PARTE I (CONTINUACIÓN DEL ÚLTIMO NÚMERO)

«Pero tú la olvidaste», dice el cínico; «¿es posible que un día te olvidaras de tu hermana?». ¿Por qué no? Para citar las hermosas palabras de Wallenstein:

«¿Qué dolor

dura eternamente en el hombre? De lo más alto y de lo más vil de cada día

aprende a desprenderse. Pues las horas fuertes

le conquistan».[19]

Sí, ahí reside la fuente del olvido humano. Es el TIEMPO, el gran conquistador, son las «horas fuertes», cuyas baterías toman por asalto todas las pasiones del hombre. Pues, con la sutil expresión de Schiller, «Was verschmerzte nicht der Mens­ch?», ¿cuál es el dolor que no termina por adormecerse? Si el tiempo acaba conquistando puertas de bronce o pirámides de granito, ¿por qué debería maravillarnos, o ser un triunfo para él, que sea capaz de conquistar un frágil corazón humano?

No obstante, por esta vez, mi cínico amigo debe permitir­me decirle que se equivoca. Sin duda, sería una presunción por mi parte sugerir que sus burlas, como los dardos de Apolo, pueden errar el blanco. Pero, por muy imposible que pueda parecer, en este caso así ha sido. Y cuando suceda que den en el blanco, te diré, lector, cuál es en mi opinión la razón, y comprobarás que el cínico no tiene ningún motivo de regocijo. Con frecuencia he oído a una madre reprochándose a sí misma, cuando llegaba el cumpleaños de una hija pequeña que había perdido de manera súbita, su propia insensibilidad al necesitar tan pronto algo que le recordase ese día. Pero, aparte de que en este mundo la mayoría de la gente (por ser gente llamada a trabajar) no tiene tiempo para alimentar su pena con la soledad y la meditación, siempre es apropiado preguntar si la memoria de la persona perdida dependía principalmente de una imagen visual. No hay muerte, por lo general, que pueda conmovemos la mitad que la muerte de un niño de entre dos y cinco años.

La misma razón, sin embargo, que hace más exquisito el sufrimiento, causado por tal pérdida, lo hace asimismo más fugitivo. Dondequiera que la imagen, visual o audible, de la persona perdida sea más esencial para la vida de la pena, allí la pena será más transitoria.

Los rostros comienzan pronto a desvanecerse («to dis­limn», según la bella expresión de Shakespeare), las facciones fluctúan, las combinaciones de los rasgos se alteran. Incluso la expresión se torna en una mera idea que se puede describir a otra persona, pero no en una imagen que puedas reproducir por ti mismo. A esto se debe que los rostros de los niños, aun­que sean divinos como las flores en la sabana de Texas, o como el canto de los pájaros en un bosque, pronto se ven absorbidos por la oscuridad que engulle todas las cosas humanas. Todas las glorias de la carne se desvanecen y ésta, la gloria de la belleza infantil vista en el espejo de la memoria, con más rapidez que ninguna otra. Pero cuando la persona desaparecida obró sobre ti un poder intelectual y moral —poderes en la carne, pero no de la carne—, los recuerdos en tu propio corazón se vuelven más fijos, aunque menos conmovedores al principio. Ahora bien, en mi hermana coincidían dos gracias: la de la infancia y la de un pensamiento en pleno desarrollo. Además de esto, en lo que concierne únicamente a la imagen personal, la suave rotundidad de las facciones del lactante deben desvanecerse antes, al ser menos individuales que las de un niño de ocho años, dota­das de una pensativa ternura y conformando una expresión característica por un intelecto prematuro.

Raras veces desaparecen cosas de mi memoria que sean dignas de recordarse. La basura muere al instante. Por consiguiente, ocurre que pasajes en latín o de poetas ingleses que sólo he podido leer una sola vez (y de eso hace treinta años), comiencen con frecuencia a surgir de nuevo cuando estoy echado despierto, incapaz de dormir. Me convierto en un distinguido compositor en la oscuridad, y con mi aérea batuta algunas veces trazo media página de versos que podrían considerarse tolerablemente correctos si se compararan con el volumen que sólo tuve una vez en mis manos. No menciono esto por ningún espíritu de arrogancia, nada está más lejos de mi intención. Por el contrario, siempre me ha mortificado que elogiaran mi memoria cuando, de hecho, mi mérito consistía en la facultad superior de una aptitud eléctrica para establecer analogías y pasar con la velocidad del rayo, por esos puentes aéreos, de un tema a otro. No obstante, es un hecho que esta pertinaz vida de la memoria para cosas que simplemente tocan el oído, sin tocar la consciencia, es algo que me hostiga. Dichas tan sólo una vez, dichas en voz muy baja, hay palabras que reviven ante mí en la oscuridad y en la soledad y ellas mismas se disponen gradualmente formando frases, pero a veces mediante un esfuerzo penoso en el que de alguna manera me veo forzado a tomar parte. Al ser esto así, no se puede considerar un ejemplo importante de esa facultad que tres pasajes diferentes en el funeral, de los cuales todos menos uno habían escapado a mi atención en aquel momento, e incluso ese uno como parte de lo que vaya mencionar, y que debían haberme impresionado, se restaurasen ellos mismos de manera perfecta cuando estaba despierto en la cama y, aunque conmovido por su belleza, también me irritó lo que me pareció el áspero sentimiento expresado en dos de esos pasajes. Citaré los tres en una forma abreviada, tanto para mi propósito inmediato como para el propósito indirecto de dar a aquellos que no estén familiarizados con el funeral inglés un ejemplo de su belleza.

El primer pasaje era éste: «Puesto que Dios Todopoderoso ha querido, en su gran misericordia, acoger el alma de nuestra querida hermana, nosotros devolvemos sus restos mortales a la tierra: tierra a la tierra, ceniza a las cenizas, polvo al polvo, con la segura y cierta esperanza de la resurrección a la vida eterna».

* * * *

Hago una pausa para indicar que un efecto sublime surge en este momento mediante una interpolación extática del Apocalipsis que, de acuerdo con la rúbrica «se dirá o cantará», pero que siempre se canta, y por todo el coro: «Oí una voz del Cielo que me decía, escribe, bienaventurados sean quienes mueren en el Señor, dijo el Espíritu, porque descansan de sus trabajos».

El segundo pasaje, que sucede casi inmediatamente a este terrible estallido de trompetas, y el que en particular más me ofendió, aunque incluso entonces, en mi séptimo año, no pude dejar de conmoverme por su belleza, era el siguiente: «Dios Todopoderoso, con quien viven los espíritus de quienes fueron llamados por el Señor, y con quien las almas de los fie­les redimidos de la carne viven con felicidad, te damos las gracias por haber librado a nuestra hermana de las miserias de este mundo pecador, y te imploramos que en tu bondad llames a ti en breve al número de los elegidos para que se haga tu reino».

¿En qué mundo vivía yo donde un hombre (que se llama­ba a sí mismo un hombre de Dios) podía levantarse en público y dar a Dios las gracias por haberse llevado a mi hermana? Pero, muchacho, compréndelo, se la lleva de las miserias de este mundo pecaminoso. ¡Oh, sí! Ya lo he oído y lo entiendo, pero eso no cambia nada las cosas. Al haberse ido, este mundo sin duda (como dice) es un mundo de tristeza. Pero para mí ubi Caesar, ibi Roma, donde estaba mi hermana, estaba el paraíso, no importa si arriba en los cielos o abajo en la tierra. ¿Y Él se la ha llevado, ¡sacerdote cruel!, en su gran misericordia? No pretendo decir, siendo un niño como era, que me rebelaba contra aquello. La razón no era una sumisión hipócrita cuando mi corazón no se rendía, sino porque ya mi profundo y meditabundo intelecto había percibido un misterio y un laberinto en las cosas de este mundo. Dios, yo lo vi, no actuaba como nosotros actuábamos, no caminaba como nosotros caminábamos, no pensaba como nosotros pensábamos. Pero aún no des­cubría en esto ninguna misericordia para mí, una pobre, frágil y dependiente criatura, privada tan de repente del apoyo que la mantenía. ¡Oh, sí, quizá la había!, y muchos años después llegué a sospechado. Sin embargo, era una benignidad de remo­tas aspiraciones, imposible de percibir para un niño, porque entonces el gran arco aún no iniciaba su descenso; y ni siquiera así la habría reconocido; tampoco la habría podido estimar en su justo valor si la hubiese vagamente reconocido.

Por último, llegó la oración que concluía el oficio, la cual, lo reconocía entonces y lo reconozco ahora, es bella y consola­dora, pues, carente de un desdén imperioso y amargo contra las flaquezas de la aflicción humana, contiene una condescendencia misericordiosa del gran apóstol con la pena, como un sentimiento que tal vez él mismo había compartido.

«¡Oh, Dios misericordioso! Padre de Nuestro Señor Jesucristo, que es la resurrección y la vida, y que dará la vida a los que creen en Él, y que nos enseñó mediante su santo apóstol San Pablo que no sintamos pena, como hombres sin esperan­za, por quienes duermen en Él Te rogamos con humildad, ¡oh, Padre!, que nos levantes de la muerte del pecado y nos lle­ves a la vida de la gracia para que, cuando abandonemos esta vida, podamos descansar en Él como nuestra esperanza, y como lo hace nuestra hermana».

¡Y aquello era bellísimo, era celestial! Podíamos lamentar­nos, se nos permitía lamentamos, tan sólo que con esperanza. Y con la esperanza descansaríamos en Él, como lo hacía nuestra hermana. Y dondequiera que haya un hombre que piense que no tiene esperanza, yo, que he leído los escritos sobre esos grandes abismos de la aflicción, y que he visto desde entonces sus sombras aumentadas bajo sombras más poderosas de abismos más pro­fundos, abismos de un miedo primordial y de una oscuridad más antigua, en los que, sin embargo, estoy convencido de que no ha muerto toda la esperanza, sé que ese hombre comete una equivocación natural. Si por un momento yo y otros muchos que nos revolcábamos en el polvo de la aflicción, nos levantamos como el cadáver reseco que se irguió en la gloria de la vida cuando lo toca­ron los huesos del profeta[20]: si en aquellos vastos himnos corales que escucharon mis oídos de niño, quedaba envuelta la voz de Dios como en una nube de música, diciendo: «Niño que te afliges, te ordeno que te levantes y asciendas durante una temporada a mi reino de los cielos», entonces quedaba claro que la desesperación, que la angustia de la oscuridad, no era esencial a esa aflicción, pero podía venir e irse igual que la luz viene y se va sobre nuestra atormentada tierra.

¡Sí! La luz puede ir y venir, la pena puede crecer y decrecer, la pena puede hundirse y volver a surgir, como suele hacerla en temperamentos apasionados, incluso hasta lo más alto de los cielos, pero hay una necesidad: que, si se abandona a sí misma en soledad, al final descenderá a una profundidad de la cual no hay salida, en una enfermedad que no parece enfermedad, en una languidez que, por su extremada dulzura, confunde la mente y se cree muy saludable. Has sido embrujado, la ninfolepsia se ha apoderado de ti. Ahora ya no desvarías más. Con­sientes, no, aún más, te sientes apasionadamente deleitado por tu situación. Dulce se torna la tumba, pues tienes la esperanza de viajar de inmediato hacia allí: gozosa es la separación, porque tal vez sólo existirá para ti por unas pocas semanas, y habrá sido una breve noche de verano que ha retardado un poco, por un refinamiento del arrebato, la celestial aurora del encuentro. A veces es inevitable que la soledad haga que espíritus meditabundos hasta la morbosidad extiendan sus brazos hacia la oscuridad, intentando asir en vano los dulces rostros que se han desvanecido, y entonces lentamente la pena encuentra otra estratagema, y decimos: «Ya no pueden venir hacia nosotros, pero ¿qué nos impide que vayamos nosotros a ellos?».

Es una crisis peligrosa para los jóvenes. Tiene el mismo efecto que el innoble embrujo de los pobres africanos Obeah[21]; este sublime embrujo de aflicción, si se deja que siga su curso natural, terminará en la misma catástrofe mortal. La poesía, que no descuida ningún fenómeno que sea interesante al corazón humano, a veces lo ha rozado un poco:

«Las sublimes atracciones de la tumba».

Pero tú piensas que estas atracciones, que existen a veces para el adulto, no pueden existir para el niño. Comprende que estás equivocado. Comprende que estas atracciones existen para el niño, y tal vez con más fuerza de lo que pueden existir para el adulto, con toda la diferencia que existe entre la concentración de un amor infantil y la inevitable distracción con numerosos objetos del amor que puede afectar a un adulto. Hay una superstición alemana (famosa por una traducción popular) de la hija del rey de los elfos, que se enamora de un niño y que trata de atraerlo con engaños a su propio reino sombrío en los bosques.

«¿Quién cabalga tan rápido en el bosque?»[22]

Es un caballero que lleva a su hijo delante de él en la silla. La hija del rey de los elfos cabalga a su derecha y susurra tentaciones al niño que sólo son audibles para él.

«Si tú, niño encantador, quieres venir conmigo,

veremos un bello espectáculo, jugaremos un bonito juego».

El consentimiento del niño es esencial para su éxito. Y al final ella lo logra. Pero para mí se habrían requerido otros encantos, otras tentaciones. Mi intelecto estaba demasiado avanzado para esas fascinaciones. Pero si la hija del rey de los elfos se me hubiese aparecido y me hubiese prometido conducirme a donde estaba mi hermana, me habría podido llevar de la mano al bosque más sombrío de la tierra. En aquel tiempo sentía desfallecido mi estado de ánimo. Aún desfallezco por cosas que (una voz de los cielos parecía responderme a través de mi propio pecho) no se pueden conceder y que, cuando desfallecía de nuevo, la voz repetía: «no se puede conceder».

Me benefició que, en esta crisis, se me pusieran los arreos de la vida y que comenzase con mis estudios clásicos bajo la vigilancia de uno de mis tutores, un clérigo de la Iglesia Anglicana, y (en lo que concierne al latín) un especialista consumado.

En el mismo inicio de mis nuevos estudios, ocurrió un incidente que me afligió mucho durante un breve periodo y me dejó una honda impresión: que el sufrimiento y la desdicha están difundidos entre todas las criaturas que respiran. Una persona me había regalado una gatita. Hay tres animales que parecen reflejar, más que otros, la belleza de la infancia huma­na en dos de sus elementos, a saber, la alegría y la cándida inocencia, aunque menos en un tercer elemento de la simplicidad, porque éste requiere el lenguaje para su plena expresión; estos tres animales son el gatito, el cordero y el cervatillo. Otras criaturas pueden ser igual de felices, pero no lo muestran tanto. Grande era el amor que yo sentía por esa gatita, pero cuando dejé mi casa a las diez de la mañana y no regresé hasta cerca de las cinco de la tarde, me vi obligado a dejada libre, con algo de ansiedad, esas siete horas, con una base tan poco firme para una esperanza razonable como se pueda imaginar. Habría deseado que la gatita se hubiese comportado de manera menos alocada cuando partí, pero su excesiva insensatez me causó disgusto. Por aquel tiempo habíamos recibido como regalo de Leicestershire un joven y espléndido perro de Terranova, que estaba bajo una nube de desgracia por crímenes que había cometido, impulsado por su sangre juvenil, en aquel condado. Un día se había tomado demasiada libertad con una bonita y pequeña prima mía, Emma H., de unos cuatro años de edad. De hecho, le arrancó de un mordisco un trozo de mejilla que, al quedar sujeto por un hilo de carne y, gracias a la energía de una gobernanta, fue repuesto y curó sin ni siquiera dejar una cicatriz. Como el perro se llamaba Turk, de inmediato el mejor helenista del vecindario lo denominó επωνυμος (esto es, el llamado con propiedad, el que refleja su naturaleza en el nombre). Pero como Miss Emma confesó haber intentado quitarle un hueso, algo que ningún perro entenderá como una broma, nuestras autoridades no lo consideraron un réprobo; y como robaban constantemente nuestro jardín (cercano a una gran ciudad), principalmente por los melones, se pensó que un moderado grado de agresividad era más bien un rasgo favorable en su carácter. Al parecer, mi pobre gatita estuvo ocupada en la misma trasgresión lúdica con la propiedad de Turk que mi prima de Leicestershire, y Turk la mató en el acto. Es imposible describir mi pena cuando me comunicaron la noticia a las cinco de la tarde, y por un hombre que sostenía la pequeña criatura muerta, a ella, a quien yo había dejado tan llena de vida, vida que incluso en una gatita es infinita, y que ahora se estiraba en un inmóvil reposo. Recuerdo que en el patio había una pila de carbón. Arrojé mis libros de latín, me senté sobre un montón de carbón y me deshice en lágrimas. El hombre, conmovido por mi desconsolada pena, se apresuró a entrar en la casa, y de las estancias inferiores salieron al instante las mujeres de la lavandería y de la cocina. No hay asunto que sea tan absolutamente sagrado y que goce de una santidad tan clásica entre las sirvientas como: 1. La pena, 2. El amor desafortunado. Todas las mujeres jóvenes me cogieron en sus brazos y me besaron y, por último, una mujer mayor, que era la cocinera, no sólo me besó, sino que lloró de manera tan audible, sin duda llevada por una sugestión de lástima personal, que yo arrojé mis brazos alrededor de su cuello y también la besé. Es probable, como supongo ahora, que les hubiera llegado alguna información de la pena que yo sentía por mi hermana. Por lo demás, no se me permitía visitar su zona de la casa. Pero, cual­quiera que fuera la causa, después pensé que si la criada que se encargaba de mí me hubiese mostrado tanta simpatía, o simplemente alguna, por la desolación que sufrí, es posible que no me hubiese estremecido tanto.

Pero, entretanto, ¿sentí enojo hacia Turk? Ni el más mínimo. Y la razón fue la siguiente: mi tutor, que me enseñaba latín, tenía el hábito de visitamos y de cenar con mi madre cuando gustaba. En estas ocasiones, él, que, como yo, sentía lástima por los animales dependientes, acudía invariablemente al patio, llevándome consigo, y desencadenaba a los perros. Había dos: Grim, un mastín, y Turk, nuestro joven amigo. Mi tutor era un hombre valiente y atlético y le gustaban los perros. Me dijo, lo que también me decía mi corazón, que esos pobres perros languidecían durante toda su vida encadenados de aquella manera. En el momento en que los perros nos veían a mi tutor y a mí (ego et rex meus) es imposible describir su alegría. Turk solía ser inquieto; Grim se pasaba el día durmiendo. Pero cuando nos veían —a mi persona insignificante y a mi tutor de seis pies— los dos perros ladraban de gozo. Les quitábamos las cadenas con nuestras propias manos y ellos nos las lamían; a mí me lamían mi triste carita y de inmediato en ellos se hacía patente su natural herencia de alegría. Siempre los llevábamos al campo, donde no molestaban, y por último les dábamos un baño en el arroyo que pasaba por la propiedad de mi padre. ¡Qué desesperación se debía apoderar de nuestros perros cuando los llevábamos a sus odiosas prisiones! Y yo, por mi parte, como no soportaba vedas sufrir, me alejaba cuando los volvía a encadenar. Era en vano decirme que toda la gente que tenía posesiones en el exterior encadenaba a sus perros de la misma manera; eso sólo probaba lo difundida que estaba su opresión, pues una monstruosa opresión parecía que esas criaturas, llenas de vida y de deseos de vivir, fuesen mantenidas así en cautividad hasta que quedaban liberadas por la muerte. Esa liberación visitó al pobre Grim y a Turk más pronto de lo que ninguno de nosotros había esperado, pues fueron envenenados el año siguiente por unos ladrones. A finales de ese año yo estaba leyendo La Eneida, y al recordar los aullidos de rebeldía de Turk, pensé que era una circunstancia de peculiar sutileza incluir entre los horrores del Tártaro el repentino destello de animales poderosos, llenos de vida y conscientes de sus derechos, rebelándose contra las cadenas:

«Iraeque leonum

Vincla recusantum».[23]

Es evidente que Virgilio recogió esta gema en sus visitas a las cavae de los anfiteatros romanos a la hora en que se daba la comida. Pero el derecho de las criaturas irracionales a un trato piadoso por parte del hombre ni siquiera podía concebirse en quienes pertenecían a una nación (aunque demasiado noble para ser intencionadamente cruel) que, sin embargo, en el mismo anfiteatro prestaban tan poca consideración a los derechos humanos. En el cristianismo, la condición de los brutos ha mejorado, y mejorará mucho más. Y así debería ser, pues lamento decir que el vicio más común entre los niños cristianos, con demasiada frecuencia vigilados con descuido por sus madres y que, en cambio, en sus relaciones humanas están lle­nos de amabilidad, es la crueldad con las criaturas inferiores entregadas a su merced. Por mi parte, el fundamento de mi felicidad (pues alegre era mi naturaleza, aunque ensombrecida por una nube de tristeza) ha sido desde el principio un corazón rebosante de amor. Y con las lecturas de mi niñera asimilé con tal profundidad el espíritu del cristianismo, como para leer también en sus divinas palabras la justificación de mis propias tendencias. Lo que deseaba era lo que debía desear, la gracia que amaba era la gracia bendita por Dios. Del Sermón de la Montaña resonaba siempre en mis oídos: «¡Bienaventurados los misericordiosos!», y no necesitaba añadir: «porque ellos obtendrán la gracia del Señor». Haber recibido la bendición de labios tan santos, y estar en la atmósfera de verdades tan divinas, era suficiente ratificación; cada verdad así revelada y con­sagrada por su situación, cobraba repentina vida, y ella misma se convertía en su propia confirmación, sin necesitar pruebas convincentes, ni fascinantes promesas.

Es evidente que Virgilio recogió esta gema en sus visitas a las cavae de los anfiteatros romanos a la hora en que se daba la comida. Pero el derecho de las criaturas irracionales a un trato piadoso por parte del hombre ni siquiera podía concebirse en quienes pertenecían a una nación (aunque demasiado noble para ser intencionadamente cruel) que, sin embargo, en el mismo anfiteatro prestaban tan poca consideración a los derechos humanos. En el cristianismo, la condición de los brutos ha mejorado, y mejorará mucho más. Y así debería ser, pues lamento decir que el vicio más común entre los niños cristianos, con demasiada frecuencia vigilados con descuido por sus madres y que, en cambio, en sus relaciones humanas están lle­nos de amabilidad, es la crueldad con las criaturas inferiores entregadas a su merced. Por mi parte, el fundamento de mi felicidad (pues alegre era mi naturaleza, aunque ensombrecida por una nube de tristeza) ha sido desde el principio un corazón rebosante de amor. Y con las lecturas de mi niñera asimilé con tal profundidad el espíritu del cristianismo, como para leer también en sus divinas palabras la justificación de mis propias tendencias. Lo que deseaba era lo que debía desear, la gracia que amaba era la gracia bendita por Dios. Del Sermón de la Montaña resonaba siempre en mis oídos: «¡Bienaventurados los misericordiosos!», y no necesitaba añadir: «porque ellos obtendrán la gracia del Señor». Haber recibido la bendición de labios tan santos, y estar en la atmósfera de verdades tan divinas, era suficiente ratificación; cada verdad así revelada y con­sagrada por su situación, cobraba repentina vida, y ella misma se convertía en su propia confirmación, sin necesitar pruebas convincentes, ni fascinantes promesas.

Se puede comprender, por tanto, que, habiéndose despertado tan pronto en mi interior lo que se podría llamar filosóficamente la justicia transcendental del cristianismo, no reprochara a Turk que se abandonara a la coerción de su naturaleza. Había matado al objeto de mi amor. Pero, además de estar bajo la constricción de un apetito primario, el mismo Turk era la víctima de una opresión asesina. Estaba condenado a una existencia perturbada en tanto que existiera. Nada podía reconciliar esto con mi benignidad, que en aquel tiempo des­cansaba sobre dos pilares: sobre el profundo corazón que Dios me había dado en mi nacimiento y sobre una salud excelente. A partir de los dos años, y casi durante el espacio de veinticuatro meses, había sufrido de fiebres, pero cuando esas fiebres me dejaron, todos los gérmenes y huellas de la mala salud huyeron para siempre, con excepción (¡y ésos tan fáciles de curar!) de los males heredados de mis preocupaciones escolares en Londres, o los creados por el opio. Incluso esas fiebres tan prolongadas sirvieron para mejorar mi temperamento y, en conjunto, no tuve ningún motivo para quejarme, pues, como es natural, me procuraron los cuidados más cariñosos de la ternura femenina, tanto joven como adulta. Estaba algo mimado, pero ya habrás comprendido, lector, que debí haber sido bastante filósofo, incluso en el año uno ab urbe condita de mi frá­gil morada terrenal, para abusar de tal indulgencia. Esas fiebres también me procuraron un paseo a caballo cuando el tiempo lo permitía. Me colocaban sobre una almohada, enfrente de un hombre viejo y gangrenoso, en un gran caballo blanco, no tan joven como yo, pero aún mostrando algo de frescura. E incluso el anciano, que era el más viejo y el que estaba peor de los tres, me hablaba con gentileza y reservaba su mal humor para el resto del mundo.

Estas cosas influían en mis predisposiciones con el poder de una incubación, y en mi amor desbordante hice cosas que despertarían las risas del lector y que a veces me causaron a mí mismo una gran perplejidad. Un ejemplo de mil ilustrará la combinación de ambos efectos. A los cuatro años de edad veía con frecuencia cómo una criada sacaba su larga escoba y perseguía (destruyendo por lo general) alguna araña descaminada. La santidad de la vida, a mis ojos, me forzó a trazar planes para salvar a esas pobres desdichadas. Viendo que mi intercesión era inútil, mi política consistió en llamar a la criada con el pretexto de enseñarle un dibujo hasta que la araña, ya en route, hubiese tenido tiempo para escapar. Pero la sagaz criada, advirtiendo muy pronto la coincidencia que se daba entre la exhibición de mis dibujos y las agonías de arañas fugitivas, descubrió mi estratagema, así que, si el lector me permite una expresión sacada de la calle, el mostrar los dibujos dejó de funcionar. Sin embargo, como la criada aprobaba mis motivos, me habló de los muchos crímenes que había cometido la araña, y además (lo que era peor) de los muchos que con toda seguridad cometería si sus­pendía la ejecución. Esto me hizo titubear. Habría podido olvidar el pasado, pero parecía una falsa piedad ahorrar la vida de una araña y condenar a muerte a cincuenta moscas. Por un momento pensé en sugerir tímidamente que si la gente a veces se arrepiente, también la araña podría arrepentirse, pero me contuve, pues nunca había leído nada parecido y ella podría reírse de la idea de una araña penitente. En esas circunstancias sólo cabía desistir. Pero la dificultad que había sugerido la criada permanecía; mi mente reflexiva se atormentaba al pensar que el bienestar de una criatura podía depender de la ruina de otra. De ahí en adelante el caso de la araña causó una creciente perplejidad a mi entendimiento y dolor a mi corazón.

Es posible que el lector no esté de acuerdo conmigo con que recurra a tales experiencias infantiles para resolver la cuestión planteada, a la de si se debe atribuir mucho valor a las percepciones y vislumbres intelectuales de un niño. Los niños, como los hombres, recorren una gama que es infinita, en temperamentos y caracteres, elevándose desde el polvo que está bajo nuestros pies hasta los cielos más altos. He visto niños que eran sensuales, brutales, diabólicos. Pero, gracias sean dadas a la vis medicatrix de la naturaleza humana, y a la bondad de Dios, esos casos son tan poco frecuentes como en otros monstruos. La gente piensa, al ver esas odiosas parodias e imitaciones de la encantadora infancia humana, que tal vez esos desdichados puedan ser Kilcrops[24].

Es posible, no obstante (así se me ha ocurrido después), que esos hijos del maligno, como parecía, pudieran tener un acorde en sus horribles naturalezas que respondiera a la llama­da de algún sublime propósito. Hay un ejemplo de este tipo, que con frecuencia se encuentra entre nosotros mismos en naturalezas que no son realmente «horribles», pero que así se lo parecen a personas que emplean una perspectiva no lo bastante objetiva. Siempre hay niños maliciosos en un vecindario, niños que atan latas a los rabos de los gatos que pertenecen a damas, algo que yo desapruebo; que roban en los huertos, algo que desapruebo ligeramente; y al día siguiente, al encontrarme con las damas injuriadas, me dicen: «¡Querido amigo!, ¡no pretendas defenderle! Ese chico acabará, ya lo verás, en la horca». Bueno, eso parece un futuro desagradable para las dos partes, así que cambio de tema; y, cinco años más tarde, hay una fraga­ta inglesa que combate con otra de mayor potencia de fuego (no importa de qué nación). El noble capitán ha maniobrado, como sólo sus compatriotas pueden maniobrar. Han dispara­do sus andanadas, como sólo los orgullosos isleños saben hacer. De repente ve la oportunidad para un coup-de-main y grita por la bocina: ¿Dónde están mis muchachos para el aborda­je? Y al instante surgen en la cubierta, con la alegría de la juventud, vestidos con una camisa blanca anudada con lazos negros, cincuenta hombres, la élite de la tripulación; ¡y atención!, al frente de ellos, con el sable en la mano, está nuestro amigo, el que ataba las latas a los rabos de los gatos de las damas, algo que yo desapruebo grandemente; y también el ladrón de huertos, algo que yo desapruebo ligeramente. Pero aquí tenemos a un hombre que no consiente que nadie le desapruebe, ni poco ni mucho. Un fuego celestial arde en sus ojos; su nación, su gloriosa nación, está en su mente; él ya no recuerda gatos ni latas. Se arroja con bravura hacia la cubierta enemiga, y si él se encuentra entre los muertos, si entrega con alegría y glorioso altruismo su vida y su brillante juventud, advierte, lector, que tal vez él no sea de los últimos en ir al Cielo.

Pero regresemos al caso de la infancia; yo mantengo que los niños penetran con mirada más escudriñadora que los adultos todos los sentimientos elementales del ser humano. Mi opinión es que, donde las circunstancias lo favorecen, donde el corazón es profundo, donde la humildad y la ternura existen con fuerza, donde la situación es favorable en cuanto a la soledad y a los sentimientos amables, los niños poseen una capacidad específica para contemplar la verdad, aunque luego la pierdan al entrar en el mundo. Estoy convencido de que los niños, por senderos elementales que no requieren ningún conocimiento del mundo para orientarse, avanzan con más firmeza que los adultos, tienen un sentido más conmovedor de la belleza que reside en la justicia y, según la inmortal oda de nuestro gran laureado (oda «sobre los indicios de la inmortalidad en la infancia»), viven en una comunión más estrecha con Dios. Como observarás, no suelo tratar mucho de la religión propiamente dicha. Mi sendero discurre por una región intermedia entre la religión y la filosofía, y que une las dos. Aquí, por una vez, pisaré un terreno ajeno y te pediré que prestes atención a lo que se dice en Mateo 21, 15, donde leemos acerca de aquellos que, llorando en el templo, hacen su primer reconocimiento público del cristianismo. Si dices: «¡Oh, los niños se limitan a repetir lo que oyen, no son autoridades independientes!», entonces tengo que pedirte que extiendas tu lectura al versículo 16, donde encontrarás que el testimonio de estos niños, por poseer un valor original, fue ratificado por el testimonio supremo, y el reconocimiento de estos niños recibió un reconocimiento celestial. Y esto no podría haber sido así a menos que hubiese niños en Jerusalén que vieran la verdad con una mirada más penetrante que la de rabinos y sanedrines.

Es imposible, en lo que concierne a toda aflicción importante, que se pueda describir de manera adecuada como para poder mostrar la enorme convulsión que realmente causó, sin examinada bajo una variedad de aspectos, algo que aquí es necesario para apreciar debidamente lo que diremos a continuación: primero, por ejemplo, en su presión inmediata, tan asombrosa y desconcertante; segundo, en sus oscilaciones, como en sus primeras agitaciones, frenética con tumultos, que prestan las alas del viento; o en los mórbidos impulsos de un lánguido y enfermizo deseo, mediante el cual la pena se transforma en un ángel luminoso que nos atrae a un dulce reposo. Ya he esbozado estas fases que corresponden a un sentimiento cambiante. Y también esbozaré una tercera, esto es, cuando la aflicción, adormeciéndose en apariencia, de repente se alza de nuevo combinándose con otro tipo de pena: la ansiedad sin límites definidos y el problema de una conciencia que reprocha. Como ocurre a veces[25] en los lagos ingleses, las aves acuáticas que han rondado por los aires hasta que la mirada se fatiga con los eternos círculos de su inimitable vuelo —simplicidad griega del movimiento, entre una laberíntica infinidad de curvas que habrían desconcertado la geometría de Apolonio— bus­can por fin el agua, como con algún propósito (al menos así lo imaginas) de reposo. ¡Ah, qué poco has comprendido la omnipotencia de la vida que ellas han heredado! Ellas no quieren reposo, ellas se ríen del reposo, todo consiste en «hacer creer», como cuando un niño esconde su rostro sonriente tras el chal de su madre. Por un momento está en silencio. ¿Acaso quiere descansar?, ¿soportará por mucho tiempo su inquieto corazón esconderse así? Pregunta mejor si una catarata se detendrá por la fatiga. ¿Descansará un rayo de sol de sus viajes?, ¿o el Atlántico de sus trabajos? De esa misma manera el niño, el ave acuática de los lagos, no interrumpe sus juegos, a no ser para cambiar de juego, o tampoco descansa a menos que la naturaleza le conmine a ello. De repente comienza el niño, de repente se ele­va el ave, hacia nuevas evoluciones tan incalculables como los caprichos de un caleidoscopio; y la gloria de su movimiento, y la doble inmortalidad de la belleza y de su inagotable variedad, forman un espectáculo conmovedor. Así, por tanto, y con esa diversidad vital, las convulsiones primarias[26] de la naturaleza —como sólo pueden experimentar las formaciones primarias en el organismo humano— vuelven una y otra vez con refulgentes estremecimientos.

El nuevo trato con mi tutor y los cambios de escena a los que, como es natural, condujo, fueron útiles para apartar mi mente de la enfermedad que la amenazaba en caso de que se me hubiese dejado por más tiempo en plena soledad. Pero de estos cambios surgió un incidente que restauró mi aflicción, aunque de una forma más compleja, y por primera vez asocia­da con algo parecido al remordimiento y a una ansiedad mor­tal. Puedo afirmar que ésta fue mi primera trasgresión, y tal vez una venial, considerando todas las circunstancias que incidieron en ella. Nadie la descubrió, y si no fuera por mi propia franqueza nadie habría tenido noticia de ella hasta el día de hoy. Pero eso no lo podía saber yo, y durante años, esto es, des­de los siete años o antes hasta los diez, tal era mi candidez que viví en un terror constante. Esto, aunque hizo revivir mi aflicción, me prestó probablemente un gran servicio, porque ya no era un estado de deseo mortecino que tendía a la pasividad, sino una febril irritación y una inquieta agitación que mantenía en vida la actividad de mi entendimiento. El caso fue el siguiente: ocurrió que tenía, coincidiendo con mi primera introducción al latín, una asignación semanal, demasiada para mi edad, pero confiada a mi persona, que nunca gasté o deseé gastar en otra cosa que no fueran libros. Sin embargo, cual­quier asignación resultaba escasa para mis colosales planes. Si el Vaticano, la Bodleian y la Bibliothéque du Roi se hubiesen vaciado y convertido en una colección para mi propia gratificación, poco progreso se habría hecho para satisfacer ese particular antojo. Muy pronto me pasé de mi asignación, y me endeudé en tres guineas. Entonces me detuve, pues una pro­funda ansiedad comenzó a oprimirme al considerar en qué podía desembocar el misterioso (y sin duda culpable) curso de la deuda. Por el momento quedó congelada, pero tenía algún motivo para creer que las Navidades derretían todas las deu­das, cualesquiera que fuesen, y las puse en movimiento hacia innumerables bolsillos. Ahora mi deuda se descongelaría con el resto, pero ¿en qué dirección fluiría? No había ningún río que la llevara hasta el mar, su camino debía llevar inexorable­mente hasta el bolsillo de alguien, y ¿quién era ese alguien? Esta cuestión me atormentaba constantemente. Las Navidades habían llegado, las Navidades se habían ido, y yo no oí nada de las tres guineas. Pero no por ello me sentía mejor. Habría preferido oír algo, pues esa difusa aproximación de una catástrofe subrepticia roía y corroía mis sentimientos. Ninguna audiencia griega había esperado con más estremecimiento el horror de la anagnórisis[27] de Edipo, que yo la explosión de mi deuda. Si hubiese sido menos ignorante, habría propuesto hipotecar mi asignación semanal para la deuda, o formar un fondo de amortización para cubriría, pues la suma semana/llegaba a casi el cinco por ciento de toda la deuda. Pero yo tenía un misterio­so temor reverente que me impedía hablar de ella. Eso surgía de la falta que tenía de un amigo en quien confiar, mientras que mi aflicción me recordaba continuamente que eso no siempre había sido así. ¿Y no había que reprochar al librero que permitiese a un niño de apenas siete años de edad que contra­jera semejante deuda? Nada de eso. Era un hombre rico, a quien con toda seguridad le traía sin cuidado lo que yo compraba y a quien se consideraba una persona honorable. Es cierto que el dinero que yo gastaba semanalmente en libros le podría haber llevado a considerar que una suma tan pequeña como tres guineas bien podría haber sido, autorizada por mi familia. Pero el malentendido se debía a algo aún más sencillo. Mi tutor, que era muy indolente (como la gente prefiere llamado), se pasaba la vida leyendo, como su triste pupilo, y con frecuencia me enviaba al librero con una lista de los libros que quería adquirir. Esto era para prevenir que me olvidara de alguno. Pero cuando se dio cuenta de que eso de «olvidarse» en cuestión de libros era algo impensable en mí, prescindió de la molestia de escribir la lista. Y así me convertí en un agente de mi tutor, tanto en lo que concernía a sus libros, como en lo relativo al curso natural de mi propia educación. Mi pequeña cuenta fluyó, por tanto, a casa en Navidad, no (como yo había presagiado) en la forma de una corriente independiente, sino como un arroyuelo tributario que se perdía en las aguas de algún importante río. Esto lo sé ahora, pero por entonces no podría haberlo sabido con certeza. En todo caso, con el transcurso del tiempo, la deuda habría ido dejando de causarme ansiedad. Pero había otro aspecto en el caso que por el exceso de mi ignorancia me agobió aún más y esto, manteniéndose por sí mismo en vida, mantuvo también en vida el otro incidente. Con respecto a la deuda, no era tan ignorante como para pensada peligrosa sólo por la suma: mi propia asignación suministraba una escala para prevenir ese error; se trataba del principio, el miedo a que se supiera que había contraído deudas por propia decisión. Pero este otro caso fue un motivo de ansiedad también en consideración a la cantidad y se debió a creerme de buena fe lo que se me había dicho en broma. Entre los libros que yo había comprado, todos en inglés, se encontraba una historia de Gran Bretaña, comenzando, por supuesto, con Brutus y mil años de disparates; fábulas que precedían como un suplemento gratuito al conjunto de verdades que seguía. Según creo, se iba a completar con sesenta u ochenta volúmenes. Pero había otra obra, aún más indefinida en cuanto a su extensión última, y que por su naturaleza parecía implicar un alcance más amplio. Era una historia general de la navegación, apoyada por un vasto cuerpo de viajes. Ahora bien, cuando consideraba para mí qué cosa tan enorme era el mar, y los miles de capitanes, comodoros, almirantes, que lo estaban recorriendo continuamente de una latitud a otra, trazando en su rostro tantas líneas que en algunas de las principales calles y plazas (como se las podría llamar) sus huellas se confundirían en una confusa mancha, comencé a temer que semejante obra tenía que tender al infinito. ¿Qué era la pequeña Inglaterra en comparación con el mar universal? Y tan sólo a ella se le iban a dedicar ochenta tomos. Al no poder soportar la incertidumbre que ahora minaba mi tranquilidad, decidí conocer lo peor, y en un día memorable para mí fui al librero. Era un hombre mayor y amable, y siempre me había tratado con una simpática indulgencia. En parte quizá se asombró por mi extremada seriedad, y en parte, durante las muchas conversaciones que tuve con él, con ocasión de los pedidos de mi tutor, por mi ridícula simplicidad. Pero había otra razón por la que me había ganado su paternal consideración. Durante los primeros tres o cuatro meses había encontrado el latín una labor fatigosa, y el incidente que para siempre quitó las amarras que le impedían a mi barca salir a la mar de la literatura latina fue el siguiente: un día el librero bajó el Testamento latino de Beza y, abriéndolo, me pidió que tradujera para él el gran capítulo de San Pablo sobre el sepulcro y la resurrección. Nunca había visto una versión latina, sin embargo, tan sencillo es el estilo de las Escrituras en cualquier traducción (aunque la de Beza estuviera lejos de ser buena) que lo leí con fluidez. Pero como resultó ser ese capítulo en particular, que yo había leído en inglés una y otra vez con un sentido apasionado de su grandeza, lo leí con el mismo efecto que un cantante de ópera en un fogoso rapto de bravura. Mi amable amigo me mostró su reconocimiento, regalándome el libro como muestra de su aprobación. Y es digno de destacarse que, desde ese momento, cuando la profunda memoria de las palabras inglesas me habían forzado a compro­bar la precisa correspondencia de los dos ríos concurrentes —el latín y el inglés— nunca más surgió una dificultad que impidiese mi progreso en esta particular lengua. Sin haber cumplido aún los once años, cuando todavía era un helenista mediocre, me había convertido en un brillante maestro del latín, como lo demuestran mis alcaicos y coriámbicos, y la ocasión de un cambio tan memorable para un niño se debió a esa invitación casual a traducir un texto que mi corazón conocía con tal profundidad. Desde entonces siempre me mostró una gran amabilidad, y era tan condescendiente que solía dejar a la gente por un momento, con la que estaba ocupado, para venir a hablar conmigo. En ese día fatal, sin embargo, no pudo hacerla. Es cierto que me vio, y que me saludó con la cabeza, pero no pudo abandonar la compañía de adultos desconocidos. Este accidente me arrojó inevitablemente en las manos de uno de sus jóvenes empleados. Era un día de mercado, y había mucha gente que yo no quería que oyera mi problema. Ninguna de las criaturas humanas que, con su corazón palpitante, se encontraban en Delfos para escuchar la revelación de un misterio mortal, pronunciada por la sacerdotisa del oráculo, pudo mover los labios más tristemente que yo cuando avancé hacia el joven empleado en el mostrador. Su respuesta iba a decidir, aunque yo no podía saberlo exactamente, si por los siguientes dos años no iba a disfrutar ni siquiera de una sola hora de paz. Era un joven apuesto y simpático, jovial y divertido, y diría que regocijado con lo que le parecía la absurda ansiedad de mi semblante. Le describí la obra y él me entendió enseguida, ¿cuántos volúmenes creía que podría ocupar? En sus ojos se dibujó una extraña expresión cómica que yo, por desgracia, y debido a mis ideas preconcebidas, interpreté como de sarcasmo, y respondió: «¿Cuántos volúmenes? ¡Oh!, no puedo decirlo con seguridad, quizá unos quince mil, más o menos». «¿Más?», dije yo con horror, sin prestar atención a la contingencia del «menos». «Bueno», dijo él, «es difícil de precisar, pero considerando la materia (¡ay!, precisamente eso era lo que yo consideraba), diría que se podría hablar de unos cuatrocientos o quinientos volúmenes más o menos». Entonces tendrían que añadirse suplementos a suplementos, la obra no tendría un fin cierto. Por un motivo u otro, si un autor o editor añadía quinientos volúmenes, podría añadir otros quince mil. Aún se me ocurre en el día de hoy que, cuando todos los cojitrancos y apergaminados comodoros y almirantes de esa generación hubiesen agotado sus largas historietas, otra generación habría crecido, otra cosecha de los mismos garbosos narradores. No pregunté más, me escabullí de la tienda y nunca más volví a entrar en ella con alegría o planteé preguntas con franqueza. Pues a partir de entonces tuve miedo de llamar la atención sobre mí como alguien que, tras haber adquirido algunos números, y obtenido otros a crédito, se ha comprometido tácitamente a adquirir el resto, aunque llegasen hasta el día del Juicio. En verdad nunca he oído hablar de una obra que se extienda a quince mil volúmenes, pero tampoco se trataba de una imposibilidad y, si se daba un caso, no habría otro más razonable que el inagotable tema del mar. Por lo demás, cualquier ligero error en cuanto al número, no afectaba al horror de la perspectiva final. Comprobé en el pie de imprenta, y también oí, que esa obra procedía de Londres, un vasto centro de misterio para mí, y tanto más cuanto que era algo que yo no había visto jamás y a unas doscientas millas de distancia de donde yo me encontraba. Sentí la terrible verdad, que una tela de araña fantasmal abarcaba todas las provincias desde la poderosa metrópoli. En secreto yo había hollado la parte externa de la circunferencia, había dañado o trastornado los finos hilos: no podía haber encubrimiento o reparación posibles. Lentamente, pero seguro, la vibración repercutiría de nuevo en Londres. La vieja araña que tenía allí su centro se desplazaría a toda prisa por su tela a través de todas las longitudes y latitudes hasta alcanzar al cobarde responsable, al autor de tanto daño. Aun con menos ignorancia que la mía, había algo que apelaba a la imaginación de un niño en la vasta y sistemática organización mediante la cual cualquier obra elaborada podía difundirse por sí misma, podía recaudar dinero, podía plantear cuestiones y conseguir respuestas, todo en profundo silencio, no, incluso en la oscuridad, registrando cada rincón, cada ciudad y cada aldea en un reino tan populoso. También tenía un oscuro temor hacia la Compañía de Impresores[28]. Había observado con frecuencia cómo amenazaban en obras a personas desconocidas con desconocidos castigos y por ofensas igualmente desconocidas; no, para mí, eso era algo absoluta­mente inconcebible. ¿Acaso podía ser yo el misterioso criminal anunciado durante tanto tiempo como en una profecía? Me imaginaba a los impresores, sin duda todos hombres poderosos, tirando al unísono de una cuerda y a mi desgraciada persona colgando del otro extremo. Pero una imagen, que ahora parece incluso más ridícula que las demás, estuvo por aquel tiempo vinculada con la reanudación de mi pena. En mi sutileza se me ocurrió que la Compañía de Impresores, o cualquier otra compañía, no podía reclamar el dinero hasta que hubiese suministrado los volúmenes. Y, como nadie podía decir que yo había rechazado recibirlos, no tenían ningún pretexto para no enviármelos de manera cortés. A menos que se demostrase que yo no era un cliente, en ese momento quedaba claro que tenía derecho a ser considerado un excelente cliente, uno, de hecho, que había realizado un pedido de quince mil volúmenes. Entonces surgió ante mí esa escena operística del envío. Sonaría el timbre de la puerta principal. Un conductor, con una voz suave, preguntaría por un «joven caballero que había realizado un pedido». Al mirar hacia fuera, vería una procesión de carros, todos avanzando con movimientos mesurados, cada uno de ellos presentaría su retaguardia y dejaría su fardo de volúmenes, des­cargándolos como sacos de carbón sobre el césped, avanzando a continuación para dejar espacio libre al que le seguía. ¡Y luego la imposibilidad de ni siquiera poder pedir a los criados que cubrieran con sábanas o cobertores o manteles, semejante testimonio montañoso de mis pasados delitos en situación tan conspicua! Los hombres no sólo conocerían mi culpa, la verían. Pero la razón de por qué esta forma de las consecuencias, mucho más que cualquier otra, espoleó mi imaginación, se debió a que estaba relacionada con un episodio de Las mil y una noches, que nos había interesado de manera especial tanto a mí como a mi hermana. Era ese cuento en que un joven porteador, que lleva las cuerdas alrededor del cuerpo, por cuestiones del azar encuentra el escondite de un viejo mago. Allí des­cubre a una hermosa dama prisionera, a quien (y no sin perspectivas de éxito) se recomienda como pretendiente, más en armonía con su propia edad que con la de un apergaminado mago. En ese instante crítico retorna el mago. El joven logra huir con éxito por ese día, pero por desgracia deja sus cuerdas detrás. A la mañana siguiente oye al mago que, exagerando su honestidad, pregunta en la puerta, con expresión de condolencia, por el desgraciado joven que ha perdido sus cuerdas en su harén. En esta historia yo solía divertir a mi hermana imitando la voz que salía de los labios del tembloroso joven: «¡Oh, señor mago, esas cuerdas no pueden ser mías! Son demasiado buenas, y no me gustaría robar a otro pobre joven. Señor mago, nunca he tenido dinero suficiente para pagar un juego tan hermoso de cuerdas». Pero el mago rechaza esos argumentos y vuelve a salir de viaje acompañado por el joven y sin olvidar llevarse las cuerdas consigo.

Aquí se daba el caso que tanto me impresionó en un relato de una tierra y de una edad muy lejanas y que literalmente se reproducía en mí mismo. Pues, ¿qué me importaba si un mago me acosaba con un juego de viejas cuerdas como instrumento de tortura, o los Impresores con quince mil volúmenes (detrás de los cuales tal vez venían las cuerdas)? ¿Si hubiese imitado esa voz, se habría reído mi hermana, habría presagiado alguno de los dos la posibilidad de que yo mismo, y en un periodo de doce meses y, ¡ay!, solo en el mundo en cuanto a un consejo confidencial, repetiría en mi propia experiencia interior el oscuro pánico del joven de Bagdad que se introduce en la esfera privada del mago? Entonces me pareció que había estado leyendo una leyenda de Las mil y una noches que me concernía personalmente. Hace mil años había sido prefigura­do en tipos que vivieron a orillas del Tigris. El producto de este pensamiento fue horror y pena.

¡Oh, cielos! ¡Que la miseria de un niño pudiera despertar las risas en los adultos!, que incluso yo, el doliente, sea capaz de entretenerme, como si hubiese sido una broma, con lo que durante tres años constituyó la secreta aflicción de mi vida y su eterna ansiedad, como el sonido de un escarabajo, del que se dice que presagia la muerte, para los pacientes que yacen despiertos aquejados por una epidemia. No me atrevía a pedir consejo, tampoco había nadie a quien pedírselo. Es posible que mi hermana no me hubiese ofrecido ninguno en un caso que ninguno de los dos habría entendido, y en el que buscar información de otros habría significado traicionar la razón de por qué la buscábamos. Pero, si no un consejo, ella me habría dado su compasión y la expresión de su amor infinito. Y, con el alivio de su simpatía, se curaba durante una temporada cual­quier inquietud, ella me habría dado ese lujo exquisito: el conocimiento de que, habiendo revelado mi secreto, a un mismo tiempo no lo había revelado, pues se encontraba en posesión de alguien que era menos capaz de traicionarme que yo mismo. En aquel tiempo, en el año en que más sufría, comencé a leer a César. ¡Oh, genio laureado, luminoso intelecto, «hombre principal de este mundo»[29], cuántas veces hice de tu obra inmortal una almohada donde apoyar mi preocupada frente, cuando por la tarde, camino de casa, me apartaba en un valle silencioso para, sin nadie que me observara, abandonar­me a los ensueños que me asediaban! Me maravillaba, y no dejaba de maravillarme, la revolución que el periodo tan corto de un año había producido en mi felicidad. ¡Me maravillaba de que me hubiesen podido alcanzar semejantes olas! ¡Qué radiante alegría al comienzo de aquel año! ¡Al final qué insuperablemente solo!

«¡Hasta qué profundidades,

de qué altura caído!».

Noche y día exploraba los abismos con erráticos pensamientos incomprensibles para mí mismo. Noche y día jugaba con la oscura idea de que, de alguna manera, difusa el amor de mi hermana vendría a liberarme de esa aflicción, o que la mise­ria que había padecido y estaba padeciendo, de una manera igualmente difusa, se convertiría en el rescate para recobrar su amor.

¡Detente aquí, lector! Imagínate ahora a ti mismo sentado en un columpio que llegue hasta las nubes, que se balancee con el impulso dado por manos demenciales, pues la fuerza de la locura puede afectar también a los sueños humanos, al temible capricho de la demencia, ya la malicia de la demencia, mientras que la víctima de esos sueños puede quedar alejada de la demencia, incluso como un puente gana cohesión y firmeza por la creciente resistencia que se ve forzado a ejercer con el incremento de la presión. Sentado en ese columpio, en cuanto has alcanzado el punto más bajo, puedes confiar en alcanzar una altitud estelar con el correspondiente ascenso. En el feroz curso que hemos emprendido juntos, hacia arriba y hacia abajo, cumbres y profundidades, te verás tentado a mirarme con recelo, a mí, a tu guía y regulador de las oscilaciones. Aquí, en el momento en que he invocado un alto, el lector ha alcanzado el punto más bajo en mis aflicciones infantiles. Desde este punto en adelante, de acuerdo con los principios del arte que gobiernan el movimiento de estas confesiones, pretendía lanzadas hacia arriba a través del arco de visiones ascendentes que parecían el requisito para compensar la caída descendente que acabo de describir. Pero accidentes con la imprenta han imposibilitado el logro de este propósito en el presente número mensual. Es de lamentar que las ventajas de la composición, que eran esenciales para el pleno efecto de pasajes planeados para equilibrarse y apoyarse mutuamente, se hayan perdido así. Entretanto, siguiendo el principio del marinero que ajusta una bandola para reemplazar un mástil roto, encontré el recurso de una suerte de perorata de urgencia, que no basta para equilibrar sus proporciones, pero sí para indicar la calidad del equilibrio que yo había contemplado. Quien realmente haya leído las partes precedentes de estas confesiones, sabrá que un estricto análisis del pasado, como era natural después de que toda la economía de la facultad de soñar quedara perturbada más allá de cualquier precedente registrado, me llevó a la convicción de que no sólo una causa, sino dos, habían cooperado en aquel tremendo resultado. La experiencia infantil había sido la aliada y el natural coeficiente del opio. A esa razón se debió que narrase la experiencia infantil. Por lógica, contiene la misma relación con las convulsiones de la facultad de soñar que el opio. La tendencia idealizante existía en el teatro onírico de mi infancia, pero la fuerza preternatural de su acción y colorido fue desarrollada primero tras la confluencia de las dos causas. El lector debe imaginarme en Oxford; han transcurrido doce años y medio; me encuentro en el esplendor de la felicidad juvenil, pero ya he estado en contacto con el opio, y las agitaciones de mi infancia regresan por primera vez con intensidad, al principio irrumpiendo en mi cerebro con fuerza y la grandeza de una vida recobrada, junto con las separadas y concurrentes inspiraciones del opio.

Una vez más, después de un intervalo de doce años, imágenes de mi infancia surgen ante mí, veo a mi hermana quejándose en la cama, comienzo a ser asaltado por miedos incomprensibles para mí mismo. Una vez más la enfermera, pero ahora adquiriendo unas proporciones colosales, permanecía como en una tragedia griega, con su mano levantada, como la soberbia Medea permanecía a solas con sus hijos en Corinto[30], y me derriba sin sentido. Una vez más estoy en la habitación con el cadáver de mi hermana, una vez más las pompas de la vida se erigen en silencio, el esplendor del vera­no, el frío de la muerte. El sueño se forma a sí mismo misteriosamente en el sueño; y en los sueños de Oxford se remodela continuamente el trance en la habitación de mi hermana: el cielo azul, la eterna bóveda, las agitadas olas, el trono establecido en la idea (pero no en la visión) de «quien allí se sienta»; la huida, la persecución, los pasos irrecuperables de mi regreso a la tierra. Una vez más contemplo el funeral, el sacerdote en su blanca sobrepelliz espera con un libro en las manos al lado de una tumba abierta, el sacristán con su pala; el ataúd desciende; desciende el polvo al polvo. Una vez más estaba en la Iglesia en una celestial mañana dominical. La dorada luz de Dios duerme entre las cabezas de sus apóstoles, sus mártires, sus santos; el fragmento de la letanía —el fragmento de las nubes— vuelve a despertar los lechos de linón que suben a los cielos, vuelve a despertar a los umbríos brazos que descienden a recibirlos. Una vez más surge el himno, el estallido del coro de Aleluyas, la tempestad, el movimiento arrebatador del coro apasionado, la agitación de mi estremecida simpatía, el tumulto del coro, el rapto del órgano. Una vez más, yo, el que se revolcara, me con­vertí en el que surgía entre las nubes. Y ahora en Oxford todo alcanzaba una unidad, el primer estado y el último se fundían como en una confusión de luminosa glorificación. Pues a una gran distancia por encima de mí flotaba en el aire un esplendoroso grupo de seres celestiales, rodeando las almohadas de los niños agonizantes. Yesos seres simpatizan igualmente con la aflicción que se humilla y con la aflicción que se encumbra. Esos seres compadecen tanto a los niños que languidecen hasta morir, como a los niños que viven sólo para languidecer en el llanto.