FINAL DE LA PARTE I

SAVANNAH-LA-MAR[42]

Dios destruyó Savannah-la-Mar; en una noche, mediante un terremoto; la desplazó, con todas sus torres en pie y la población durmiendo, desde sus firmes cimientos de la costa hasta los arrecifes del océano. Y Dios dijo: «¡Enterré Pompeya y la oculté de los hombres durante diecisiete siglos: esta ciudad la enterraré, pero no la ocultaré! Será un monumento para los hombres de mi misteriosa ira, engastado en luz azul para todas las generaciones por venir. Pues yo la quiero conservar en una cúpula de cristal de mis mares tropicales». Por tanto, esta ciudad, como un poderoso galeón con todos sus aparejos, los gallardetes al viento y perfecta arboladura, parece flotar por las silenciosas profundidades del océano y, con frecuencia, en calmas cristalinas, a través de la translúcida atmósfera acuática que ahora se extiende como un aéreo pabellón sobre el callado campamento; marineros de todos los rincones del mundo llegan a mirar sus patios y terrazas, a contar las puertas y el número de pináculos de sus iglesias. Es un amplio cementerio, y lo ha sido por muchos años, pero en las intensas calmas que reinaron durante semanas en las latitudes tropicales, ella fascinó la mirada con la revelación de una Fata Morgana, como si aún subsistiese vida humana en asilos submarinos resguardados de las tempestades que atormentan el aire de la superficie.

Atraídos por el encanto de las cerúleas profundidades, por la paz de moradas humanas con el privilegio del sosiego, por el resplandor de altares de mármol durmiendo en una santidad eterna, el Intérprete Oscuro y yo con frecuencia levantamos en sueños el velo acuoso que nos separa de las calles. Miramos en los campanarios, donde las campanas esperan en vano los impulsos que despierten los repiques nupciales; juntos tocamos las llaves del órgano, que ya nunca toca un Jubilates para los oídos del Cielo, que no tocó ningún réquiem para los oídos de la aflicción humana; juntos buscamos las silenciosas habitaciones infantiles, donde todos los niños estaban dormidos y habían estado dormidos durante cinco generaciones. «Están esperando la aurora celestial», susurró el Intérprete, «y cuando llegue, las campanas y los órganos entonarán un jubilate repetido por los ecos del paraíso». Después, volviéndose hacia mí, dijo: «Esto es triste, esto es lastimoso, pero menos no habría bastado para los propósitos de Dios. Mira aquí; pon en una clepsidra romana cien gotas de agua; deja que corran como los granos de arena en un reloj de arena; cada gota mide la centésima parte de un segundo, de tal manera que una hora representa trescientas sesenta mil gotas. Ahora cuenta las gotas conforme van cayendo, y cuando esté cayendo la quincuagésima, ¡atento!, y ya no son cuarenta y nueve, pues han perecido, y no son cincuenta, porque aún están por venir. Ya ves, por tanto, cuán estrecho, cuán incalculablemente estrecho, es el verdadero y actual presente. De ese tiempo que llamamos presente, apenas una centésima parte pertenece o a un pasado que ha huido, o a un futuro que está aún por venir. Ha perecido, o aún no ha nacido. Fue, o aún no es. Pero incluso esta aproximación a la verdad es infinitamente falsa. Divide una vez más esa solitaria gota, que sólo se eligió para representar el presente, en una serie inferior de fracciones similares, y el presente actual que capturas no es ahora más que una de las treinta y seis millones de partes que conforman una hora; y así, con progresivas disminuciones, el presente verdadero y actual en el que sólo nosotros vivimos y del que gozamos, se desvanecerá mota a mota, sólo distinguible para una visión celestial. Así que el presente, que sólo posee el hombre, ofrece menos capacidad para su fundamento que la más fina tela de araña. Por tanto, también, incluso esta sombra incalculable del más fino pincel de la luz lunar, es más transitoria de lo que puede medir la geometría, o de lo que puede alcanzar el pensamiento de un ángel. El tiempo que es, se contrae en un punto matemático, e incluso ese punto perece mil veces antes de que podamos expresar su nacimiento. Todo es infinito en el presente, e incluso lo finito es infinito en su velocidad o vuelo hacia la muerte. Pero en Dios no hay nada finito, en Dios no hay nada transitorio, y no puede haber nada que tienda a la muerte. De esto se deduce que para Dios no puede haber presente. El futuro es el presente de Dios, y por el futuro es por lo que sacrifica el presente humano. De ahí que obre mediante un terremoto, de ahí que actúe mediante la aflicción. ¡Oh, profundo es el surco del terremoto! ¡Oh, profundo (y su voz se elevaba como el sanctus de un coro en la catedral) es el surco de la aflicción! Pero menos no bastaría a la agricultura de Dios. Sobre una noche de terremoto construye mil años de agradables moradas para el hombre. Sobre la pena de un niño, eleva con frecuencia viñedos de los intelectos humanos que de otra manera no podrían haber sido. Fueron necesarios estos feroces arados para trabajar el duro suelo. Uno es necesario para la tierra, nuestro planeta, para la tierra como morada del hombre. El otro se necesita con más frecuencia como el instrumento más poderoso de Dios; sí (y me miró con seriedad), ¡se necesita para los misteriosos hijos de la tierra!».

FINAL DE LA PARTE I