Con frecuencia, cuando estaba en Oxford, veía a Levana en mis sueños. La conocía por sus símbolos romanos. ¿Quién es Levana? Los lectores que pretenden no tener ocio para mucho estudio, me permitirán que se lo diga. Levana era la diosa romana que cumplía ante el recién nacido los primeros oficios de bondad ennoblecedora, propia, por su modalidad, de la grandeza que pertenece al hombre en todas partes, y de esa benignidad, invisible en su poder, que a veces desciende a sustentarla incluso en mundos paganos. En el mismo momento del nacimiento, cuando el niño probaba por primera vez la atmósfera de nuestro agitado planeta, se le depositaba en el suelo. Eso es susceptible de varias interpretaciones. Pero al instante, para que una criatura ilustre no se quedase allí más que el tiempo preciso, ya fuera la mano paternal, como mediadora de la diosa Levana, o algún pariente cercano, como representante del padre, la levantaba, la ponía erguida como si fuera el rey de todo el mundo, y presentaba su frente a las estrellas, diciendo, quizá, en su corazón: «¡Mira lo que es más grande que todos nosotros!». Este acto simbólico representaba la función de Levana. Y esta dama misteriosa, que nunca revelaba su rostro (excepto a mí en sueños), y que siempre actuaba por delegación, recibía su nombre del verbo latino (que sigue siendo un verbo italiano) levare, levantar.
Ésta es la explicación de Levana. Y así ha ocurrido que algunas personas han entendido por Levana el poder tutelar que controla la educación de los niños. Puesto que ella no permitiría en su nacimiento ni siquiera una degradación prefigurativa o mimética de su terrible pupilo, mucho menos se suponía que pudiese sufrir la degradación real inherente a la atrofia de sus facultades. Por tanto, ella vela sobre la educación humana. Ahora bien, la palabra educo, con la penúltima sílaba breve, derivaba (mediante un proceso con frecuencia ejemplificado en la cristalización de las lenguas) de la palabra educo, con la penúltima sílaba larga. Todo lo que educe o forma, educa. Con la educación de Levana, por tanto, se hace referencia no a la pobre maquinaria que se mueve mediante gramáticas y abecedarios, sino al poderoso sistema de fuerzas centrales oculto en el seno profundo de la vida humana, que obra para siempre en los niños a través de la pasión, la emulación, la tentación, las energías de resistencia, sin descansar ni de día ni de noche más de lo que descansa la rueda misma del día y de la noche, y cuyos momentos centellear[34] como eternos radios incansables mientras gira.
Si éstos son los intermediarios por los que obra Levana ¡cuán profundamente reverenciará ella a los agentes de la aflicción! Pero piensas, lector, que los niños por regla general no caen en una aflicción como la mía. La expresión «por regla general» posee dos sentidos: el sentido de Euclides, donde significa universalmente (o en la plena extensión del genus), y un sentido absurdo, donde significa usualmente. Ahora bien, estoy muy lejos de afirmar que los niños sean capaces universalmente de una aflicción como la mía. Pero hay muchos más de los que has oído hablar que mueren de pena en esta isla nuestra. Te contaré un caso frecuente. Las reglas de Eton requieren que un muchacho de la fundación debe estar allí doce años; a los dieciocho debe abandonar el colegio, en consecuencia tiene que entrar a los seis. Niños separados de sus madres y hermanas a esa edad no es raro que mueran. Hablo de lo que conozco. La causa de la muerte, aunque no conste en el registro, es la pena. Una pena de esa clase, ya esa edad, ha matado a más niños de los que contamos entre sus mártires.
A esto se debe que Levana con frecuencia comulgue con los poderes que estremecen el corazón; de ahí que ame el dolor. «Estas señoras», me decía a mí mismo, al ver los intermediarios con quien Levana conversaba, «éstas son las Aflicciones, y son tres, como las Gracias, que dan belleza a la vida del hombre; como tres son las Parcas, que tejen en sus misteriosos telares los oscuros hilos de la vida del hombre siempre con colores, en parte tristes, algunas veces iracundos con un trágico carmesí y negro; como tres son también las Furias, que imponen las retribuciones proclamadas más allá de la tumba por las graves ofensas que se cometen en este mundo; y una vez incluso las Musas fueron tres, que adaptaron el arpa, la trompeta y el laúd a los temas principales de las apasionadas creaciones del hombre. Éstas son las Aflicciones, y yo conozco a las tres». Las últimas palabras las digo ahora, pero en Oxford decía: «a una de ellas la conozco, ya las otras las conoceré con toda seguridad». Pues ya en mi ferviente juventud vi (destacándose levemente del trasfondo oscuro de mis sueños) los imperfectos lineamientos de las horribles hermanas. A estas hermanas, ¿con qué nombre las llamaremos?
Si me limito a decir «las Aflicciones», se dará la posibilidad de entender mal el término; puede entenderse como una aflicción particular, como separados casos de aflicción, mientras que yo necesito un término que exprese las poderosas abstracciones que se encarnan en todos los sufrimientos individuales del corazón humano; y yo deseo tener estas abstracciones presentes como encarnaciones, esto es, revestidas con los atributos humanos de la vida y con funciones que sugieran lo carnal. Llamémoslas, pues, Nuestras Señoras de la Aflicción. Las conozco muy bien, y he caminado por todos sus reinos. Son tres hermanas de un misterioso hogar, y sus senderos son muy distantes, pero su dominio no tiene fin. Con frecuencia las vi conversando con Levana, ya veces a mí alrededor. ¿Hablan, entonces? ¡Oh, no! Espectros tan poderosos como éstos desdeñan las imprecisiones del lenguaje. Pueden emitir voces a través de los órganos humanos cuando moran en corazones humanos, pero entre ellas no se produce ninguna voz o ningún sonido: un silencio eterno impera en sus reinos. No hablan cuando conversan con Levana. Tampoco musitan, ni cantan. Aunque algunas veces me parece como si cantasen, pues en la tierra he oído sus misterios descifrados con frecuencia por arpas y panderetas, por el dulcémele y el órgano. Como Dios, de quien son servidoras, manifiestan su placer, no mediante sonidos que perecen, o por palabras que se pierden, sino por señales en el cielo, por cambios en la tierra, por pulsaciones en ríos secretos, por blasones pintados en la oscuridad, por jeroglíficos escritos en los lienzos del cerebro. Ellas giraban en laberintos, yo descubría sus pasos. Telegrafiaban desde la lejanía, yo leía sus señales. Conspiraban juntas, y mi mirada seguía sus complots en los espejos de la oscuridad. Suyos eran los símbolos, mías las palabras. ¿Quiénes son estas hermanas?, ¿qué hacen? Déjame describir su forma y su presencia, si se puede llamar forma a lo que fluctúa continuamente, o presencia a lo que avanza para siempre, o para siempre se retira entre las sombras. La mayor de las tres se llama Mater Lachrymarum, Nuestra Señora de las Lágrimas. Ella es la que gime y rabia de día y de noche, invocando rostros desvanecidos. Estaba en Roma cuando se oyó un lamento: Raquel llorando por sus hijos y rechazando que la confortaran. Ella fue la que estuvo en Belén en la noche en que la espada de Herodes exterminó a los Inocentes y los piececitos se pusieron rígidos para siempre, los cuales, cuando recorrían los suelos superiores, despertaban pulsaciones de amor en los corazones del hogar, que no pasaban desapercibidos en el cielo.
Sus ojos son dulces y sutiles, por turno salvajes y soñolientos, con frecuencia retan a los cielos. Lleva una diadema en su cabeza. Y sabía por recuerdos infantiles que podía viajar por los aires cuando oía las tristes letanías o los órganos tempestuosos y cuando ella contemplaba que se concentraban las nubes del verano. Esta hermana, la mayor, lleva numerosísimas llaves al cinto con las que abre toda casa y todo palacio. Ella fue, por lo que sé, la que estuvo sentada durante el último verano al lado del mendigo ciego, con el que hablaba tantas veces y con tanto agrado, cuya compasiva hija, de ocho años de edad, con el semblante luminoso, resistía las tentaciones del juego y de los regocijos de la aldea para viajar todo el día por caminos polvorientos con su afligido padre. Por esto Dios le envió una gran recompensa. En la primavera de ese año, y cuando su propia primavera florecía, se la llevó consigo. Pero su ciego padre pena por ella para siempre, aún sueña a medianoche que su manita está entrelazada con la suya para guiarle, y despierta en una oscuridad que ahora está dentro de una segunda y más profunda oscuridad. Esta Mater Lachrymarum también estuvo sentada durante todo este invierno de 1844-45 en los aposentos del Zar, presentándole a una hija (no menos compasiva) que se marchó con Dios de una manera no menos súbita y dejó tras de sí una oscuridad no menos profunda. Con el poder de sus llaves es como Nuestra Señora de las Lágrimas se desliza como una espectral intrusa en los aposentos de hombres y mujeres insomnes, de niños insomnes, desde el Ganges al Nilo, del Nilo al Mississippi. Y por esto, porque es la primogénita de su casa, y tiene el imperio más vasto, merece el título de «Madonna».
A la segunda hermana se la conoce como Mater Suspiriorum, Nuestra Señora de los Suspiros. Nunca sube por las nubes ni pasea por los cielos. No lleva ninguna diadema. Y sus ojos, si alguna vez se pudieran ver, no serían ni dulces ni sutiles; no hay hombre que pueda leer su historia, la encontrarían llena de sueños de agonía y de ruinas de olvidados delirios. Pero ella no eleva la mirada; su cabeza, tocada con un viejo turbante, siempre queda fija en el polvo. No llora. No gime. Pero de vez en cuando suspira de una manera in audible. Su hermana, la Madonna, es con frecuencia tempestuosa y frenética, enfureciéndose contra los cielos y demandando a sus seres queridos. Pero Nuestra Señora de los Suspiros nunca reclama nada, nunca desafía, no sueña con aspiraciones rebeldes. Es humilde hasta la abyección. Suya es la mansedumbre propia de la desesperanza. Si murmura es en sueños. Si susurra es para sí misma en la penumbra. A veces musita, pero es en lugares solitarios que están desolados como ella, en ciudades arruinadas, y cuando el sol se ha puesto. Esta hermana es la visitante del paria, del judío, del esclavo con el remo en las galeras del Mediterráneo, del criminal inglés en la isla de Norfolk, borrado de los libros del recuerdo en la dulce y lejana Inglaterra, del penitente frustrado que dirige para siempre su mirada hacia una tumba solitaria, que le parece el altar derrocado de algún antiguo sacrificio sangriento, en el cual ya no se pueden consagrar oblaciones, ni para implorar perdón, ni para intentar una reparación. Todo esclavo que mira al mediodía hacia el sol tropical con tímido reproche, mientras señala con una mano la tierra, nuestra madre común, pero para él una madrastra, y con su otra mano la Biblia, nuestra común maestra, pero para él sellada y lejana[35], toda mujer sentada en la oscuridad, sin amor que proteja su cabeza, o esperanza para iluminar su soledad, porque los instintos celestiales que prenden en su naturaleza los gérmenes de santos sentimientos, que Dios implantó en su seno femenino, tras ser sofocados por exigencias sociales, ahora arden de repente hasta gastarse como las lámparas sepulcrales entre los antiguos; las monjas defraudadas de su irrecuperable primavera por crueles parientes a quienes Dios juzgará; los cautivos en las mazmorras; todos los que han sido traicionados, y todos los rechazados; los desterrados por la ley tradicional, los hijos de desgracias hereditarias: todos ellos caminan con Nuestra Señora de los Suspiros. También ella lleva una llave, pero la necesita poco. Pues su reino se encuentra sobre todo entre las tiendas de Sem, y entre los vagabundos de todas las regiones del mundo. Sin embargo, en los rangos supremos del hombre encuentra capillas suyas, e incluso en la gloriosa Inglaterra hay algunos que, para el mundo, llevan sus cabezas tan orgullosos como renos que han recibido su marca en la frente.
La tercera hermana, que es la más joven, ¡silencio!, ¡sólo se puede hablar de ella en voz baja! Su reino no es muy grande, pues si lo fuera no podría vivir nada que fuese carnal, pero en ese reino ella ostenta todo el poder. Su cabeza, coronada como la de Cibeles, se eleva casi hasta perderse de vista. No se inclina, y sus ojos se elevan tanto que podrían quedar ocultos por la distancia. Pero, siendo lo que son, no se pueden ocultar. Desde el mismo suelo se puede leer en ellos, a través del triple velo negro que lleva, la fiera luz de una deslumbrante miseria que no descansa ni para los maitines ni para las vísperas, ni al mediodía ni a medianoche, ni con la marea baja ni con la alta. Ella es la desafiadora de Dios. También es la madre de la locura y la insinuadora de los suicidios. Profundas son las raíces de su poder, pero pequeña es la nación que gobierna. Pues sólo se puede aproximar a aquellos en quienes se ha alterado la naturaleza por convulsiones centrales, en quienes el corazón tiembla y el cerebro se estremece por conspiraciones tempestuosas tanto interiores como exteriores. Madonna avanza con pasos inciertos, rápida o lenta, pero aún con trágica gracia. Nuestra Señora de los Suspiros se arrastra tímida y furtivamente. Pero la más joven de las hermanas se mueve con movimientos imprevisibles y súbitos, y con saltos de tigre. No lleva ninguna llave, puesto que, como raras veces se encuentra entre los hombres, echa abajo todas las puertas por las que se le permite entrar. Y su nombre es Mater Tenebrarum, Nuestra Señora de la Oscuridad.
Éstas eran las Theai Semnai o Diosas Sublimes[36], éstas eran las Euménides, o las Graciosas Damas (así llamadas en la antigüedad con el tembloroso propósito de apaciguarías) de mis sueños en Oxford. MADONNA habló. Habló a través de su mano misteriosa. Tocó mi cabeza e hizo una seña a Nuestra Señora de los Suspiros, y lo que ella dijo, traducido a los signos que (excepto en sueños) nadie puede leer, fue lo siguiente:
«¡He aquí al que en la infancia dediqué a mis altares! Éste fue a quien una vez hice uno de mis seres queridos. Lo aparté del buen camino, le seduje, y desde el cielo le robé su joven corazón para tenerlo en el mío. Por mí se convirtió en idólatra, y por mí, por mis lánguidos deseos, adoró al gusano y oró a la tumba agusanada. Sagrada era la tumba para él; encantadora era su oscuridad, santa su corrupción. ¡Para ti he madurado a este joven idólatra, mi querida y gentil Hermana de los Suspiros! Acógelo ahora en tu corazón y madúralo para nuestra terrible hermana. Y tú —dijo dirigiéndose a la Mater Tenebrarum, perversa hermana, que tientas y odias, acógelo tú de ella. Mira que tu cetro pese sobre su cabeza. No permitas que ninguna mujer y su ternura se sienten cerca de él en la oscuridad. Desvanece las fragilidades de la esperanza, así como los alivios del amor, consume las fuentes de sus lágrimas, maldícelo sólo como tú puedes maldecir. Así se horneará en su punto, así verá las cosas que no se deberían ver: vistas abominables y secretos inexpresables, Así leerá viejas verdades, tristes verdades, grandes verdades, espantosas verdades. Así se elevará de nuevo antes de morir. Y así se habrá cumplido la misión que Dios nos encargó: atormentar su corazón hasta que hayamos desplegado todas las facultades de su espíritu».[37]