PARTE I

LA AFLICCIÓN DE LA INFANCIA

Es tan doloroso para un amante de la franca sinceridad que cualquier rasgo de vanidad pueda llegar a infiltrarse en los anales de una pasión profunda y, sin embargo, por otra parte, es tan imposible, sin una restricción artificial en la libertad de la narrativa, impedir que alcancen al lector resplandores oblicuos de tales circunstancias de lujo o de elegancia como fueron las que realmente rodearon mi infancia, que, en todo caso, pre­fiero decirle desde el principio, con la simplicidad de la ver­dad, a qué clase social pertenecía mi familia en el tiempo en que se sitúa este relato preliminar. De otro modo, ocurriría que, al hablar veraz y fielmente de las circunstancias de esta temprana experiencia, apenas podría impedir que el lector recibiera la impresión de que el rango de mi familia era superior al que le correspondía. Mi padre era un comerciante, no en el sentido escocés, donde el término designa a quien vende comestibles en una tienda, sino en el sentido inglés, un sentido rigurosamente exclusivo, a saber: era un hombre que practicaba el comercio exterior y no otro, por lo tanto, se dedicaba al comercio al por mayor y no a otro. Es importante mencionar esta última circunstancia porque sobre ella recae el beneficio de la distinción condescendiente propuesta por Cicerón[6], como algo digno de desprecio, ciertamente, pero no tanto como para provocar un intenso desprecio, ni siquiera en un senador romano. Este hombre, sólo en parte despreciable, murió a temprana edad, y muy poco después de los incidentes aquí contados, dejando a su familia, que por entonces consistía en una esposa y seis hijos, un patrimonio libre de toda carga que producía una cantidad anual de mil seiscientas libras al año. Como es natural, por tanto, en la fecha de mi narrativa, si se le puede llamar narrativa, disponía de una renta aún mayor por la adición de los beneficios comerciales. Ahora bien, para cual­quiera que esté familiarizado con la vida comercial y, en especial, con esa vida en Inglaterra, sabe de sobra que la economía doméstica de una familia opulenta inglesa de esa clase —opulenta, aunque no rica según el valor mercantil— suele estar por encima de la que conocemos entre las clases correspondientes en naciones extranjeras. Tanto en lo que concierne al número de criados, como a la provisión hecha para la comodidad de todos sus miembros, uno de estos hogares con frecuencia llega a eclipsar el nivel de vida de algunas de las clases más pobres de nuestra nobleza, por más que sea la más espléndida de Europa, un hecho que, desde el periodo de mi infancia, he tenido numerosas oportunidades personales de verificar tanto en Inglaterra como en Irlanda. De esta peculiar anomalía que afecta a la economía doméstica de los comerciantes, surge un desequilibrio sobre la escala general de signos externos mediante los cuales medimos las relaciones de rango. La ecuación, por decirlo así, entre un orden de la sociedad y otro, que suele transcurrir en la línea natural de sus gastos comparativos, se interrumpe aquí y queda derrotada, de manera que un rango se puede deducir del nombre de la ocupación y otro rango, mucho más elevado, por el esplendor de su ménage doméstico. Por lo tanto, advierto al lector (o, más bien, mi explicación ya le ha advertido) que no deduzca de ningún esplendor casual de lujo o elegancia una correspondiente elevación de rango.

Nosotros, los niños de la casa, permanecíamos de hecho en el peldaño más feliz en el andamio de la sociedad para todas las buenas influencias. La oración de Agar —«no me des ni pobreza ni riqueza»[7]— se había hecho realidad para nosotros. Teníamos esa bendición, no ser ni demasiado elevados ni demasiado bajos; estábamos lo suficientemente elevados como para ser modelo de buenas maneras, pero lo bastante oscuros para que nos dejasen en la más dulce de las soledades. Disponíamos ampliamente de los nobles beneficios de la salud, extra medios de salud, de cultura intelectual y de una diversión ele­gante, por otra parte, no sabíamos nada de sus distinciones sociales. Sin estar deprimidos por la conciencia de una privación muy sórdida, ni llevados a la inquietud por la conciencia de privilegios demasiado codiciosos, no teníamos motivos de avergonzamos, ni tampoco para enorgullecemos. Así pues, estoy agradecido hasta ahora de que, gozando de lujos en otras cosas, fuésemos educados en una simplicidad espartana res­pecto a nuestra dieta, pues en realidad comíamos con menos suntuosidad que los sirvientes. Y si (según el modelo del Emperador Marco Aurelio) debo darle gracias a la Providencia por cada una de las bendiciones de mi infancia, de ellas quisiera destacar las cuatro siguientes como dignas de ser rememora­das: que viví en el campo; que viví en soledad; que mis sentimientos infantiles fueron moldeados por la más gentil de las hermanas, no por horribles hermanos pugilistas; y, por último, que tanto ellas como yo fuimos hijos obedientes de una pura, santa y magnífica Iglesia.

* * * *

Los primeros incidentes en mi vida, que me afectaron tan profundamente como para ser recordados el día de hoy, fueron dos y los dos se produjeron antes de que cumpliera mi segundo año, a saber, un sueño extraordinario de terrorífica grandeza sobre una niñera favorita, que tiene interés por una razón que mencionaré más adelante; y, en segundo lugar, el hecho de haber relacionado un profundo sentido del pathos con la reaparición, muy temprano en la primavera, de unas plantas de azafrán. Esto lo menciono como inexplicable, pues esas anua­les resurrecciones de plantas y flores sólo nos afectan como recuerdos o como sugerencias de un cambio más elevado, y por lo tanto en conexión con la idea de la muerte, pero de la muerte, en aquel tiempo, aún no tenía ninguna experiencia.

Y ésta la iba a adquirir rápidamente. Mis dos hermanas mayores —las mayores de las tres que vivían, y por lo tanto mayores que yo— estaban destinadas a sufrir una muerte prematura. La primera en morir fue Jane, aproximadamente un año mayor que yo. Ella tenía tres años y medio, yo dos y medio, plus o minus una bagatela que no recuerdo. Pero la muerte era para mí entonces algo apenas inteligible, y no puedo decir con propiedad que sintiera pena, sino una triste perplejidad. Hubo otra muerte en la casa en aquel tiempo, la de una abuela materna, pero como ella había venido a nuestra casa con el propósito expreso de morir en compañía de su hija, y como la enferme­dad la había obligado a una completa reclusión, nosotros la conocimos poco y quedamos sin duda más afectados por la muerte (que yo presencié) de uno de mis pájaros favoritos, un martín pescador que había quedado herido en un accidente. Con la muerte de mi hermana Jane (que como he dicho me fue menos dolorosa que incomprensible) asocié, sin embargo, un incidente que me causó la más terrible impresión, intensificando mis tendencias a la reflexión y al ensimismamiento más allá de lo que puede parecer creíble en un niño de mi edad. Si había algo en el mundo contra lo cual, más que cualquier otra cosa, la naturaleza me había obligado a rebelarme, era la brutalidad y la violencia. Por entonces se difundió por la familia que una criada, casualmente apartada de sus deberes habituales para que atendiera durante un día o dos a mi hermana Jane, en una ocasión la había tratado con severidad, si no con brutalidad; y como esa conducta se produjo dos días antes de su muerte —de tal manera que su causa pudo haber sido la agitación producida por los sufrimientos de la pobre niña— es natural que un sentimiento de temor pesara sobre la familia. Creo que la historia nunca llegó a oídos de mi madre, y es posible que se exagerara, pero en mí su efecto fue terrible. No veía con frecuencia a la persona acusada de esa crueldad, pero cuando la veía mis ojos se dirigían al suelo, no podía atreverme a mirarla a la cara, ni siquiera con ira. Y en cuanto a pensamientos de venganza, ¿cómo podían habitar en un niño indefenso? El sentimiento que se apoderó de mí fue un temor estremecedor como el primer resplandor de la verdad de que estaba en un mundo de maldad y de lucha. Aunque había nacido en una ciudad, había pasado toda mi infancia, excepto las primeras semanas, en un aislamiento rural. Con tres inocentes hermanitas como compañeras de juego, siempre durmiendo con ellas, y apartado en un silencioso jardín del conocimiento de la pobreza o de la opresión o del ultraje, hasta ese momento no había sospechado la verdadera condición del mundo en el que mis hermanas y yo estábamos viviendo. A partir de entonces el carácter de mis pensamientos debió de cambiar considerable­mente; tan representativos son algunos actos, que uno solo basta para abrir ante ti todo el abanico de posibilidades en esa dirección. Nunca oí que la mujer, acusada de esa crueldad, quedase afectada, ni siquiera después del suceso que se produjo al poco tiempo y que atraería una dolorosa atención sobre ella. En cambio, conozco un caso, y me detendré para mencionar­lo, en que la mera sombra de tal crueldad, en circunstancias similares, infligió la pena de un remordimiento en el causante para el resto de su vida. Un niño, de curiosa apariencia y de destacable docilidad, sufrió, en un frío día de primavera, de dolores en la tráquea, no precisamente catarrales, pero parecidos. Tenía tres años de edad, y estuvo enfermo unos cuatro días; a intervalos, no obstante, había estado de buen ánimo y con ganas de jugar. Este rayo de luz, brillando a través de nubes oscuras, continuó en el cuarto día, y entre las nueve y las once de la noche había mostrado más ánimos que nunca. Un viejo criado, al enterarse de su enfermedad, había querido visitarle y la manera en que habló con él excitó toda la jovialidad de su naturaleza. A eso de la medianoche, su madre, imaginándose que sus pies estarían fríos, los envolvió en una manta y, como él pareció resistirse un poco, ella le golpeó ligeramente en la planta del pie como para advertirle que se estuviera quieto. El niño no repitió su movimiento, y en menos de un minuto su madre lo tenía en sus brazos con la cabeza mirando hacia arriba. «¿Qué significa —exclamó ella con un miedo súbito— esta extraña relajación de sus rasgos?». Llamó a un criado que estaba en la habitación de al lado, pero antes de que el criado llegara hasta ella, el niño respiró dos veces, suave y profundamente, y murió en los brazos de su madre. Después de esto, la pobre y afligida dama descubrió que esos movimientos agitados que ella había supuesto eran expresiones de resistencia, eran signos de la lucha contra la muerte. Eso significaba, o parecía significar, que su lucha final había coincidido con una expresión de disgusto por su parte. Es indudable que el niño no lo había percibido, pero la madre no pudo recordar el incidente sin sentir remordimientos de conciencia. Y siete años después, cuan­do ella misma murió, no había logrado reconciliar sus pensamientos con lo que sólo la profundidad del amor habría podido considerar una ofensa.

Así nos abandonó una de mis hermanas, que era mi compañera de juegos, y así comenzó mi relación (si puede llamarse así) con la mortalidad. Sí, de hecho, poco sabía de la mortalidad, salvo que Jane había desaparecido. Se había ido, pero, quizá, regresaría. ¡Feliz ignorancia celestial! ¡Graciosa inmunidad que protege a la infancia de una pena desproporcionada para sus fuerzas! Yo estaba triste por la ausencia de Jane, pero en mi corazón aún confiaba en que volvería. Regresaron el verano y el invierno, el azafrán y las rosas, ¿por qué no la pequeña Jane?

Así se curó fácilmente, por entonces, la primera herida en mi corazón infantil. No así la segunda. Pues tú, querida y noble Elisabeth, alrededor de cuya amplia frente, siempre que tu dulce semblante surge de la oscuridad, me imagino una tiara de luz o una esplendorosa aureola como signo de tu prematura grandeza intelectual-tú, cuya mente, por su soberbio desarrollo, era el asombro de la ciencia[8], tú fuiste la próxima, aunque después de un intervalo de años felices, en apartar­te de nuestro lado; la noche que se cerró sobre mí con aquel incidente ha seguido mis pasos durante muchos años de mi vida, y tal vez en este día, para bien o para mal, me parezca poco a lo que debería haber sido. Columna de fuego que te elevaste ante mí para guiarme y animaren[9], columna de oscuridad cuando tornaste tu semblante hacia Dios y arrojaste, en verdad, la sombra de la muerte sobre mi joven corazón, ¿en qué balanza podría pesarte?, ¿fue mayor la bendición de tu presencia celestial o el infortunio que siguió a tu despedida? ¿Puede un hombre pesar y valorar la gloria del amanecer frente a la oscuridad del huracán?, o, si pudiera, ¿por qué cualquier persona, cuando un amor memorable ha sido seguido por una aflicción memorable, suponiendo que Dios restituyese al que sufre en un tiempo anterior a la trágica experiencia, y ofreciese suprimir la pena, aunque a cambio de que el dulce rostro que ha causado esa pena también se desvanezca, se resistiría con vehemencia a ese cambio? En El paraíso perdido, este fuerte instinto del hombre que consiste en preferir lo celestial, mezclado y contaminado con lo terrenal, a cualquier experiencia moderada que no ofrezca ni lo uno ni lo otro, se conmemora de manera divina. ¡Qué patetismo se encierra en las palabras de Adán!: «si Dios creara otra Eva», etc., esto es, si Dios le restituyera en su estado primitivo, y condescendiera en darle una segunda Eva, una que no prestara oídos a ninguna tentación, aun aquella primera compañera de su primera soledad:

«Criatura que excede

a todo lo que se puede ver e imaginar,

santa, divina, buena, amable o dulce»,

incluso ahora, cuando aparece aliada a una eternidad de aflicción y ha sido artífice de su ruina, no puede ser apartada de él por ninguna Eva mejor o más feliz. «¡Perderte!», exclama en la hora de la prueba angustiosa:

«Perderte no podrá

nunca el corazón; no, no, siento

el vínculo de la naturaleza; eres carne de mi carne,

huesos de mis huesos; y quiero que tu estado

sea el mío para siempre, pena o alegría».[10]

Pero ¿qué fue lo que atrajo mi corazón, con una gravitación tan fuerte, hacia mi hermana?, ¿podía otorgar un niño, de poco más de seis años de edad, un valor especial a su precocidad intelectual? Rememorándola ahora, por muy serena y capaz que me pareciese su mente, ¿era un encanto que pudiese robar el corazón de un niño? ¡Oh, no! Ahora pienso en ello con interés porque suministra, para oídos ajenos, una justificación al exceso de mi cariño. Pero en aquel entonces no reparaba en eso, o si lo hacía, era muy débilmente. Si hubieses sido una idiota, hermana, no te habría amado menos, por tener ese corazón rebosante, como el mío, de ternura, y herido, como el mío estaba herido, por la necesidad de ser amado. Esto es lo que te coronaba de belleza:

«Amor, el sagrado sentimiento,

el mejor don de Dios, en ti era más intenso».

Para mí se encendió en el paraíso la lámpara que tanto brilló para ti, y a nadie salvo a ti, desde tu despedida, me atreví a manifestarle los sentimientos que me poseían. Pues yo era el más tímido de los niños, y un sentido de dignidad personal me impedía exponer el mínimo rayo de sentimientos, a menos que se me alentase a revelados por entero.

Sería doloroso, e innecesario, seguir el curso de la enfermedad que se llevó a mi guía y compañera. Ella (según me viene a la memoria en este momento) pasaba más de los ocho años que yo de los seis. Y tal vez esta natural precedencia en autoridad de juicio, y la dulce humildad con que ella declinaba hacer uso de ella, había sido uno de los rasgos más fascinantes de su presencia. Fue un domingo por la tarde, o así lo creyó la gente, cuando una chispa fatal encendió la sucesión de predisposiciones hacia una dolencia cerebral que hasta ese momento había estado adormecida. Le habían permitido tomar té en la casa de un trabajador, el padre de una antigua criada. El sol se había puesto ya cuando regresó en compañía de esta criada por los prados que exhalaban vapores al haber sido el día muy caluroso. Desde ese día se encontró mal. Por fortuna, un niño en tales circunstancias no siente ansiedades. Yo miraba a los médicos como personas cuya natural misión consiste en curar enfermedades, así lo demanda su profesión, y los conocía sólo como privilegiados ex-officio para luchar contra el dolor y la enfermedad, así que nunca tuve dudas del resultado. Por supuesto que lamentaba que mi hermana tuviese que permanecer en la cama, e incluso lamenté aún más el oír sus quejidos. Pero esto sólo me parecía una noche mala que pronto sería borrada por el amanecer de un nuevo día. ¡Oh, momento de oscuridad y delirio en que una niñera me despertó de esa ilusión y arrojó en mi corazón el rayo de Dios de que mi hermana había de morir! Con razón se dice del último sufrimiento que no se puede recordar. [11] En si mismo, como una cosa recordable, es engullida en su propio caos. La anarquía y la confusión mentales se apoderaron de mí. Sordo y ciego, me hundí con la revelación. No deseo recordar las circunstancias de aquel tiempo, cuando mi agonía llegó a su paroxismo y el de la suya, en otro sentido, se estaba aproximando. Baste con decir que todo acabó pronto; y por fin llegó la mañana en que contemplé su rostro inocente, durmiendo el sueño del que no se puede despertar, ya mí me inundó una pena para la que no existe consuelo. El día después de la muerte de mi hermana, cuando el dulce templo de su cerebro aún no había sido profanado por el escrutinio humano, tracé un plan para volverla a ver una vez más. Por nada del mundo lo habría dicho, ni habría soportado que un testigo me acompañara. No había oído hablar nunca de sentimientos que llevaran el nombre de «sentimentales», ni había soñado con tal posibilidad. Pero la pena, incluso en un niño, odia la luz y se esconde de todas las miradas. La casa era grande, había dos escaleras, y sabía que por una de ellas, a eso del mediodía, cuando todo estuviera en silencio, podría deslizarme en su habitación. Creo que era exactamente mediodía cuando llegué a la puerta de la habitación; estaba cerrada, pero no se habían llevado la llave. Al entrar, cerré la puerta con tan­to sigilo que, aunque daba a un recibidor que abarcaba todos los pisos, ningún eco recorrió las silenciosas paredes. Me volví y busqué el rostro de mi hermana. Pero habían movido la cama, y ahora me daba la espalda. Mis ojos sólo encontraron una gran ventana abierta de par en par, a través de la cual se mostraba el sol estival del mediodía en todo su esplendor. El tiempo era seco, el cielo no tenía nubes, el azul del cielo parecía expresar el infinito, y no era posible para una mirada o para un corazón concebir símbolos más patéticos de la vida y del esplendor de la vida.

Permíteme hacer una pausa por un instante al aproximarme a un recuerdo tan doloroso y revolucionario para mi propia mente, y que (si acaso lo haga algún recuerdo terrenal) sobrevivirá para mí en la hora de la muerte. Quisiera recordar a algunos lectores, e informar a otros, que en el original de las Confesiones del opio me propuse explicar la razón[12] de por qué la muerte, caeteris paribus, afecta más en verano que en otras estaciones del año, al menos en lo que atañe a la modificación de elementos escénicos. La razón, como sugería allí, se encuentra en el antagonismo entre la redundancia tropical de la vida en verano y la oscura esterilidad de la tumba. Vemos el verano, y deambulamos por la tumba con nuestros pensamientos; el esplendor nos rodea, la oscuridad está en nuestro interior. Y los dos chocan frontalmente, cada uno exalta y pone de relieve al otro. Pero en mi caso había otra razón más sutil que explicaba por qué el verano tenía ese intenso poder de vivificar el espectáculo o los pensamientos de la muerte. Y, al recordarlo, con frecuencia me he visto confrontado con la importante verdad de que la mayoría de nuestros más profundos pensamientos y sentimientos llegan a nosotros mediante confusas combinaciones de objetos concretos, llegan a nosotros como involutas (si se me permite acuñar la palabra) de experiencias compuestas incapaces de ser desligadas, mucho más de lo que nos llegan directamente y en sus propias formas abstractas. En nuestra biblioteca infantil se encontraba una Biblia ricamente ilustrada. Y en largas y oscuras tardes, cuando mis tres hermanas y yo nos sentábamos cerca de la pantalla de la chimenea, no había un libro más requerido. Nos atraía y nos regía de una manera más misteriosa que la música. Una joven niñera, a quien todos queríamos, esforzaba su vista leyéndonos de ella antes de que encendieran las velas; y a veces, con ayuda de sus simples facultades, intentaba explicamos lo que encontrábamos oscuro. Nosotros, los niños, nos inclinábamos por temperamento a la introspección; la vacilante penumbra y los repentinos resplandores en la habitación iluminada por el hogar favorecían nuestro estado de ánimo, y también favorecían las divinas, revelaciones de poder y misteriosa belleza que nos causaban espanto. Sobre todo la historia de un hombre justo —de un hombre que era humano y, sin embargo, no lo era; que era real sobre todas las cosas y, sin embargo, impalpable como una sombra, y que había sufrido la pasión de la muerte en Palestina— dormía sobre nuestras mentes como la aurora sobre las aguas. La niñera sabía y nos explicaba las diferencias climáticas orientales y todas estas diferencias (como se puede advertir) se expresan en las grandes variedades de los veranos. Los cielos claros y luminosos de Siria, que parecían anunciar un verano eterno; discípulos que recogían el grano: eso tenía que ser verano; pero, sobre todo, el mismo nombre del Domingo de Ramos (un festival en la iglesia de Inglaterra) me emocionaba como un himno. «¡Domingo!», ¿qué era eso? Era el día de paz que ocultaba otra paz más profunda de lo que puede comprender el corazón del hombre. «¡Ramos!», ¿qué era eso? Ésa era una palabra equívoca: «ramos», en el sentido de trofeos, expresaba la pompa de la vida; «ramos», como producto de la naturaleza, expresaba las pompas del verano. Pero esta explicación aún no me satisfacía, no sólo me obsesionaban estas cosas por la paz y el verano, por el hondo sonido del sosiego bajo todo sosiego, y por la gloria ascendente, sino también porque Jerusalén estaba próxima a aquellas pro­fundas imágenes, tanto en el tiempo como en el espacio. Pero ¿qué era Jerusalén?, ¿la imaginaba como el omphalos de la tierra? Eso se había pretendido una vez de Jerusalén y una vez de Delfos, y las dos pretensiones se habían tornado ridículas cuando se conoció la forma del planeta. Sí, pero si no de la tierra, para los moradores de la tierra era Jerusalén el ompbalos de la mortalidad. ¿Cómo podía ser así, si los niños entendía­mos que en Jerusalén se había pisoteado la muerte? Cierto, pero precisamente a esa razón se debía que la mortalidad hubiese abierto su cráter más tenebroso. Pues allí había sucedido que el hombre se había elevado con alas del sepulcro, pero a la misma razón se debía que allí lo divino había sido engullido por el abismo: la estrella menor no podía salir antes de que la más grande se sometiese al eclipse. El verano, por tanto, había establecido por sí mismo un vínculo con la muerte, no sólo como un modo de antagonismo, sino mediante intrincadas relaciones con los sucesos y escenarios bíblicos.

Abandono esta digresión, que era necesaria en cierto sentido para el propósito de mostrar de qué inextricable manera quedaron enlazados mis sentimientos e imágenes de la muerte con el verano, para regresar a la habitación de mi hermana. De la espléndida luz del día me volví hacia el cuerpo. Allí yacía su dulce figura infantil, su rostro angélico y, como suele creer la gente, se dijo en la casa que sus rasgos no habían sufrido ningún cambio. ¿Ninguno? La frente es posible, la serena y noble frente podía seguir igual, pero los congelados párpados, la oscuridad que parecía desprenderse de ellos, los labios marmóreos, las manos rígidas en actitud de oración, como si repitieran las súplicas de la angustia final, ¿podía todo eso confundir­se con la vida? Si hubiese sido así, ¿por qué no me acerqué a esos labios celestiales con lágrimas y besos interminables? Pero no era así. Me detuve por un momento; sentí un temor reverente, no miedo, y, mientras permanecía así, comenzó a soplar un viento solemne, el más lastimoso que se haya podido oír. ¡Lastimoso! Eso es poco. Era un viento que había atravesado durante cientos de siglos los campos de la muerte. Desde entonces, muchas veces he notado en un día de verano, cuan­do el sol más calienta, el mismo viento que se levanta y toca el mismo acorde apagado, solemne, memnoniano[13], pero santo: en este mundo es el único símbolo audible de la eternidad. Y tres veces en mi vida he podido oír el mismo sonido en las mis­mas circunstancias, a saber, cuando permanecía entre una ventana abierta y un cadáver en un día de verano.

En ese instante, cuando mi oído captó esa vasta entonación eólica, al volver la mirada de la dorada plenitud de la vida, de las pompas y la gloria de los cielos en el exterior, y al depositarla sobre la escarcha que cubría el rostro de mi hermana, en ese mismo instante caí en trance. Una bóveda pareció abrirse en el cenit del cielo, un pozo infinito. Por él subí en espíritu como llevado por olas que también parecían recorrer eterna­mente el pozo y las olas parecían perseguir el trono de Dios, pero Éste también parecía huir de nosotros sin cesar. Me rechazaban el hielo, el hielo amenazador, un viento zarzagán de la muerte; dormí, no sé decir por cuánto tiempo; lentamente volví en mí mismo y me encontré de pie, como antes, próximo a la cama de mi hermana.

¡Oh[14], huida del solitario niño hacia el solitario Dios —huida del cuerpo arruinado hacia el trono que no puede conocer la ruina—, cuánta verdad ocultabas para los años venideros! Rapto de pena que, siendo demasiado fuerte para que lo soporte un niño, encontraste un feliz olvido en un sueño inspirado por los cielos, y en ese sueño se escondía otro sueño, cuyos significados yo intentaba descifrar con lentitud transcurridos los años, cuando de repente sobre mí re cayó una nueva luz; y bastó la pena de un niño, como te mostraré, lector, más adelante, para refutar las falsedades de los filósofos[15]. En las Confesiones del opio me ocupé algo del extraordinario poder relacionado con el opio (después de un largo consumo) para amplificar las dimensiones del tiempo. También amplifica el espacio hasta alcanzar grados espantosos. Pero es en el tiempo en el que el opio ejerce con prioridad su extraordinario y multiplicador efecto. El tiempo se torna infinitamente elástico, extendiéndose hasta tales términos inconmensurables y evanescentes que parece ridículo querer describirlo con expresiones propias de la vida humana. Al igual que los campos de estrellas se miden con los diámetros de la órbita de la Tierra o de Júpiter, así al medir el tiempo virtual vivido durante algunos sueños, la medida con generaciones es ridícula, con milenios es ridícula, con eones, diría, si eones fuesen más precisos, que también sería ridícula. En esta peculiar ocasión, sin embargo, en mi vida ocurrió el fenómeno completamente inverso. Pero ¿por qué hablar de él en conexión con el opio? ¿Acaso un niño de seis años de edad ha podido estar bajo su influencia? No, simplemente porque invierte con exactitud la operación del opio. En vez de un breve intervalo expandiéndose en uno vasto, en esta ocasión uno largo se había contraído en un minuto. Tengo razones para creer que uno muy largo había transcurrido durante esa divagación o suspensión de mi mente. Cuando volví en mí mismo, se oyó una pisada (o así lo imaginé) en la escalera. Me sobresalté, pues creía que si alguien me descubría se tomarían medidas para impedir que regresase. Así pues, besé deprisa los labios que ya no volvería a besar y desaparecí de la habitación con los sigilosos pasos de un culpa­ble. De esta manera concluyó la visión, el más encantador entre todos los espectáculos que me ha brindado la tierra; así quedó interrumpida la despedida que debería haber durado para siempre; así quedó manchada por el miedo la despedida consagrada al amor y a la pena, al perfecto amor y a la perfecta pena.

¡Oh, Ahasvero, judío eterno![16], seas fábula o no, cuando comenzaste tu eterno peregrinaje de dolor, cuando saliste por las puertas de Jerusalén, tratando en vano de huir de la maldición que te perseguía, con certeza no pudiste leer tu condena a la aflicción en los presentimientos de tu mente angustiada mejor de lo que yo pude cuando salí para siempre de la habitación de mi hermana. El gusano estaba en mi corazón y, limitándome a esa fase de mi vida, puedo decir: el gusano que no muere. Pues si, cuando me encontré en el umbral de la madurez, dejé de sentir esos perpetuos dolores, se debió a la vasta expansión del intelecto, se debió a nuevas esperanzas, a nuevas necesidades y al ardor de la sangre juvenil, que me habían transformado en una nueva criatura. Por algún sutil vínculo, que no podemos percibir, el hombre es, sin duda, uno desde el recién nacido hasta el viejo decrépito, pero en lo concerniente a los muchos sentimientos y pasiones que inciden en su naturaleza en diferentes fases, él no es uno; la unidad del hombre a este respecto sólo se extiende a la fase particular a la que pertenece la pasión. Algunas pasiones, como el amor sexual, son celestiales en una parte de su origen, animal y terrenal en la otra. Éstas no sobrevivirán su propia fase. Pero el amor, que es enteramente santo, como el existente entre dos niños, volverá con destellos a visitar el silencio y la oscuridad de los viejos tiempos, y yo repito mi convicción de que, a menos que lo prohíba el dolor físico, esa experiencia final en la habitación de mi hermana, o alguna otra que afectara a su inocencia, surgirá de nuevo para mí con el fin de iluminar la hora de la muerte.

Al día siguiente al que he recordado, vino un cuerpo médico a examinar el cerebro y la naturaleza particular de la dolencia, pues en algunos de sus síntomas había presentado extrañas anomalías. Tal es la santidad de la muerte, y en especial de la muerte de una niña inocente, que ni siquiera gente dada al chismorreo habla sobre ella. En consecuencia, no supe nada del propósito que había convocado a esos cirujanos, ni sospechaba los crueles cambios que iban a producir en la cabeza de mi hermana. Mucho tiempo después asistí a un caso parecido; inspeccioné el cadáver (era el de un bello joven de dieciocho años de edad, fallecido por la misma causa) una hora después de que los cirujanos hubiesen dejado su cerebro en ruinas, pero el deshonor de este reconocimiento quedaba oculto por vendas y no había perturbado el reposo del semblante. Así pudo haber sido en este caso, pero, si no lo fue, estoy contento de haberme ahorrado la conmoción de haber contemplado esa marmórea imagen de paz, congelada y rígida como estaba, alterada por imágenes que la desfiguraban. Algunas horas después de que los extraños se hubiesen retirado, volví a la habitación, pero la puerta estaba cerrada, se habían llevado la llave, y me dejaron afuera para siempre.

Luego vino el funeral. Por decoro, tuve que asistir. Me pusieron en un carruaje con algunos caballeros a quienes no conocía. Fueron amables conmigo, pero, naturalmente, se dedicaron a hablar de cosas ajenas a la ocasión, y su conversación fue un tormento. En la Iglesia, me dijeron que llevara un pañuelo blanco a mis ojos. ¡Vana hipocresía! ¿Qué necesidad tenía de máscaras y burlas aquel a quien se le muere el corazón en el interior con cada palabra que escucha? Durante la parte del servicio que se celebraba en la Iglesia, hice un esfuerzo por atender, pero me hundía continuamente en mi propia oscuridad solitaria y escuché con escasa consciencia, excepto algunos versículos aislados de los sublimes capítulos de San Pablo, que en Inglaterra siempre se leen en los funerales. Y aquí advierto un profundo error de nuestro presente ilustre Laureate. Cuan­do escuché aquellas terribles palabras —pues terribles eran para mí—: «se siembra en corrupción, se resucita incorrupto; se siembra en deshonor, se resucita glorificado», tal fue el rechazo que sentí que podría haber gritado: «¡Oh, no, no!», si no me hubiese frenado la presencia del público en esa ocasión. En años posteriores, reflexionando sobre esta rebelión de mis sentimientos, la cual, siendo la voz de la naturaleza en un niño, debe ser tan verdad como cualquier mera opinión de un niño sea probablemente falsa, comprobé enseguida la inexactitud de un pasaje en La excursión. No tengo el libro aquí, pero recuerdo perfectamente la idea. Mr. Wordsworth arguye que, si no fuera por la fe tan insegura con que la gente cree en el estado beatífico después de la muerte de las personas a quienes lloran, no se podría encontrar a nadie tan egoísta que deseara, ni siquiera en secreto, la restauración en la tierra de un ser amado. Una madre, por ejemplo, nunca podría soñar con desear vivamente a su hijo, y llamarlo secretamente para que regresara a ella de los brazos de Dios, si realmente estuviese convencida de que realmente estaba en esos brazos. Pero esto yo lo niego de manera terminante. Tomemos mi propio caso, cuando escuché aquellas terribles palabras de San Pablo aplica­das a mi hermana, a saber, que ella resucitaría en un cuerpo espiritual; nadie puede suponer que el egoísmo, o cualquier otro sentimiento que no fuera el de un amor agonizante, causó la rebelión de mi corazón contra ellos. Yo sabía ya que ella retornaría plena de belleza y poder. No lo escuchaba por primera vez. Y ese pensamiento, sin duda, hizo mi pena aún más sublime y también más profunda. Pues aquí reside el quid de la cuestión, en las palabras fatales «seremos transformados». ¿Cómo se preservaría la unidad de mi interés en su dulce semblante, si ella iba a transformarse y a no reflejar más en su dulce semblante los rasgos esculpidos en mi corazón? Que un mago le pregunte a cualquier mujer si permitiría que él mejorase a su hijo, que lo transformase incluso de su deformidad en una perfecta belleza, si eso se debiera hacer al precio de su identidad, y no habría madre que no rechazara su proposición con horror o, para tomar un caso que ha ocurrido en la actualidad, si unos gitanos robaron a una madre a su hijo de dos años, y el mismo hijo le fuera devuelto con veinte, ya un joven adulto, pero separado como por un sueño, como si hubiese sido de muerte, de todos los recuerdos que pudieran restaurar los vínculos rotos de su una vez tierna conexión, ¿no seguirá ella sintiéndose desconsolada y no se sentirá su corazón defraudado? Sin duda alguna. Ninguno de nosotros pide a Dios algo mejor de lo que hemos perdido, pedimos lo mismo, incluso con sus faltas y debilidades. Es cierto que la persona apesadumbrada también cambiará, pero habrá de ser con la muerte. Y una perspectiva tan remota como ésa, y tan ajena a nuestra presente naturaleza, no nos puede consolar de una aflicción que no es remota sino actual, que no es espiritual, sino humana.

Por último llegó el magnífico oficio que la Iglesia de Inglaterra celebra al lado de la tumba. Allí se exhibe una vez más, y por última, el féretro. Todas las miradas recorren la inscripción que contiene el nombre, el sexo, la edad, y el día de su despedida de la tierra, ¡qué informaciones tan inútiles!, y la arrojan en la oscuridad como mensajes dirigidos a los gusanos. Ya casi al final del todo llega el simbólico ritual, en que se des­garra y estremece el corazón con las descargas cerradas, estruendo tras estruendo, de la artillería del dolor. Se baja el féretro a su hogar, desaparece de la vista. El sacristán está pre­parado con su paletada de tierra y los guijarros. La voz del sacerdote se oye una vez más: tierra a la tierra, y vuelven a oírse las letales palabras: polvo al polvo, y la salva de despedida anuncia que la tumba —el ataúd—, el rostro, han quedado sellados para siempre.

¡Oh, dolor! Formas parte de las pasiones que deprimen. Y cierto es que humillas hasta el polvo, pero también exaltas has­ta las nubes. Nos estremeces con escalofríos, pero también nos fortaleces como el hielo. Enfermas el corazón, pero también curas nuestras debilidades. Entre las mías destacaba una mórbida sensibilidad de vergüenza. Y diez años después solía reprocharme a mí mismo esta debilidad, suponiendo el caso en que, si me hubiese correspondido buscar ayuda para una criatura agonizante, y que yo podría haber obtenido dicha ayuda tan sólo afrontando a un amplio grupo de rostros críticos y despectivos, tal vez habría rehuido el deber. Es cierto que nunca se había presentado un hecho parecido, y que acusarme de una cobardía semejante no era más que una fantasía casuística. Pero sentir una duda era sentir una condenación, y el crimen que podría haber sido era en mis ojos el crimen que había sido. Ahora, sin embargo, todo había cambiado; y en todo lo que se refería a la memoria de mi hermana, en una hora yo había recibido un nuevo corazón. Una vez en Westmoreland presencié un caso que me lo recordó. Vi a una oveja que de repente abjuró de su propia naturaleza en un servicio de amor; sí, mudó por completo de piel, como una serpiente habría mudado la suya. Su cordero había caído en una profunda zanja, de la que no tenía ninguna posibilidad de salir sin la ayuda del hombre. Y ella avanzó valiente hacia un hombre, balando todo lo fuerte que podía, hasta que la siguió y rescató a su hijo amado. No menor fue el cambio que se produjo en mí mismo. Cincuenta mil rostros burlones no me habrían impedido ningún servicio de ternura hacia la memoria de mi hermana. Diez legiones no me habrían impedido que la buscara, si había una oportunidad de encontrarla. ¡Burlas!, conmigo era perder el tiempo. ¡Reírse de mí, como lo hizo alguno que otro! Yo despreciaba sus risas. Y cuando se me dijo de manera insultante que dejara de llorar como una niña, la palabra «niña» no podía herir­me salvo como un eco verbal del único pensamiento eterno de mi corazón: esa niña era lo más dulce que yo, en mi corta vida, había conocido; que había sido una niña la que había coronado la tierra con belleza, y había abierto a mi sed fuentes de puro amor celestial, de las que, en este mundo, no iba a beber más.

Es interesante observar hasta qué punto todos los sentimientos profundos coinciden en buscar la soledad y se ven asimismo fomentados por la soledad. Una pena profunda, un amor profundo, con qué naturalidad se alían ellos mismos con el sentimiento religioso; y los tres, el amor, la pena, la religión, anhelan lugares solitarios. El amor, la pena; la pasión del arrobamiento, o el misterio de la devoción, ¿qué serían sin la soledad? Todo el día, cuando no me resultaba imposible hacerla, buscaba los rincones más apartados en el terreno que rodeaba a la casa, o en los campos vecinos. El terrible silencio que ocasionalmente invadía el mediodía estival, cuando no soplaba ningún viento, el silencio asombroso de tardes grises y neblinosas, ejercía en mí una fascinación mágica. Contemplaba los bosques o el aire desierto como si en ellos pudiese encontrar algo de consuelo. Mi mirada inquisitiva fatigaba los cielos. Los atormentaba con mi obstinada actitud escrutadora, recorriéndolos con los ojos y buscando en ellos para siempre un rostro angélico que quizá pudiera obtener permiso para revelarse a sí mismo por un momento. La facultad de formar imágenes en la distancia a partir de distintos elementos, agrupándolos según los deseos del corazón, ayudado por un ligero defecto visual, se incrementó en aquel tiempo. Y recuerdo ahora un ejemplo de esa clase, que puede mostrar cómo meras sombras, o un resplandor, o nada en absoluto, pueden suministrar la base suficiente para esta facultad creativa. Los domingos por la mañana siempre me llevaban a la Iglesia: era una Iglesia del estilo antiguo y natural en Inglaterra, con sus naves, galerías, órgano, todas las cosas antiguas y venerables, y de proporciones majestuosas. Aquí, mientras la congregación se arrodillaba durante la larga letanía, siempre que llegábamos a ese pasaje, tan bello entre muchos otros que son así, donde se suplica a Dios «que ayude a las personas enfermas ya los niños», y que «se apiade de todos los prisioneros y cautivos», yo lloraba en secreto y elevando mis ojos hacia los ventanales de las galerías, en días en que brillaba el sol, veía un espectáculo tan conmovedor como el que nunca vieran los profetas. Los laterales de los ventanales estaban enriquecidos con vidrieras historiadas; la luz dorada se filtraba a través de los profundos púrpuras y carmesíes, blasones de celestial iluminación se mezclaban con blasones terrenales de lo que es más grande en el hombre. Allí estaban los apóstoles que, impulsados por un amor celestial al hombre, habían pisoteado las glorias de la tierra. Allí estaban los mártires que habían dado testimonio de su fe en las llamas, en los tormentos, y ante ejércitos de feroces rostros insultan­tes. Allí estaban los santos que, bajo intolerables torturas, habían glorificado a Dios sometiéndose con mansedumbre a su voluntad. Y todo el tiempo mientras duraba ese tumulto de recuerdos sublimes, como los hondos acordes de un acompañamiento de bajo, veía a través del amplio campo central de la ventana, donde el cristal era incoloro, blancas nubes algodonosas flotando sobre el azul del cielo; ya fuera nada más que un fragmento o un jirón de una de esas nubes, inmediatamente, para mis ojos invadidos por una pena anhelante, crecía y se convertía en una visión de lechos con blancos cortinajes de linón; y en esos lechos yacían niños enfermos, niños agonizan­tes, que se agitaban por la angustia y lloraban clamorosamente por la muerte. Dios, por alguna razón misteriosa, no podía liberarlos enseguida del dolor, pero permitía que los lechos ascendiesen a las regiones aéreas; así, lentamente, sus brazos descendían de los cielos para que Él y sus niños, a quienes bendijo en Judea para siempre, pudieran reunirse antes con Él, aunque tenían que pasar lentamente por el terrible abismo de la separación. Estas visiones se mantenían por sí mismas. Estas visiones no necesitaban que ningún sonido me hablara o que la música moldeara mis sentimientos. Bastaba con la sugestión de la letanía, el fragmento de la nube y las vidrieras historiadas. Pero no por eso los tumultuosos acordes del órgano dejaban de forjar sus propias creaciones separadas. Y con frecuencia, cuan­do el poderoso instrumento arrojaba sus vastas columnas sonoras, plenas de fuerza pero melodiosas, sobre las voces del coro —elevándose en arcos, superando y avasallando la parte vocal, y concentrando mediante la violencia la tempestad en una unidad—, a veces me parecía pasear triunfalmente sobre esas nubes que hacía tan poco había visto como signos de una pena rendida e incluso como ministros de la pena en sus creaciones; sí, a veces bajo la transfiguración de la música sentía[17] que mi propia pena era un carro de fuego para elevarme victoriosamente sobre las causas de ese dolor.

Me refiero tanto a los sentimientos, las ideas o las ceremonias de la religión porque nunca ha habido una pena profunda ni una filosofía profunda que no se haya mezclado íntimamente en muchos puntos con una profunda religión. Pero pido al lector que comprenda que yo no era, ni podía ser, un niño entrenado para hablar de religión, y aún menos para hablar de ella de una manera controvertida o polémica. Horrible es la imagen que a veces encontramos en los libros de niños discutiendo sobre doctrinas del cristianismo, e incluso enseñando a sus mayores los límites y distinciones entre una doctrina y otra. Y con frecuencia me ha llenado de asombro que las dos cosas que Dios hizo más hermosas entre sus obras, a saber, la infancia y la religión pura, al ser sometidas a principios erró­neos por el desvarío de los hombres, anulan recíprocamente sus respectivas bellezas e incluso llegan a formar una combinación odiosa. La religión se convierte en necedad y el niño en un hipócrita. La religión se transforma en jerga y el niño inocente en un mentiroso impenitente [18], Dios, no lo dudemos, se preocupa de la religión de sus niños dondequiera que exista su cristianismo. Dondequiera que se haya establecido una Iglesia nacional, en la cual un niño sepa que acuden sus amigos; dondequiera que vea a las personas que respeta postrándose periódicamente ante esos infinitos cielos que llenan hasta desbordarse su joven corazón ardiente; dondequiera que vea el sueño de la muerte cayendo a intervalos sobre hombres y mujeres que él conoce, profundidad insondable para la sonda de su mente, así como los cielos que se elevan más allá de sus fuerzas para seguirlos: en estos lugares no te preocupes más por la religión de un niño que de la manera en que se disponen los lirios del campo o en la que los cuervos alimentan a sus crías.

Dios habla también a los niños en sueños y mediante los oráculos que se ocultan en la oscuridad. Pero sobre todo en la soledad, a la que otorgan una voz las verdades y oficios de una Iglesia nacional, es donde Dios celebra su «comunión serena» con los niños. La soledad, aunque silenciosa como la luz, es, como ella, la más poderosa de las fuerzas, pues la soledad es indispensable para el hombre. Todos los seres humanos vienen solos a este mundo, todos lo abandonan solos. Hasta un niño pequeño tiene la conciencia temerosa y susurrante de que si es llamado a viajar a la presencia de Dios, a ninguna amable niñera se le permitirá llevarle de la mano, ni a ninguna madre llevar­lo en sus brazos, ni a ninguna hermana pequeña acompañarle para que comparta sus estremecimientos. Tanto el rey como el sacerdote, el guerrero y la dama, el filósofo y el niño, todos deben caminar solos por esas poderosas galerías. La soledad, por tanto, que en este mundo consterna o fascina al corazón infantil, no es más que el eco de una soledad más profunda que ya ha atravesado, y de una soledad aún más profunda, por la cual ha de pasar: reflejo de una soledad, prefiguración de otra.

¡Oh, carga de la soledad, que pesas sobre el hombre durante todas las fases de su existencia —en su nacimiento, que ha sido; en su vida, que es; en su muerte, que será—, poderosa e indispensable soledad, que fuiste, que eres, y serás!: tú que te ciernes, como el espíritu de Dios moviéndose por la superficie de las profundidades, sobre cada corazón que reposa en las cunas de la Cristiandad. Como el vasto laboratorio del aire, el cual, pareciendo que no es nada, o menos que la sombra de una sombra, oculta en sí mismo los principios de todas las cosas; la soledad es para un niño el espejo de Agripa del universo desconocido. Profunda es la soledad en la vida de millones y millones de cuyos corazones brota el amor, pero que no tienen a nadie que los ame. Profunda es la soledad de aquellos que, con penas secretas, no tienen a nadie que se compadezca de ellos. Profunda es la soledad de quienes, luchando contra las dudas y las tinieblas, no tienen a nadie que les aconseje. Pero más profunda que la más profunda de estas soledades es la que se cierne sobre la infancia y que a veces trae la soledad final que vela sobre ella y que la espera en las puertas de la muerte. Lector, te digo una verdad y después te convenceré de esta verdad: que para un niño griego la soledad no era nada, pero que para un niño cristiano se ha convertido en el poder de Dios y en el misterio de Dios. ¡Oh, poderosa e indispensable soledad, que fuiste, eres y serás, tú, encendida por la antorcha de las revelaciones cristianas, y ahora transfigurada para siempre, y que has pasado de ser una pura negación a ser un secreto jeroglífico de Dios, y que revelas oscuramente en los corazones de la infancia la más oculta de sus verdades!