SOBRE LOS GOLPES EN LA PUERTA EN MACBETH[1]

Desde mis días infantiles siempre había sentido una gran perplejidad ante un episodio en Macbeth: los golpes de llama­da a la puerta que siguen al asesinato de Duncan me producían un efecto inexplicable, y este efecto consistía en que proyectaban sobre el asesinato una peculiar fealdad y una profunda solemnidad; aunque intenté con obstinación comprender este fenómeno, durante muchos años no pude comprender por qué me causaba ese efecto.

Aquí me detengo por un momento para advertir al lector que nunca preste atención a su entendimiento cuando se encuentra en oposición a cualquier otra de sus facultades mentales. El mero entendimiento, aunque útil e indispensable, es la facultad más común en la mente humana y de la que más se debe desconfiar. No obstante, la mayoría de la gente no confía en otra cosa, lo cual puede servir para la vida ordinaria, pero no para propósitos filosóficos. De esto, de lo que tengo más de diez mil ejemplos, citaré uno. Pide a una persona, cualquiera que sea, que no tenga previos conocimientos de perspectiva, que trace de la forma más simple la apariencia más común que dependa de las leyes de esa ciencia, como, por ejemplo, que represente el efecto de dos paredes que estén situadas forman­do un ángulo recto, vistas por una persona mirando la calle desde uno de los extremos. En todos los casos, a menos que la persona haya observado en cuadros cómo los artistas producían esos efectos, será completamente incapaz de lograr ni la más mínima aproximación a la realidad. ¿Por qué? Porque ha visto ese efecto todos los días de su vida. La razón está en que permite a su entendimiento que derogue lo que ven sus ojos. Su entendimiento, que no incluye un conocimiento intuitivo de las leyes de la visión, no le puede suministrar ninguna razón de por qué una línea que se sabe, y se puede demostrar, que es horizontal, podría no parecer horizontal; una línea trazada así despertaría la impresión de que todas las casas están como des­plomadas. En consecuencia, él hace de la línea de sus casas una línea horizontal y falla desde luego al querer producir el efecto requerido. Éste es un ejemplo de muchos en los que no sólo se permite que el entendimiento derogue lo que ven los ojos, sino donde al entendimiento se le permite de manera positiva que suprima los ojos como ellos son, pues el hombre no sólo cree la evidencia de su entendimiento en oposición a la de sus ojos, sino que (¡lo que es aún más monstruoso!) el muy necio no se da cuenta de que los ojos le están proporcionando esa misma evidencia. No sabe que ha visto (y por tanto quoad su consciencia no ha visto) lo que ha visto todos los días de su vida. Pero, para retornar de esta digresión, digamos que mi entendimiento no podía suministrarme ninguna razón de por qué los golpes en la puerta en Macbeth podían producir un efecto directo o derivado; de hecho, mi entendimiento decía positivamente que no podían producir ningún efecto. Pero yo sabía que no era así, lo sentía, y esperé y persistí en el problema hasta que conocimientos posteriores me ayudaran a resolverlo. Por fin, en 1812, Mr. Williams hizo su debut en la escena de Rat­diffe Highway y ejecutó uno de esos crímenes sin paralelo que le han brindado una reputación tan brillante y duradera. Sobre estos asesinatos, a propósito, debo decir que en un aspecto han tenido un efecto nocivo: han hecho del conocedor en materia de asesinato un hombre de gustos muy remilgados, mostrándose siempre insatisfecho con las obras realizadas desde entonces. Todos los demás asesinatos palidecen por los intensos colores de éste y como un aficionado me dijo una vez en un tono quejumbroso: «desde entonces no se ha hecho nada que merezca la pena, o nada que sea digno de ser mencionado». Pero esto es un error, pues resulta absurdo esperar que todos los hombres sean grandes artistas y nacidos con el genio de Mr. Williams. Se debe recordar que en el primero de esos asesina­tos (el de los Marr), el mismo incidente (el llamar a la puerta poco después de que se completara la labor de exterminio), ya había sido inventado por el genio de Shakespeare, y todos los buenos jueces, así como los más eminentes diletantes, reconocieron la felicidad de la cita shakespeariana en cuanto la vieron realizada. Aquí encontramos una prueba de que yo había esta­do en lo cierto al confiar en mi propio sentimiento en detrimento de mi entendimiento; y una vez más me puse a reflexionar sobre el problema. Al final lo resolví para mi propia satisfacción, y mi solución es ésta: el asesinato, en los casos ordinarios en que la simpatía se dirige enteramente a la persona asesinada, es un suceso de un horror vulgar y basto; y por este motivo sólo atrae la atención sobre el natural pero innoble instinto por el que nosotros nos aferramos a la vida, un instinto que, al ser indispensable para la ley fundamental de la supervivencia, es el mismo (aunque diferente en grados) para todas las criaturas; este instinto, por tanto, puesto que aniquila todas las distinciones y degrada a los hombres más grandes al nivel de «pobres escarabajos que pisamos», muestra la naturaleza humana en su actitud más abyecta y humillante. Una actitud semejante se adaptaría poco a los propósitos del poeta. ¿Qué debe hacer entonces? Debe atraer la atención sobre el asesino: nuestra simpatía debe estar con él (me refiero, naturalmente, a una simpatía comprensiva, a una simpatía por la que penetramos en sus sentimientos y podemos comprenderlos, no a una simpatía[2] de compasión o aprobación); en la persona asesinada todo esfuerzo del pensamiento, todo flujo y reflujo de emociones y de propósitos, se ve abrumado por el pánico; el miedo de la muerte súbita «le golpea con su pétrea maza». Pero en el asesino, para ser digno de un poeta, debe haber una gran corriente de pasión: celos, ambición, venganza, odio, una corriente que cree un infierno en su interior, y es en este infierno donde vamos a mirar. En Macbeth, con el fin de gratificar su enorme y rebosante capacidad creadora, Shakes­peare introduce a dos asesinos y, como suele ocurrir en sus manos, se diferencian notablemente entre sí, pero, aunque en Macbeth la rivalidad mental es más fuerte que en su esposa, el espíritu depredador no está tan despierto y sus sentimientos provienen del contagio directo con los de ella; ahora bien, como al final los dos se ven envueltos en la culpa del asesinato, la mente asesina se termina por presumir en los dos. Esto se tenía que expresar y para ello, así como para hacer un antagonista más proporcional a la naturaleza inofensiva de la víctima, el «amable Duncan», y exponer adecuadamente «la profunda condenación de su eliminación», esto se debía expresar con una peculiar energía. Se nos tenía que hacer sentir que la naturaleza humana, esto es, la divina naturaleza del amor y de la compasión, repartida en los corazones de todas las criaturas, y raramente suprimida por completo en el hombre, se había desvanecido, no quedaba nada de ella, y que la naturaleza diabólica había ocupado su lugar. Y, como este efecto se logra maravillosamente con sus diálogos y soliloquios, al final queda consumado mediante el método considerado y es para esto para lo que solicito ahora la atención del lector. Si el lector ha observado alguna vez a una esposa, hija o hermana en uno de sus desmayos, habrá tenido la oportunidad de presenciar que el momento más patético es aquél en que un suspiro y un ligero movimiento anuncian la reanudación de su vida en suspenso. O si el lector ha estado alguna vez presente en una gran capital cuando se lleva a algún ídolo nacional con pompa funeraria a su tumba, y ha tenido la oportunidad de caminar cerca del cortejo, habrá sentido con fuerza, en el silencio y la desolación de las calles y en la paralización de los asuntos cotidianos, el profundo interés que en ese momento se apodera del corazón del hombre; si de repente oyera cómo se rompe el silencio sepulcral por el ruido de las ruedas alejándose y que dan fin a la transitoria visión, percibiría que en ningún momento su sentido de la completa suspensión y pausa en los ordinarios asuntos humanos ha sido tan pleno y tan conmovedor como en ese momento en que cesa la suspensión y se reanuda de repente la marcha de la vida humana. Toda acción, en cual­quier dirección, se muestra, mide y capta mejor mediante la reacción. Ahora apliquemos esta teoría al caso de Macbeth. Aquí, como he dicho, se tenía que expresar y mostrar la retira­da del corazón humano y la entrada del corazón diabólico. Los asesinos han entrado en otro mundo, han salido de las regiones de las cosas humanas, de los propósitos humanos, de los deseos humanos. Están transfigurados: Lady Macbeth queda privada de los atributos de su sexo, Macbeth ha olvidado que nació de mujer; ambos personajes se han ajustado a la imagen de diablos, y el mundo de los diablos se revela de repente. Pero ¿cómo puede transmitirse esto y hacerse palpable? Para que un nuevo mundo pueda entrar, este mundo debe desaparecer por un tiempo. Los asesinos y el asesinato se deben aislar —quedar separados por un inconmensurable precipicio de la ordinaria sucesión de los asuntos humanos—, se deben encerrar y secuestrar en algún profundo escondrijo; debemos ser conscientes de que el mundo de la vida cotidiana se ha detenido súbitamente, se ha dormido, sumido en un trance, ha quedado sometido a un terrible armisticio. El tiempo debe ser aniquilado; las relaciones con las cosas deben ser abolidas; y todo debe retirarse en un profundo síncope y suspensión de la pasión terrenal. Por consiguiente, es entonces cuando se comete el crimen, cuando la obra de la oscuridad es perfecta, entonces el mundo de la oscuridad pasa como un espectáculo magnífico en las nubes; se oyen los golpes en la puerta y esto da a conocer de manera audible que ha comenzado la reacción: lo humano regresa del mundo diabólico, los pulsos de la vida comienzan a latir de nuevo, y la reanudación de la marcha del mundo en que vivimos nos hace profundamente sensibles al hecho del terrible paréntesis que lo ha dejado en suspenso.

¡Oh, poderoso poeta!, tus obras no son como las de los demás mortales, simple y meramente grandes obras de arte, también son como los fenómenos de la naturaleza, como el sol y el mar, las estrellas y las flores, como la nieve y el hielo, la lluvia y el rocío, el granizo y el trueno, y se deben estudiar con el entero sometimiento de todas nuestras facultades y con la perfecta convicción de que en ellas no puede haber ni muy poco ni demasiado, nada inútil o inerte; cuanto más profundicemos en nuestros descubrimientos, tanto más comprobaremos la existencia de un designio y de una disposición independiente, donde la descuidada mirada no ha visto nada sino casualidad.

NB. En el ejemplo anterior de criticismo psicológico he omitido a propósito dar cuenta de otro empleo del motivo de los golpes en la puerta, a saber, la oposición y contraste que produce con los comentarios del portero en las escenas inmediatamente precedentes. Y lo he omitido porque este empleo es bastante obvio para todos aquellos que están acostumbrados a reflexionar sobre lo que leen. Así que un crítico ha mencionado en el LONDON MAGAZINE un tercer empleo, subordinado a la ilusión escénica; coincido plenamente con él, pero no está en mi propósito insistir en ello.

X. Y. Z.