UNA SECUELA DE LAS CONFESIONES DE UN INGLÉS COMEDOR DE OPIO.[1]
NOTA INTRODUCTORIA.
En 1821, como una contribución a una publicación periódica —en 1822 como un volumen separado— aparecieron las Confesiones de un inglés comedor de opio. Con esta obra me proponía revelar algo de la grandeza que pertenece potencialmente a los sueños humanos. Cualquiera que sea el número de aquellos en quienes se pueda suponer esta facultad de soñar, podemos afirmar con seguridad que no son muchos los que la han desarrollado. Quienes hablan de bueyes; es probable que sueñen con bueyes, y la condición de la vida humana, que subyuga a una mayoría tan vasta con una experiencia diaria tan alejada de la elevación intelectual, con frecuencia neutraliza el tono de grandeza en la reproductiva facultad de soñar, incluso para aquellos cuyas mentes están pobladas de imágenes solemnes. Para soñar habitualmente de una manera extraordinaria, un hombre debe sentir una inclinación, por decirlo así, vocacional, por la vida contemplativa. Esto para empezar; pero incluso esto, donde se da con fuerza, queda demasiado perturbado por la intensa agitación de nuestra actual vida inglesa. En este mismo año de 1845, la sucesión durante cincuenta años de poderosas revoluciones en los reinos de la tierra, el continuo desarrollo de vastos agentes físicos —el vapor en todas sus aplicaciones, la luz como esclava del hombre[2], poderes que promueven la educación y la aceleración de la prensa, poderes infernales (como podría parecer, pero que también son celestiales) y las fuerzas de la destrucción— hacen que se confunda la mirada del observador más tranquilo; el cerebro se ve presionado, como si la envidia de seres fantasmales se moviera a nuestro alrededor y se torna evidente que, a menos que se pueda frenar este furioso paso con el que se avanza (algo que no se puede esperar) o, lo que es más probable, que se pueda sosegar por fuerzas opuestas de una magnitud equivalente, fuerzas en la dirección de la religión o de la filosofía profunda, que compensen de manera centrífuga ese torbellino de vida tan peligrosamente centrípeto hacia el vórtice de lo meramente humano, la natural tendencia de tan caótico tumulto, abandonada a sí misma, no podrá ser otra que el mal; para algunas mentes, significará la demencia; para otras, una suerte de torpor físico. En qué medida esta feroz condición de prisa continua, sobre un escenario exclusivamente humano en sus intereses, podrá derrotar la grandeza que está latente en todos los hombres, se puede comprobar en el efecto común de vivir constantemente en sociedad. La palabra disipación, en uno de sus empleos, expresa ese efecto; la acción de pensar y de sentir se ve disipada y dilapidada en demasía. Concentrarlas en hábitos meditativos es una necesidad sentida por personas reflexivas que se retiran de vez en cuando de las multitudes. Nadie podrá desarrollar las capacidades de su propio intelecto sin exponer su vida a la soledad. Cuanta más soledad, más poder o, si no es verdad lo dicho con una expresión tan rigurosa, la sabia regla de la vida es indudable que debe aproximarse a ella.
Entre las facultades del hombre que sufren con esta vida demasiado intensa de los instintos sociales, ninguna sufre más que la de soñar. Que nadie piense que esto es una bagatela. El mecanismo para soñar implantado en el cerebro humano no se implantó sin ningún propósito. Esta facultad, en alianza con el misterio de la oscuridad, es el vínculo mediante el cual el hombre se comunica con lo intangible. Y el órgano del sueño, en conexión con el corazón, el ojo y el oído, forma el magnífico aparato que constriñe el infinito en las cámaras de un cerebro humano, y arroja oscuros reflejos, desde las eternidades ocultas en toda vida, en los espejos de la mente dormida.
Pero esta facultad sufre por la decadencia de la soledad, que se está tornando una idea visionaria en Inglaterra; por otra parte, es cierto que algunos agentes físicos pueden apoyar y apoyan la facultad de soñar casi de manera preternatural. Entre ellos se encuentra el intenso ejercicio, hasta cierto punto, al menos, y para algunas personas, pero sobre todos está el opio, que realmente parece poseer un poder específico en esa dirección; no tan sólo para intensificar los colores del decorado onírico, sino para intensificar sus sombras y, ante todo, para fortalecer el sentido de sus terribles realidades.
Las Confesiones del opio fueron escritas con un segundo propósito de exponer el poder específico del opio en cuanto a su facultad de estimular los sueños, pero mucho más con el propósito de desarrollar esa facultad; y el plan de la obra iba por ese camino. Supongamos que un lector, familiarizado con el verdadero objeto de las Confesiones, como aquí lo he manifestado, esto es, la revelación de los sueños, plantease estas preguntas:
«¿Pero cómo logró soñar de una manera más espléndida que los demás?».
La respuesta habría sido: «Porque (praemissis praemittendis) tomé excesivas cantidades de opio».
En segundo lugar, supongamos que pregunte: «¿Pero cómo llegó a tomar excesivas dosis de opio?».
La respuesta a esto sería: «porque algunos sucesos tempranos en mi vida dejaron una debilidad en un órgano que requería (o parecía requerir) ese estimulante».
Así, puesto que los sueños producidos por el opio no siempre se podían entender sin un conocimiento de esos Sucesos, fue necesario relatarlos. Ahora bien, estas dos cuestiones y sus respuestas muestran la ley de la obra, es decir, el principio que determinaba su forma, pero precisamente en un orden inverso o regresivo. La obra en sí misma comienza con la narración de mis primeras aventuras. Éstas, en el orden natural de sucesión, condujeron al opio como un medio para curar sus consecuencias, y el opio condujo de forma natural a los sueños. Pero en el orden sintético de presentar los hechos, lo que estaba al final en la sucesión del desarrollo se encontraba en primer lugar en el orden de mis propósitos.
Al final de ese breve escrito, al lector se le decía que yo había dominado la tiranía del opio. La verdad es que dos veces. La logré dominar en el segundo de los casos mediante esfuerzos aún más prodigiosos que en el primero. Pero en ambos cometí un error. No relacioné la abstinencia del opio —tan difícil de resistir en cualquier circunstancia— con la enorme exigencia de ejercicio que (como había aprendido desde entonces) es el único recurso para hacerla perdurable. Pasé por alto, en aquellos días, el único sine qua non para hacer permanente el triunfo. Dos veces me hundí… dos veces volví a levantarme. Me hundí una tercera vez, en parte por la causa mencionada (el descuido del ejercicio), en parte por otros motivos, con los que ahora no merece la pena molestar al lector. Podría moralizar si quisiera, y tal vez moralice el lector, lo quiera yo o no. Pero, mientras tanto, ninguno de los dos está propiamente familiarizado con las circunstancias del caso; yo, por un prejuicio natural, no estoy del todo familiarizado; y él (con su permiso) de ningún modo.
Durante esta tercera postración ante el oscuro ídolo, y después de algunos años, comenzaron a surgir lentamente nuevos y monstruosos fenómenos. Por un tiempo no les presté atención considerándolos accidentes o los palié con los remedios que conocía. Pero cuando ya no pude ocultarme más que esos terroríficos síntomas podían intensificarse para siempre, con un paso firme, solemne y ascendente, emprendí, con un sentimiento de pánico, la retirada por tercera vez. Pero apenas había comenzado a desandar lo andado, cuando me di cuenta de que era imposible. Con las imágenes de mis sueños, que traducían todas las cosas en su propio lenguaje, vi a través de largas avenidas de penumbra aquellas elevadísimas puertas de entrada que hasta ese momento siempre habían parecido estar abiertas y que ahora, adornadas con un crespón de luto, se cerraban ante mi retroceso.
Como algo aplicable a esta tremenda situación (la situación de alguien que escapa de algún torbellino que ruge ante él en la distancia dejándose llevar por una corriente, y que de pronto descubre que esa corriente no es más que una contracorriente que gira en torno al mismo torbellino) siempre recuerdo un incidente asombroso en una novela moderna. Una dama abadesa de un convento, sospechosa de inclinaciones protestantes, y ya carente de un poder efectivo, encuentra a una de sus monjas (de quien sabe que es inocente) acusada de una ofensa que acarrea los más terribles castigos. La monja será emparedada viva si es juzgada culpable, y no hay posibilidad de que no lo sea, pues la evidencia contra ella es contundente, a menos que se dé a conocer algo que no puede darse a conocer, y los jueces son hostiles. Todo acontece según los dictados que establecen los temores del lector. Los testigos testimonian, se emite la sentencia y sólo queda la ejecución. En este momento crítico, la abadesa, alarmada demasiado tarde, piensa que, de acuerdo con las formalidades, quedará una única noche durante la cual no se podrá sacar a la prisionera de su jurisdicción. Esa noche, por tanto, la empleará, corriendo todos los riesgos, para salvar a su amiga. A medianoche, cuando todo el convento está en silencio, la dama avanza por los corredores que conducen a las celdas de los prisioneros. Bajo el hábito esconde una llave maestra. Como con ella puede abrir todas las puertas ya anticipa el sentimiento de alegría de ver a su amiga libre y en sus brazos. En cuanto ha alcanzado la puerta, divisa un objeto oscuro, levanta su lámpara y, asomándose en la entrada, descubre el estandarte fúnebre del Santo Oficio y los negros ropajes de sus inexorables oficiales[3].
Comprendo que, en una situación como ésta, suponiéndola real, la dama abadesa no mostraría ninguna señal de consternación o de horror. El caso va más allá. El sentimiento que acompaña a la súbita revelación de que todo está perdido, surge silencioso en el corazón, es demasiado profundo para gestos o para palabras, y ninguna parte de él aflora al exterior. Si la ruina fuese condicional, o si fuera dudosa en algún punto, sería natural la manifestación de sentimientos y la búsqueda de simpatía. Pero cuando se entiende que la ruina es absoluta, allí donde la simpatía ya no puede traer consuelo y no se puede esperar ningún consejo, el caso es otro muy distinto. La voz perece, los gestos se congelan y el espíritu del hombre huye hacia su propio centro. Yo, al menos, al ver esas espantosas puertas con las colgaduras de la fatalidad, como de una muerte ya pasada, no hablé, ni me sobresalté, ni gemí. Un profundo suspiro surgió de mi corazón y callé durante días.
Ahora me propongo informar de esta tercera fase o fase final, del opio, en cuanto difiere de las otras en algo más que en su grado. Pero surge un escrúpulo acerca de la correcta interpretación de estos síntomas finales. En otra parte he explicado que no era mi propósito, y por qué no era mi propósito, advertir a otros comedores de opio. No obstante, como algunas personas pueden usar el informe en ese sentido, se convierte en asunto de interés asegurarse de en qué medida, con el mismo exceso, otros comedores de opio podrían caer en la misma situación. No me refiero a poner de manifiesto una idiosincrasia únicamente mía. Es posible que toda persona tenga su propia idiosincrasia. En algunas cosas, indudablemente, las tiene. Pues ninguna persona se parece a otra hasta tal punto que no difiera en rasgos innumerables de su naturaleza interior. Pero no me estoy refiriendo tanto a peculiaridades de temperamento o de constitución, como a circunstancias peculiares e incidentes por los cuales pasó mi experiencia particular. Algunos de ellos eran de tal naturaleza como para alterar todo mi estado mental. Grandes convulsiones —cualquiera que fuese su causa, ya por la conciencia, por el miedo, por la pena, por la lucha de la voluntad—, a veces, al pasar, no se llevaban consigo los cambios que habían originado. Nadie debe ni puede informar de todas las agitaciones de esta magnitud por las que ha tenido que pasar en su vida. Pero hubo una que afectó a mi infancia y que constituyó una excepción privilegiada, y privilegiada por ser una comunicación apropiada para oídos extraños porque, aunque relacionada con el sí mismo de una persona, es un sí mismo tan desplazado de su presente sí mismo como para no albergar ningún sentimiento de delicadeza o de reserva. También es privilegiada como un objeto apropiado para la simpatía del narrador. Un adulto simpatiza consigo mismo en la infancia porque él es el mismo, y porque (siendo el mismo), sin embargo, no es el mismo. Reconoce la profunda, misteriosa identidad entre él mismo, como adulto y como niño, por el motivo de su simpatía y, no obstante, con su acuerdo general y necesidad de acuerdo, siente la diferencia entre sus dos sí mismos como el principal avivador de su simpatía. Lamenta las debilidades que emergieron en su joven precursor, y que quizá él ahora no comparte; mira con indulgencia los errores del entendimiento, o las limitaciones de perspectivas que hace tiempo ya ha superado; y a veces, también, honra en el niño esa rectitud de voluntad que, sometida a algunas tentaciones, desde entonces ha encontrado tan difícil de mantener.
El caso particular al que me refiero en mi propia niñez fue un caso de pena irresistible; una prueba, en efecto, más severa de la que mucha gente en cualquier edad está destinada a soportar. La relación con que se encuentra ese caso con mi última experiencia del opio es la siguiente: aquellas vastas nubes de sombría grandeza que poblaron mis sueños en todas las fases del opio, y que crecieron en la más negra de las miserias en la última, ¿no derivaron en parte de esa experiencia infantil? Es cierto que debido a la esencial soledad en que transcurrió mi infancia, a la hondura de mi sensibilidad, a la exaltación de un intelecto prematuramente desarrollado, resultó que la terrorífica pena que yo sufrí, me condujo a unos mundos de muerte y de oscuridad que nunca se han vuelto a cerrar, y de los que se puede decir que yo ascendía y descendía a voluntad, según mi estado de ánimo. Algunos de los fenómenos desarrollados en mi escenario onírico, es indudable, no hicieron más que repetir las experiencias de la niñez, mientras que otros parecen haber surgido como germinaciones de semillas plantadas en aquel tiempo.
Los motivos, por tanto, para anteponer un «pasaje» de mi infancia a este espantoso testimonio del exceso de opio son: en primer lugar, que, en su colorido, armoniza con este testimonio y, por tanto, está relacionado con él al menos en el ámbito sentimental; en segundo lugar, que posiblemente fue en parte el origen de algunos rasgos contenidos en este testimonio, y en esa medida está relacionado con él por lógica; en tercer lugar, siendo el asalto final del opio de una naturaleza que requiere la atención de los médicos, es importante despejar todas las dudas y todos los escrúpulos que puedan ocultarse en la raíz de esa enfermedad. ¿Fue el opio, o fue el opio en combinación con algo más, lo que desató esas tormentas?
Algún lector cínico objetará que para este último propósito habría bastado con establecer el hecho sin relatar in extenso los particulares de este caso en la infancia. Pero el lector más amable (pues un lector arisco siempre es un mal crítico) tendrá una opinión mejor y se dará cuenta que no se informa del caso para enumerar los simples hechos, sino porque estos hechos se mueven a través de una multitud de pensamientos o sentimientos naturales: algunos en el niño que sufre, otros en el hombre que relata, pero todos son interesantes en tanto que están relacionados con objetos solemnes. Entretanto, la objeción del crítico mohíno me recuerda una escena que se produce a veces en los lagos ingleses. Imagínate un enérgico turista que declara en todas partes que él sólo ha venido a ver los lagos. No tiene ninguna ocupación, no está buscando a ningún deudor, sino que simplemente se encuentra a la búsqueda de lo pintoresco. Y este hombre implora a cada posadero que le diga «por su honor» y con veracidad, si es que aspira a tener paz en la tierra, cuál es el camino más corto para llegar a Keswick. Pero no queda contento y cada vez que se encuentra con algún postillón —téngase en cuenta que los postillones de Westmoreland siempre bajan volando las colinas sin frenar— nuestro hombre pintoresco se quita los lentes, interrumpe su carrera furiosa, para a cuatro caballos ya dos postillones, con el riesgo de romper seis cuellos y veinte patas, y les pide que le informen de si está tomando el camino más corto. Por último, descubre mi indigna presencia en el camino y, al instante, deteniendo su equipaje volante, demanda de mí (que él supone un académico y un hombre de honor) si no existe la posibilidad de que haya un camino más corto a Keswick. Ahora bien, la respuesta que emiten los labios del posadero, de los dos postillones y de mí mismo es ésta: estimado forastero, como viene a los lagos tan sólo para contemplar su belleza, ¿no sería más conveniente que pregunte por el camino más bello y no por el más corto? Pues, si la cortedad abstracta, si la brevedad, es su objeto, entonces el camino más corto posible de todos los posibles, en teoría, sería no haber abandonado nunca Londres. Basándome en el mismo principio, le digo a mi crítico que el entero curso de este relato recuerda, y se pretende que recuerde, un caduceus adornado con motivos serpenteantes, o el tronco de un árbol rodeado por alguna planta parasitaria. El mero problema médico del opio responde a la parte marchita y seca que mata las plantas florecientes a su alrededor y parece hacerla mediante alguna propiedad específica, mientras que, de hecho, la planta y sus zarcillos han rodeado el adusto cilindro por su propia lozanía. De la misma manera, en Cheapside, al mirar a derecha e izquierda, las calles tan estrechas, que comienzan en ángulos rectos, parecen formadas con montones de ladrillos de Babilonia, pero como si no se hubieran levantado artificialmente por obra del constructor. Si se pregunta a alguien que viva en ese vecindario, recibiremos la unánime respuesta de que las calles no se han hecho con ladrillos, sino, por el contrario, (por muy ridículo que parezca) que los ladrillos vinieron después que las calles.
Las calles no se introdujeron en los ladrillos, sino que esos condenados ladrillos aprisionaron las calles. Así, el feo tallo, ya sea del lúpulo, de la vid, o no importa de qué, sólo sirve como soporte. Las flores no se han hecho para el tallo, sino el tallo para las flores. Considérame, por analogía, como (en las palabras de un poeta genuino y de lo más apasionado[4] en un «viridantem floribus hastas[5] que, con la vida de las flores, alegra y verdece lanzas y alabardas asesinas, cosas que por su origen expresan la muerte (fabricadas de sustancias muertas que una vez vivieron en los bosques), cosas que significan ruina debido a su empleo. El verdadero fin de mis Confesiones del opio no es el tema fisiológico desnudo, por el contrario, ése es el tallo feo, la lanza asesina, la alabarda, sino aquellas variaciones musicales sobre el tema, esos pensamientos parasitarios, sentimientos, digresiones que ascienden con sus flores por el seco tronco, a veces yéndose por las ramas con su exuberancia vital, pero al mismo tiempo, por el eterno interés unido al tema de estas digresiones, no importa cuál fuera su ejecución, difunde un esplendor sobre incidentes que por sí mismos serían menos que nada.