POST SCRIPTUM

Es imposible conciliar a lectores de un tipo tan melancólico sombrío que no puedan compartir, con genial simpatía, ninguna jovialidad, cualquiera que ésta sea, y menos aún cuando esa jovialidad traspasa un poco la región de lo extravagante. En tal caso, no simpatizar significa lo mismo que no comprender el afán lúdico que no se disfruta se torna superficial e insípido, o absolutamente absurdo. Por fortuna, después de haberse retirado de mi audiencia todos esos patanes con gran desagrado, quedo una gran mayoría que manifestó su reconocimiento respecto a la diversión que les causé este breve articulo, probando al mismo tiempo la sinceridad de su elogio con una expresión dubitativa de censura. Me han sugerido con reiteración que quizá la extravagancia del articulo, aunque claramente intencionada y constituyendo un elemento formal en la general jovialidad de la concepción, fue demasiado lejos. Yo no comparto esta opinión y pido a estos amigables censores que recuerden que entre los propósitos y esfuerzos de esta bagatelle se encuentra el de rozar los bordes del horror, y de todo lo que en su realidad seria de lo mas repulsivo. El exceso de extravagancia, de hecho, al sugerir continuamente al lector el mero carácter difuso de la pura especulación, proporciona el medio mas seguro para desencantarlo del horror que puede haberse apoderado de sus sentimientos. Déjenme recordarle a esos objetores, de una vez por todas, la propuesta del deán Swift para sacar provecho del exceso de niños en los tres reinos que, en aquellos días, tanto en Dublin Como en Londres, se produjo en los orfelinatos, mediante la treta de cocinarlos y comérselos[124]. Esta fue una extravagancia, aunque, en realidad, mas audaz y mas grosera que la mía, y que no provocó ningún reproche ni siquiera entre los mas altos dignatarios de la Iglesia irlandesa; su propia monstruosidad era su excusa; la simple extravagancia basto para disculpar y acreditar ese pequeño jeu d’esprit, Como la absoluta imposibilidad de Lilliput, Laputa o los Yahoos, etc., justifico sus propias creaciones. Si, no obstante, aun hay quien cree que merece la pena arremeter contra la mera jovialidad inocente de esta conferencia sobre la estética del asesinato, por el momento me protejo con el escudo telamonio del deán. Pero, en realidad, eso (para decir la verdad) constituye uno de los motivos para retener al lector con este post scriptum, podría aportar una excusa privilegiada para la extravagancia de mi escrito, y que falta en el deán. Nadie que quiera defender al deán puede pretender que en los pensamientos humanos se da una tendencia natural y común que pueda convertir a los niños en artículos alimenticios; bajo ninguna circunstancia concebible, esto se consideraría como la forma más agravante de canibalismo: un canibalismo que se aplica a la parte más indefensa de la especie. Pero, por otra parte, la tendencia a una valoración critica o estética de incendios y asesinatos es universal. Si por lo que sea somos testigos del espectáculo de un gran incendio, es indudable que nuestro primer impulso nos llevará a ayudar a apagarlo. Pero ese campo de ejercicio es muy limitado, y pronto se ve ocupado por los profesionales, entrenados y equipados para realizar ese trabajo. En el caso del incendio de una propiedad privada, la compasión por la calamidad que le ha ocurrido al vecino es lo que, en un principio, nos impide tratar el asunto como un espectáculo escénico. Pero quizá el fuego quede confinado a edificios públicos. En cualquier caso, después de haber pagado nuestro tributo lamentándonos por lo sucedido, considerado una calamidad, inevitablemente, y sin restricción de ninguna clase, pasamos a considerarlo Como un espectáculo escénico. Exclamaciones Como «¡formidable!, ¡magnifico!», surgen de la multitud arrebatada por el cuadro. Por ejemplo, cuando Drury Lane ardió hasta los cimientos en el primer decenio de este siglo, la caída del tejado fue anunciada por el ficticio suicidio del Apolo protector que dominaba y coronaba el centro de ese tejado[125]. El dios estaba inmóvil con su lira y parecía mirar hacia abajo, hacia las llamas que tan rápidamente se aproximaban a él. De repente cedieron las vigas que lo sostenían, la estatua pareció emerger entre unas Convulsivas lenguas de fuego; y entonces, como impulsada por la desesperación, la deidad dominante no pareció caer, sino arrojarse ella misma al fiero mar de fuego, pues cayo de cabeza y, con todos los respetos, su caída tenia el aire de ser un acto voluntario. ¿Que sucedió después? Desde todos los puentes sobre el río y desde las zonas abiertas desde las que se vela el espectáculo, se elevo un sostenido grito de admiración y simpatía. Unos años antes de este suceso, ocurrió un incendio prodigioso en Liverpool: el Goree, un vasto conjunto de almacenes próximo a uno de los muelles, también ardió hasta los cimientos. El enorme edificio, de unos ocho o nueve pisos, que contenía en su mayoría materiales combustibles, miles de balas de algodón, miles de quintales de trigo y avena, alquitrán, trementina, pólvora, etc., alimentaron durante horas de oscuridad ese tremendo fuego. Para agravar la calamidad, soplaba un viento muy fuerte; por fortuna para los barcos, hacia el interior, esto es, hacia el este; y todo el camino hacia Warrington, dieciocho millas hacia el este, la atmósfera quedaba iluminada por copos de algodón, con frecuencia empapados en ron, y con lo que parecía eran auténticos mundos de llamas y centellas, que inflamaban las regiones superiores del aire. Todo el ganado que se encontraba en los Campos en el radio de dieciocho millas fue presa del terror. Los hombres, desde luego, dedujeron de esos vórtices de llamaradas que alguna gigantesca catástrofe había ocurrido en Liverpool y las lamentaciones por esa causa fueron generales. Pero ese ánimo de pública simpatía no interfirió de ninguna manera para reprimir o siquiera frenar las momentáneas erupciones de una admiración arrebatada, cuando esas veloces flechas de fuego multicolor surcaron el cielo y las nubes oscuras como llevadas por las alas de un huracán.

Precisamente se aplica el mismo tratamiento al asesinato. Después del primer tributo de lastima hacia quienes han perecido y, en todo caso, una vez que los intereses personales se han tranquilizado, inevitablemente se pasa a valorar los rasgos escénicos (lo que estéticamente podemos llamar las ventajas comparativas) de los distintos asesinatos. Un asesinato es comparado con otro; y las circunstancias de superioridad, como, por ejemplo, la incidencia o los efectos de la sorpresa, el misterio, etc., son cotejados y encomiados. Por ello reclamo para mi extravagancia el ámbito inevitable y perpetuo en las tendencias espontáneas de la mente humana cuando ésta se abandona a si misma. Pero nadie pretenderá que se pueda defender a Swift con un razonamiento análogo.

En esta importante distinción entre mi caso y el del deán se encuentra la principal razón que me ha movido a escribir este post scriptum. Un segundo propósito es el de familiarizar al lector con los tres casos memorables de asesinato que hace tiempo coroné de laurel la voz de los entendidos, en especial los dos primeros de los tres esto es, los inmortales asesinatos cometidos por Williams en 1812. Tanto el acto Como el autor del mismo son, por separado, del máximo interés y, Como ya han transcurrido cuarenta y dos años desde 1812, no se puede suponer que la generación actual conozca bien ninguno de los dos.

Nunca en los anales de la universal Cristiandad se ha producido el acto de un individuo aislado y solitario que haya sobrecogido de manera tan pasmosa los corazones de los hombres como esos asesinatos exterminadores, cometidos en el invierno de 1812, cuando John Williams aniquiló dos hogares, llenándolos de silencio, y afirmo su propia supremacía por encima de todos los hijos de Caín. Seria completamente imposible describir de forma adecuada el desvarío de sentimientos que, durante la noche siguiente, invadió el corazón popular: el delirio de un horror indignado en unos, el delirio del pánico en otros. Durante doce días consecutivos, bajo la falsa creencia de que el asesino desconocido había abandonado Londres, el pánico que había estremecido la poderosa metrópolis se propago por toda la isla. Yo mismo me encontraba en ese momento a unas trescientas millas de Londres, pero allí, y en todas partes, el pánico fue indescriptible. Una dama, mi vecina, a quien conocía personalmente, y que por entonces, por la ausencia de su marido, vivía con unos cuantos sirvientes en una casa muy solitaria, no descansé hasta poner dieciocho puertas (así me lo dijo y, en efecto, lo confirme’ personalmente), cada una asegurada con cerrojos, barras y cadenas, entre su propio dormitorio y cualquier intruso con forma humana. Llegar hasta ella, incluso a su salón, era como penetrar, con una bandera de tregua, en una fortaleza asediada; cada seis pasos uno se veía detenido por una suerte de rastrillo. El pánico no se confinaba a los ricos; mas de una mujer de las clases mas humildes murió a causa de la conmoción que le provocó oír los intentos sospechosos de intrusión de algún vagabundo, que posiblemente no tenia otra intención peor que la de robar, pero a quien la pobre mujer, engañada por los periódicos ingleses, tomé por el terrible asesino de Londres. Entretanto, este solitario artista, que descansaba en el centro de Londres, apoyado por su consciente grandeza, como un Atila doméstico, o «Azote de Dios»; este hombre, que caminaba en la oscuridad, y que confiaba en el asesinado (como se conoció después) para ganarse el pan, para conseguir ropa y prosperar en la vida, estaba preparando silenciosamente su adecuada respuesta a los periódicos; y al duodécimo día después de su asesinato inaugural, anuncié su presencia en Londres e hizo público para todos los hombres el absurdo de atribuirle cualquier propensión hacia 1o rural, al dar un segundo golpe y exterminar a una segunda familia. El pánico provincial disminuyo algo con la prueba de que el asesino no había condescendido a esconderse en el campo, o a abandonar por un momento, a causa del miedo o de la precaución, la gran castra stativa metropolitana del crimen gigantesco, asentada para siempre en el Tamesis. De hecho, el gran artista desdeñaba la reputación provinciana. Y tuvo que haber sentido, como una desproporción ridícula, el contraste entre un pueblo y la ciudad, por una parte, y, por otra, una obra mas perdurable que el bronce —un κλημα εζαει[126]—, un asesinato de tal calidad que pudiera considerarlo una obra digna de su propia mano.

Coleridge, a quien vi unos meses después de estos terroríficos asesinatos, me dijo que, por su parte, aunque residía en Londres, no había compartido el miedo general; a él solo le afectaba como filósofo, impulsándolo a reflexionar profundamente sobre el tremendo poder del que goza en un instante todo aquel que puede abjurar de las limitaciones que impone la conciencia, si al mismo tiempo no siente ningún temor. El no compartir el pánico general, sin embargo, no significaba que Coleridge considerara ese pánico irracional, pues, como él decía Con toda la razón, en esa vasta metrópolis había miles y miles de hogares, compuestos exclusivamente por mujeres e hijos; muchos miles confiaban su seguridad, durante las largas noches, a la discreción de una joven sirvienta, y si ella se ve engañada con la pretensión de un mensaje de la madre, de la hermana o del novio para abrir la puerta, en un segundo se viene abajo toda la seguridad de la casa. No obstante, en aquel tiempo, y durante muchos meses mas, la práctica de poner la cadena de la puerta antes de abrirla fue general, y por un largo periodo de tiempo sirvió como testimonio de la profunda impresión que dejé en Londres Mr. Williams. Southey, tengo que añadir, se sumió profundamente en los sentimientos populares en esa ocasión y me dijo, transcurrida una semana o dos después del primer asesinato, que era un acontecimiento privado de tal naturaleza que se elevaba a la dignidad de un acontecimiento nacional[127]. Pero ahora, después de haber preparado al lector para que aprecie la verdadera escala de esta terrible trama de asesinato (la cual, como un suceso acaecido hace ahora cuarenta dos años, ni siquiera una persona de cuatro de esta generación puede preciarse de conocerla con exactitud), permítanme ocuparme de los detalles circunstanciales del asunto.

Antes que nada, unas palabras sobre el escenario en que se produjeron los asesinatos. Ratcliffe Highway es una transitada vía pública de un barrio de lo mas caótico del este de Londres o del Londres marinero; y por entonces (esto es, en 1812), cuando aún no existía una policía adecuada[128], excepto los detectives de Bow Street, admirables por sus propósitos, pero completamente insuficientes para el servicio general de la capital, era Casi un barrio peligroso. Una de cada tres personas se podía clasificar como extranjera. A cada paso uno se encontraba con indios, chinos, moros, negros. Y aparte de la variada bellaquería cubierta de manera impenetrable bajo los exóticos sombreros y turbantes de hombres cuyo pasado era inescrutable para todo ojo europeo, es bien sabido que la Armada (en especial, en tiempo de guerra, la Armada comercial) de la cristiandad es el seguro receptáculo para todos los asesinos y rufianes cuyos crímenes les han obligado a retirarse por un periodo de la atención pública. Es cierto que solo a unos pocos de esta clase se les califica como «aptos» para el servicio a bordo, pero en todos los tiempos, y en especial durante la guerra, solo una pequeña proporción (o nucleus) de cada compañía naval consiste en esos hombres: la gran mayoría se compone de gente sencilla e inexperta. John Williams, sin embargo, que ocasionalmente había sido contratado de marinero en varios navíos que hacían la carrera de las Indias, era probablemente un marinero experto. En general, se puede decir que era un hombre diestro y hábil, rico en recursos ante cualquier súbita dificultad, y de lo más flexible, adaptándose a todas las circunstancias de la vida social. Williams era un hombre de mediana estatura (cinco pies y siete y medio a cinco pies y ocho pulgadas), de complexión esbelta, tirando a delgada, pero nervudo y con una tolerable musculatura, libre de todo excedente de grasa. Una dama que lo vio mientras lo interrogaban (creo que en la Oficina de Policía del Tamesis) me aseguro que su pelo era del color mas vívido y extraordinario, a saber, de un amarillo brillante, algo entre el color naranja y el limón. Williams había estado en la India, principalmente en Bengala y Madras, pero también había estado en la región del Indo. Ahora bien, se sabe que en el Punjab se suele pintar a los caballos de una determinada casta de carmesí, azul, verde, púrpura; y se me ocurrió que Williams, con el propósito de disfrazarse, se había inspirado en esta práctica de Sind y Lahore, de manera que el color no seria natural. Por otra parte, su apariencia era bastante natural y, a juzgar por una mascara de yeso que adquirí en Londres, diría que vulgar, al considerar su estructura facial. Un aspecto, sin embargo, resultaba sorprendente, y coincidía con la impresión de su temperamento de tigre, que su rostro era permanentemente de una palidez fantasmal. «Uno se podía imaginar —dijo mi informante— que por sus venas no circulaba la roja sangre que da la vida y que da color a la vergüenza, a la ira y a la compasión, sino una savia Verde que no podía manar de un corazón humano». Sus ojos parecían congelados y vidriosos Como si convergieran en alguna víctima oculta en el trasfondo. Según esto, su apariencia bien podría haber sido repulsiva, a no ser por el Coincidente testimonio de muchos testigos; y también el testimonio silencioso de los hechos mostraba que la untuosidad y malicia serpentinas de su comportamiento contrarrestaban la repulsión de su cara espectral, y entre jóvenes inmaduras gozaba de una favorable acogida. En particular una muchacha encantadora, a quien Williams sin duda pensaba asesinar, declaró que una vez, cuando estaba sentado a solas junto a ella, él le había dicho: «Miss R., suponiendo que yo apareciera a eso de la medianoche en el borde de su cama armado con un cuchillo, ¿qué diría?». A lo cual respondió la confiada joven: «¡Oh, Mr. Williams!, si fuera otro me asustaría. Pero en cuanto oyera su voz, me quedaría tranquila». ¡Pobre niña! Si el plan de Mr. Williams se hubiese cumplido, algo habría visto en el rostro cadavérico, algo habría oído en la voz siniestra, que habría acabado con su tranquilidad para siempre. Pero solo esa terrible experiencia podía desenmascarar a Mr. John Williams.

Fue un sábado por la noche del mes de diciembre cuando Mr. Williams, de quien se supone había cometido su coup d’essai mucho tiempo antes, se abría paso por las congestionadas calles de ese peligroso barrio dispuesto a trabajar. Y esa noche se había dicho en secreto que ejecutaría un plan que ya había trazado y que, una Vez concluido, estaría destinado a consternar al día siguiente el «poderoso corazón» de Londres, desde el centro hasta la circunferencia. Mas tarde se supo que había abandonado su alojamiento con tan oscuras intenciones a eso de las once de la noche, y no porque pensara comenzar tan pronto, sino porque necesitaba realizar un reconocimiento. Ocultaba sus herramientas muy sujetas bajo los amplios pliegues del sobretodo. En armonía con la sutileza de su carácter y su delicada aversión a la brutalidad, todos coinciden en que sus maneras se distinguían por una exquisita suavidad: el corazón del tigre llevaba la mascara del más insinuante refinamiento de la serpiente. Quienes lo conocieron después describen su disimulo como tan presto y tan perfecto, que si hubiese caminado por las calles, siempre tan abarrotadas en un sábado por la noche en un barrio tan pobre, y hubiese empujado accidentalmente a otra persona, ésta le habría ofrecido las mas sinceras y caballerescas disculpas: con este corazón diabólico encerrando propósitos tan infernales, se habría detenido para expresar su esperanza de que el enorme martillo, escondido bajo su elegante sobretodo, y destinado al pequeño trabajo que le esperaba unos noventa minutos mas adelante, no había causado algún daño al extraño con el que se había topado. Tiziano, según creo, pero con toda seguridad Rubens, y quizá Van Dyke, tenían Como norma practicar su arte vestidos de punta en blanco —con sus volantes fruncidos, sus pelucas y sus espadas con empuñadura de diamantes—, y Mr. Williams, hay razones para creerlo, salió para realizar su gran composición de una masacre (en otro sentido se podría haber aplicado la frase de Oxford de salir como un Gran Componedor[129], siempre llevaba calcetines de seda negra y escarpines; de ningún modo habría denigrado su posición de artista llevando una bata. En su segunda gran actuación, el testigo tembloroso que se vio obligado a presenciar (Como apreciara el lector), presa del pánico, Como se cometían todas las atrocidades, desde un lugar oculto, contó como algo llamativo que Mr. Williams llevaba una larga levita azul, de la tela mas fina, y ricamente forrada de seda. Entre las anécdotas que circularon sobre él, también so contaba que por aquel tiempo Mr. Williams era el cliente de uno de los mejores dentistas y de uno de los mejores pedicuros. De ningún modo habría consentido en recibir un servicio de segunda clase. Y esta más allá de toda duda que, en esa pequeña rama laboral tan peligrosa como la que él practicaba, se le podría haber considerado el artista más aristocrático y exigente.

Pero ¿quién era la víctima a cuyo hogar se dirigía? ¿Acaso podía ser tan imprudente Como para vagar por los alrededores hasta que el destino le ofreciera la oportunidad de matar a una persona? ¡Oh, no! Ya había escogido a su víctima con tiempo, y se trataba de un viejo e íntimo amigo. Pues una de sus máximas parece haber sido la de que la mejor persona para ser asesinada era un amigo y, a falta de un amigo, un articulo del que no siempre se puede disponer, un conocido: porque, en su primera aproximación al sujeto no despertaría sospechas, mientras que a un extraño le causaría alarma y en el semblante del asesino encontraría una advertencia para ponerse en guardia. No obstante, en este caso, su futura víctima parecía aunar las dos características: originalmente había sido un amigo, pero después, por buenas razones, se había Convertido en un enemigo o con mayor probabilidad, Como dicen otros, los sentimientos que procuran a la vida una relación de amistad o de enemistad hacia tiempo que habían languidecido. Marr era el nombre del infortunado que había sido elegido (ya fuera en el carácter de amigo o de enemigo) como sujeto para esa actuación del sábado por la noche. Y la historia que corría por aquel tiempo acerca de la conexión entre Williams y Marr, no habiendo sido refutada (en su certeza o falsedad) por ninguna autoridad, era que navegaron juntos en dirección a Calcuta, que se habían peleado durante la travesía, pero otra versión de la historia cuenta que no, que se habían peleado al regresar, y que el motivo de su pelea había sido Mrs. Marr, una joven muy guapa por la que los dos habían luchado para conseguir su favor, siendo candidatos rivales, y durante un tiempo fueron los peores enemigos. Algunas circunstancias hacen plausible esta versión de la historia. Por otra parte, ha sucedido a veces, con ocasión de un asesinato no aclarado del todo, que, por pura bondad de corazón, alguien se niegue a admitir que se asesine por los motivos mas sórdidos, y se preocupa por forjar una historia que el público se muestra ávido por constatar, según la cual el asesino ha actuado movido por algún interés mas elevado: y en este caso el público, demasiado conmocionado por la idea de un Williams que, guiado por el único motivo del robo, consumo una tragedia tan compleja, recibió gustoso el cuento que lo describía Como un ser gobernado por un odio mortal, surgido de la más apasionada y noble rivalidad por el favor de una mujer. El caso permanece aún algo dudoso, pero lo mas probable es que Mrs. Marr fuera la verdadera causa, la causa teterrima, de la disputa entre los dos hombres. Entretanto, los minutos van pasando, en el reloj de arena van cayendo los últimos granos que miden la duración de esa disputa en la tierra. Iba a terminar esa misma noche. El día siguiente es el que en Inglaterra recibe el nombre de Domingo, y que en Escocia conocen aún con el nombre judío de «Sabbath». En las dos naciones, bajo dos nombres diferentes, el día tiene las mismas funciones: para las dos es un día de descanso. Para él también, para Marr, será un día de descanso; así esta escrito; también tu, joven Marr, encontraras descanso: y tu y toda tu casa, y el forastero al que hospedas. Pero ese descanso sera en el mundo que se encuentra mas allá de la tumba. A este lado de la tumba ya has tenido tu último sueño.

Era una noche oscurísima, y en ese humilde barrio de Londres, comoquiera que fuera la noche, luminosa u oscura, serena o tormentosa, todas las tiendas se mantenían abiertas el sábado por la noche hasta las doce al menos, y muchas media hora mas. No había esa rigurosa y pedante superstición judía sobre los exactos límites del domingo. En el peor de los casos, el domingo se extendía desde la una a. m. de un día hasta las ocho a. m. del siguiente, haciendo un claro circuito de treinta y una horas. Esto, en efecto, era suficiente. Marr, en esa particular noche de sábado, habría preferido que hubiese sido mas corta, pues había estado trabajando detrás del mostrador dieciséis horas seguidas. La posición en la vida de Marr era la siguiente: mantenía una pequeña lencería y, tanto en adquirirla como en comprar las existencias, había invertido unas ciento ochenta libras. Como todas las personas dedicadas al comercio, tenia preocupaciones. Era un principiante, pero ya algunas deudas le habían alarmado; y las letras le vencían sin poder cubrirlas con las ventas. Sin embargo, tenía un carácter optimista. En aquel tiempo era un joven con sanos colores y decidido, de veintisiete años de edad[130], ligeramente ofuscado por sus problemas comerciales, pero aún alegre y ansioso —¡cuan en vano!— de poder descansar esa noche y la siguiente, al menos, su cabeza preocupada y sus cuidados en el regazo de su fiel, encantadora y joven esposa. El hogar de los Marr consistía en cinco personas: primero, él mismo, que, si se hubiese arruinado, en el limitado sentido comercial de la palabra, habría tenido energía suficiente para volver a levantarse, como una pirámide de fuego, y elevarse muchas veces sobre las ruinas. Si, pobre Marr, así habría sido, si te hubieran dejado tranquilo y seguro de tus propias energías, pero en ese preciso momento en el otro lado de la calle se encontraba un hijo del infierno que puso una perentoria negativa en todas estas halagadoras expectativas. La segunda persona de la lista en su hogar era su bonita y simpática esposa, feliz a la manera de las esposas jóvenes, pues solo tenia veintidós años, y cuyas únicas preocupaciones (si tenia alguna) se centraban en su querido hijo pequeño. El tercero estaba en una cuna, a no más de nueve pies por debajo de la calle, esto es, en una acogedora y templada cocina, mecida a intervalos por la joven madre: era un bebé de ocho meses. Diecinueve meses llevaban casados los Marr, y ése era su primer hijo. No sintamos pena por este niño, que guardará el descanso del domingo en el otro mundo, pues ¿qué motivo tendría para demorarse en una tierra cruel y ajena un huérfano, condenado a la pobreza, una vez privado del padre y de la madre? El cuarto era un muchacho robusto, un aprendiz, digamos que de trece años de edad; un muchacho de Devonshire, con rasgos apuestos, como los tienen la mayoría de los jóvenes de Devonshire[131]; satisfecho con su empleo, sin un trabajo excesivo, y consciente de que era bien tratado tanto por su patrón como por su patrona. En quinto lugar, y por último, la que estaba al cuidado de esa tranquila casa, una criada, ya toda una mujercita, y ella, siendo particularmente de corazón tierno, ocupaba (Como suele ocurrir en familias de humildes pretensiones de clase) un lugar Casi fraternal en la relación con su señora. Un gran cambio democrático se esta produciendo en este momento (1854) y seguiré produciéndose durante veinte años en la sociedad inglesa. Muchas personas comienzan a avergonzarse de decir: «mi amo», «mi ama»; el término que se Va imponiendo lentamente es el de «mi empleador». Ahora bien, en los Estados Unidos esa expresión de arrogancia democrática, aunque desagradable Como una innecesaria proclamación de independencia que nadie discute, no deja, sin embargo, una mala impresión) duradera. Pues las «ayudas» domésticas por lo general se encuentran en un estado de transición mas bien rápido, para convertirse en cabezas de hogares propios, así que en realidad se trata, por el momento presente, de un vinculo que se Va a disolver en un año o dos. Pero en Inglaterra, donde no existen esos recursos de tierras disponibles, la tendencia al cambio es dolorosa. Lleva consigo una hosca y vulgar expresión de rechazo a un yugo que en todo caso ha sido ligero y con frecuencia benigno. En algún otro lugar ilustraré lo que quiero decir. Aquí, en apariencia, al servicio de Mrs. Marr, se ejemplifica por si mismo el caso al que me refiero. Mary, la criada, sentía un respeto sincero y natural por su señora a quien veía continuamente ocupada en sus deberes domésticos y quien, aun siendo tan joven, e investida con una ligera autoridad, nunca la ejercía de manera caprichosa o ni siquiera la mostraba con notoriedad. De acuerdo con los testimonios de todos los Vecinos, trataba a su señora con un tono de modesto respeto, estando siempre dispuesta a liberarla, cuando era posible, del peso de los deberes maternales con el servicio voluntario y alegre de una hermana.

A esta joven fue a la que, de repente, a unos tres o cuatro minutos de la medianoche, Marr llamé desde lo alto de la escalera para que saliera y comprase algunas ostras para la cena familiar. ¡De qué insignificantes sucesos dependen con frecuencia los solemnes resultados que duran toda la vida! Marr preocupado con los problemas de su tienda, Mrs. Marr preocupada por una ligera indisposición y agitación de su hijo, y se habían olvidado de la cena; quedaba poco tiempo y por tanto se había reducido la oferta para elegir, y las ostras eran quizá el articulo mas fácil de conseguir a esas horas, antes de que dieran las doce. Y de esa trivial Circunstancia dependía la Vida de Mary. Si hubiese sido enviada a por la cena a la hora normal de las diez o las once, con casi completa certeza se puede decir que el único habitante de la casa que escapé de la tragedia exterminadora no habría escapado, con toda seguridad habría compartido el destino general. Era necesario actuar con rapidez. Con prisas, por tanto, recibió el dinero de Marr, y salió de la tienda con una cesta en la mano, pero sin su bonete. Después recordé con un escalofrío que precisamente cuando ella salió por la puerta de la tienda vio, en la otra parte de la calle, iluminada por un farol, a una figura humana, al principio estática, pero que luego se movió lentamente. Era Williams, Como un pequeño incidente, poco antes o después (resulta imposible decirlo por el momento) lo probé suficientemente. Ahora bien, cuando se considera la inevitable prisa y ansiedad de Mary dadas las circunstancias, con apenas tiempo para hacer su recado, resulta evidente que ella debió asociar algún profundo sentimiento de desasosiego con los movimientos de aquel hombre desconocido; de otro modo, no le habría prestado ninguna atención. Así ella pudo arrojar algo de luz sobre lo que de una manera semiconsciente paso entonces por su mente; ella dijo que, pese a la oscuridad, que no le permitió distinguir los rasgos del hombre o asegurarse de la dirección de su mirada, tuvo, no obstante, la impresión de que, al verle mientras caminaba, y por la aparente inclinación de la persona, debía de estar mirando hacia el número 29. El pequeño incidente al que he aludido y que confirmaba la impresión de Mary fue que, poco después de la medianoche, el sereno había advertido al extraño, había observado Como miraba continuamente por el escaparate de la tienda de Marr, y había considerado esa actitud tan sospechosa, unida a la apariencia del hombre, que entré en la tienda de Marr y comunico lo que había visto. Con posterioridad declaro este hecho ante los magistrados y añadió que después, esto es, unos minutos pasadas las doce (es posible que ocho o diez minutos después de la salida de Mary), él (el sereno) volvió tras su ronda de media hora y fue requerido por Marr para que le ayudase a cerrar los postigos. Esta fue la última vez que hablaron, y el sereno menciono a Marr que el misterioso desconocido al parecer había desaparecido, pues ya no lo había vuelto a ver. Es Casi seguro que Williams había observado la visita del sereno a Marr y se había dado cuenta de la indiscreción de su propio comportamiento, de manera que la advertencia a Marr no sirvió de nada y fue Williams quien se aprovecho de la situación. Aun no cabe la menor duda de que el perro sanguinario comenzó su trabajo un minuto después de que el sereno ayudase a Marr a cerrar los postigos, y por el siguiente razonamiento: lo que impidió a Williams comenzar mas temprano fue que todo el interior de la tienda quedaba expuesto a la mirada de los paseantes. Era indispensable que los postigos estuvieran bien cerrados antes de que Williams pudiera comenzar con seguridad su trabajo. Pero en cuanto tomé esa precaución, una vez asegurado ese ocultamiento de la mirada pública, cobro una mayor importancia no perder ni un instante, al igual que previamente lo había sido no precipitarse en nada. Pues todo dependía de poder entrar antes de que Marr cerrase la puerta. Con cualquier otra manera de entrar (por ejemplo, esperando a que regresara Mary y entrando simultáneamente con ella), Williams habría renunciado a la ventaja que confirmaron los hechos, y que el lector considerara necesaria al interpretarla en su verdadero contexto. Williams espero hasta oír Como se alejaban los pasos del sereno; espero quizá unos treinta segundos, pero cuando el peligro hubo pasado, el siguiente paso consistía en evitar que Marr cerrara la puerta; una vuelta de llave, y el asesino no podría haber entrado, así que se precipito en el interior y, con un hábil movimiento de la mano izquierda, dio la vuelta a la llave, sin dejar que Marr se diese cuenta de su estratagema. Es realmente maravilloso y de lo mas interesante seguir los pasos sucesivos de ese monstruo, y advertir la absoluta certeza con que los silenciosos jeroglíficos del caso nos revelan el proceso completo y los movimientos en el sangriento drama, y con no menor seguridad y detalle que si hubiésemos estado escondidos en la tienda de Marr, o hubiésemos estado mirando en ella desde los cielos misericordiosos a ese milano infernal que no sabia lo que significaba la piedad. Es evidente que logro ocultar a Marr ese truco, secreto y rápido, de la cerradura, puesto que, de otro modo, Marr se habría alarmado al instante, en especial después de lo que el sereno le había comunicado. Pero pronto se Vera que Marr no se alarmé. En realidad, para el pleno éxito de Williams era importante, Como último requisito, interceptar e impedir cualquier grito de agonía por parte de Marr. Semejante grito, y en un lugar solo separado del exterior por delgadas paredes, se oiría Como si se hubiese emitido en plena calle. Era indispensable sofocar ese grito. Y lo sofocó; y el lector comprenderá ahora de qué manera. Entretanto, llegados a este momento, dejemos al asesino solo con sus víctimas. Dejémosle que trabaje a su gusto durante cincuenta minutos. La puerta delantera, como sabemos, esté cerrada a todo auxilio. No puede haber ninguna ayuda. Por tanto, acompañemos a Mary con la mirada y, cuando todo haya terminado, regresemos con ella, volvamos a alzar el telón y presenciemos el horrible relato de lo que había ocurrido en su ausencia.

La pobre muchacha, intranquila hasta un punto que no podía comprender del todo, camino de un lado a otro en busca de una pescadería, y no encontrando ninguna que aún estuviera abierta, en la zona que le era familiar, se le ocurrió intentarlo en un barrio lejano. Vio luces que brillaban y parpadeaban en la distancia, lo que la animo a seguir, y así, por calles desconocidas pobremente iluminadas[132], y en una noche de peculiar oscuridad, en una región de Londres donde a cada momento tenia que desviarse para esquivar feroces tumultos, quedo confundida. El propósito con el que había salido carecía ya de sentido. Nada le restaba salvo Volver sobre sus pasos. Pero era difícil, pues tenia miedo de preguntar por direcciones a extraños de los que por la oscuridad no podía ni averiguar su apariencia. Al final, y gracias a un farol, reconoció a un sereno, él la guié hasta el camino correcto, y diez minutos después se encontró ante la puerta del número 29, en Ratcliffe Highway. Pensó que habría estado ausente unos cincuenta o sesenta minutos y, en efecto, en la distancia oyó el grito que anunciaba la una de la noche, grito que comenzó unos segundos después de la una y que se prolongó intermitentemente durante diez o trece minutos.

En el tumulto de agónicos pensamientos que pronto la asaltaron, es natural que le resultara duro recordar con distinción la sucesión de dudas, sospechas y sombríos recelos que pronto la iban a invadir. Pero, en lo que pudo recordar, en el momento de llegar a la casa no percibió nada que fuese alarmante. En muchas ciudades las campanillas son el principal instrumento de comunicación entre la calle y el interior de las casas, pero en Londres prevalece la aldaba. En la casa de los Marr había las dos cosas, una aldaba y una campanilla. Mary toco la campanilla y al mismo tiempo dio unos golpes suaves con la aldaba. No tenia miedo de molestar a su señor o a su señora; estaba segura de encontrarlos aun levantados. Su ansiedad se concentraba en el niño, que al despertarse podrida robar horas de descanso a su madre. Sabia que, estando esperándola tres personas y por entonces, tal vez, seriamente preocupadas por su tardanza, el susurro menos audible traería en un instante a uno de ellos hasta la puerta. Pero ¿qué ocurre entonces? Para su asombro, que pronto se vio acompañado de un terror glacial, no se escucha ni un murmullo ni se percibe un movimiento procedente de la cocina. En ese momento le vino a la mente, con una angustia estremecedora, la indistinta imagen del extraño con el oscuro sobretodo que se había deslizado furtivamente bajo la luz vacilante del farol y que con toda certeza había estado vigilando los movimientos de su amo, y se reprochó con viveza no haber avisado a Mr. Marr del sospechoso personaje, pese a las prisas que llevaba. ¡Pobre niña! No sabia que, por más que ese aviso hubiera puesto en guardia a Mr. Marr, ya lo había recibido de otra parte, así que su omisión, fruto en realidad de las prisas para cumplir el recado de su amo, no tuvo ninguna consecuencia. Pero todas esas reflexiones en una u otra dirección se convirtieron en ese instante en un pánico abrumador. El hecho de que nadie respondiera a su doble llamada, ese hecho solitario bastó como una revelación conducía a la puerta. Las pisadas —¡oh, cielos!, ¿las pisadas de quien?— se habían detenido ante la puerta. Se podía oír la respiración de esa horrible criatura, que había apagado toda respiración en la casa excepto la suya propia. Pero entre él y Mary había una puerta. ¿Qué estaba haciendo en la otra parte de la puerta? Pisadas cautelosas y furtivas eran las que descendían por la escalera y las que luego recorrieron el estrecho pasillo —estrecho como un ataúd—, hasta que al final las pisadas se detuvieron ante la puerta. ¡Con qué dificultad respiraba el tipo! El, el asesino solitario, estaba a un lado de la puerta; Mary estaba al otro. Ahora bien, supongamos que él abriera repentinamente la puerta y que Mary, imprudente por la oscuridad, se precipitara en el interior y se encontrara en los brazos del asesino. Entra dentro de lo posible, aún mas, es seguro que si hubiera intentado ese truco en el mismo momento de llegar Mary, habría tenido éxito; si hubiera abierto la puerta de repente con la primera llamada, habría entrado de frente y habría percibido. Pero ahora Mary estaba en guardia. El asesino desconocido y ella tenían los labios en la puerta, escuchando, jadeando, pero por fortuna estaban a lados diferentes de la puerta, y con el menor signo de abertura o de descorrer el cerrojo, Mary habría buscado protección en la oscuridad que la rodeaba.

¿Cuál fue el propósito del asesino al venir por el pasillo hasta la puerta principal? El propósito era éste: por separado, Como un individuo, Mary no tenía ninguna importancia para él. Pero, considerada como un miembro más de ese hogar, tenia su Valor, esto es, que ella, capturada y asesinada, redondeaba y consumaba la desolación de la casa. Al describirse el caso, Como seria descrito en toda la Cristiandad, la imaginación quedaría fascinada. Todo el nido de víctimas quedaría atrapado en la red; la ruina del hogar seria así plena y orbicular; y en esa situación todos los hombres y todas las mujeres tenderían a caer, desesperanzados e inermes, en las manos invencibles del poderoso asesino. Le bastaría decir: mis recomendaciones están fechadas en el número 29 de Ratcliffe Highway, y la pobre y subyugada imaginación caería impotente ante la fascinante mirada de serpiente de cascabel del asesino. No cabe duda de que el motivo de que el asesino permaneciera en la parte interior de la puerta principal de Marr era la esperanza de que, si abría silenciosamente la puerta, fingiendo con un susurro la voz de Marr y diciendo «¿qué hizo que te retrasaras tanto?», es posible que la hubiese podido engañar. Se equivoco. Mary ya estaba en ese momento extremadamente despierta; comenzó a tocar la campanilla y a dar aldabonazos con violencia intermitente. Y la consecuencia natural fue que la puerta del Vecino mas próximo, que acababa de irse a la cama y se había quedado dormido al instante, se abriera, y por la incesante violencia de sus llamadas y golpes, que ahora obedecían en Mary a un impulso delirante e incontrolado, se dio cuenta de que algo terrible tenia que ser el origen de semejante escándalo. Levantarse, asomarse a la ventana, preguntar enojado por el motivo de ese intempestivo tumulto, fue obra de un momento. La pobre muchacha seguía siendo lo suficientemente dueña de si misma como para explicar rápidamente las circunstancias de su ausencia durante una hora, su creencia de que la familia de Mr. y Mrs. Marr había sido asesinada en el intervalo, y que en ese preciso momento el asesino aún se encontraba en la casa.

La persona a quien dirigió su relato de los hechos era un prestamista, y tenia que haber sido un hombre muy valiente, pues suponía una empresa peligrosa, incluso sólo Como una prueba de fuerza física, enfrentarse en solitario a un misterioso asesino que al parecer había demostrado su ferocidad con un triunfo tan completo. Pero, al mismo tiempo, era un gran esfuerzo de dominio imaginativo el precipitarse hacia una persona envuelta por una nube de misterio, cuya nación, edad y motivos eran por completo desconocidos. Un soldado raramente se ha enfrentado en el campo de batalla con un peligro tan complejo. Pues si la entera familia de su Vecino Marr había sido exterminada, Como en efecto había ocurrido, semejante derramamiento de sangre podía sugerir que los perpetradores habían sido dos, y si uno solo había llevado tanta ruina, gen ese caso cuan colosal tenia que haber sido su audacia. ¡Y también su astucia y bestialidad! Más aún, el enemigo desconocido (ya constara de una persona o de dos) podía estar, sin duda, bien armado. Y, no obstante, bajo estas circunstancias tan adversas, ese hombre sin miedo corrió enseguida hacia el escenario de la carnicería en la casa vecina. Demorándose solo para ponerse los pantalones y para armarse con el atizador, bajo hasta su pequeño patio. En esta forma de aproximación, podía tener la posibilidad de interceptar al asesino, ya que por la parte frontal no se daría esa oportunidad, y además tardaría en forzar la puerta. Un muro de ladrillos, de entre nueve y diez pies de alto, dividía su patio trasero del de Marr. Lo escalo, y en el preciso momento en que pensó que tenia que regresar a por una Vela, percibió de repente un ligero resplandor en alguna parte de la casa de su vecino. La puerta trasera de los Marr estaba abierta de par en par. Era posible que el asesino hubiese salido por ella hacia un minuto. Con toda rapidez el valiente entro en la tienda y allí, extendida por el suelo, vio la matanza que se había producido durante esa noche, y todo estaba tan lleno de sangre que apenas era posible acercarse a la puerta principal sin mancharse de ella. En la cerradura de la puerta aún estaba la llave que había proporcionado al asesino una Ventaja tan fatídica sobre sus víctimas. En ese momento las noticias que Mary no cesaba de pregonar a gritos (quien considero probable que alguna de tantas víctimas aún podía sobrevivir si Venia ayuda médica, y que todo dependía de la rapidez con que se presentaran en la casa) habían congregado, a esas altas horas de la noche, a una pequeña multitud frente a la casa. El prestamista abrió la puerta. Uno o dos serenos guiaban a la muchedumbre, pero comprobado el aberrante espectáculo, se sumieron, impresionados, en un repentino silencio, contrastando con las Voces que habían dado antes. El trágico drama leía en voz alta su propia historia y la sucesión de los hechos, pocos y sumarios. Se desconocía quién podía haber sido el desconocido, ni siquiera existía una sospecha. Pero se daban razones para creer que había sido una persona conocida por Marr. Había entrado en la tienda abriendo la puerta una Vez que ésta había sido cerrada por Marr. Pero también se argumentaba que después del aviso que recibió Marr del sereno, la aparición de cualquier extraño en la tienda a esas horas, y en un vecindario tan peligroso, además entrando de una manera tan irregular y sospechosa (esto es, entrando antes de que la puerta se hubiese cerrado y después de que al echar los postigos se hubiese cortado toda posibilidad de comunicación abierta con la calle), habría alertado naturalmente a Marr y lo habría predispuesto a defenderse. Cualquier indicación, sin embargo, de que Marr no había sido alertado, apoyaría la certeza de que alga había ocurrido que había neutralizado esa alarma, desarmando fatalmente las prudentes sospechas de Marr. Pero ese «algo» solo podía consistir en un simple hecho, a saber, que la persona del asesino era familiar a Marr Como un conocido normal y no sospechoso. Presupuesta esta circunstancia como la clave del resto, el curso completo y la evolución subsiguiente del drama quedan claros Como la luz del día. El asesino, era evidente, había abierto con suavidad, y asimismo había cerrado con la misma suavidad, la puerta principal. A continuación había avanzado hasta el pequeño mostrador, intercambiando los ordinarios saludos propios de un antiguo conocido con un Marr que no sospechaba nada. Una vez alcanzado el mostrador, habría preguntado a Marr por un par de calcetines de algodón sin blanquear. En una tienda tan pequeña como la de Marr no podía haber muchas posibilidades para disponer los artículos. Es muy posible que el interior fuese familiar al asesino, quien ya se habría asegurado que para alcanzar la caja que él había pedido, Marr tenia que darse la vuelta y elevar tanto sus ojos Como sus brazos hasta una altura de unas dieciocho pulgadas por encima de su cabeza. Ese movimiento lo colocaba en la situación mas desventajosa posible con respecto a su asesino, quien entonces, en el momento en que los brazos y los ojos de Marr estaban ocupados, y la parte trasera de su cabeza completamente expuesta, sacó de repente de su largo sobretodo un pesado mazo de carpintero y, con un solo golpe, dejó tan aturdida a su víctima que fue incapaz de ofrecer ninguna resistencia. La posición en que yacía Marr contaba su propia historia. Había sufrido un colapso detrás del mostrador, con sus manos dispuestas de tal manera como para confirmar la versión que he sugerido. Es muy probable que el primer golpe, la primera indicación de traición que percibió Marr, fuese también el último, considerando su pérdida de consciencia. El plan del asesino y su lógica partían de haberle infligido una apoplejía o, al menos, de haberle aturdido lo suficiente para asegurar una larga pérdida de consciencia. Este primer paso pondría a la víctima a su merced. Pero como el peligro de que recobrara el conocimiento en cualquier momento expondría toda la empresa al fracaso, decidió aplicar su práctica usual y, para consumarlo, lo degollé. El resto de las circunstancias se dilucidaron Como sigue: la caída de Marr podría causar con toda probabilidad un ruido sordo y confuso, y tanto más, cuanto que no podía confundirse con ningún ruido callejero estando la puerta, Como estaba, cerrada. Es más probable, sin embargo, que la señal de alarma pasara por la cocina y se produjera cuando el asesino procediera a cortarle la garganta. La estrechez del espacio detrás del mostrador podría haber hecho imposible, con las prisas de la situación, el exponer abiertamente la garganta. La horrible escena que seguiría se vería marcada por cortes parciales e interrumpidos, surgirían profundas quejas y ése seria el ruido que llegaría hasta arriba. Contra esto, Como la única fase peligrosa en la acción, el asesino se habla preparado concienzudamente. Mrs. Marr y el aprendiz, los dos jóvenes y activos, se dirigirían, desde luego, a la puerta de la calle; si Mary hubiese estado en casa y tres personas se hubiesen dedicado al mismo tiempo a distraer la atención del asesino, es muy posible que una de ellas hubiese alcanzado la calle. Pero la terrible potencia con que descargó el martillo impidió, tanto al muchacho como a su ama, que pudieran alcanzar la puerta. Cada uno yacía tendido en el centro del suelo de la tienda, y en el mismo momento en que los inhabilitó de esa manera, el perro maldito ya se encontraba sobre sus gargantas alzando el cuchillo. El hecho es que, en la mera ceguera de la compasión por el pobre Marr, al oír sus gemidos, Mrs. Marr había perdido el sentido de su propia seguridad; tanto ella Como el aprendiz tendrían que haberse dirigido a la puerta trasera; entonces se podría haber dado la alarma al aire libre, lo cual ya habría supuesto un gran éxito; así se habría dispuesto de muchos medios para distraer al asesino, algo que se les negaba en la tienda dada su extremada estrechez.

Vanos serán los intentos de describir el horror que se apoderó de los espectadores de esa lamentable tragedia. La multitud supo que una persona, por casualidad, había escapado de la masacre, pero ahora estaba sin habla y probablemente conmocionada, de manera que, en consideración a su penosa situación, una vecina se la había llevado consigo y la había metido en la cama. Como consecuencia de esto, ocurrió que por un largo espacio de tiempo ninguna persona presente en la casa consocia tanto a los Marr como para preocuparse por el niño pequeño, pues el audaz prestamista había ido en busca del coroner y otro vecino estaba en la comisaría mas próxima prestando un urgente testimonio. De repente una persona apareció entre la muchedumbre que sabia que los padres asesinados tenían un hijo pequeño; lo podrían encontrar debajo de las escaleras o en uno de los dormitorios del piso de arriba. De inmediato un río de gente entré en la cocina, donde enseguida vieron la cuna, pero con la ropa en un estado de indescriptible confusión. Al sacarla se hicieron visibles manchas de sangre, y el siguiente signo ominoso fue que el cobertor de la cuna estaba destrozado. Se hizo evidente que el desdichado se había visto doblemente estorbado: en primer lugar por el cobertor en forma de arco sobre la cabeza de la cuna, que destrozo consecuentemente con el martillo y, en segundo lugar, por la visión de las almohadas y mantas alrededor de la cabeza del bebé. El libre juego de sus golpes se había visto obstaculizado, así que había terminado la escena aplicando su cuchillo a la garganta del pequeño inocente; después de esto, sin ningún propósito aparente, Como si hubiese quedado confuso por el espectáculo de sus propias atrocidades, se había dedicado a apilar la ropa con cuidado sobre el cadáver del niño. Este suceso daba innegablemente el carácter de una venganza a todo el asunto, y así se confirmé el rumor de que la disputa entre Williams y Marr tenía su origen en una rivalidad. Un escritor alego que el asesino podría haber considerado necesario, para su propia seguridad, extinguir el llanto del niño, pero se le opuso con razón que un niño de tan solo ocho meses no podía haber llorado al sentir la tragedia que estaba ocurriendo, sino en su forma ordinaria por la ausencia de la madre; y un lloro semejante, aunque audible desde fuera de la casa, habría sido precisamente lo que los Vecinos oían a diario, así que no habría atraído ninguna atención especial ni habría sugerido ninguna alarma razonable al asesino. Ningún incidente en el curso de las atrocidades cometidas emponzoñó más la furia popular contra el desconocido rufián que esta inútil matanza del infante.

Como es natural, en la mañana del domingo que amaneció cuatro o cinco horas mas tarde, el caso era demasiado horrible como para no haberse difundido en todas las direcciones, pero no tengo razón para creer que constara ninguna noticia sobre él en los numerosos periódicos dominicales. Por norma general, cualquier suceso ordinario que no ocurriese, o del que no se tuviese noticia, hasta quince minutos pasados de la una a. m. de una mañana de domingo, tan solo llegaba al publico en la edición del lunes de los periódicos dominicales, y en los periódicos matinales del lunes. Al suceder así en esta ocasión, nunca se produjo un retraso más trascendente. Pues es cierto que si se hubiese satisfecho la demanda del publico con los detalles del domingo, lo cual se podría haber conseguido muy fácilmente suprimiendo un par de aburridas columnas y sustituyéndolas por un relato de los hechos, para lo cual tanto el prestamista Como el sereno podrían haber proporcionado los materiales, se hubiese ganado una pequeña fortuna. Con las apropiadas octavillas repartidas por todos los barrios de la infinita metrópolis, podrían haber vendido doscientas cincuenta mil copias; me refiero a cualquier periódico que hubiese recogido material exclusivo, con el fin de apaciguar la excitación publica, alimentada por rumores que surgían de todas partes y que aumentaban las ansias de obtener mas información. Al domingo siguiente (el octavo día después del suceso) se celebró el funeral de los Marr; en el primer ataúd se puso a Marr, en el Segundo a Mrs. Marr con el bebé en sus brazos, en el tercero al aprendiz. Fueron enterrados uno al lado del otro, y treinta mil trabajadores siguieron el cortejo con el horror y la pena dibujados en sus rostros.

Aun no corría ningún rumor que indicase, ni siquiera Como una conjetura, al espantoso autor de esa ruina: a ese patrón de enterradores. Si se hubiera sabido tanto en ese domingo del funeral respecto a la persona que llegó a ser universalmente conocida seis días después, la gente habría ido directamente desde la iglesia hasta el alojamiento del asesino, y (sin prisa alguna) le habría ido arrancando miembro por miembro. Pero entonces, a falta de un sujeto en quien pudieran recaer las sospechas, el público se vio obligado a contenerse. Es mas, muy lejos de mostrar una tendencia a remitir, las emociones del público aumentaban a diario cuando la reverberación de la conmoción comenzó a repercutir desde las provincias en la capital. En todo camino real se produjeron muchos arrestos de vagabundos que no podían identificarse propiamente o cuya apariencia se ajustaba, aunque solo minimamente, a la imperfecta descripción de Williams aportada por el sereno.

Con esta poderosa marea de conmiseración e indignación apuntando hacia el espantoso pasado, en los pensamientos de personas reflexivas se mezclaba una corriente subterránea de temerosa expectación ante el futuro inmediato. «El terremoto», por citar el fragmento de un impresionante pasaje de Wordworth:

«El terremoto no queda satisfecho con una vez»[133]

Todos los peligros, en especial los malignos, son recurrentes. Un asesino, que lo es por pasión y por un ansia lobuna de sangre como un modo para satisfacer su lujuria antinatural, no puede sumirse en la inercia. Un hombre así, aún más que el cazador alpino de gamuzas, afronta los peligros de su actividad de los que apenas logra escapar, como un condimento para sazonar las insípidas monótonas de la vida diaria. Pero, aparte de que se podía contar ciertamente con sus instintos infernales para la comisión de nuevas atrocidades, estaba claro que el asesino de los Marr, donde fuera que se escondiera al acecho, era un hombre necesitado, y un hombre necesitado de esa clase que no se dedica a buscar o a encontrar recursos para subsistir en labores honorables, para lo cual, tanto por el disgusto que les causa como por su carencia de los hábitos apropiados, los hombres violentos en especial carecen de la aptitud requerida. Aunque solo fuera para ganarse la vida, podía esperarse que el asesino, a quien todos los corazones estaban ávidos por identificar, haría su resurrección en otro escenario de horror transcurrido un intervalo razonable. Incluso en el asesinato de Marr, reconociendo que fue guiado principalmente por un impulso cruel y vengativo, estaba claro que el deseo de botín se había aliado con esos fines. Con igual claridad era cierto que ese deseo había quedado defraudado; excepto por la trivial suma reservada por Marr a los gastos semanales, el asesino encontró, con certeza, poco o nada que le pudiese aprovechar. Dos guineas fue quizá lo máximo que obtuvo Como botín. Eso no duraría mucho más de una semana. La convicción, por tanto, de toda la gente era que en un mes o dos, cuando la febril excitación se hubiese enfriado algo, o hubiese sido sustituida por otras noticias más frescas, de manera que la renovada vigilancia de la vida doméstica hubiese remitido, se podría contar con un nuevo asesinato que causaría la misma consternación.

Esa era la creencia del público. El lector puede figurarse el puro frenesí de horror que se apodero de la gente cuando, con esta tensa expectación, previendo y esperando, ciertamente, que el brazo desconocido golpease una vez mas, pero no creyendo que su audacia pudiera igualarse al otro crimen, mientras todas las miradas estaban vigilando, de repente, en la duodécima noche desde el asesinato de los Marr, se perpetrase un crimen de la misma naturaleza y que seguía el mismo plan exterminador, en el mismo vecindario. Esta segunda atrocidad se produjo el jueves siguiente a la semana en que se cometió el asesinato de Marr, y muchos pensaron en aquel momento que, en sus rasgos dramáticos de interés conmovedor, este Segundo caso incluso había superado al primero. La familia que sufrió esta vez fue la de un tal Mr. Williamson, y la casa estaba situada, si no completamente en Ratcliffe Highway, en todo caso a la vuelta de la esquina en una calle secundaria, corriendo en ángulo recto hacia esa transitada vía pública. Mr. Williamson era un hombre bien conocido y una persona respetable, residente desde hacia tiempo en ese distrito. Se le suponía rico; y mas Como un medio para pasar el tiempo que Como un trabajo para seguir acumulando dinero, tenia una suerte de taberna, en la cual, por decirlo así, reinaba un ambiente patriarcal y, aunque gente de considerable riqueza la frecuentaba por las tardes, no se producía ninguna ansiosa separación entre ellos y otros visitantes de las clases de artesanos o de trabajadores comunes. Cualquiera que se comportase con propiedad podía ocupar su sitio y pedir el licor que prefiriera. Y así la sociedad era bastante miscelánea, en parte estacionaria, y en parte fluctuante. El hogar consistía en las siguientes cinco personas: 1. Mr. Williamson, su cabeza, que era un hombre mayor que superaba los setenta[134] y que se adaptaba perfectamente a su situación, pues siendo cortés y nada arisco, al mismo tiempo tenia la firmeza necesaria para mantener el orden; 2. Mrs. Williamson, su esposa, unos diez años más joven que él; 3. Una nieta pequeña, de unos nueve años de edad; 4. Una criada, de casi cuarenta años de edad; 5. Un joven artesano, de unos veintiséis, que trabajaba en un establecimiento de manufacturas (he olvidado de que tipo), y tampoco recuerdo su nacionalidad. En el local de Mr. Williamson regia la norma de que exactamente en el momento en que el reloj diera las once, toda la clientela, sin ninguna excepción, tenía que abandonarlo. Esa era una de las costumbres gracias a las cuales le había sido posible, en un distrito tan tormentoso, impedir que en su local se produjeran alborotos. En ese jueves por la noche todo había sucedido como era usual, excepto por una sombra de sospecha que había atraído la atención de más de una persona. Tal vez en un periodo menos agitado habría pasado desapercibida, pero ahora, cuando todas las conversaciones comenzaban y terminaban con el caso Marr y el asesino desconocido, era una circunstancia que causaba desasosiego que un extraño, de apariencia siniestra, con un amplio sobretodo, hubiese entrado y salido de la sala a intervalos durante la tarde; a veces se había retirado de la luz hacia rincones oscuros, y mas de una persona le había visto introduciéndose en los pasillos privados de la casa. Se creyó que el hombre era un conocido de Williamson. Y, en cierto grado, Como un cliente habitual de la casa, no es imposible que lo fuera. Pero con posterioridad, ese extraño repulsivo, con su rostro cadavérico, su llamativo pelo y sus vidriosos ojos, mostrándose a intervalos entre las ocho y las once p. m., quedé en la memoria de todo aquel que lo había observado con algo del mismo efecto glacial que ejercían los dos asesinos en Macbeth, que se presentan aun expeliendo el vaho del asesinato de Banquo y brillando débilmente, con rostros terribles, en la penumbra del fondo, frustrando las galas del banquete real[135].

Entretanto, el reloj da las once; la clientela sale, la puerta de entrada esta entreabierta; y en ese momento de general dispersión la situación de los cinco habitantes en la casa es la siguiente: los tres mayores, a saber, Mr. Williamson, su esposa y la criada, se encontraban todos en la planta baja; el mismo Williamson estaba sirviendo cerveza, oporto, etc., a aquellos vecinos en cuyo favor la puerta de la casa había quedado entreabierta hasta que dieran las doce; Mrs. Williamson y la criada iban y venían desde la cocina al pequeño recibidor; la pequeña nieta, cuyo dormitorio estaba en el primer piso (término que en Londres significa siempre la planta que se eleva por un vuelo de escaleras sobre el nivel de la calle), dormía ya casi desde las nueve; por ultimo, el artesano se había retirado a descansar desde hacia tiempo. Era un huésped regular de la casa, y su dormitorio estaba en el segundo piso. Hacia un rato que se había desvestido y acostado. Siendo un trabajador, con el habito de levantarse temprano, estaba naturalmente ansioso por quedarse dormido lo antes posible. Pero, esa noche en particular, su desasosiego, causado por los recientes asesinatos en el numero 29, le causaron una exasperación nerviosa que le mantenía despierto. Es posible que hubiese oído hablar a alguien del extraño con aspecto sospechoso o incluso él mismo podría haberle observado como salía furtivamente. Pero, aun cuando no fuese así, él sabia de varias circunstancias que afectaban peligrosamente a la casa; verbigracia, la delincuencia que imperaba en el vecindario, y el hecho desagradable de que los Marr habían vivido a unas pocas puertas de la casa, lo cual también podía testimoniar que el asesino no vivía a gran distancia. Estos factores provocaban una alarma general. Pero había otros peculiares de esa casa; en particular, la notoriedad de la opulencia en que vivían los Williamson; la creencia, ya fuese fundada o infundada, de que acumulaba en mesas y cajones el dinero que continuamente fluía en sus manos; y, por ultimo, el peligro al que se exponían gratuitamente con el hábito de dejar la puerta principal entornada durante una hora entera, y precisamente esa hora estaba cargada con un peligro adicional, pues no había peligro de toparse con visitantes casuales, ya que éstos habían abandonado el local a las once. Una norma que hasta ese momento había tenido un efecto positivo en el carácter y la comodidad de la casa, ahora, por el contrario, se convertía en una proclamación de indefensión y negligencia durante el periodo de una hora. El mismo Williamson, se decía, siendo un hombre corpulento que pasaba de los setenta, y bastante inactivo, por prudencia tendría que cerrar su puerta coincidiendo con la salida del último grupo.

Debido a éste y a otros motivos de alarma (en particular, también, que se decía que Mrs. Williamson tenia una gran cantidad de objetos de plata), el trabajador velaba dolorosamente y ya debían haber pasado veintiocho o veinticinco minutos de las doce, cuando, de repente, la puerta se cerré con gran violencia y se oye como una mano insidiosa echaba el cerrojo. Aquí, sin ninguna duda, estaba el hombre diabólico, envuelto en el misterio, del número 29 de Ratcliffe Highway. Si, ese ser espantoso que durante doce días había estado en las mentes y en los labios de todos, está ahora en esa casa indefensa y, en unos pocos minutos, se encontraría cara a cara con todos y cada uno de sus habitantes. Aun queda un enigma por descifrar en la mente del público: si en la casa de los Marr no habrían actuado dos personas. Si hubiese sido así, tendría que haber dos ahora, y una de ellas se pondría inmediatamente al trabajo en el piso superior, pues ningún peligro podía ser tan fatal en semejante ataque que una alarma dada desde una ventana superior a los paseantes en la calle. Durante minuto y medio el pobre hombre muerto de pánico estuvo sentado inmóvil en la cama. Pero entonces se levanté y su primer movimiento fue el de avanzar hacia la puerta de su habitación, no con el propósito de asegurarla contra la intrusión, demasiado bien sabía que no había ni cerradura ni pestillo, ni tampoco había muebles en la habitación que hubiesen servido al moverlos para bloquear la puerta, aun en el caso de que hubiese tenido tiempo para eso. No fue un acto de prudencia, sino la fascinación del miedo mortal lo que le condujo a abrir la puerta. Un paso le llevo hasta el rellano de las escaleras, bajo la cabeza hasta la altura de la balaustrada para escuchar, y en ese momento ascendía, desde el pequeño recibidor, el grito agonizante de la criada. «¡Señor Jesucristo, nos van a asesinar a todos!». Qué cabeza de medusa asomaba en esos rasgos espantados y pálidos, en esos ojos rígidos y vidriosos que en verdad parecían pertenecer a un cadáver, cuya mirada bastaba para proclamar una sentencia de muerte.

En ese momento ya se habían producido tres combates mortales y el pobre y petrificado artesano, completamente inconsciente de lo que estaba haciendo, sumido en un pánico ciego, pasivo, derrotista, bajó los dos pisos. Un terror infinito le inspiraba con el mismo impulso que le podía haber inspirado un coraje temerario. En camiseta, y por viejas y gastadas escaleras que a veces crujían bajo sus pies, continué bajando, hasta que se detuvo a cuatro escalones del final. La situación era la más tremenda de que se tenga noticia. Un estornudo, una tos, una respiración agitada, y el joven se convertiría en un cadáver, sin oportunidad siquiera para luchar por su vida. El asesino en ese momento estaba en el pequeño recibidor, cuya puerta daba a la escalera, y esa puerta estaba entreabierta; cierto, mucho mas abierta de lo que sugiere la palabra «entreabierta». De ese cuadrante, o noventa grados, que la puerta describiría al abrirse tanto como para estar en ángulo recto con el recibidor, o con él mismo, en posición cerrada exponía unos cincuenta y cinco grados al menos. En consecuencia, dos de los tres cuerpos estaban a la vista del joven. ¿Dónde estaba el tercero? Y el asesino… ¿dónde estaba? En cuanto al asesino, iba de un sitio a otro en el salón, audible pero no visible en un principio ocupado en la parte de la habitación que estaba fuera de su ángulo de visión. El ruido daba una idea de lo que estaba haciendo, estaba probando llaves para abrir un armario y un escritorio en la parte que quedaba oculta de la habitación. Muy pronto, sin embargo, quedó expuesto a la vista, pero, por fortuna para el joven, el asesino se encontraba demasiado absorto en su actividad como para lanzar una mirada hacia la escalera, en la cual se hallaba la pálida figura del artesano, inmovilizada por el horror, que podría haber sido detectada al instante y llevada a la tumba en un segundo. En cuanto al tercer cuerpo, el cuerpo que faltaba, el de Mr. Williamson, estaba en el sótano, y el problema de su situación es una cuestión aparte muy discutida y que aún no ha quedado satisfactoriamente aclarada. Entretanto, al joven le pareció evidente que Williamson estaba muerto, de otra manera le habría oído quejarse o agitarse. Tres amigos, por tanto, de cuatro, de quien el joven se había despedido hacia cuarenta minutos, estaban ahora muertos; quedaba, por consiguiente, el 40% (un porcentaje muy elevado para que Williams lo descuidase), pues, en efecto, quedaba él mismo y su bonita amiga, la nietecita, cuya infantil inocencia aún dormía sin miedo por ella y sin pena por sus ancianos abuelos. Si ellos se han ido para siempre, felizmente un amigo (ese nombre merecería, si pudiera salvar a la niña de tal peligro) estaba próximo a ella. Pero ¡ay!, aún se encontraba mas cerca del asesino. En ese momento el artesano se desconcierta, no puede dar un paso, se ha convertido en una columna de hielo, pues los objetos que se encuentran frente a él, separados tan solo por trece pies, son los siguientes: la criada había sido sorprendida por el asesino cuando estaba arrodillada ante la hornilla del hogar, que había estado puliendo con grafito. Esa parte de la tarea ya estaba terminada, y había pasado a realizar otra, a saber, a rellenar el hogar de madera y carbón, no para encenderlo en ese momento, sino para que estuviese preparado para el día siguiente. Todo llevaba a suponer que estaba ocupada en esa tarea en el momento en que entro el asesino, y tal vez los acontecimientos se sucedieron como sigue: por la aterrada invocación a Cristo, oída por el artesano, estaba claro que se había alarmado, y esto ocurrió un minuto y medio o dos minutos después de que se oyera el portazo. En consecuencia, la alarma que había asustado y alarmado al joven debió ser, de alguna manera, mal interpretada por las dos mujeres. Se dijo, en aquel tiempo, que Mrs. Williamson era algo dura de oído y se conjeturé asimismo que la criada, con el ruido causado por su labor, y con media cabeza dentro del hogar, lo podría haber confundido con los ruidos de la calle o creo que había sido fruto de alguna broma pesada de los chicos.

Pero, cualquiera que sea la explicación, era un hecho evidente que, hasta las palabras que invocaban a Cristo, la criada no había notado nada sospechoso que interrumpiera su trabajo. Si es así, de esto se deduce que Mrs. Williamson tampoco había notado nada, pues, en otro caso, ella misma habría puesto en guardia a la criada, ya que estaban las dos en la misma pequeña habitación. Al parecer el curso de los acontecimientos, una vez que el asesino ya había entrado en la habitación, fue el siguiente: Mrs. Williamson probablemente no le llegó a percibir, puesto que se encontraba de espaldas a la puerta. Por tanto, ella, antes de que le hubiese visto, fue derribada sin conocimiento por un golpe estremecedor en la nuca; este golpe, infligido por una palanca, destrozo la parte trasera del cráneo. Ella cayó, y el ruido de la caída (pues fue obra de un momento) atrajo la atención de la criada que, en ese momento, emitió el grito oído por el joven, pero antes de que pudiera repetirlo, el asesino ya había hecho descender sobre su cabeza su mortífero instrumento, hundiéndole el cráneo. Las dos mujeres habían quedado irremisiblemente destruidas, de manera que eran innecesarios otros ataques; además, el asesino era consciente del peligro que supondría cualquier demora; no obstante, y pese a su prisa, dio tanto valor a las consecuencias fatales que podrían derivarse de que una de sus víctimas recuperase la consciencia que, para hacerlo imposible, procedió a degollarlas. Todo esto concuerda con los hechos tal y como se presentan ellos mismos. Mrs. Williamson había caído de espaldas con la cabeza hacia la puerta; la criada, hincada de rodillas, había sido incapaz de levantarse y había presentado pasivamente su cabeza a los golpes; después de lo cual, el muy ruin había doblado su cabeza hacia atrás para exponer su garganta y culminar su trabajo. Es notable que el joven artesano, paralizado Como había estado por el miedo, y evidentemente tan fascinado durante un tiempo Como para dirigirse directamente a la boca del lobo, se consideró capaz de percibir todo lo que fuera importante. El lector se lo tiene que imaginar ahora observando al asesino mientras se inclinaba sobre el cuerpo de Mrs. Williamson, y mientras renovaba su búsqueda de ciertas llaves de importancia. Sin duda era una situación de ansiedad para el asesino, pues, o encontraba rápidamente las llaves que necesitaba, o esa espantosa tragedia horrorizaría al público hasta extremos inusitados, lo cual multiplicaría por diez sus precauciones y redoblaría los obstáculos interpuestos entre el asesino y sus futuras víctimas. No, aún estaba en juego otro factor: su propia e inmediata seguridad, por algún accidente, podía quedar comprometida. La mayoría de los que venían a la casa a por licor eran niños despistados que, al encontrarla cerrada, seguirían su camino para buscar otra, pero si viniera un hombre o una mujer con sus cinco sentidos a la puerta en ese momento, un cuarto de hora antes de la hora de cierre, en ese caso sospecharía hasta tal punto que desearía realizar una comprobación. Daría la alarma, después de lo cual la suerte decidiría el destino. Pues es un hecho notorio y que ilustra la singular inconsistencia de este villano que, siendo con frecuencia tan superfluamente sutil, en otros asuntos era tan imprudente y precipitado, que en ese momento, estando entre cadáveres que habían inundado el recibidor de sangre, Williams dudaba de si había medios seguros para salir. Sabia de las ventanas en la parte trasera, pero no parecía tener una información cierta sobre el lugar al que daban; y en un vecindario tan peligroso no era improbable que las ventanas de la planta baja estuvieran cerradas a cal y canto; las de los pisos superiores podían estar abiertas, pero entonces se vería obligado a saltar desde una altura formidable. Debido a esto, lo mas practico era darse prisa en probar todas las llaves y encontrar el tesoro oculto. Esta intensa concentración en el logro de su propósito fue lo que desvié la atención del asesino sobre todo lo que le rodeaba; de otra manera, tendría que haber oído la respiración del joven, que en algún momento llego a ser peligrosamente audible. Cuando el asesino se inclino una vez mas sobre el cuerpo de Mrs. Williamson, y registré sus bolsillos mas detenidamente, sacó varios manojos de llaves y, al arrojar uno de ellos, produjo un tintineo en el suelo. Fue en este momento cuando su testigo secreto, desde su secreta posición, advirtió el hecho de que la levita de Williams estaba forrada de la seda de la mejor calidad. Otro hecho del que se dio cuenta, y que adquiriría una mayor importancia inmediata que muchas otras graves circunstancias de la acusación, fue que los zapatos del asesino, nuevos en apariencia, y comprados probablemente con el dinero de Marr, crujían al andar, áspera y frecuentemente. Con los nuevos manojos de llaves, el asesino se dirigió a la sección oculta de la sala. Y aquí, por fin, se le ofreció al artesano la repentina posibilidad de escapar. Transcurrirían unos minutos hasta que hubiese probado todas las llaves, y después en registrar 105 cajones, suponiendo que las llaves fueran las adecuadas, o en forzarlos con violencia si no lo eran. Así que contaría con un pequeño intervalo de tiempo en el que el ruido de las llaves amortiguaría el crujido de las escaleras mientras volvía a subir. Ya tenia trazado un plan. Al volver a su habitación, situé la cama contra la puerta con el fin de dificultar el acceso al enemigo, eso le avisaría de su llegada, y en el peor de los casos le proporcionaría la posibilidad de salvar la Vida con un salto desesperado. Ese cambio lo hizo con el menor ruido posible, a continuación corté en tiras anchas las sabanas, las fundas de almohada y las mantas, formando varias cuerdas que luego anudé entre si. Pero en ese instante se dio cuenta de un impedimento para sus labores. ¿Dónde encontraría una armella, un gancho o una barra o cualquier otro punto de fijación del que asegurar su cuerda una vez desplegada? Desde el antepecho de la ventana, esto es, desde su parte inferior, había hasta el suelo unos veintidós o veintitrés pies. De esta altura se podían restar diez o doce pies, pues esa distancia es la que podría salvar de un salto sin peligro. Deduciendo esa parte, quedarían, digamos, unos doce pies de cuerda por preparar. Por desgracia, no había ninguna fijación de hierro en su ventana. La más próxima, en realidad la única, estaba lejos de la ventana. Era una alcayata clavada (sin ninguna razón aparente) en el pabellón de la cama; ahora bien, al haber desplazado la cama también había desplazado la alcayata, y su distancia hasta la ventana, habiendo sido siempre de cuatro pies, ahora era de siete. Siete pies en total, que se tenían que añadir a la distancia deducida de la ventana al suelo. ¡Pero valor! Dios, en virtud del proverbio de todos los pueblos cristianos, ayuda a quienes se ayudan a si mismos. Nuestro joven amigo reconoce esto agradecido; en el hecho de encontrar una alcayata en el interior que era completamente inútil, descubre un signo de la Providencia. Si hubiese trabajado solo para sí mismo no habría tenido merito alguno, pero no es así; ahora se ve profunda y sinceramente afligido por la pobre niña, a quien conoce y quiere; cada minuto que pasa, él lo siente, la ruina esta mas próxima a ella; y, cuando paso por su puerta, su primer pensamiento fue sacarla en brazos de la cama y llevarla consigo donde pudieran compartir el destino. Pero considero que si la despertaba tan de repente, y con la imposibilidad incluso de susurrarle una explicación, lanzaría un grito audible, y la fatal indiscreción de uno seria fatal para los dos. Al igual que las avalanchas alpinas, cuando se ciernen sobre las cabezas de los viajeros, con frecuencia (según se dice) se desencadenan porque un simple murmullo rompe la serenidad del aire, así pendía la malicia asesina del hombre en el piso inferior de un susurro tan tenue. No solo había una manera de salvar a la criatura, el primer paso para rescatarla consistía en salvarse primero a sí mismo. Y había comenzado bien, pues la alcayata, que él había imaginado que se iba a salir de la semiputrefacta madera, resistió con firmeza cuando la probé haciendo fuerza con su propio peso. Sin perder tiempo, ata a ella tres de los jirones que había anudado, midiendo once pies. La retuerce con rudeza, de manera que solo pierde tres pies al entrelazarla; las empalma en una segunda longitud igual a la primera, así que ya tiene a su disposición dieciséis pies de cuerda para arrojar por la ventana; en el peor de los casos, no seria un desastre completo descender por la cuerda hasta donde llegara y luego tirarse con valor. Todo esto lo concluyo en unos seis minutos, y aún se producía la febril carrera entre arriba y abajo. El asesino trabaja duro en la sala; el artesano trabaja duro en el dormitorio. El impío saca ventaja en la planta baja; ya se ha apoderado de un puñado de billetes, y esta tras las huellas de otro. También ha encontrado un nido de monedas de oro. Soberanos como los de hoy no los había, pero guineas de ese periodo podían alcanzar un valor de treinta chelines por pieza, y se abría el camino hacia una pequeña mina de ellas. El asesino esté casi gozoso, y si en esa casa aún hubiera una criatura viva, como sospecha sagazmente, y muy pronto sabré con certeza, se alegraría, antes de cortarle la garganta, de beber una copa con ella de lo que fuera. En vez de la copa, ¿no podría regalarle a la pobre criatura su garganta? ¡Oh, no, imposible! Gargantas son cosas que él nunca regala; el negocio…, hay que atender al negocio. En verdad que los dos hombres, considerados meramente como hombres de negocios, tienen su mérito. Como coro y semicoro, estrofa y antiestrofa, así trabaja el uno contra el otro. ¡Vamos, artesano! ¡Vamos, asesino! ¡Vamos, panadero! ¡Vamos, demonio! En lo que concierne al artesano, ya esté a salvo. A sus dieciséis pies, de los cuales siete quedaban neutralizados por la distancia de la cama, al final ha podido añadir seis pies mas, con lo cual se quedaré corto por unos diez pies, una bagatela que tanto un hombre como un niño pueden salvar sin peligro de herirse. Por tanto, él está seguro, que es más de lo que puede decirse del impío en la sala. El impío, no obstante, se lo toma con serenidad, y la razón estriba en que, pese a toda su astucia, por una vez en su vida le han ganado por la mano. El lector y yo lo sabemos, pero el impío no sospecha en lo mas mínimo un pequeño hecho de cierta importancia: que durante un espacio de tiempo de tres minutos ha sido observado y estudiado por alguien que (aunque leyendo en un libro espantoso y sufriendo un pánico mortal) tomo notas exactas de todo lo que sus limitadas posibilidades le permitieron ver, y que con toda certeza informara de los zapatos que crujen y del forro de seda de la levita en dependencias en que esos detalles le beneficiaran muy poco. Pero, aunque es verdad que Mr. Williams, ignorante de la presencia del artesano durante su registro de los bolsillos de Mrs. Williamson, no podía conectar ninguna ansiedad con esa persona y sus actividades, en especial con el asunto de la cuerda, seguro que tenia razones suficientes para no perder el tiempo. Y, sin embargo, perdía el tiempo. Interpretando sus actos a la luz de las muchas huellas que fue dejando, la policía comprendió que al final había perdido el tiempo. Y la razón de esto es digna de mencionarse, porque nos informa enseguida de que él no perseguía el asesinato simplemente como un medio, sino como un fin en sí mismo. Mr. Williams llevaba en la casa unos quince o veinte minutos, y en ese espacio de tiempo había despachado, con un estilo satisfactorio para él, un considerable montón de trabajo. En un lenguaje comercial podríamos decir que había hecho un buen negocio. En dos plantas, esto es, en el sótano y la planta baja, había dado cuenta de toda su población. Pero aún quedaban dos pisos mas, y ahora se le ocurrió a Mr. Williams que, aunque la fría acogida del señor de la casa le había privado de conocer el resto, era muy probable que en una o mas de sus estancias hubiera mas gargantas. En cuanto al botín, ya se lo había embolsado. Y era Casi imposible que aún quedara alguna sobra para otro limpiador. Pero las gargantas… las gargantas…, tal vez de ellas aún quedara un remanente, algo que recoger. Y así ocurrió que, con su sed lobuna de sangre, Mr. Williams puso en juego todos los frutos de su noche de trabajo e incluso su vida. En este momento, si el asesino lo supiera todo, si pudiera ver la ventana abierta arriba, lista para el descenso del artesano, si pudiera presenciar la rapidez, a Vida o muerte, con que trabaja ese artesano, podría presagiar el poderoso tumulto que iba a enloquecer a la población, a los noventa segundos, de ese populoso distrito; en ese caso, ninguna imagen de un maníaco huyendo de pánico o en persecución de la venganza representaría adecuadamente la agonía de prisa con la que se precipitaría hacia la puerta de salida para escapar. Esa manera de escapar aún era posible. Incluso en este momento aún quedaba tiempo suficiente para una huida con éxito y, por tanto, para la siguiente revolución en la novela de su vida abominable. En sus bolsillos tenia unas cien libras de botín; lo suficiente para un disfraz completo. Esa misma noche, si se afeitaba su pelo amarillo y se teñía de negro sus cejas, comprándose, cuando hubiese amanecido, una peluca oscura y ropa que correspondiera al carácter de un serio profesional, podría haber eludido todas las sospechas de policías impertinentes, podría haberse embarcado en uno de los cientos de navíos que se dirigen a los puertos de la enorme línea costera americana de los Estados Unidos (que se extiende por dos mil cuatrocientas millas); podría disfrutar cincuenta años de cómodo arrepentimiento; e incluso podría haber muerto en olor de santidad. Por otra parte, si prefería la vida activa, no es imposible que, con su sutileza, audacia y falta de escrúpulos, en una tierra donde el simple proceso de naturalización convierte al extranjero en el acto en un hijo de la familia, podría llegar al sillón de Presidente; se podría erigir una estatua a su muerte, y después escribir su vida en tres volúmenes en cuarto, con ninguna pista que apuntase al número 29 de Ratcliffe Highway. Pero todo depende de los siguientes noventa Segundos. En ese plazo tendrá que tomar una decisión; hay una decisión errónea y una correcta. Si su ángel bueno le guía a tomar la correcta, todo le ira bien en lo que concierne a la prosperidad de este mundo. ¡Pero atención! En dos minutos le veremos tomar la errónea: y entonces Némesis estará tras sus talones con desastre súbito y perfecto.

Entretanto, si el asesino se permite perder el tiempo, el fabricador de cuerdas del piso superior no lo hace. Sabe muy bien que el destino de la pobre niña esta en el filo de una navaja: por todos los medios tiene que lograr dar la alarma antes de que el asesino alcance el borde de su cama. Y en ese preciso momento, cuando una agitación desesperada casi le paraliza los dedos, oye las pisadas furtivas del asesino crujiendo a través de la oscuridad. El artesano había esperado (fundándose en el estruendo que había producido la puerta de entrada al cerrarse) que Williams, cuando estuviera dispuesto para ese trabajo en el piso de arriba, vendría corriendo en un jubiloso galope largo y con el rugido de un tigre y tal vez, por sus instintos naturales, así lo habría hecho. Pero esta forma de aproximarse, que era de un efecto terrible si se aplicaba con sorpresa, se volvía peligrosa en el caso de personas que ya debían haberse puesto en guardia. La pisada que había oído era en la escalera…, pero ¿en qué escalón? Se imagino que en uno de los primeros: y, en un movimiento tan lento y cauteloso, incluso esto podría marcar la diferencia; ¿no podría haber sido el décimo, el duodécimo o el decimocuarto? Tal vez nunca en este mundo un hombre ha sentido cruelmente una responsabilidad tan pesada como en ese momento el pobre artesano al pensar en la niña dormida. Bastaba que perdiera dos segundos por confusión o por los efectos del pánico, y para ella se daría una diferencia total, la diferencia entre la vida y la muerte. Pero aún hay esperanza y nada puede revelar tan espantosamente su naturaleza infernal, cuya sombra maléfica, para hablar astrológicamente, oscurece en ese momento la casa de la vida, que la simple expresión del fundamento en que descansa esa esperanza. El artesano estaba seguro de que el asesino no se quedaría satisfecho asesinando a la criatura mientras estuviera inconsciente. Eso estropearía el propósito de asesinarla. Para un epicúreo del asesinato como Williams, perdería el acicate del placer si la pobre niña tuviese que apurar el cáliz amargo de la muerte sin comprender del todo la miseria de su situación. Pero esto, por fortuna, requeriría tiempo: la doble confusión mental, primero, por haberla despertado a una hora tan inusual y, en segundo lugar, el horror que experimentara al conocer las intenciones del asesino, lo que al principio le producirá desmayos o algún tipo de insensibilidad o distracción, y ello ocuparía un tiempo considerable. La lógica del caso, en suma, dependía de la extrema perversidad de Williams. Si se contentaba con el simple hecho de la muerte de la niña, con la expansión placentera de su agonía mental, en ese caso no habría esperanza. Pero como nuestro asesino es melindroso hasta el fastidio en sus exigencias —una suerte de ordenancista en la esencial escenificación y ornamento de las circunstancias de sus crímenes— es entonces cuando la esperanza se torna razonable, puesto que todos esos refinamientos preparatorios requieren tiempo. Asesinos más necesitados que Williams estaban obligados a darse prisa, pero en un asesinato por pura voluptuosidad, enteramente desinteresado, donde no había que eliminar a ningún testigo hostil, no había que ganar ningún botín adicional ni que cumplir ninguna venganza, esté claro que la prisa lo arruinaría todo. Si esa criatura, por tanto, se salva, será solo por consideraciones estéticas[136].

Pero todas las consideraciones, cualesquiera que sean, en ese momento se interrumpen súbitamente. Se escucha un tercer paso en las escaleras, todavía subrepticio y cauteloso; un paso más y entonces la suerte de la niña estará echada. Pero en ese momento ya esta todo preparado. La ventana esta abierta, la cuerda cuelga libremente, el artesano se ha deslizado por ella y ya se encuentra en el primer tramo de su descenso. Baja impulsado por su peso y retarda el descenso ofreciendo resistencia con sus manos. El peligro estribaba en que la cuerda resbalara demasiado entre sus manos y que, por la rápida aceleración de la bajada, terminara cayendo violentamente en el suelo. Por fortuna, fue capaz de resistir el ímpetu: los nudos de las sabanas entrelazadas sirvieron para frenarlo. Pero la cuerda resulto ser mas corta, en cuatro o cinco pies, de lo que había calculado: se quedo suspendido en el aire a unos diez u once pies del suelo, mudo por la continua agitación y con miedo de que al caer con rudeza pudiera romperse las piernas. Pero la noche no era tan oscura como en la que ocurrió el asesinato de los Marr. Y, sin embargo, para los propósitos de la policía criminal, por casualidad resultaba peor que la noche más oscura que jamás oculto a un asesino o dificultó su persecución. Londres, de este a oeste, estaba cubierto por una espesa capa de niebla que surgía del río. A esto se debió que durante veinte o treinta segundos nadie observara al joven que pendía en el aire. Su camiseta blanca al final termino atrayendo la atención. Cuatro o cinco personas corrieron hacia él y lo cogieron en los brazos, sospechando algún anuncio terrible. ¿De qué casa había bajado? Ni siquiera eso quedaba claro en ese instante, pero él señaló con su dedo la puerta de Williamson y dijo con un susurro entrecortado: ¡el asesino de los Marr está ahora en la casa!

Todo quedó explicado en un momento: el lenguaje silencioso de los hechos hizo su propia elocuente revelación. El misterioso exterminador del número 29 de Ratcliffe Highway había Visitado otra casa y, ¡atención!, un hombre había escapado por el aire, y en camiseta, solo para relatar lo sucedido. Había algo supersticioso que impedía la persecución de ese criminal incomprensible; moralmente, y en el interés de la justicia vindicativa, todo la fomentaba, la estimulaba y la mantenía.

Si, el asesino de los Marr —ese hombre misterioso— estaba otra vez en acción; quizá en ese preciso momento estaba apagando una luz de vida, y no en un lugar remoto, sino en esa misma casa que tocaban quienes escuchaban la horrible noticia. El caos y la ciega confusión de la escena que siguió, según lo informado por las crónicas de los periódicos de los días subsiguientes, no conoce, por lo que sé, ningún paralelo, a no ser tal vez en un caso: los acontecimientos que siguieron a la absolución de los siete obispos en Westminster en 1688. En este caso había algo más que un apasionado entusiasmo. El frenético movimiento de una mezcla de horror y exultación, el clamor de venganza que ascendió instantáneamente de la calle, y luego Como una suerte de sublime contagio magnético, de todas las calles adyacentes, sólo puede ser adecuadamente expresado por un arrebatado pasaje de Shelley:

«El arrebato de: una fiera y monstruosa alegría

se difundió por las multitudinarias calles, casi volando

con las alas del miedo: de su embotada locura

despertó el hambriento y murió de placer: los moribundos,

agonizando convulsos entre los cadáveres,

oyeron las buenas nuevas, y esperanzados

cerraron sus abatidos ojos: de casa en casa

el elevado clamor de los vivos estremeció la cúpula del cielo

y llenó de ecos la tierra sorprendida».

Hubo algo, en efecto, casi inexplicable en la instantánea interpretación del grito multitudinario que le dio su verdadero significado. De hecho, el mortal clamor de venganza, y su sublime unidad, en ese distrito sólo podía apuntar hacia un demonio cuya idea había amargado y tiranizado, durante doce días, el corazón de todos: cada puerta, cada ventana del vecindario, se abrió de golpe como si obedecieran una orden; multitudes, sin aguardar a las vías regulares de salida; saltaron enseguida desde las ventanas a los pisos más bajos; personas enfermas se levantaron de las camas; incluso, en un caso, como si se quisiera verificar expresamente la imagen de Shelley (en los versos 4,5,6, 7), un hombre cuya muerte se había esperado en esos días, y que moriría al día siguiente, se levantó de la cama, se armó con una espada, y bajó a la calle en pijama. Era una buena oportunidad, y la masa era consciente de ella, para atrapar al perro rabioso en pleno mediodía y carnaval de su ­sangriento coto de caza, en pleno centro de su propio degolladero. Por un momento la masa de gente se asombró de su propio número y de su furia. Pero incluso esa furia sintió la necesidad de controlarse a sí misma. Era evidente que se tenía que forzar la puerta de entrada, pues ya no quedaba ninguna persona viva en el interior que pudiera cooperar con sus esfuerzos, excepto la pequeña. Unas barras de hierro lograron que la puerta saltará de sus goznes y la gente penetró en la casa como un torrente. Se puede suponer la irritación e inquietud para su furia consumidora, que causó una señal de pausa y absoluto silencio realizada por una persona de importancia local. Con la esperanza de recibir alguna comunicación útil, la masa guardó silencio. «Ahora escuchemos —dijo el hombre con autoridad—, y averiguaremos si se encuentra en el piso de abajo o en el de arriba». De inmediato se escuchó un ruido como si alguien tratara de forzar una ventana, y el ruido provenía claramente del dormitorio de arriba. Sí, parecía que el asesino aún se encontraba en la casa: lo habían cogido en una trampa. Al no haberse familia­rizado con la casa de los Williamson, al parecer se había con­vertido de repente en un prisionero de uno de los dormitorios de arriba. Hacia él se precipitó impetuosamente la masa. Sin embargo, se encontró con que la puerta estaba cerrada y, en el momento en que comenzaron a forzada, un sonoro ruido de cristales rotos anunció que el miserable había emprendido la huida. Había saltado, y algunas personas de la multitud, que ardían de furia, saltaron tras él. Estas personas no se habían preocupado por la naturaleza del suelo, pero ahora, al examinado con las antorchas, informaron que se trataba de un plano inclinado, un terraplén de barro muy húmedo y pegajoso. Las pisadas del asesino habían quedado profundamente impresas en el barro y, por tanto, eran fáciles de seguir hasta el final del terraplén, pero pronto se dieron cuenta de que la persecución sería en vano dada la densidad de la niebla. Era imposible identificar al hombre a tan sólo dos pies de distancia y, si se cogía a alguien, no se podría saber si era a quien se había perdido de vista. Nunca, a lo largo de todo el siglo, se habría dado una noche más propicia para que escapara un criminal: a Williams le sobraban ahora los medios para disfrazarse, y en los alrededores del río había innumerables guaridas que podrían haberle protegido durante años de preguntas indiscretas. Pero hacer favores a desagradecidos e ingratos es dilapidar­los. Esa noche, cuando se le planteaba la encrucijada de su futura carrera, Williams tomó la decisión equivocada, pues, por mera indolencia, se le ocurrió dirigirse a su antiguo aloja­miento, el lugar en toda Inglaterra que tenía más razones para evitar.

Mientras tanto, la muchedumbre ya había inspeccionado por entero las dependencias de Williamson. La primera preocupación fue por la joven nieta. Williams, era evidente, había entrado en su habitación, y fue precisamente en esa habitación donde, al parecer, el ruido de la multitud le había sorprendido; después que se hubiese desviado su atención, se había dirigido a la ventana, y se dio cuenta de que sólo le quedaba ese camino para huir. E incluso la huida sólo tuvo éxito gracias a la niebla y a la rapidez con que actuó, así como a las dificultades de los que le venían a la zaga para entrar en la casa por la parte opuesta. La niña, es natural, se encontraba agitada por la presencia de tantos extraños a esa hora, pero, gracias a las precauciones humanitarias de los vecinos, se la preservó del conocimiento de los trágicos sucesos que habían ocurrido mientras estaba durmiendo. Aún no habían encontrado a su pobre abuelo, hasta que la multitud bajó al sótano, allí lo encontraron tendido en el suelo: al parecer el asesino lo había arrojado desde la parte de arriba de las escaleras y con tanta violencia que se había roto una pierna. Después de haber sido puesto fuera de combate de esta forma, Williams había bajado y lo había degollado. Se discutió mucho en ese momento, en algunos periódicos, sobre la posibilidad de reconciliar estos incidentes con otras circunstancias del caso, suponiendo que sólo un hombre estuviera implicado en el asunto. Que únicamente había un hombre implicado, parecía seguro. Sólo uno fue visto y escuchado en la casa de los Marr y era, sin ninguna duda, el mismo hombre que fue visto por el joven artesano en la sala de Mr. Williamson; y sólo uno dejó impresas sus huellas en el terraplén de barro. Se presume que su modo de proceder fue el siguiente: él mismo se presentó a Williamson y le pidió una cerveza. El pedido obligó al anciano a bajar al sótano; Williams esperó hasta que llegó abajo y entonces cerró la puerta de entrada con violencia, de la manera ya descrita. William­son habría subido agitado después de haber oído el ruido. El asesino, sabiendo que lo haría, se encontró con él en el inicio de las escaleras que llevaban al sótano y le empujó, después de lo cual bajó para consumar el asesinato de su manera habitual. Todo eso le llevaría un minuto o un minuto y medio, y así se explica el intervalo de tiempo que transcurrió desde que el artesano escuchó el ruido de la puerta al cerrarse y el lamento de la criada. Así que es evidente que la razón de no haber oído ningún grito de los labios de Mr. Williamson se debió a la situación de las partes como las he descrito. A continuación, al acercarse por detrás a Mrs. Williamson, sin ser visto ni oído, dada su sordera, el asesino la dejó sin conocimiento antes de que ella se hubiera dado cuenta de su presencia. Pero con la criada, que presenció inevitablemente el ataque a su señora, el asesino no pudo obtener una ventaja tan completa y ella, por tanto, tuvo tiempo para lanzar su agónica exclamación.

Se ha mencionado que durante quince días ni siquiera se sospechó quién podía haber sido el asesino de los Marr; eso quiere decir que previamente al asesinato de Williamson no había ninguna huella o ningún motivo de sospecha en ninguna dirección, ni por parte del público ni de la policía. Pero había dos excepciones muy limitadas a este estado de ignoran­cia absoluta. Alguno de los magistrados estaba en posesión de algo que, examinado con detalle, ofrecía un medio eficaz para localizar al criminal. Pero hasta ese momento no lo habían localizado. Hasta la mañana del viernes después de la destrucción de los Williamson, no se publicó la importante pista de que en el martillo de carpintero (del que se sirvió el asesino para aturdir o dejar sin conocimiento a sus víctimas) estaban inscritas las letras «J. P.». Este martillo, por un extraño descuido por parte del asesino, lo había dejado olvidado en la tienda de Marr; y es un elemento interesante, por tanto, que, si el villano hubiese sido interceptado por el valiente prestamista, lo habría encontrado prácticamente desarmado. Esta notificación pública se hizo oficialmente el viernes, esto es, al decimotercer día después del primer asesinato, Y fue seguida al instante (como veremos) por el descubrimiento más importante. Entretanto, en el secreto de un solitario dormitorio de Lon­dres, es un hecho que Williams había sido el objeto de muy serias sospechas desde el principio, esto es, desde el momento en que se produjo la tragedia de los Marr, manifestadas en susurros. Y es singular que la sospecha se debió a su propia demencia. Williams dormía, en compañía de otros hombres de varias naciones, en una pensión. En un gran dormitorio había cinco o seis camas, que estaban ocupadas por artesanos, en general de carácter respetable. Había uno o dos ingleses, uno o dos escoceses, tres o cuatro alemanes, y Williams, cuyo lugar de nacimiento no se sabía con certeza. En la fatídica noche del sábado, a eso de la una y media, cuando Williams regresó de su horrible acción, encontró dormidos a los ingleses ya los escoceses, pero los alemanes estaban despiertos: uno de ellos estaba sentado con una vela en las manos y leyendo en voz alta a los otros dos. Al llegar, Williams dijo con un tono enoja­do y perentorio: «¡Oh, apagad esa vela, apagadla de inmediato o arderemos todos en las camas!». Si la parte británica en la habitación hubiese estado despierta, lo dicho por Mr. Williams habría originado una protesta airada contra su arrogante mandato. Pero los alemanes, que suelen ser de temperamento dócil y cortés, apagaron la luz. Entonces, como no había cortinas, a los alemanes se les ocurrió que no había ningún peligro, pues la ropa de cama amontonada sobre cada uno de ellos arde ría menos que las hojas de un libro cerrado. En privado, por tanto, los alemanes dedujeron que Mr. Williams debía tener un motivo urgente para ocultar su persona y su ropa de la mirada de los demás. Cualquiera que fuera el motivo, al día siguiente la noticia del asesinato se difundió por todo Londres y, por supuesto, en esa casa, no muy distante de la tienda de Marr, lo que lo hacía terriblemente evidente. Y, como se puede suponer, la sospecha se comunicó a los otros ocupantes del dormitorio. Todos ellos, sin embargo, conocían el peligro legal que pesaba, según las leyes inglesas, sobre quien hiciera insinuaciones acerca de una persona, aun siendo ciertas, si no disponía de pruebas. En realidad, Williams había empleado las precauciones más obvias, se había limitado a caminar hasta el Támesis (a un tiro de piedra) y había arrojado al río dos de sus herramientas, así que no se podría haber aducido contra él ninguna prueba conclusiva. De esta manera podría haber logrado el proyecto de Courvoisier (el asesino de Lord William Russell) [137], esto es, recibir cada mensualidad con un asesinato bien concertado. El grupo en el dormitorio, mientras tanto, estaba convencido, pero necesitaba pruebas que convencieran a otros. Por tanto, en cuanto se hizo el anuncio oficial de las iniciales J. P. en el martillo, todos en la casa reconocieron de inmediato las bien conocidas iniciales de un honesto carpintero de barcos, John Petersen, que había trabajado en los muelles ingleses hasta ese mismo año, pero que, teniendo la oportunidad devolver a visitar su país nativo, dejó allí su caja de herramientas, en el desván de la pensión. Se registró ese desván y se encontró la caja de herramientas de Petersen, en la que faltaba el martillo, pero al realizar un examen más detallado se hizo otro descubrimiento sobrecogedor. El cirujano que examinó los cadáveres en la casa de William­son dijo que, según su opinión, el asesino no había cortado las gargantas con una navaja, sino con un instrumento de forma diferente. Entonces se recordó que Williams había tomado prestado recientemente un gran cuchillo francés de peculiar manufactura; de una pila de madera vieja y de trapos se sacó al poco tiempo un chaleco, que toda la casa pudo jurar que Williams lo había llevado recientemente. En este chaleco, y pegado al forro del bolsillo interior, se encontró el cuchillo francés. Además era notorio para todos los que se hospedaban en la pensión que Williams solía llevar un par de zapatos que crujían y una levita marrón forrada de seda. No eran necesarias más presunciones. Williams fue detenido de inmediato y brevemente interrogado. Esto fue un viernes. El sábado por la mañana (esto es, catorce días desde el asesinato de los Marr) fue nuevamente interrogado. Las pruebas circunstanciales eran abrumadoras; Williams siguió el curso de los acontecimientos, pero dijo muy poco: Al final fue procesado y huelga decir que, en el camino hacia la prisión, le siguió una furiosa muchedumbre. En circunstancias ordinarias no habría tenido ninguna esperanza de salvarse de su venganza, pero en esta ocasión se le había asignado una nutrida escolta, de manera que llegó sano y salvo a su celda. En esa prisión, en concreto, por aquel tiempo, estaba estipulado que a las cinco en punto p. m. todos los prisioneros de la sección criminal quedasen encerrados durante toda la noche y sin luz. Durante catorce horas (esto es, hasta las siete en punto del día siguiente) no podían recibir visitas y permanecían en una absoluta oscuri­dad. Por tanto, Williams tuvo tiempo suficiente para suicidar­se. Los medios para cometerlo, sin embargo, eran escasos. Si mal no recuerdo, había una barra de hierro de la que colgaba la lámpara: de ella fue de donde se ahorcó, con ayuda de sus tirantes. No se sabe con certeza a qué hora, algunos creen que a eso de la medianoche. En ese caso, habría sido precisamente a la hora en que, catorce días antes, había sembrado el horror y la desolación en la tranquila familia del pobre Marr, ahora se había visto obligado a beber de la misma copa, presentada a sus labios por las mismas manos malditas.

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El caso de los M’Keans, al que se ha aludido, merece también una mención por los espantosos rasgos llamativos de algunas de sus circunstancias. El escenario de este crimen fue una posada rústica, a pocas millas (creo) de Manchester; y de la ventajosa situación de esta posada surgió la doble tentación del caso. Por regla general, una posada supone, desde luego, un cinturón de vecinos como motivo principal para abrir tal establecimiento. Pero, en este caso, esa casa estaba completamente aislada y solitaria, de suerte que no se podía temer ninguna interrupción de nadie que viviese al alcance de los gritos y, sin embargo, por otra parte, la vecindad circundante era populosa, como consecuencia de lo cual un club benéfico había situado su punto de encuentro semanal en esa posada y había deja­do su dinero bajo la custodia del propietario. Estos fondos llegaban a alcanzar una suma considerable, cincuenta o setenta libras, antes de ser transferidos a las manos de un banquero. Aquí, por tanto, se encontraba un tesoro digno de un poco de riesgo y en una situación inmejorable. Estas atractivas circunstancias fueron conocidas, por casualidad, por uno o los dos de los M’Kean y, por desgracia, en un momento de abrumadora desgracia para ellos. Eran buhoneros de profesión y, hasta el último momento, personas de lo más respetable, pero una quiebra comercial los había llevado a la ruina, en la que habían perdido hasta el último chelín. Este repentino desastre los había sumido en la desesperación: sus pequeñas propiedades habían sucumbido en una enorme catástrofe social y precisa­mente hicieron responsable a la sociedad en general de lo que ellos consideraron un robo. Por tanto, al actuar contra la sociedad, ellos creían que seguían un instinto natural y justo de venganza. El dinero al que aspiraban asumía en cierto modo el carácter de un dinero público, siendo el producto de muchas suscripciones distintas. No obstante, olvidaron que en los actos asesinos, que con toda certeza planearon como preceden­tes al robo, no podían apelar a tal coartada social previa. Al tratar con una familia que parecía casi indefensa, si todo iba bien, confiaron plenamente en su fuerza física. Eran hombres jóvenes y decididos, entre los veintiocho y los treinta y dos años de edad, mas bajos que altos, y de complexión atlética, anchos de pecho y de espaldas; tenían muy buen tipo, en cuanto a la simetría de sus miembros y articulaciones, por lo que, después de su ejecución, los cuerpos fueron expuestos en privado por los cirujanos del hospital de Manchester Como objetos de un interés estatuario. Por otra parte, el hogar que pensaban atacar constaba de las siguientes personas: 1. El propietario, un robusto granjero, a quien intentaron poner fuera de combate mediante un truco recientemente introducido por los ladrones y que consistía en verter láudano en el licor de la víctima; 2. La esposa del propietario; 3. Una joven criada; 4. Un muchacho de entre doce y catorce años de edad. El peligro estaba en que posiblemente las cuatro personas se encontrarían en lugares distintos de la casa, la cual disponía de dos salidas separadas, por lo que al menos una de esas personas podría escapar y, dado su mejor conocimiento de los caminos adyacentes, incluso podría lograr dar la alarma en alguna de las casas no muy lejanas. Por último, decidieron guiarse por las circunstancias en el modo de ejecutar su plan y, sin embargo, como parecía esencial para el éxito que dieran la impresión de no conocerse, fue necesario que concertaran previamente unas líneas generales de actuación, puesto que con posterioridad seria imposible comunicarse entre ellos ante la mirada de la familia sin despertar fuertes sospechas. El plan incluía, como mínimo, un asesinato: eso estaba decidido; por lo demás, sus acciones posteriores demostraron con evidencia que deseaban derramar solo la sangre necesaria para el logro de su objetivo. En el día señalado, se presentaron por separado en la posada rústica y a horas diferentes. Uno llego alas cuatro de la tarde, el otro a las siete y media. Se saludaron de una manera fría y distante y, aunque intercambiaron ocasionalmente algunas palabras Como desconocidos, no parecieron dispuestos a entablar una relación más amistosa. Sin embargo, uno de ellos mantuvo una animada conversación con el propietario, que retorno de Manchester a eso de las ocho: le invitó a tomar un vaso de ponche y, cuando la ausencia del propietario de la habitación lo permitió, puso en el vaso de ponche una cucharada de láudano. Un tiempo después, el reloj dio las diez, con lo cual el mayor de los M’Kean, manifestando estar cansado, pidió que le condujeran a su habitación, pues cada uno de ellos había pedido una habitación nada mas llegar. Así que la pobre criada se presento con una vela para iluminarle las escaleras. En este momento crítico la familia estaba distribuida como sigue: el propietario, idiotizado con el horrible narcótico que había bebido, se había retirado a una habitación privada, aneja a otra pública, con el propósito de echarse en el sofá y, con suerte para su propia seguridad, se le considero incapacitado para la acción. Su mujer estaba con él, por lo que el mas joven de los M’Kean se quedo solo en la habitación común. Se levanto sin hacer ruido y se situó al pie de las escaleras por las que su hermano había subido hacia poco, Como para asegurarse de interceptar a cualquier fugitivo del dormitorio de arriba. El mayor de los M’Kean fue guiado hasta esa habitación por la criada, que señalo dos camas, una de las cuales ya estaba ocupada por un muchacho y la otra vacía; le dijo que los dos forasteros tendrían que compartir las camas para esa noche como ellos quisieran. Después de decir esto, le dio la vela, que él coloco sobre la mesa; a continuación, e interceptando su salida de la habitación, echo sus brazos en torno a su cuello como si quisiera besarla. Esto fue lo que pensó la joven e intento evitarlo. Se puede imaginar el horror que la asalto en ese momento al sentir la pérfida mano que rodeaba su cuello armada con una navaja que le corto violentamente el cuello. Apenas fue capaz de emitir un grito antes de caer inerte en el suelo. Este espantoso espectáculo fue presenciado por el muchacho, que no estaba dormido, pero que tuvo la necesaria presencia de ánimo como para cerrar al instante sus ojos. El asesino se acercó presuroso a la cama y examinó con ansiedad la expresión en el semblante del joven y, Como no quedé satisfecho, situó su mano en el corazón del muchacho para juzgar, según fueran los latidos, si estaba agitado o no. Esta fue una prueba terrible, y no hay duda de que el sueño fingido se habría detectado si de repente no se hubiese producido un espectáculo terrible que desvié la atención del asesino. Solemne, y con un silencio fantasmal, la joven asesinada se levanté en su delirio agonizante, se mantuvo erguida, caminé recta durante un momento y luego dirigió sus pasos hacia la puerta. El asesino se volvió para perseguirla, y en ese momento el muchacho, consciente de que su única oportunidad estribaba en huir mientras ocurría esa escena, abandonó la cama. En el rellano de la escalera estaba uno de los asesinos, al pie de la escalera se encontraba el otro: ¿quién hubiera estado dispuesto a apostar por la salvación del joven? Y, sin embargo, de la manera más natural, supero todos los obstáculos. Horrorizado como estaba, apoyé su mano izquierda en la balaustrada y dio un salto, aterrizando en el fondo de las escaleras, sin haber tocado ni un solo escalón. Así pudo evitar a uno de los asesinos, pero aún quedaba el otro, y esto habría sido imposible si no hubiese sido por un accidente repentino. La esposa del propietario, alarmada por el grito ahogado de la joven, había acudido corriendo desde su habitación privada para ayudarla, pero fue interceptada al pie de las escaleras por el hermano mas joven y en ese momento estaba luchando con él. La confusión que produjo ese conflicto a vida o muerte permitió al muchacho esquivarlos. Por fortuna torció hacia la cocina, en la cual había una puerta trasera cerrada con un único pestillo, lo abrió a toda velocidad y salio corriendo por el campo. Pero en ese momento el hermano mayor, tras la muerte de la pobre joven, ya estaba libre para emprender la persecución. No hay duda de que en su delirio la imagen que le venia a la mente era la del club, que se reunía una vez a la semana. Debió imaginarse que era uno de esos días y camino tambaleándose hacia esa habitación en busca de ayuda y seguridad; en el umbral cayo una vez más y allí expiro. Su asesino, que la había seguido de cerca, ahora se vio libre para perseguir al muchacho. En ese momento crítico todo estaba en el aire; a menos que lograran atrapar al joven, la empresa había fracasado. Así que pasó ante su hermano y, por tanto, ante la esposa del propietario, sin detenerse, y salio corriendo por la puerta abierta hacia el campo. Quizá, por tan solo un segundo, fue demasiado tarde. El joven sabía que si seguía a la vista no tendría ninguna oportunidad de escapar de un hombre joven y fuerte. Por lo tanto, se introdujo al instante en una zanja lanzándose de cabeza. Si el asesino se hubiese tomado tiempo para examinar la zanja mas cercana, habría encontrado fácilmente al muchacho, que llamaba la atención por su camiseta blanca. Pero se desanimó al no poder impedir de inmediato la huida del joven y con cada segundo que transcurría aumentaba su desesperación. Si el muchacho se dirigía a las granjas vecinas, una partida de hombres estaría a la vista en cinco minutos, y entonces escapar ya podría volverse difícil para él y su hermano, que desconocían los caminos. Así que no quedaba otra solución que avisar a su hermano para huir juntos. A esto se debe que la esposa del propietario, aunque malherida, salvara la vida, e incluso llegara a recobrarse. El propietario debió su vida a la poción narcotizante. Y los frustrados asesinos tuvieron la miseria de saber que su horrible crimen no les había reportado ningún beneficio. El camino, ciertamente, estaba ahora abierto a la sala del club y, probablemente, cuarenta segundos habrían bastado para llevarse la caja del tesoro, que después podrían haber forzado y saqueado a gusto. Pero el miedo a que sus enemigos pudieran alcanzarlos era demasiado grande, así que huyeron rápidamente por un camino que no estaba a más de seis pies de donde se escondía el muchacho. Esa noche atravesaron Manchester. Cuando amaneció, durmieron en una espesura a unas veinte millas de la escena del crimen. En la segunda y tercera noche prosiguieron su marcha a pie, descansando de nuevo durante el día. Al amanecer del cuarto día, estaban entrando en un pueblo cerca de Kirby Lonsdale, en Westmoreland. Debieron apartarse de la ruta mas directa, pues su propósito era ir a Ayreshire, condado del que eran nativos y la ruta ordinaria les habría llevado por Shap, Penrith, Carlisle. Es probable que intentaran eludir la persecución de las diligencias, las cuales, durante las últimas treinta horas, habían estado repartiendo hojas en todas las posadas y establecimientos del camino con descripciones de sus personas y de su indumentaria. Ocurrió (quizá intencionadamente) que en esa cuarta mañana se separaron para entrar en el pueblo con una diferencia de diez minutos. Estaban agotados y les dolían los pies. En esas condiciones era fácil detenerlos. Un herrero los había reconocido en silencio y comparó su apariencia con las descripciones repartidas. Fueron sometidos con facilidad y arrestados por separado. El juicio y la condena siguieron con rapidez en Lancaster y en aquellos días, desde luego, fueron ejecutados. Por lo demás, su caso se hallaba dentro de los limites protectores de lo que hoy se considerarían circunstancias atenuantes, pues, aunque un asesinato mas o menos no los iba a disuadir de su objetivo, era evidente que pretendieron reducir el derramamiento de sangre en lo que fuera posible. Inmensa era, pues, la distancia que les separaba del monstruoso Williams. Ellos perecieron en el patíbulo: Williams, come he dicho, por su propia mano y, en cumplimiento de la ley vigente en aquel entonces, fue enterrado en el centro de un quadrivium o confluencia de cuatro caminos (en este caso cuatro calles) con una estaca que le atravesaba el corazón. ¡Y por encima de él pasa para siempre el estrépito del incansable Londres!