PARTE I. CONCLUSIÓN

EL PALIMPSESTO

Tal vez, lector masculino, sepas mejor de lo que yo pueda explicártelo qué es un palimpsesto. Es posible que incluso ten­gas uno en tu biblioteca. No obstante, para quienes no lo sepan o lo hayan olvidado, permíteme explicarlo aquí, no sea que alguna lectora femenina, que honra este artículo con su atención, me reproche no haber explicado una cosa necesaria, lo cual sería más duro de soportar que la queja simultánea de doce hombres orgullosos a quienes se lo he explicado hasta la saciedad. Advierte por tanto, bella lectora, que si explico el significado de esta palabra, es sólo por tu conveniencia. Es griego y nuestro sexo goza del cargo y del privilegio de servir de asesor vuestro en todas las cuestiones del griego. Somos, por un especial favor, dragomanes perpetuos y hereditarios del vuestro. De tal manera que si, por casualidad, conocéis el significado de la palabra griega, por cortesía hacia nosotros, tus doctos asesores en la materia, siempre harás como si no lo supieras.

Un palimpsesto es, pues, una membrana o rollo del que se ha borrado el manuscrito en reiteradas sucesiones.

¿Cuál era la razón de que los griegos y los romanos no dispusieran de la ventaja de libros impresos? La respuesta será, según noventa y nueve personas de cien: porque el misterio de la imprenta aún no se había descubierto. Pero esto es un error. El secreto de la imprenta debió de descubrirse miles de veces antes de que se empleara, o se pudiese emplear. Los poderes inventivas del hombre son divinos y también su estupidez es divina, como Cowper ilustra en broma con la lenta evolución del sofá a través de generaciones sucesivas de inmortal torpeza. Llevó siglos de cabezas huecas conseguir que un incómodo taburete se convirtiese en una silla y requirió algo así como un milagro genial, en la estima de las antiguas generaciones, revelar la posibilidad de convertir una silla en una chaise-longue o en un sofá. Sí, estos fueron inventos que costaron esfuerzos penosos a la capacidad intelectual. Pero en lo que concierne a la imprenta, por muy grande que sea la estupidez humana, fue incapaz de elevarse a la altura de las circunstancias y de eludir un objeto que le miraba de forma tan franca a la cara. No requiere un intelecto ateniense vislumbrar el principal secreto de la imprenta en muchos elementos de procesos que los usos ordinarios de la vida estaban repitiendo a diario. Por no decir nada de artificios análogos en varias artes mecánicas, todo lo que es esencial en la imprenta debió de ser conocido por toda nación que acuñó monedas y medallas. Así que el obstáculo para la introducción de libros impresos no se debió a la inexistencia de un arte de la impresión —esto es, para multiplicar las impresiones— sino, y ya en un periodo tan temprano como en el que vivió Pisístrato, a la carencia de un material barato para recibir esas impresiones. Los antiguos aplicaron la imprenta a la plata y al oro, pero no lo hicieron al mármol y a otros muchos materiales más baratos que el oro y la plata, pues cada monumento requería un esfuerzo separado de inscripción. Fue simplemente esta carencia de un material barato para recibir las impresiones el que congeló en su nacimiento los primeros empleos de la imprenta.

Hace unos veinte años, esta perspectiva del caso fue expuesta con claridad por el Dr. Whately, el actual arzobispo de Dublín, y con el mérito, creo, de haberlo sugerido por vez primera. Desde entonces, esta teoría ha recibido una confirmación indirecta. Ahora bien, debido precisamente a esa escasez de materiales adecuados para libros duraderos, que continuó hasta tiempos comparativamente modernos, surgió la posibilidad del palimpsesto. Como es natural, cuando un rollo de pergamino o de vitela había cumplido su misión, después de propagarse a través de series de generaciones que habían mostrado un interés por él y, debido a cambios de opinión o de gusto, tras perder su fuerza de atracción o tornarse obsoleto para sus entendimientos, esa membrana o piel de vitela, el doble producto de la habilidad humana, costoso material y costosa carga del intelecto, perdía su valor, suponiendo que esos dos aspectos estuviesen asociados de manera indisoluble. Antiguamente la impresión de una mente humana selló con su valor la vitela; ésta, aunque costosa, sólo había contribuido como un elemento secundario de valor al resultado total. Al final, sin embargo, esta relación entre el vehículo y su carga quedó perturbada. La vitela, después de haber sido el engaste de una joya, se había elevado ella misma a la categoría de una joya, y la carga del pensamiento, después de haber dado el principal valor a la vi tela, ahora se había tornado en el principal obstáculo para su valor; es más, había extinguido por completo su valor, a menos que se pudiera disociar de esa conexión. Así pues, si esa disociación se podía efectuar, entonces —al mismo tiempo en que la inscripción sobre la membrana se transforma en basura— la membrana recobra una importancia en sí misma y, de portar un valor subsidiario, la vitela termina por absorber el valor completo.

De ahí la importancia para nuestros ancestros de que se efectuase esa separación. De ahí surgió en la Edad Media, como un objeto importante de la química, la necesidad de disociar la escritura del rollo y así disponer de éste para una nueva plasmación de pensamientos. El suelo, una vez limpia­do de lo que habían sido plantas de invernadero, pero que ahora se consideraban malas hierbas, quedaba preparado para recibir un cultivo más actual y apropiado. Los monjes que se dedicaban a la química tuvieron éxito en este propósito, pero con la ayuda de un método que parece increíble, increíble no en cuanto a su éxito, sino por las limitaciones con las que trabajaban: así de ajustado, pues, estaba su éxito a los intereses inmediatos de ese periodo, y a los intereses contrarios de la nuestra. Lo lograron, pero no hasta el punto de impedir que nosotros, su posteridad, no pudiéramos deshacerlo. Borraron la escritura lo suficiente como para dejar un campo para el nuevo manuscrito, pero no lo suficiente como para hacer irrecuperables para nosotros las huellas del manuscrito más antiguo. ¿Podía haber hecho más la magia, o Hermes Trismegis­tus? Qué pensarías, amable lector, de un problema como éste: escribir un libro que debería tener sentido para tu generación, pero que carecerá de él para la próxima, que recobrará el sentido para la siguiente, y otra vez lo perderá para la cuarta, y así en sucesiones alternativas, hundiéndose en la noche o resplandeciendo con la luz del día, como el río siciliano Aretusa, y el río inglés Mole, o como las ondulaciones que los niños provocan tirando piedras planas a la superficie del río, algunas de ellas hundiéndose, otras rozando la superficie, hundiéndose de nuevo pesadamente en la oscuridad, surgiendo boyantes a la luz, mediante una larga serie alterna. Tal problema, dirás, es imposible de resolver. Pero en realidad es un problema que quizá no ocupe a una generación, pero que otra subsiguiente puede resucitar. Eso es lo que logró la química primitiva de épocas pasadas al combinarse con la reacción de nuestra química más elaborada. Si hubiesen sido mejores químicos, nosotros habríamos sido peores: no se podría haber logrado el resultado mixto de que la flor muerta para ellos resucitara para nosotros. Hicieron lo que se proponían, con eficacia, pues sobre esa base alcanzaron lo que necesitaban, pero al mismo tiempo lo lograron de una manera ineficaz, pues nosotros hemos sido capaces de descifrar su trabajo: borrando todo lo que ellos habían sobrescrito, restaurando todo lo que ellos habían borrado.

Aquí, por ejemplo, hay un pergamino que contiene una tragedia griega, el Agamenón de Esquilo o Las Fenicias de Eurípides. Estos textos, que cada generación se volvían más raros, habían poseído un valor casi inapreciable a los ojos de doctos académicos. Pero han transcurrido cuatro siglos desde la destrucción del Imperio de Occidente. El cristianismo, con otras grandezas sobresalientes, ha fundado un imperio diferente, y algún fanático y santo monje (convencido de ello) decide borrar la tragedia pagana, reemplazándola con una leyenda monástica, leyenda de incidentes desfigurados por las fábulas y, sin embargo, verdadera en un sentido superior, porque está entretejida con moralejas cristianas y con la más sublime de sus revelaciones. En los próximos tres, cuatro y cinco siglos se seguirá siendo tan devoto como antes, pero el lenguaje se ha tornado obsoleto, e incluso para la devoción cristiana ha comenzado una nueva era, emprendiendo el camino de un celo cruzado o de un entusiasmo caballeresco. Ahora se necesita la membrana para un romance caballeresco, para el Mío Cid o para Corazón de León; para Sir Tristán o para Lybaeus Disco­nus. De esta manera, mediante la imperfecta química conocida en el periodo medieval, el mismo rollo ha servido como conservador para tres generaciones separadas de flores y frutos, todos enteramente diferentes y, sin embargo, todos adaptados en particular a las necesidades de los sucesivos poseedores. La tragedia griega, la leyenda monacal, el romance caballeresco, cada uno domina su propio periodo. Una cosecha tras otra ha sido depositada en los graneros del hombre en edades muy lejanas. Y la misma maquinaria hidráulica ha distribuido, a través de las mismas fuentes marmóreas, agua, leche, o vino, conforme a los hábitos y costumbres de las generaciones que vienen a apagar su sed.

Tales fueron los logros de la ruda química monástica. Pero la química más elaborada de nuestros días trastorna todas las operaciones de nuestros simples antepasados y con resulta­dos que a ellos les habrían parecido el cumplimiento de las más fantásticas promesas de la taumaturgia. La insolente jactancia de Paracelso de que podría restaurar la rosa o la violeta origina­les de las cenizas producidas por su combustión: eso es lo que los tiempos modernos han logrado hacer realidad. Los trazos de cada sucesiva escritura, que se habían creído borrados, apa­recen ahora en el orden inverso; se disciernen las huellas de la caza, ya sea del lobo o del ciervo, en cada uno de sus detalles y se persiguen pese a todos sus giros repentinos y, como el coro de la escena ateniense destejía en la antiestrofa cada uno de los pasos místicamente tejidos mediante la estrofa, así, con los modernos conjuros de la ciencia, se exorcizan[31] de las sombras acumuladas durante siglos, los secretos de épocas muy remotas entre sí. La química, una bruja mucho más poderosa que la Ericto de Lucano (Farsalia VI ó VII), ha arrebatado mediante sus tormentos, del polvo y de las cenizas de siglos olvidados, los secretos de una vida extinguida para la mirada general, pero que aún arde en las brasas. Aun la fábula del Fénix —ave secular que extendió su solitaria existencia, y sus solitarios nacimientos, a lo largo de los siglos, a través de eternas sucesiones de nieblas funerarias— no es más que un símbolo de los palimpsestos. Hemos vuelto sobre cada uno de los Fénix en un largo regressus y lo hemos obligado a exponer su ancestral Fénix, que dormía en las cenizas bajo sus propias cenizas. Nuestros buenos y venerables antepasados se habrían horrorizado con nuestras hechicerías y, si tomaron en consideración la posibilidad de llevar a la hoguera al Dr. Faustus, a nosotros nos habrían quemado por aclamación. No habría sido necesario ningún juicio, y su horror ante el descarado libertinaje que caracteriza nuestra magia sólo habría quedado satisfecho destruyendo las casas de todos los que hubiesen participado en ella y esparciendo sal en el suelo.

No creas, lector, que este tumulto de imágenes, ilustrativas o alusivas, se ven impulsadas por el regocijo. No es más que el centelleo de un entendimiento inquieto, con frecuencia has­ta diez veces más intenso por la irritación nerviosa, como aprenderás a comprender (su cómo y su por qué) un poco más adelante. La imagen, la memoria, el recuerdo que para mí deriva de un palimpsesto, como uno de los grandes hechos en nuestro ser humano, y que te mostraré de inmediato, es demasiado repelente para causar risas o, aun en el caso de que las risas hubiesen sido posibles, se hubiese tratado de las risas que a veces surgen de los campos del océano[32], risas que ocultan, o que parecen eludir el tumulto congregado; campanas de espuma que tejen guirnaldas de fosfórica irradiación por un momento alrededor de los brillantes remolinos abisales; imitaciones de flores terrestres que despiertan en la mirada espectros de alegría, al igual que para el oído hacen surgir ecos de risas fugitivas, mezclándose con los delirios y voces corales de un mar enojado.

¿Qué otra cosa es el cerebro humano, si no un natural y poderoso palimpsesto? Mi cerebro es un palimpsesto y también el tuyo, ¡oh, lector!, es un palimpsesto. Eternos estratos de ideas, imágenes, sentimientos, han ido superponiéndose, ligeros como la luz, sobre tu cerebro. Cada fase parece haber enterrado a las anteriores. Y, sin embargo, en realidad, ninguna de ellas se ha extinguido. Y si, en el palimpsesto de vitela, que se encuentra entre otros diplomata de los archivos humanos o bibliotecas, puede haber algo fantástico que mueva a risa, como lo que hay con frecuencia en las grotescas colisiones de temas sucesivos, sin ninguna conexión natural, que por pura casualidad han ocupado consecutivamente el rollo, en nuestro propio palimpsesto creado por la divinidad, el profundo palimpsesto memorístico del cerebro, no hay ni puede haber tales incoherencias. Los accidentes pasajeros en una vida humana y sus muestras externas pueden ser, ciertamente, inconexos e incongruentes, pero los principios organizadores que se funden en la armonía y reúnen a su alrededor centros fijados con antelación, cualesquiera que sean los elementos heterogéneos que la vida pueda haber acumulado desde fuera, no permitirán que se viole considerablemente la grandeza de la unidad humana, o que se perturbe su último reposo en la visión retrospectiva a la hora de la muerte, o por otras grandes convulsiones.

Una de esas convulsiones es la lucha contra el sofoco gradual, como al ahogarse. En las originales Confesiones del opio, mencioné un caso de esa naturaleza que me comunicó una dama de su propia experiencia infantil. La dama aún vive, aunque con una edad inusualmente avanzada, y puedo decir que entre sus defectos nunca se encontró la fragilidad de principios, o la indiferencia frente a la más escrupulosa veracidad, empero, sí que poseía esos defectos que surgen de una austeridad tal vez demasiado dura y sombría, sin ser indulgente ni con los demás ni consigo misma. Y, en el periodo en que me relató este incidente, cuando ya era muy mayor, ella se había vuelto devota hasta el ascetismo. Creo que había cumplido los nueve años cuando, jugando en un arroyo solitario, se cayó en una de sus partes más profundas. Después, pero no se sabe cuánto tiempo transcurrió, la salvó de la muerte un granjero que cabalgaba por un sendero lejano y la había visto subir a la superficie, pero no hasta que ella hubiera bajado hasta el abismo de la muerte, y mirado sus secretos, hasta un punto, quizá, nunca alcanzado por un ojo humano con el permiso de regresar. En cierta fase de ese descenso creyó recibir un golpe, un esplendor fosfórico deslumbró sus ojos; de inmediato, en su cerebro se expandió un teatro inmenso. En un abrir y cerrar de ojos, cada acto, cada designio de su vida pasada revivió ante ella, pero no disponiéndose como una sucesión, sino como partes de una coexistencia. Esa luz cayó sobre el entero sendero de su vida hasta las sombras de la infancia, como la luz que tal vez envolvió al apóstol predestinado en su camino hacia Damasco. Pero esa luz, por un momento, fue cegadora; la de ella, en cambio, vertió una visión celestial en su cerebro, de manera que su consciencia se tornó omnipresente en cada momento y cada rasgo de su revisión infinita.

Esta anécdota se tomó en aquel tiempo con escepticismo por algunos críticos. Pero desde entonces ha sido confirmada por otras experiencias iguales en su esencia, aportadas por otras personas en las mismas circunstancias y que nunca habían escuchado unas de otras; el asombro no radica en la simultaneidad de la disposición bajo la cual los pasados sucesos de la vida —aunque de hecho sucesivos— habían formado su terrible línea de revelación. Éste no era más que un fenómeno secundario; lo más profundo radicaba en la resurrección misma, y en la posibilidad de resucitar, de lo que tanto tiempo durmió en el polvo. La vida había arrojado un paño negro, profundo como el olvido, sobre cualquier aspecto de esas experiencias y, de repente, obedeciendo una orden silenciosa, con la señal de un cohete resplandeciente enviado desde el cerebro, el telón se retira y las enormes dimensiones del teatro quedan expuestas a la vista. Aquí se encontraba el misterio más grande, y no se puede dudar de él, pues se repite, y se repite diez mil veces por el opio, en aquellos que son sus mártires.

Sí, lector, innumerables son los misteriosos manuscritos de pena o alegría que se han inscrito ellos mismos y sucesiva­mente en el palimpsesto de tu cerebro y, como las hojas anua­les de las selvas o las nieves eternas en el Himalaya, o la luz cayendo sobre la luz, los infinitos estratos se han ido superponiendo en el olvido. Pero a la hora de la muerte, o con fiebre, o con las experiencias del opio, todas pueden revivir con intensidad. No están muertas, sino dormidas. En el ejemplo que he imaginado de un palimpsesto particular, la tragedia griega parecía haber sido desplazada, pero no lo fue, por la leyenda monacal; y la leyenda monacal parecía haber sido desplazada, pero no lo fue, por el romance caballeresco. En alguna potente convulsión del sistema, todas las ruedas giran hacia su fase ele­mental más temprana. El desconcertante romance, ligeramente teñido de oscuridad; la semifabulosa leyenda, verdad celestial mezclada con falsedades humanas; todos se desvanecen por sí solos conforme avanza la vida. Perece el romance que adoraba el joven. Se ha perdido la leyenda que engañó al niño. Pero las profundas tragedias de la infancia, como cuando las manos del niño fueron retiradas para siempre del cuello de su madre, o sus labios para siempre de los besos de su hermana, esto permanece latente bajo todo lo demás, y allí acecha hasta el final. No hay alquimia de la pasión o enfermedad que puedan aniquilar por completo estas impresiones inmortales. Y el sueño que precedió a la sección precedente, junto con los sueños de ésta, (que se pueden considerar como los coros que cierran la obertura contenida en la Parte I) no son más que ejemplos de esta verdad, como los que puede probablemente experimentar[33] cualquier persona que pase por similares convulsiones del sueño o del delirio, debido a una perturbación similar o igual en su naturaleza.