Hace unos años recordarán los lectores que me presenté en calidad de dilettante en cuestión de asesinatos. Quizá la palabra dilettante sea muy fuerte. La de connoisseur es más apropiada a los escrúpulos y flaqueza del gusto público. Supongo que en esto no habré nada de malo. Nadie esté obligado a meter sus ojos, sus oídos y su entendimiento en el bolsillo de los pantalones cuando se encuentra con un asesino. Si no se encuentra en un completo estado comatoso, me imagino que un asesino es mejor que otro en cuestión de buen gusto. Los asesinatos tienen sus pequeñas diferencias y grados de mérito, al igual que las estatuas, los cuadros, los oratorios, camafeos, grabados, y no sé cuántas cosas más. Uno puede enojarse con el hombre por hablar demasiado, o por hacerlo muy públicamente (en lo de demasiado me retracto: nadie puede cultivar su gusto en exceso), pero en todo caso permítanle que piense. ¿Lo creerán ustedes? Todos mis vecinos oyeron hablar de aquel pequeño ensayo de estética que publiqué y, por desgracia, también oyeron hablar al mismo tiempo del club con el que me hallaba relacionado, así como de la cena que presidí —ambas cosas, con el ensayo, destinadas al mismo modesto propósito de difundir el buen gusto entre los súbditos de Su Majestad[90]—, y a renglón seguido se dedicaron a levantar las calumnias mas feroces contra mí. En particular dijeron que yo, o el club, lo que venia a ser la misma cosa, ofrecía premios a crímenes bien ejecutados… con una escala de descuentos en la puntuación, en caso de que se produjera un defecto o tacha en la ejecución, conforme a una tabla difundida entre los amigos personales. Permítanme ahora contarles toda la verdad acerca de la cena y del club, y comprobaran lo malicioso que es el mundo. Pero antes déjenme que les diga, confidencialmente, cuáles son mis principios reales sobre la materia en cuestión.
En cuanto al asesinato, nunca he cometido uno en toda mi vida. Eso es algo bien sabido entre todos mis amigos. Puedo mostrar un documento para certificarlo firmado por un montón de gente. Por tanto, si vamos a eso, dudo que haya muchos que puedan conseguir un certificado tan convincente. El mío seria tan grande como un mantel. Tengo que reconocer que hay un miembro del club que pretende haberme cogido tomándome demasiadas libertades con su gaznate en una sesión nocturna, después de que se hubiesen retirado todos los miembros. Pero observen que cambia la historia en función de lo que ha bebido. Cuando aún no ha ido muy lejos, se contenta con decir que me cogió mirando de manera insinuante su garganta y que estuve melancólico durante varias semanas después, y que mi voz sonaba como si expresara, para el fino oído del entendido, el sentido de las oportunidades perdidas. Pero todo el club sabe que se trata de un hombre desilusionado, y que a veces dice quejumbroso que resulta una negligencia fatal salir al extranjero sin las herramientas apropiadas. Además, éste es un asunto entre dos aficionados, y todo el mundo hace concesiones en pequeñas asperezas y roces de ese tipo. «Pero —me dirán— si usted no es un asesino, al menos habrá fomentado o incluso encargado un asesinato»; pues no, palabra de honor, nada de eso. Y éste es el asunto que quería discutir para su entera satisfacción. La verdad es que soy un hombre muy particular en todo lo relacionado con el asesinato y quizá llevo mi delicadeza demasiado lejos. El Estagirita situé con toda justicia, y posiblemente con conocimiento de mi causa, la virtud en el τό μεσον o en el medio entre los extremos. A un justo medio, a eso es a lo que todos deberíamos aspirar[91]. Pero es mas fácil hablar que obrar y, siendo mi flaqueza mas notoria la excesiva bondad de corazón, encuentro difícil mantener una línea recta ecuatorial entre los dos polos de demasiado asesinato por una parte, y demasiado poco asesinato por la otra. Soy condescendiente en exceso… y la gente se aprovecha de mí, incluso van por la vida sin que ni siquiera haya atentado una vez contra ellos, lo cual no tiene excusa. Creo que si de mi dependiese, apenas tendríamos algún asesinato al año. De hecho, estoy a favor de la paz y de la tranquilidad y de la mas exquisita cortesía, y de lo que se puede llamar una completa sumisión[92]. Un hombre vino a visitarme como candidato para un puesto de criado justo cuando se encontraba vacante. Tenia la reputación de haber coqueteado algo con nuestro arte, y algunos dicen que no sin mérito. Lo que me asombro, sin embargo, fue que él suponía que este arte formaba parte de sus deberes habituales en el desempeño del servicio y hablo de tenerlo en consideración en el salario. Ahora bien, eso era algo que yo no podía permitir, así que le dije enseguida: «Richard (o James, como quizá era el caso), interpreta mal mi carácter. Si una persona quiere y debe practicar este difícil (y permítanme añadir, peligroso) arte; si posee un decidido talento para ello, en ese caso puede seguir sus estudios mientras se encuentra a mi servicio o al de cualquier otro. Y asimismo, tengo que indicar, que no puede causar ningún perjuicio ni a sí mismo ni al sujeto en el que esta operando, el que se guié por personas de un mejor gusto que él. El talento puede hacer mucho, pero el largo estudio de este arte siempre da derecho a una persona a dar consejos. Hasta ahí llegaré yo: sugeriré principios generales. Pero, en lo que Concierne a cualquier caso particular, no tendré nada que ver con él. No me hable nunca de una obra de arte en especial sobre la que esté pensando: me opongo a ello in toto. Pues si una vez un hombre consiente en un asesinato, al poco tiempo comienza a darle poca importancia al robo; y del robo pasa a darse a la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y de ahí solo queda un paso para la descortesía y la falta de puntualidad. Una vez que alguien ha comenzado a descender por este sendero, nunca se sabe cuando podrá parar. Mas de una persona ha sellado su ruina con algún que otro asesinato, al que en aquel tiempo no dio mucha importancia. Principiis obsta [93]: ésta es mi norma». Así le hablé, y nunca me he apartado de ella; si eso no es ser virtuoso, me gustaría saber que cosa lo es.
Pero ahora responderé en lo que concierne a la cena y al club. El club no fue una creación mía, surgió de otras asociaciones similares para la difusión de la verdad y la comunicación de nuevas ideas; surgió más de la necesidad de las cosas que de la sugerencia de alguien. En cuanto a la cena, si hay una persona que pueda ser responsable de ella, es un miembro conocido entre nosotros por el nombre de Sapo-en-el-pozo. Le llamábamos así por su disposición melancólica y misantrópica, lo que le llevaba a calificar constantemente todos los asesinatos modernos como abortos viciosos, no pertenecientes a la auténtica escuela del arte. Despotricaba cínicamente acerca de las mejores obras de nuestra propia época; y al final este humor displicente llegó tan lejos, y se torno tan notorio como un laudator temporis acti [94], y poca gente buscaba su compañía. Esto le hizo aun más fiero y truculento. Iba por ahí gruñendo y murmurando; dondequiera que lo encontrabas, estaba sumido en un monólogo y diciendo para si: «despreciable presuntuoso —ninguna composición—, ni un par de ideas buenas en la ejecución, sin…», y así hasta que se perdía de vista. Finalmente, la existencia se convirtió en una tortura para él; rara vez hablaba, parecía conversar con fantasmas, su portero nos informó que su lectura prácticamente se reducía a God’s Revenge upon Murder (La venganza de Dios por el asesinato), de Reynolds[95], y otro libro antiguo con el mismo titulo, mencionado por Sir Walter Scott en sus Fortunes of Nigel[96]. Algunas veces, quizá, llegó a leer en el calendario de Newgatew[97] hasta el año 1788, pero nunca miré en un libro mas reciente. De hecho, tenía una teoría sobre la Revolución francesa como la gran causa de la degeneración del crimen. «Muy pronto, señor —solía decir—, los hombres habrán perdido el arte de matar aves de corral: los mismos rudimentos de este arte habrán fenecido». En el año 1811 Sapo-en-el-pozo se retiró de la sociedad y ya no se le vio mas en ningún lugar publico. Lo echamos de menos en los sitios que frecuentaba… ya no estaba ni en la espesura del bosque ni entre las hierbas[98]. Al mediodía se echaba junto a la acequia para contemplar Como pasaba la inmundicia. «Ni siquiera los perros son lo que eran, muy señor mío, ni lo que deberían ser —decía ese moralista meditabundo—. Recuerdo que en los tiempos de mi abuelo incluso algunos perros tenían una idea del asesinato. Conocía a un mastín que se escondió para atacar por sorpresa a un rival y lo asesinó con las placenteras circunstancias del buen gusto. Si señor, conocí a un gato que era un asesino. Pero ahora…», y entonces, siendo el tema demasiado doloroso para él, se pasaba la mano por la frente y se dirigía de repente a su casa o hacia su acequia favorita, donde fue visto por un aficionado en tal estado que creyó peligroso dirigirse a él. Poco después se aíslo por completo; era obvio que se había abandonado a la melancolía y, finalmente, se difundió la idea de que Sapo-en-el-pozo se había ahorcado.
Pero el mundo se había equivocado en eso, Como se ha equivocado en otras cuestiones. Sapo-en-el-pozo podía haberse quedado dormido, pero no estaba muerto, de lo cual pronto tuvimos una prueba ocular. Una mañana de 1812 un aficionado nos sorprendió con la noticia de que había visto a Sapo-en-el-pozo arrastrando presuroso sus pies en el rocío mañanero para encontrarse con el cartero cerca de la acequia. Tan solo esto ya era una novedad, y aún más que se había afeitado la barba, que se había quitado sus ropas de tristes colores y se había adornado como un novio de los viejos tiempos. ¿Que podía significar todo esto?, ¿se había vuelto loco Sapo-en-el-pozo? Poco después se desveló el enigma, en mas de un sentido figurativo «se descubrió el crimen», pues en los periódicos matutinos londinenses venía que tres días antes había ocurrido un asesinato en pleno corazón de Londres, con mucho el mas soberbio del siglo. No hace falta que diga que aquí se trataba del gran chef-d’oeuvre de Williams en el número 29 de Ratcliffe Highway, la casa de Mr. Mart. Este fue el debut del artista; al menos el que conoce el público. Lo que sucedió en casa de Mr. Williamson doce noches después —la segunda obra producto del mismo cincel—, para algunos fue incluso superior. Pero Sapo-en-el-pozo se mostraba siempre reacio a tales comparaciones y hasta llegaba a enojarse: «Esta vulgar gout de comparaison, como la llama La Bruyere —observaba con frecuencia—, será nuestra ruina; cada obra tiene sus características particulares… y cada una por sí misma es incomparable. Una, quizá, podría sugerir La Iliada; otra, La Odisea; ¿qué se gana con esas comparaciones? Ninguna de ellas ha sido ni será superada; y tras discutir horas enteras, siempre se regresa a lo mismo». Sin embargo, y pese a lo vana que es toda crítica, afirmo que podría escribir un volumen dedicado a cada uno de los casos, e incluso se proponía publicar un volumen en cuarto sobre la materia.
Entretanto, ¿como pudo enterarse Sapo-en-el-pozo tan temprano de esa gran obra de arte? Había recibido información por correo urgente, despachado por un corresponsal de Londres que observaba en su nombre los progresos del arte, con encargo de enviarle un mensaje urgente, costara lo que costase, siempre que se produjese alguna obra estimable[99]. El mensaje urgente llego por la noche; Sapo-en-el-pozo ya se había ido a la cama; había estado gruñendo y murmurando durante horas, pero desde luego le despertaron al instante. Después de leer el mensaje, abrazo al mensajero, le llamo su hermano y su salvador[100] y le expreso su tristeza por no poder armarle Caballero. Nosotros —me refiero a nosotros, los aficionados—, habiendo escuchado que había salido, y que por lo tanto no se había ahorcado, estuvimos seguros de tenerle pronto entre nosotros, y así fue. Llegó[101], estrecho la mano de todos aquellos a quienes se encontraba en el camino, apretándolas incluso frenéticamente y sin dejar de exclamar: «¡Bueno, esto ya se puede decir que es un asesinato! ¡Algo de verdad, genuino! ¡Merece aprobación, se puede recomendar a un amigo! ¡Toda persona con dos dedos de frente lo dirá: esto es como debería ser!»[102] Y, en efecto, la opinión general era que Sapo-en-el-pozo habría muerto si no se hubiese producido esa regeneración en el arte, que el llamé una segunda era de León X, y era nuestro deber, dijo solemnemente, conmemorarlo. Por el momento, y en attendant[103], propuso que el club debería reunirse en una cena. Así que se dio una cena[104] en el club, a la que fueron invitados todos los aficionados en una distancia de cien millas.
De esta cena se conservan amplias notas taquigráficas en los archivos del club. Pero no son «completas», para hablar diplomáticamente, y el taquígrafo, el único que podía haber proporcionado el informe in extenso, ha desaparecido… creo que lo han asesinado. Entretanto, transcurridos varios años desde aquel día, y en una ocasión quizá igualmente interesante, con motivo de la aparición de los Thugs[105] y del Thugismo, se dio otra cena. De ésta fui yo mismo quien tomo notas, por miedo a que le ocurriera otro accidente al taquígrafo. Y aquí las voy a adjuntar. Sapo-en-el-pozo, tengo que mencionarlo, estuvo presente en esa cena. De hecho, fue uno de sus acontecimientos sentimentales. Siendo tan viejo como los valles en la cena de 1812, en la cena de los Thugs de 1838 era tan viejo como las montañas. Se había vuelto a dejar barba; por qué, o con qué motivo, no sabría decirlo, pero así era. Y su apariencia era ahora más benigna y venerable. Nada podía igualar el brillo angélico de su sonrisa cuando se intereso por el infortunado taquígrafo (del cual, como una suerte de escándalo privado, les diré que se rumoreaba que él mismo había asesinado en un rapto artístico). El subcomisario de nuestro condado le respondió con una sonora carcajada: «non est inventus». Sapo-en-el-pozo prorrumpió a su vez en una ruidosa carcajada cuando oyó esto; en principio creímos que se estaba asfixiando; y a petición de los comensales, un músico compuso una bellísima pieza coral con motivo del evento, que fue cantada cinco veces después de la cena, con general aplauso e inextinguibles risas, siendo ésta la letra (y el coro imito de la forma mas bella la mímica de la risa peculiar de Sapo-en-el-pozo):
«Et interrogatum est á Sapo-en-el-pozo —Ubi est ille taquígrafo?
responsum est cum cachinno —Non est inventus».
CHORUS
«Deinde iteratum est ab omnibus, cum cachinnatione
undulante —Non est inventus».
Tengo que decir que Sapo-en-el-pozo, unos nueve años antes, cuando un correo urgente de Edimburgo le llevo la primera noticia de la revolución emprendida en el arte por Burke y Harel[106], se volvió loco en ese mismo instante y, en Vez de una pensión vitalicia para el mensajero, o un titulo de Sir, intento aplicarle el método de Burke, Como consecuencia de lo cual le pusieron una camisa de fuerza. Y ésa fue la razón de que no tuviéramos cena entonces. Pero ahora todos estábamos vivos y coleando, tanto los que tenían camisas de fuerza como los que no; de hecho, no se constato ninguna ausencia en toda la lista. Incluso estaban presentes muchos entendidos Venidos del extranjero. Terminada la cena y retirado el mantel, hubo una apelación general para cantar Non est inventus, pero como esto interferiría con el requisito de seriedad de los comensales durante los brindis anteriores, desestimé la petición. Tras los brindis nacionales, el primer brindis oficial del día fue Al Viejo de la Montaña, que se bebió guardando un solemne silencio.
Sapo-en-el-pozo dio las gracias en una grata intervención. El mismo destacó sus vínculos con el Viejo de la Montaña, en unas breves alusiones, que logro despertar las risas en el auditorio; concluyo brindando por la salud de Mr. Von Hammerm[107], agradeciéndole su erudita Historia del Viejo de la Montaña y sus vasallos, los asesinos.
Después de esto me levanté y dije que sin duda entre el auditorio sería bien sabido el lugar distinguido asignado por los orientalistas al gran académico y erudito en cuestiones turcas, Von Hammer, el austriaco, que había realizado las mas profundas investigaciones en nuestro arte conectándolo con aquellos primeros artistas eminentes, los asesinos sirios del periodo de las Cruzadas; y que su obra se había depositado durante muchos años, Como un raro tesoro del arte, en la biblioteca del club. Incluso el apellido del autor, Caballeros, le distingue como el historiador de nuestro arte: Von Hammer[108].
Si, si —me interrumpió Sapo-en-el-pozo[109]—, Von Hammer, él es el hombre para un malleus /mereticorum[110]. Todos sabemos Como apreciaba Williams el martillo, o el mazo del carpintero, lo que es lo mismo. Caballeros, os confiero otro gran martillo —Charles el martillo, el Marteau o, en francés antiguo, el Martel—, él dío de martillazos a los sarracenos hasta acabar con ellos[111].
»A Carlos el Martillo, con todos los honores».
Pero la explosión de Sapo-en-el-pozo, junto con los tempestuosos vítores por el abuelito de Charlemagne, hizo que los comensales se volvieran ingobernables. Se requirió una vez más a la orquesta con gritos de entusiasmo que tocara la nueva pieza. Hice un esfuerzo poderoso para denegar la petición[112]. Pronostiqué una noche tormentosa, así que me reforcé con tres camareros a cada lado, y lo mismo hizo el Vicepresidente. Comenzaban a aflorar síntomas de un entusiasmo desmandado, y reconozco que yo mismo me excite considerablemente cuando surgió de la orquesta ese torbellino de música, y el coro apasionado comenzó a cantar: Et interrogatum est á Sapo-en-el-pozo —ubi est ille taquígrafo? Y la pasión desenfrenada pasó a ser completamente convulsiva cuando el coro entonó las palabras Et iteratum est ab omnibus— Non est inventus[113].
El siguiente brindis fue: ¡A los sicarios judíos!
Sobre el cual di la siguiente explicación a los comensales: «Caballeros, estoy seguro de que les interesara saber a todos que los asesinos, por muy antiguos que fueran, aun así tenían una estirpe de predecesores en el mismo país. Por toda Siria, y en particular en Palestina, durante los primeros años del Emperador Nerón, había una banda de asesinos que emplearon métodos muy novedosos. No actuaban por la noche, o en lugares solitarios, por la simple consideración de que las grandes multitudes constituyen de por sí una suerte de oscuridad, debido a la intensa presión y a la imposibilidad de descubrir quién ha dado el golpe, ellos se mezclaban con la masa en todas partes; en especial durante la gran fiesta de Pascua en Jerusalén, donde llegaron a tener la audacia, según nos cuenta Josefus, de penetrar en el templo: ¿y a quién otro iban a elegir para su ejecución, si no era a Jonathan en persona, el Pontifex Maximus? Lo asesinaron, caballeros, de manera tan bella como lo habrían podido asesinar estando solo en una noche sin luna y en una oscura callejuela. Y cuando se preguntó quién había sido el asesino y donde estaba»…
«Pues entonces se respondió», me interrumpió Sapo-en-el-pozo, «non est inventus». Y antes de que pudiera hacer o decir algo, la orquesta comenzó a tocar y todos los comensales cantaron: «Et interrogatum est á Sapo-en-el-pozo —ubi est ille Sicarius? Et responsum est ab omnibus— Non est inventus».
Cuando el tempestuoso coro hubo remitido, comencé de nuevo: «caballeros, encontrarán un informe muy exacto acerca de los sicarios en, al menos, tres diferentes pasajes de Josefo; uno se encuentra en el libro XX, sect. V. c. 8, de sus Antigüedades; otro, en el libro I de sus Guerras; pero sobre todo en el sect. 10 del primer capitulo citado, se encontraré una descripción minuciosa de sus instrumentos. Esto es lo que dice: “Empleaban pequeñas cimitarras no muy diferentes de las acinacae persas, aunque mas curvas, y ante todo muy parecidas a los puñales romanos o sicae, que tienen forma de media luna”. Es perfectamente magnifico, señores, escuchar la secuela de su historia. Quizá el único caso registrado en que fue reunido un ejército de asesinos, un justus exercitus, fue el de estos Sicazrii. Tanta fuerza llegaron a tener en su terreno, que Festus en persona se vio obligado a marchar contra ellos con la fuerza legionaria romana. Se libró una batalla campal y ese ejército de aficionados quedó destrozado en el desierto[114]. ¡Cielos, caballeros, qué cuadro tan sublime! ¡Las legiones romanas… el desierto… Jerusalén en lontananza… un ejército de asesinos en primer plano!».
Mr. R., un miembro del club, hizo el siguiente brindis: «¡por la continuada mejora de los instrumentos, y gracias al comité por sus servicios!».
Mr. L., en nombre del comité que había informado sobre esa materia, devolvió el agradecimiento. Hizo un interesante extracto del informe, del que se desprendía el gran interés que habían puesto los Padres de la Iglesia, tanto griegos Como latinos, en el modo de trabajar con las herramientas. En confirmación de este hecho placentero, dio un informe asombroso acerca de las primeras obras del arte antediluviano. El padre Mersenne[115], el erudito católico francés[116], en la página mil cuatrocientos treinta y una[117] de su laborioso Comentario sobre el Génesis, menciona la autoridad de varios rabinos acerca de que la disputa entre Caín y Abel fue por causa de una mujer; que, según varias versiones, Rain se valió de sus dientes (Abelem fuisse morsibus dilaceratum á Rain); y de acuerdo con otras versiones, con la quijada de un burro, que es la herramienta mas utilizada por los pintores. Pero a las mentes sensibles les resulta grato saber que, a medida que fue avanzando la ciencia, se fueron adoptando opiniones más sólidas. Un autor se muestra favorable a una horquilla, San Crisóstomo dice que fue una espada, Ireneo que una guadaña, y Prudencio que una podadora de setos. Este último autor nos transmite así su opinión:
«Frater, probatae sanctitatis aemulus,
Germana curvo colla frangit sarculo»[118]
esto es, «su hermano, celoso de su probada santidad, cortó su fraternal garganta con su corvo filo para podar». Todo esto lo refirió el comité, no tanto por ser algo decisivo en la cuestión (porque no lo es), sino con la intención de inculcar en las mentes jóvenes la importancia que siempre se ha atribuido a la calidad de los instrumentos por hombres Como Crisóstomo e Ireneo.
«¡Al infierno con Ireneo! —dijo Sapo-en-el-pozo levantándose con impaciencia para un nuevo brindis—: ¡Por nuestros amigos irlandeses… por una rápida revolución en sus métodos instrumentales, así como por todas las cosas conectadas con el arte!
»Caballeros, les voy a decir la pura verdad. Todos los días del año leemos la crónica de sucesos en el periódico. Decimos esto es bueno… esto es encantador…; esto es excelente pero ¡atención!, apenas seguimos leyendo y las palabras Tipperary o Ballina, algo traicionan la manufactura irlandesa, al instante lo odiamos, llamamos al camarero, le decimos: “llévese este periódico; sáquelo de aquí; es algo completamente escandaloso para las narices del buen gusto”. Estoy seguro de que todas las personas, al averiguar que un asesinato (por otra parte, muy prometedor) es irlandés, se sienten tan ofendidas como si hubiesen pedido un Madeira y les hubiesen traído un vino de El Cabo; o cuando, al creer que recogen una seta comestible, resulta ser venenosa. Ya sean los diezmos o la política, o algún principio erróneo, el caso es que todo asesinato irlandés queda viciado. Señores, esto tiene que cambiar o Irlanda se convertiré en un país en el que no se puede vivir; al menos, si viviéramos allí, tendríamos que importar a todos nuestros asesinos, eso esta claro». Sapo-en-el-pozo se sentó gruñendo con reprimida furia, y el estruendoso «¡hear, hear!» expresó de manera clamorosa el asentimiento general.
El siguiente brindis fue: «¡a la sublime época del burkismo y del harismo!».
En este caso se bebió con entusiasmo y uno de los miembros, el que había hablado sobre la cuestión, hizo un curioso comentario a los comensales: «Caballeros, creemos que el burkismo es una pura invención de nuestros tiempos y, en efecto, ningún Pancirollus ha mencionado esta variedad del arte al escribir de rebus deperditis[119]. No obstante, yo tengo por cierto que el principio esencial del arte era ya conocido entre los antiguos, aunque, como el arte de la pintura en vidrio, de hacer las copas de mirra, etc., se perdió en la edad oscura por falta de fomento. En la famosa colección de epigramas griegos realizada por Planudes se da lo que podría ser un pequeño caso fascinante de burkismo: es una perfecta gema del arte. En este momento no tengo a mano el epigrama, pero lo siguiente es un extracto que hace de él Salmasius[120], como lo encontré en sus notas sobre Vopiscus: «Est et elegans eplgramma Lucilii[121], ubi medicus et pollinctor de compacto sic egerunt, ut medicus aegros omnes curae suae commissos occideret»: ésta era la base del contrato, ya ven, por la cual, una de las partes, el médico por sí mismo y sus apoderados, se comprometen, sincera y lealmente, a asesinar a todos los pacientes que se les asignen; pero ¿por que’? Ahí radica la belleza del caso: «Et ut pollinctori amico suo traderet pollingendos». El pollinctor, ya lo saben, era una persona cuyo negocio consistía en vestir y preparar los cadáveres para el entierro. El motivo original de la transacción parece haber sido puramente sentimental: «era mi amigo», dice el doctor asesino, «era una persona querida», hablando del pollinctor. Pero la ley, Caballeros, es severa y dura, la ley no prestara oídos a estos motivos sentimentales: para que un contrato de esta naturaleza entre en vigor, según la ley es esencial que se de una «compensación». Ahora bien, ¿cual era la compensación? Pues hasta ahora todo recae en el pollinctor, a quien se le pagara bien por sus servicios, mientras que el bien intencionado doctor sale con las manos vacías. ¿Cual era, pregunto una vez mas, esa pequeña compensación que la ley insistía tomase el doctor y sin la cual el contrato carecía de vigencia? Ahora lo sabrán: «Er ut pollinctor vicissim τελαμώναξ quos furabatur de pollinctione mortuorum medico mitteret donis ad alliganda vulnera eorum quos curabat»; es decir, que, de manera reciproca, el pollinctor tenia que suministrar gratuitamente al médico para el vendaje de heridas de aquellos a quienes trataba, los cinturones o fajas, τελαμώναξ, de los que se había logrado apoderar en el ejercicio de sus funciones con los cadáveres.
»Ahora el caso esté claro: todo se retrotraía a un principio de reciprocidad que podría haber mantenido el trato para siempre. Así pues, el médico era un cirujano: el no podía matar a todos sus pacientes, algunos de los pacientes quirúrgicos tenían que quedar curados[122]; para éstos necesitaba vendajes de lino, pero por desgracia los romanos los llevaban de lana, de ahí que se bañaran con tanta frecuencia. Cierto que se podía conseguir lino en Roma, pero era monstruosamente caro, y las τελαμώναξ, o las fajas de lino con que la superstición obligaba a envolver los cuerpos, hablarían a favor del cirujano. El doctor, por tanto, se comprometió a suministrar a su amigo una constante sucesión de cuerpos, con la condición general de que dicho amigo le suministrase a su vez la mitad de los artículos que recibiera de las personas asesinadas o por asesinar. El doctor recomendaba invariablemente a su inestimable amigo el pollinator (a quien podemos llamar el enterrador); y el enterrador, con la misma consideración hacia los sagrados derechos de la amistad, recomendaba sistemáticamente al doctor. Como Pilades y Orestes, eran los modelos de una perfecta amistad: en sus vidas eran encantadores y en el patíbulo esperemos que no los separasen.
»Caballeros, me provoca carcajadas el pensar en esos dos amigos sacando y volviendo a sacar cuentas: «Pollintor en cuenta con el doctor, deudor de dieciséis cuerpos; acreedor en cuenta de cuarenta y cinco vendajes, dos de ellos dañados». Sus nombres, por desgracia, se han perdido, pero yo concibo que podrían haber sido Quintus Burkius y Publius Harius. A propósito, caballeros, ¿ha oído alguien últimamente hablar de Hare? Según he sabido, se ha establecido confortablemente en Irlanda, en el oeste, y de vez en cuando hace algún negocio, pero, como añade con un suspiro, solo como minorista: nada como aquel floreciente comercio al por mayor que por descuido se vino abajo en Edimburgo. «Ya ve lo que sucede cuando se descuida el negocio» es la principal moraleja, el επιμθιον, como diría Esopo[123], que Hare deduce de su experiencia».
Por fin llegamos al brindis del día: Por el Thugerio en todas sus ramas.
Los discursos intentados a estas alturas de la Cena fueron incontables, pero el aplauso fue tan furioso, la música tan tempestuosa, y el chasquido de copas rotas tan incesante, por la general decisión de nunca jamás beber un brindis inferior con la misma copa, que no me siento capaz de contar lo sucedido. Además, Sapo-en-el-pozo se volvió completamente ingobernable. Comenzó a disparar sus pistolas en todas las direcciones, mandé a su criado a por un trabuco y hablé de cargarlo con postas. Creemos que volvió a sumirse en su antigua locura al oír mencionar a Burke y a Hare; o que, otra vez cansado de la vida, había resuelto irse de este mundo con una masacre general. Esto no lo podíamos permitir: se hizo indispensable, por tanto, sacarle de allí a patadas, lo que logramos con consentimiento de todos, con los comensales prestando su colaboración, por decirlo así, uno pede, aunque sintiendo pena por sus canas y su sonrisa angelical. Durante la operación, la orquesta volvió a interpretar la vieja composición coral. Todos cantamos, y (lo que nos dejé más atónitos). Sapo-en-el-pozo se unió a nosotros cantando furiosamente:
«Et interrogatum est ab omnibus —Ubi est ille Sapo-en-el-pozo?
Et responsum est ab omnibus —Non est inventus».