Aquí, una vez más, sentí con indignación que el principio era injusto. El objetivo consistía en hacerme el favor de ahorrar dinero, pues, si yo elegía la abogacía como profesión, algunas personas defendían (aunque equivocadas) que mi destino más apropiado no debía de ser Oxford, sino el bufete de un abogado, pero no presté oídos a argumentos de ese tipo. Yo estaba decidido a hacer de Oxford mi casa, ya dejar mi futuro libre de promesas de las que me pudiera arrepentir. Al poco tiempo se produjo la catástrofe. Poco antes de mi diecisiete cumpleaños, una encantadora mañana estival caminé hacia el norte de Gales, por allí vagué durante meses y, finalmente, llevado por alguna oscura esperanza de conseguir dinero prestado con mi garantía personal, me fui a Londres. Por entonces cumplí los dieciocho años y, durante ese periodo, pasé por duras pruebas de las que he hablado en mis Confesiones anteriores. Como tengo un buen motivo para recordar brevemente aquel periodo, lo haré en este momento.
En una revista leí la insinuación de que los incidentes contados en el relato precedente carecían de fundamento. No me rebajaré a contestar semejante expresión de mera malignidad gratuita, carente del apoyo de un argumento, excepto en lo que se refiere a una observación absurda y, además, falsa. En realidad, nunca se me ocurrió la posibilidad de que una persona en su sano juicio sospechara seriamente de que me había tomado ciertas libertades en esa parte de la obra, pues, aunque ninguna de las partes afectadas, salvo yo mismo, se encontraba en una posición tan central como para estar familiarizado con todas las circunstancias del caso, muchos lo estaban con diversas partes de las memorias. Se podría haber formado un relevo de testigos para que montaran guardia, por decirlo así, con el fin de atestiguar la exactitud de cada particular en la entera sucesión de los incidentes; y algunas de estas personas tenían un interés, mayor o menor, en exponer cualquier desviación de la más estricta letra de la verdad si hubiese estado en su poder hacerla así, Han transcurrido veintidós años desde que leí la objeción a la que aludo; y en el hecho de que no me dignase a tomarla en consideración, no se debe ver un motivo para acusarme de altanería. Pero cualquier persona está legitimada a ser altanera cuando se pone en duda su veracidad y, aún más, cuando es acusado con una objeción deshonesta o, si no, con una objeción que argumenta con tan poca atención que casi raya en la deshonestidad, en un caso en que se pretendía hacer una imputación de falsedad. Un hombre puede leer con descuido si le place, pero no cuando pretende emplear su lectura con un propósito injurioso contra el honor de otro. Tras veintidós años de silencio, y después de haber expresado lo suficiente mi desprecio contra la calumnia[44], ahora me siento con libertad para tratar del tema, con el fin, inter alia, de mostrar con qué rapidez obra el espíritu de la malicia. En la narración preliminar de ciertas aventuras juveniles que me expusieron a un sufrimiento no habitual en personas en esa fase de la vida, que dejaron una tentación para el uso del opio bajo ciertas condiciones de debilidad, tuve la ocasión de referirme a un abogado de mala reputación en Londres que me mostró ciertas atenciones, en parte por ser yo un muchacho con algunas perspectivas, pero en lo principal por la oportunidad que le brindaba para hincar sus garfios en el joven Conde de A-t[45], mi antiguo compañero, y con el que mantengo correspondencia. Describí por encima la casa de ese hombre y, con más minuciosidad, expuse algunos de los rasgos más interesantes de su economía doméstica. Una cuestión ha surgido de manera natural en algunas personas curiosas: ¿dónde estaba situada esta casa?, y aún más porque yo nuevamente había llamado la atención sobre ella al decir que aquella noche en particular (la noche en que se escribió aquella página de las Confesiones), yo había visitado la calle, mirado por las ventanas y, en vez de la sombría desolación que reinaba allí cuando yo mismo y la niña éramos sus únicos moradores, durmiendo (pobres criaturas muertas de frío) en el suelo del despacho del abogado, haciendo una almohada de sus infernales papeles, había comprobado con placer que en ella había evidencias de comodidad, respetabilidad y animación familiar en las luces que brillaban en las diferentes estancias de la casa. Sobre esta cuestión el honesto crítico dice a sus lectores que yo había descrito la casa desde mi situación en Oxford Street y que, según su conocimiento de esa calle, allí no había ninguna casa de esas características. ¿Por qué no? Se le olvidó decírnoslo. Las casas al este de Oxford Street son, ciertamente, muy pequeñas como para acomodarse a mi descripción de la casa del abogado, pero ¿por qué debería estar al este? Oxford Street tiene una longitud de una milla y cuarto y, al estar construida a ambos lados, encuentra espacio para casas de muchos tipos. Por añadidura, ocurre que, al haberse descrito con gran vaguedad la casa verdadera, cualquier casa en Oxford Street quedaba claramente excluida. En toda la inmensidad de Londres sólo había una única calle que un atento lector de las Confesiones habría excluido perentoriamente como la casa del abogado, y ésa era Oxford Street, pues, al hablar de mi nuevo encuentro con la fachada empleé una expresión que implicaba que, con el fin de hacer esa visita de reconocimiento, yo me había desviado de Oxford Street. El asunto en sí mismo es una perfecta bagatela, pero deja de serio cuando afecta a la sinceridad y exactitud de un escritor. Si en una cosa tan absolutamente imposible de olvidar como la verdadera situación de una casa, grabada penosamente en la memoria de un hombre por haber sido la escena de sus sufrimientos infantiles —noches pasadas temblando de frío, hambre noche y día, en un grado que no habría sobrevivido cualquiera—, él, al repasar sus recuerdos escolares, hubiese mostrado indecisión o, lo que es más grave, inexactitud a la hora de identificar la casa; ninguna sílaba pronunciada después, que él hubiera podido decir sobre cualquier materia, podría haber ganado o merecido la confianza de un lector juicioso. Ahora puedo decir, una vez que el Herodes, cuya persecución tenía motivos para temer, ha muerto, que la casa en cuestión estaba situada en Greek Street, en el oeste, y es la casa más próxima a Soho-Square, pero sin dar a esa plaza. Esto no era seguro mencionarlo en la fecha en que se publicaron las Confesiones. Según mi opinión personal, había probablemente veinticinco posibilidades contra una de que por aquel tiempo mi amigo el abogado hubiese sido colgado. Pero esta argumentación se podía invertir: había veinticinco posibilidades contra una de que aún no lo hubiesen colgado y estuviese vagando por las calles de Londres, en cuyo caso recibiría como un regalo del cielo la oportunidad que se le brindaba (por mí y no por su parte) de requerir la opinión de un jurado, mediante una acción judicial, sobre el monto del solatium debido por haber herido sus sentimientos en los pasajes de las Confesiones. El haber indicado la calle habría bastado porque con toda seguridad sólo existiría un bribón en Greek Street, o al menos que cumpliera todas las condiciones de mi personaje desconocido. También había otro peligro no tan ridículo como pueda parecer en un principio. Había pocas probabilidades de que el abogado se encontrara conmigo, pero se habría encontrado fácilmente con mi libro (suponiendo siempre que la orden Sus. Per. coll. aún no hubiese llegado a Newgate), pues era aficionado a la literatura; admiraba la literatura y, como abogado, escribía con fluidez sobre algunas materias. ¿Acaso no habría podido él publicar sus confesiones? ¿O, lo que habría sido peor, un complemento a las mías, editadas con el propósito de refutarlas? En este caso se habría apoderado de mí la misma aflicción que Gibbon, el historiador, tanto temía, a saber: la de leer una refutación de su libro y su propia respuesta a la refutación, todo editado en el mismo volumen, hostil contra sí mismo. Además, me habría interrogado ante el público con el estilo de Old Bailey y ninguna historia, por muy sincera que fuese, resistiría esos ataques. Y mis lectores, después de todo, quedarían en un estado de penosa duda, lo quisieran o no, de si él era un modelo de inocencia acosada a quien yo (por decirlo de la forma más suave) atormentaba con las naturales perfidias de los recuerdos de un escolar. Para finalizar con este asunto, permítaseme decir que, aunque creyendo realmente en la probabilidad de que el abogado al menos hubiese encontrado su camino a Australia, yo no encontraba ninguna satisfacción con ese resultado. Sabía que mi amigo era un perfecto bribón. Y en la cuenta corriente entre nosotros (me refiero, en el sentido ordinario, al dinero) el balance no podía estar a su favor, pues yo, al recibir una suma de dinero (considerable para los dos), le había transferido casi todo a él para el propósito (desde luego un engaño) de adquirir ciertos sellos legales, pues mantenía una correspondencia diplomática con varios judíos que prestaban dinero a jóvenes herederos, y que afectaba a mi persona sólo en una mínima parte, pero mucho más a la de Lord A-t, mi joven amigo. Por otra parte, sólo me había dado las reliquias de su desayuno, que ya de por sí era una reliquia. Pero en esto no tengo nada que reprocharle. No podía darme lo que no tenía ni para sí mismo, ni a veces para la pobre niña muerta de hambre a quien yo ahora supongo su hija ilegítima. Tan desesperada era su lucha cuerpo a cuerpo contra los acreedores, feroces como el hambre y ávidos como la tumba; tan profundo era también su horror (no sé por cual de los motivos aducidos) de ir a prisión, que raramente se aventuraba a dormir dos veces en la misma casa. Ese gasto tenía que haberle pesado en Londres, donde se paga como mínimo media corona por una cama que habría costado sólo un chelín en las provincias. En medio de sus bellaquerías y, lo que aún era más estremecedor a mi recuerdo, sus confidenciales revelaciones en sus divagado ras conversaciones sobre viles proyectos (no siempre pecuniarios), en sus ojos se percibía a veces una luz de miseria errante, que me conmovió con posterioridad, cuando lo recordaba todo en la radiante felicidad de los diecinueve años y en el sereno sosiego de Oxford. Eso era interesante por sí mismo, la situación del hombre era mucho peor de lo que pretendía, no tenía la mente que se reconcilia con el mal. Además, respetaba el saber, lo cual se mostraba en la deferencia que solía mostrarme cuando, por entonces, yo tenía diecisiete años; estaba interesado en la literatura, eso es buena cosa, y estaba contento o agradecido cuando guiaba la conversación hacia el tema de los libros; es más, parecía emocionado cuando yo invocaba algún sentimiento noble y apasionado de uno de los grandes poetas y me pedía que lo repitiera. Habría sido un hombre de energía memorable, y para buenos propósitos, si no hubiese estado sumido en una agonía conflictiva con los problemas monetarios. Éstos probablemente surgieron por su debilidad para resistir la tentación con unos fondos confiados a él por un cliente. Tal vez ganó cincuenta guineas para un momento de necesidad y sacrificó por una bagatela sólo la serenidad y la comodidad de una vida. En estos casos no estaba en mi naturaleza rechazar los sentimientos de bondad y quise… Pero nunca logré encontrar su pista en el laberinto de Londres hasta hace unos años, cuando descubrí que había muerto. Por lo general, las pocas personas a quienes he tenido aversión en este mundo eran personas prósperas y de buena reputación. Mientras que de los pícaros que he conocido, de la mayoría, y no de unos pocos, pienso con placer y amabilidad.
¡Cielos! Cuando traigo a la memoria los sufrimientos que he presenciado u oído, incluso en esta breve experiencia londinense, me pregunto que si la vida pudiese abrir con anticipación sus largas series de estancias a nuestra mirada, si desde un lugar secreto pudiésemos ver con anticipación a través de sus vastos corredores y hacia las estancias laterales, salas de tragedia y cámaras de castigos, tan sólo en la reducida zona y no más que en la gran posada donde nos alojaremos, simplemente en ese espacio de tiempo en el que viviremos y limitada nuestra vista a aquellos por los que nos sentimos personalmente interesados, ¡qué disgusto de horror sufriremos en nuestra estima de la vida! ¡Qué ocurriría si esas súbitas calamidades, o aquellas inexpiables aflicciones, que ya habían caído sobre personas que conocía, y ante mis propios ojos, todas ellas desaparecidas hace mucho tiempo, se me hubieran mostrado como una exhibición secreta cuando ellas y yo nos encontrábamos en el vestíbulo de esperanzas matinales, cuando las calamidades apenas habían comenzado a revelarse en los elementos de sus posibilidades, y cuando algunas de las partes aún no eran más que niños! El pasado visto no como el pasado, sino por un espectador que retrocede diez años con el fin de considerado como un futuro; la calamidad de 1840 contemplada desde la atalaya de 1830; la ruina que destruyó una felicidad anunciada desde un instante del tiempo en que ni se temía ni podía haber sido comprensible; el nombre que dio muerte en 1843, y que en 1835 no habría producido ninguna vibración al corazón; el retrato que en el día de la coronación de Su Majestad habría sido admirado por ti con una admiración pura y desinteresada, pero que visto hoy habría provocado un involuntario gruñido: casos como éstos son extrañamente conmovedores para aquellos que a su profundo espíritu contemplativo añaden una profunda sensibilidad. Como la más apresurada improvisación, acepta, amable lectora (pues tú eres la que sentirás principalmente tal invocación del pasado) tres o cuatro ejemplos de mi propia experiencia.
¿Quién es esta joven de aspecto distinguido con los párpados caídos y la sombra de una terrible conmoción aún fresca en cada uno de sus rasgos?, ¿quién es la dama mayor cuyos ojos despiden fuego?, ¿quién es la niña cabizbaja de dieciséis años?, ¿qué significan esos trozos de papel que tiene a sus pies?, ¿quién lo ha escrito?, ¿a quién iba dirigido? ¡Ah!, si ella, la figura central en el grupo —con veintidós años en el momento en que aparece ante nosotros—, hubiese podido ver, en su dulce diecisiete cumpleaños, la imagen de sí misma cinco años más adelante, como nosotros la vemos ahora, ¿habría considerado la vida como una absoluta bendición?, ¿o habría pedido que se le hubiese evitado el mal que la acechaba, que hubiese podido desaparecer al menos una noche antes de que amaneciese ese día? Es cierto, en su semblante aún se dibujan los rasgos de un gentil orgullo y un residuo de aquella noble sonrisa que pertenece a quien sufre una ofensa, prefiriendo morir antes que infligirla ella a otra persona. El orgullo femenino le impide mostrar ante testigos la completa postración que le ha causado el golpe, pero sabemos que espera a estar sola para dar rienda suelta al llanto. Esta habitación es su bonito boudoir, en el que, hasta esta noche —¡pobre criatura!— ha estado contenta y feliz. Allí está su invernadero en miniatura, y allí se extiende su biblioteca en miniatura, pues nosotros, los circunnavegantes de la literatura, consideramos (ya lo sabes) todas las bibliotecas femeninas como miniaturas. Nada de eso volverá a despertar una sonrisa en su rostro, y más allá está su música, lo que le será más querido de todo lo que posee, pero no como antaño para alimentar un ensimismamiento que se burla de sí mismo, o para engañar una tristeza en parte visionaria. Ella estará, ciertamente, triste. Pero será una de las personas que sufren en silencio. Nadie la encontrará incumpliendo su deber, o buscando con displicencia en otros el apoyo que ella puede encontrar por sí misma en esta habitación solitaria. No bajará la cabeza a la vista de los hombres y, el resto, a nadie le concierne salvo a Dios. Sabrás lo que será de ella antes de que nos despidamos, pero ahora déjame decirte lo que ha ocurrido. En lo principal estoy seguro de que ya lo sospechas sin mi ayuda, pues nosotros, hombres de ojos de plomo, en esos casos no vemos nada en comparación con vosotras, nuestras agudas hermanas. Esa dama altiva y de rasgos romanos, que debió ser asombrosamente bella —una Agripina, incluso ahora, arreglada—, es la tía de la joven dama. Se rumorea que una vez, en su juventud, sufrió una ofensa de la misma cruel naturaleza que la sufrida por su sobrina y desde entonces ha tenido un aire de desdén, no carente de una dignidad real, hacia los hombres. Esta tía es la que ha roto la carta que está en el suelo. Merecía que la rompieran y, sin embargo, quién más derecho tenía a romperla, no lo habría hecho. Esa carta era un intento elaborado por parte de un joven para liberarse de unos compromisos sagrados. ¿Qué necesidad había de mantener esos compromisos? ¿Acaso se tendría que exigir algo de la pura dignidad femenina, o hacer algo más que simular una aversión a cumplidos? La tía ahora camina hacia la puerta, lo que me complace ver, y la sigue esa niña pálida y tímida de dieciséis años, una prima, que siente profundamente lo que sucede, pero que es demasiado joven y tímida para ofrecer una simpatía intelectual.
Sólo hay una persona en este mundo que esta noche podría haber sido una amiga para nuestra joven doliente, yes su querida hermana gemela, que durante dieciocho años leyó y escribió, pensó y cantó, durmió y suspiró, con la puerta divisoria abierta para siempre entre los dos dormitorios, pero ella se encuentra en un país lejano. ¿A quién más podría recurrir? A nadie, excepto a Dios. Su tía la había amonestado con severidad, aunque con una mirada enternecida, cuando contempló la expresión de su sobrina, y le dijo que recurriera «a su orgullo». ¡Ay!, es cierto, pero el orgullo, aunque un fuerte aliado en público, en privado es capaz de tornarse en algo tan traicionero como el peor de aquellos contra quienes se invoca. ¿Podría imaginarse una persona sensata que esta mujer desterraría de su corazón, movida por el orgullo, a un joven brillante y de muchos y eminentes méritos, a pesar de su vileza, después de haberle confiado todo su amor durante dos años, simplemente porque ella misma ha sido desterrada del suyo, o parecía haberlo sido, por motivos de un cálculo mercenario? ¡Mira! Ahora que está liberada del peso de una persona con la que no tiene confianza, se ha sentado durante dos horas con el rostro enterrado entre sus manos. Al fin se levanta para buscar algo. Un pensamiento ha cruzado por su mente y, cogiendo un llavín dorado que cuelga de una cadena en su pecho, busca algo que está guardado entre sus pocas joyas. ¿Qué es? Es una Biblia exquisitamente iluminada, con una carta fijada a las páginas en blanco del final con un bonito artificio de seda. Esta carta es una bella muestra, sabia y patéticamente concebida, de una ansiedad maternal que aún ardía con fuerza a la hora de la muerte, cuando todos los objetos a su alrededor se difuminaban, y que anhelaba recibir el sacramento de la comunión con sus dos hijas queridas. Las dos tenían trece años y, en una semana o dos, como la noche anterior a su muerte, se sentaban llorando junto a la cama de su madre, pendientes de sus labios para escuchar sus susurros de despedida y recibir sus últimos besos. Las dos sabían que, cuando sus fuerzas aún se lo habían permitido durante el último mes de su vida, había plasmado en una carta de consejos la angustia de amor de su corazón suplicante. Mediante esa carta, de la que cada una de las hermanas poseía una copia, ella confiaba en conversar largo tiempo con sus huérfanas. Y la última promesa que ella había pedido de las dos aquella noche era que, cualquiera que fueran las circunstancias, recurrieran a sus consejos y a los pasajes que ella había señalado de las Escrituras; a saber, primero, si se producía cualquier calamidad que, ya fuera para una hermana o para las dos, arrojara una oscuridad completa sobre sus senderos; y, en segundo lugar, en caso de que la vida, fluyendo como una profunda corriente de prosperidad, las amenazase con un alejamiento de los objetos espirituales. No había ocultado que en estos dos casos extremos ella preferiría lo primero para sus hijas. Y ahora se producía el caso que ella había deseado en espíritu. Nueve años antes, cuando la voz argéntea de un reloj daba las nueve en una noche de estío en la habitación de la dama agonizante, el último rayo de sus ojos se dirigió hacia sus dos gemelas huérfanas, después de lo cual, tras esa noche, se durmió en el Señor. Ahora una vez más regresaba una noche de estío memorable por su aflicción; una vez más la hija pensaba en aquellas luces mortecinas de amor que los ojos semicerrados de su madre despedían en el crepúsculo; una vez más, y precisamente cuando trajo a la memoria esa imagen, la misma voz argéntea sonó a las nueve en punto. Volvió a recordar el requerimiento de su madre moribunda, su propia promesa impregnada con el llanto, y con su corazón puesto en la tumba de su madre se levantó para cumplirla. Detengámonos aquí, cuando este solemne cumplimiento de un consejo testamentario ha dejado de ser una mera formalidad hacia la fallecida, adoptando la forma de un consuelo.
Ahora, amable compañera en este viaje exploratorio en escenas ocultas u olvidadas de la vida humana, quizá sería instructivo dirigir nuestras miradas hacia el pérfido amante. Podría ser. Pero no lo haremos. Es posible que lleguemos a simpatizar con él o a compadecerle más de lo que desearíamos. Además, su nombre y su recuerdo ya hace tiempo que han quedado borrados de los pensamientos de todos. Se dice que desde que traicionó su fe y un día arrojó la joya de la buena conciencia, y una perla más rica que toda su tribu[46], no conoció ni un ápice de prosperidad ni (lo que es más importante) de paz interna. Pero, sea como fuera, el caso es que al final se convirtió en una ruina, y es penoso hablar de una ruina sin esperanza, y aún más cuando a través de él hubo otros que también se convirtieron en ruinas.
¿Visitaremos, pues, tras un intervalo de cerca de dos años, a la joven dama del budoir? Dudas, mi querida amiga, y yo también dudo, porque ella también se ha convertido en una ruina. Y nos causaría una gran lástima veda envejecida. Transcurridos veintiún meses apenas retiene un vestigio que recuerde a la bella joven que vimos en esa desgraciada noche con su tía y su prima. En consideración a ello, hagamos lo siguiente. Dirijamos nuestras miradas a su habitación, unas seis semanas después. Supongamos que ha pasado ese tiempo, supongámosla vestida para la tumba y situada en el ataúd. La ventaja de ello estriba en que, aunque ningún cambio puede restaurar los estragos del pasado, sin embargo (como suele ocurrir con personas jóvenes) en ella se ha re avivado la expresión de sus años infantiles. El aspecto de niña ha vuelto y se refleja en sus facciones. El desgaste de la piel es menos aparente en el rostro, y uno podría imaginarse que, en ese dulce semblante marmóreo, se veía lo mismo que cuando hace nueve años los oscuros ojos de su madre demoraban en él su mirada hasta el final, hasta que las nubes habían ocultado la visión de sus queridas gemelas. Si eso era una fantasía, en cambio no sería una fantasía creer que no sólo se reintegró en el templo de su ahora sosegado rostro una verdad y una simplicidad infantiles, sino también la tranquilidad y la paz perfecta tan propias de la eternidad, pero que huyeron para siempre del rostro viviente en aquella memorable noche cuando contemplamos al apasionado grupo, a la altiva y amonestadora tía, a la prima silenciosa y condolida, a la pobre sobrina desolada y la cruel carta yaciendo en pedazos a sus pies.
Nube que nos has revelado a esta joven criatura y sus infortunadas esperanzas, ciérrate de nuevo. Y ahora, pocos años más tarde, no más de cuatro o cinco, ponnos al día sobre los cambios que has ocultado tras tus cortinas. Una vez más, ¡ábrete Sésamo!, y muéstranos una tercera generación. He aquí un prado moteado de arbolado. Qué perfecto es su verdor, cuán abundante la florida maleza que forma una pantalla de verdes muros, protectores de cualquier intrusión, mientras que su distribución lineal forma estancias umbrías que se podrían llamar salones o vestíbulos de césped, galerías y gabinetes silvestres. Algunos de estos nichos, que se desplegaban con la elasticidad de la serpiente, rincones escondidos, celdas acuáticas o criptas entre las riberas de un lago boscoso, causados por los meros caprichos e irregularidades de los exuberantes arbustos, son tan pequeños y tan silenciosos que uno podría imaginárselos como boudoirs. Aquí hay uno que, en un clima menos inestable, haría el más encantador de los estudios para un escritor de corazón solitario, o de suspiria de algún recuerdo apasionado. Y en uno de los ángulos de ese encerrado estudio se abre un pequeño y estrecho pasillo que, tras serpentear en sus alegres laberintos, termina por desembocar en una cámara circular, de la cual no hay salida (salvo por el sitio por donde se ha entrado), grande o pequeña; de tal manera que, adyacente a ese estudio, el escritor podría disponer de un acogedor dormitorio que le permitiera reposar durante todo el verano, contemplando durante las noches el ardiente fulgor del cielo. ¡Qué silencio habrá en las noches de estío, qué sepulcral sosiego! Pero ¿se puede pedir un silencio más profundo que el que sentimos ahora al mediodía? Una razón que explica ese peculiar reposo, aparte del carácter tranquilo del día y la distancia del lugar de las carreteras principales, es la zona externa de bosques que rodea casi por completo los arbustos, envolviéndolos (por decido así), circundándolos, y vigilándolos desde una distancia de dos o tres estadios, como si quisieran mantenerlo protegido de los vientos. No obstante, cualquiera que sea su causa y su sustento, el silencio de estas irreales praderas y verdes estancias se torna con frecuencia opresivo en la profundidad del estío para personas no familiarizadas con las soledades, ya sean montañosas o silvestres; y muchos se inclinarían por suponer que esta villa, de las que estas preciosas malezas forman las principales dependencias, debe de estar desocupada. Pero no es éste el caso. La casa está habitada, y por su propietaria legal: la propietaria de todo el dominio; y no es en absoluto una propietaria silenciosa, sino tan ruidosa como las señoritas de cinco años, pues ésa es su edad. Ahora, precisamente cuando estamos hablando, oirás su alegre y retozón clamor mientras sale de casa. Viene hacia nosotros saltando como un cervatillo, y al poco tiempo penetra en el pequeño recinto que he señalado como un digno estudio para cualquier persona que pudiera tejer las profundas armonías de memorables suspiria. Pero me imagino que no tardará en privadas de ese carácter, pues sus suspiria no serán muchos en esa fase de su vida. Ahora aparece danzando, y ves que, si mantiene la promesa de su infancia, será una criatura interesante a los ojos de los demás en su vida posterior. En otros aspectos es una niña cautivadora: cariñosa, natural y traviesa como todos sus vecinos varias millas en derredor, a saber, lebratos, ardillas y tórtolas. Pero lo que más te sorprenderá es que, aunque sea una niña de pura sangre inglesa, apenas habla inglés, quizá más bengalí de lo que tal vez consideraras conveniente. Ésa es su niñera india, la que viene detrás con un paso tan diferente al de su joven ama. Pero, si sus pasos son diferentes, en otras cosas coinciden gratamente, y se quieren mucho. En realidad, la niña ha pasado toda su vida en los brazos de su niñera. No recuerda nada que sea anterior a ella; su doncella es lo más antiguo que conoce, y si la doncella insistiera en que ella debía adorada como la diosa Ferrocadina o Vaporttina, que creó Inglaterra y el mar y Bengala, es seguro que la niña así lo haría, sin preguntar nada salvo si podía adorar dando besos.
Cada noche a las nueve, cuando la niñera se sienta junto a su pequeña criatura aún despierta en la cama, la lengua argéntea del reloj da la hora. Lectora, ya sabes quién es. Ella es la nieta de quien se desvaneció en el crepúsculo mientras contemplaba a sus dos gemelas huérfanas. Se llama Grace, y es la sobrina de aquella Grace, la mayor, que una vez vivió feliz y pasó tantas horas felices en esta habitación, pero a quien nosotros vimos en extrema desolación cuando se encontraba en el boudoir con la carta rota a sus pies. Ella es la hija de esa otra hermana, esposa de un oficial del ejército, que murió en el extranjero. La pequeña Grace nunca vio a su abuela ni a su encantadora tía cuyo nombre lleva, ni conscientemente a su madre. Nació seis meses después de la muerte de Grace, la mayor, y su madre sólo la vio a través de las tinieblas de un sufrimiento mortal que se la llevó tres semanas después del nacimiento de su hija.
Esta imagen es de hace varios años, y desde entonces Grace, la joven, se ha sumido a su vez en una nube de aflicción. Pero aún no ha cumplido los dieciocho, y todavía puede haber esperanzas. Al ver estas cosas en un espacio tan breve de tiempo, pues la abuela murió a los treinta y dos, decimos: podemos afrontar la muerte, pero sabiendo, como algunos de nosotros sabemos, qué es la vida humana, ¿quién de nosotros podría afrontar sin un estremecimiento (siendo conscientes de ser llamados) la hora de nuestro nacimiento?