Señores: su comité me ha honrado con la difícil tarea de pronunciar la conferencia en honor de Williams[10] sobre el asesinato considerado como una de las Bellas Artes; una tarea que podría haber sido fácil hace tres o cuatro siglos, cuando se sabia poco de este arte, y aún eran pocos los modelos expuestos, pero en esta época, cuando los profesionales han ejecutado excelentes obras maestras, es evidente que el publico reclamara una mejora correspondiente en el estilo de critica que se les aplique. La teoría y la practica tienen que avanzar pari pasu. La gente comienza a comprobar que hay algo mas que contribuye a la comisión de un bello asesinato que un par de zoquetes que matan o mueren, un cuchillo, una bolsa y un callejón oscuro. El diseño, Caballeros, la disposición del grupo, la luz y la sombra, la poesía, el sentimiento, se juzgan ahora indispensables para intentos de esa naturaleza. Mr. Williams ha exaltado en todos nosotros el ideal del asesinato, y para mi, por tanto, en particular, se ha incrementado considerablemente la dificultad de mi tarea. Como Esquilo y Milton en la poesía, como Miguel Angel en la pintura, él ha llevado su arte a un punto de colosal sublimidad y, como observa Mr. Wordsworth, en cierta manera «ha creado el gusto de como hay que disfrutarlo»[11]. Esbozar la historia del arte y examinar sus principios desde una perspectiva critica, son los deberes que quedan ahora al entendido y a jueces muy distintos de los que constituyen los Juzgados del Condado de su Majestad.
Antes de comenzar, permítanme que diga unas palabras a ciertos mojigatos que pretenden hablar de nuestra sociedad como si fuera, en cierto grado, inmoral en sus tendencias. ¡Inmoral! ¡Por Júpiter, caballeros![12], ¿a qué se refiere esa gente? Yo estoy a favor de la moralidad, y lo estaré siempre, y de la virtud y de todas esas cosas; y afirmo, y siempre afirmaré (cualesquiera que sean las consecuencias), que el asesinato es una forma de conducta impropia, e incluso muy impropia; y no me cortaré la lengua para decir que cualquier persona que se dedique al asesinato tiene un modo indecoroso de razonar, y obra conforme a principios muy cuestionables; y lejos de encubrirlo o protegerlo mostrándole el escondite de su victima, como un gran moralista alemán[13] considera el deber de todo hombre bueno, yo suscribiría un chelin y seis peniques para que le prendieran, lo que supera en dieciocho peniques lo que los moralistas mas eminentes han suscrito hasta ahora para ese propósito. Pero ¿como ignorarlo? Todas las cosas en este mundo tienen dos caras. El asesinato, por ejemplo, se puede considerar desde su perspectiva moral (como suele ocurrir en el púlpito, y en Old Bailey[14], y ése, confieso, es su lado débil; o puede ser tratado desde su perspectiva estética, como dirían los alemanes, esto es, en relación con el buen gusto.
Para ilustrar esto, recurriré a la autoridad de tres personas eminentes, a saber, a S. T. Coleridge, a Aristóteles y a Mr. Howship[15], el cirujano. Comenzaremos por S. T. C.: una noche, hace muchos años, estaba tomando té con él en Berners’ Street[16] (a propósito, calle que, para ser tan corta, ha sido extremadamente fructífera en genios). Había otros invitados aparte de mí y entre otras consideraciones carnales acerca del té y de las tostadas, escuchábamos absortos una disertación sobre Plotino de los labios éticos de S. T. C. de repente se oyó el grito de «¡fuego, fuego!», y todos nosotros, tanto el maestro como los discípulos, Platón y «όι περί, Πάτωνα», salimos corriendo ávidos por contemplar el espectáculo. El fuego era en Oxford Street, en el taller de un fabricante de pianos; y, como prometía ser una conflagración de mérito, lamenté que mis compromisos me obligaran a abandonar la fiesta de Coleridge antes de que se produjera la crisis. Unos días después, encontrándome con mi platónico anfitrión, le recordé el caso, y le supliqué que me contara como había terminado aquel prometedor espectáculo. «¡Oh, señor! —dijo—, resultó ser tan malo que lo condenamos con unanimidad». Ahora bien, ¿supondría cualquier persona que Mr. Coleridge, quien, aunque demasiado obeso para la virtud activa, es sin lugar a dudas un buen Cristiano, que este bondadoso S. T. C., digamos, es un incendiario o capaz de desear algún mal al pobre hombre de los pianos (muchos de ellos, incluso, con sus teclados adicionales)? Todo lo contrario, es la clase de persona por la que apostaría mi vida a que, en caso de necesidad, se habría puesto a manejar la bomba de incendios, aunque dada su gordura no debiera someter su Virtud a tales pruebas de fuego. Pero tratemos de comprender la situación. En ese caso no se requería la virtud. Tras la llegada de los bomberos, el problema de la moralidad recaía enteramente en la agencia de seguros[17]. Siendo éste el caso, tenia derecho a satisfacer su gusto. Había abandonado su té. ¿Acaso no iba a recibir nada a cambio?[18] Sostengo que el hombre mas virtuoso, bajo la premisa expuesta, estaba autorizado a disfrutar del fuego, y a silbarlo, como haría con cualquier otra representación o exhibición que despertase las expectativas del publico y que terminase por decepcionarlas. Citemos a otra gran autoridad, ¿qué dice el Estagirita? En el libro V, según creo, de su Metafísica, describe lo que él llama Κλεπτην τέλειον, esto es, un ladrón perfecto [19], y, por su parte, Mr. Howship, en una obra sobre la indigestión, no tiene ningún escrúpulo en hablar con admiración de cierta úlcera que ha visto, y que él califica de una «hermosa úlcera»[20]. Ahora bien, ¿pretenderá alguien que, considerado desde una perspectiva abstracta, un ladrón pudiera parecerle a Aristóteles un carácter perfecto, o que Mr. Howship pudiera haberse enamorado de una úlcera? Aristóteles, de todos es sabido, fue una persona tan moral que, no contento con escribir su Ética a Nicómaco, en un volumen en octavo, también escribió otra obra llamada Magna Moralia o Gran Ética. Pero es imposible que cualquier persona que escriba una ética, cualquiera que sea, grande o pequeña, admire a un ladrón per se y, en lo que concierne a Mr. Howship, es bien sabido que combate todos los tipos de úlceras; y, sin dejarse seducir por sus encantos, pretende desterrarlas del condado de Middlesex. No obstante, por muy reprobables que sean per se, la verdad es que, en relación con otros de su misma clase, tanto un ladrón como una úlcera pueden mostrar infinitos grados de mérito. Los dos son imperfecciones, cierto, pero siendo la imperfección su esencia, la excelsitud de su imperfección se convierte en su perfección. Spartam nactus, hanc exorna[21]. Un ladrón[22] Como Antiloco[23] o el una vez famoso Mr. Barrington[24], y una repulsiva úlcera fagedénica, soberbiamente definida, y pasando regularmente por todas sus fases naturales, pueden considerarse con la misma justicia tan ideales de su clase como la mas impecable rosa musgosa entre las flores, en su progreso desde el brote hasta la «brillante y consumada flor»[25]; o como, entre las flores humanas, la mas bella muchacha, engalanada con toda la magnificencia de la feminidad. Y así no sólo se puede imaginar el ideal de un tintero (Como Mr. Coleridge ilustré en su celebrada correspondencia con Mr. Blackwood), lo cual, por lo demás, tampoco tiene tanto mérito, puesto que un tintero es una cosa laudable, y un valioso miembro de la sociedad, pero incluso la misma imperfección en sí misma puede tener su ideal o su estado de perfección.
Caballeros, les pido sinceramente disculpas por tanta filosofía en tan poco tiempo, pero ahora déjenme aplicarla. Cuando un asesino esta en el «paulo-post-futurum»[26], y nos llega el rumor a nuestros oídos, tratémoslo desde una perspectiva moral. Supongamos, en cambio, que ya esta hecho, y que se puede decir de él, τετέλεσαι, se ha consumado, o (en ese durísimo moloso[27] de Medea) είργασι, está hecho, es un fait accompli. Supongamos que la pobre victima ha dejado de sufrir, y al bribón que cometió el crimen se lo ha tragado la tierra; supongamos, por último, que hemos hecho todo lo que hemos podido, poniéndole incluso la zancadilla al tipo para impedirle la huida, pero sin éxito alguno —«abiit evasit», etc.— bueno, entonces, digo yo, ¿de qué sirve ya la virtud? Ya se le ha dado bastante a la moralidad, ahora le toca el turno al gusto y a las Bellas Artes. Y fue una cosa triste, no hay duda, muy triste, pero no podemos remediarla. Así que saquémosle el beneficio que podamos y, como es imposible sacar, ni siquiera a martillazos, nada que posea una finalidad moral, tratémoslo estéticamente y veamos si con ello logramos algo. Esa es la lógica de un hombre con sentido común, y ¿cuál es el resultado? Sequemos nuestras lagrimas y quizá tengamos la satisfacción de descubrir que una acción, perturbadora moralmente hablando, y sin nada que la justifique, juzgada con los principios del gusto se convierte en una actuación muy meritoria. Así todo el mundo queda satisfecho; se constata el viejo refrán de que no hay mal que por bien no venga; el aficionado, recuperado de su apariencia biliosa y mohína, consecuencia de su excesiva atención a la virtud, comienza a recoger sus migajas, y prevalece la hilaridad general. La virtud tuvo su oportunidad y desde ese momento, la Virtú, tan parecida como para variar solo en una letra (por la que no vale la pena disputar), la virtú, digo, y el entendimiento pueden cuidarse de si mismos. Yo les propongo, Caballeros, que este principio sea el que guie nuestros estudios, desde Cain hasta Mr. Thurtell[28]. A través de esta gran galería de asesinos, por tanto, caminemos juntos, cogidos de la mano, en gozosa admiración, mientras intento llamar su atención sobre los objetos de una provechosa critica.
A todos les resultaré familiar el primer asesinato. Como el inventor del asesinato, y como el padre del arte, Cain debió de ser un hombre de genio extraordinario. Todos los Caines fueron hombres de genio. Tubal Cain[29] invento la trompa, creo, o algo parecido. Pero, cualquiera que fuera la originalidad y el genio del artista, hay que reconocer que todo arte estaba entonces en pañales y las obras hay que someterlas a la critica tomando ese hecho en consideración. Incluso hoy en día el trabajo de Tubal encontraría poca aprobación en Sheffield[30], y nos atrevemos a decir que el de Caín (me refiero a Cain senior) no fue nada del otro jueves. Se afirma que Milton pensaba de una manera muy diferente. Por la forma en que relata el caso, parece tratarse de su asesinato predilecto, pues lo retoca con una aparente ansiedad pot incrementar el efecto pintoresco:
Invadido por la ira; mientras hablaban,
le golpeé en el pecho con una piedra;
y le quitó la vida; cayó) y, pálido como la muerte,
exhaló su alma con un quejido, brotando un chorro de
efusiva sangre.
El paraíso perdido, B, IX.
El pintor Richardson, que tenia ojo clínico para estos efectos, comenta así el pasaje en sus Notas sobre el paraíso perdido[31], pag. 497: «Se creía —dice— que Cain dejó seco (como se suele decir) a su hermano con una piedra enorme. Milton acepta esta versión, pero con el añadido de una gran herida». En este lugar fue una adición muy juiciosa, pues la rudeza del arma, a menos que se enriquezca con un colorido cálido y sanguinario, refleja demasiado el estilo desnudo de la escuela salvaje, como si e1 crimen hubiese sido cometido por Polifemo sin ninguna ciencia, premeditación y sin nada que no fuese un hueso de carnero. No obstante, yo estoy muy complacido por la mejora, pues eso demuestra que Milton era un aficionado. En lo que concierne a Shakespeare, nunca hubo otro mejor, como lo testimonian dc sobra sus descripciones del asesinato de Duncan, Banquo, etc. y, por encima de todo, su incomparable miniatura, en Enrique VI, del asesinato del Duque de Gloucester[32].
Es lamentable comprobar que, después de haberse puesto los cimientos del arte, no se produjo ningún avance durante siglos. En efecto, ahora me veré obligado a saltarme todos los asesinatos, sagrados y profanos, como indignos de cualquier atención, hasta mucho después del inicio de la era cristiana. Grecia, incluso en la época de Pericles, no produjo ni un solo asesinato de mérito, o al menos no ha quedado registrado ninguno, y Roma tenia muy poca originalidad y muy poco genio en cualquiera de las artes Como para destacar en este ámbito, donde su modelo había fracasado[33]. De hecho, el latín naufraga ante la misma idea del asesinato. «El hombre fue asesinado»; (¿Como sonaría esto en latín? Interfectus est, interemptus est, lo cual se limita a expresar un homicidio, así que la latinidad cristiana de la Edad Media se vio obligada a introducir una palabra nueva, a la que no se elevó nunca la sutileza de las concepciones clásicas. Murdratus est, dice el sublime dialecto de los tiempos góticos. Mientras, la escuela judía del asesinato mantuvo en vida lo que ya se sabia del arte y lo fue transfiriendo gradualmente al mundo occidental. En efecto, la escuela judía siempre fue respetable, incluso en la época medieval, como lo demuestra el caso de Hugh de Lincoln, honrado con la aprobación de Chaucer, con ocasión de otra obra de la misma escuela, y que lo pone en los labios de la dama abadesa[34].
Si regresamos por un momento a la antigüedad clásica, no puedo dejar de pensar que Catilina, Clodio[35], y otros de esa camarilla, podrían haber sido artistas de primer rango, y hay que lamentar desde luego que la mojigatería de Cicerón privara a su patria de la única oportunidad que tenia para distinguirse en este ámbito. Nadie habría hecho mejor papel que él como sujeto de un asesinato. ¡Señor! Y Como habría gritado de pánico si hubiera oído a Cetego[36] bajo su cama. Habría sido verdaderamente divertido haberle escuchado, y me complace, caballeros, que hubiese preferido lo utile de esconderse en un armario, o incluso en una cloaca, al honestum de enfrentarse al audaz artista.
Vayamos ahora a la edad oscura (término con el cual, nosotros, los que hablamos con precisión, nos referimos par excellence al siglo décimo como una linea meridiana, y a los dos siglos inmediatamente anteriores y posteriores, siendo noche cerrada desde el 888 d. C. hasta el 1111 d. C.): esta época tuvo que ser, naturalmente, proclive al arte del asesinato, como lo fue para la arquitectura eclesiástica, los vitrales, etc., y, en consecuencia, al final de ese periodo, surgió un gran personaje en este arte, me refiero al Viejo de la Montana. Fue, ciertamente, un resplandor, y no necesito decir que la misma palabra «asesino». Viene de él. Tan buen aficionado era que en una ocasión, cuando uno de sus asesinos favoritos atentó contra su propia vida, quedo tan complacido con el talento mostrado que, pese al fracaso de la tentativa, le nombro Duque en ese mismo instante, con derecho de sucesión por la linea femenina, y le concedió una pensión por tres generaciones. El asesinato de grandes personajes es una rama del arte que demanda una atención particular y le dedicaré una conferencia entera. Entretanto, me limitaré a indicar que, por extraño que parezca, esta rama del arte florece de manera ocasional. Nunca llueve, sino que gotea. Nuestra propia época se puede vanagloriar de algunos buenos especímenes, como, por ejemplo, el caso de Bellingham con el Primer Ministro Percival; el caso del Duque de Berry en la Opera de París; el caso del Maréchal Bessiere en Avignon; y hace unos dos siglos y medio se produjo una brillantisima sucesión de esta clase de crímenes, no hace falta decir que aludo especialmente a siete espléndidas obras: el asesinato de Guillermo I de Orange; el de los tres Enriques franceses, esto es, el de Henri, Duque de Guise, que tenía pretensiones al trono de Francia, el de Enrique III, el ultimo príncipe en la linea de los Valois que luego ocupo ese trono y, finalmente, su cuñado, que le sucedió en el trono como el primer príncipe en la linea de los Borbones; no habían transcurrido dieciocho años cuando llego el quinto de la lista, esto es, el de nuestro Duque de Buckingham (que encontraran excelentemente descrito en las cartas publicadas por Mr. Ellis, del Museo Británico); el sexto, Gustavo Adolfo; y el séptimo, Wallenstein. ¡Qué gloriosa pléyade de asesinatos! E incrementa nuestra admiración que esta brillante constelación de exhibiciones artísticas comprenda tres Majestades, tres Altezas Serenísimas y un Excelentísimo Señor, y esta serie se concentra en un periodo tan breve como el que va del año 1588 al 1635. El asesinato del Rey de Suecia, sin embargo, ha sido puesto en duda por muchos escritores, Harte[37] entre otros, pero se equivocan. Fue asesinado y considero su asesinato único en su excelencia, pues fue muerto al mediodía, en el campo de batalla; un rasgo original en la concepción que no aparece en ninguna otra obra de arte que yo recuerde. La idea de un asesinato secreto por motivos privados, inserto en el pequeño paréntesis del vasto escenario de una sangrienta batalla publica, recuerda el sutil artificio de Hamlet de una tragedia dentro de otra tragedia. En efecto, todos estos asesinatos se pueden estudiar con ventaja por el entendido. Todos ellos son exemplaria, de los que se puede decir,
«Nocturnâ versatâ manu, versate diurne;»[38]
En especial Nocturnâ.
Estos asesinatos de príncipes y hombres de Estado no nos pueden asombrar: con frecuencia de sus muertes dependen cambios importantes y, debido a la posición eminente que ocupan, se hallan particularmente expuestos a las miras de cualquier artista que tenga el antojo de un efecto escénico. Pero hay otro tipo de asesinato que ha prevalecido desde principios del siglo XVII, y que verdaderamente me llena de asombro; me refiero al asesinato de filósofos. Porque, señores, es un hecho que todo filósofo eminente durante los últimos dos siglos o ha sido asesinado o, al menos, estuvo muy cerca de serlo; hasta tal punto, que si alguien quiere llamarse filósofo y nunca nadie ha atentado contra su vida, es seguro que carece de importancia; y contra la filosofía de Locke en particular se puede objetar (si lo necesitamos) que si llevo su garganta con él por este mundo durante setenta y dos años, fue porque nadie se presto a cortársela. Como estos casos de filósofos no son muy conocidos, y por regla general estén bien concebidos y realizados, haré ahora una digresión sobre el asunto, principalmente con el objeto de mostrar mi propia erudición.
El primer gran filosofo del siglo XVII (si exceptuamos a Bacon a Galileo) fue Des Cartes[39], y si alguna vez se ha dicho de alguien que estuvo a punto de ser asesinado, se debe decir de él. El caso se produjo, como nos informa Baillet en su Vie De M Des Cartes, vol. 1, . 102-103, en el año 1621, cuando Des Cartes podría tener unos veintiséis años; por entonces se encontraba, como era usual, viajando (pues era mas inquieto que una hiena), y al llegar al rio Elba, o a la ciudad de Gluckstadt o a Hamburgo, se embarcó para ir a la Frisia oriental: nadie ha podido descubrir qué podía buscar en la Frisia oriental, y quizá ni él mismo lo sabia, pues, al llegar a Embden, decidió navegar al instante hacia la Frisia occidental y estando muy impaciente por salir, alquilo un barco con unos marineros.
Apenas se había adentrado en el mar cuando hizo un descubrimiento placentero, esto es, que se había puesto en las manos de una caterva de asesinos. Su tripulación, nos dice M. Baillet, era «des scélérats», —no aficionados como nosotros, caballeros, sino profesionales— y la cumbre de sus ambiciones en ese momento consistía en cortarle el gaznate. Pero la historia es muy placentera para abreviarla; por esta razón la traduzco puntualmente del francés, de la obra de su biógrafo[40]: «M. Des Cartes no tenía otra compañía que la de su sirviente, con quien estaba conversando en francés. Los marineros, que le tomaron por un comerciante extranjero, mas que por un caballero, pensaron que debía de llevar dinero con él. Así que llegaron a una conclusión nada ventajosa para su bolsa. No obstante, se da una diferencia entre los ladrones marítimos y los ladrones de bosque, y es que los últimos pueden dejar con vida a las víctimas sin riesgo, mientras que los otros no pueden poner a un pasajero en la costa sin correr el riesgo de que los detengan. La tripulación de M. Des Cartes tomé sus medidas para evitar cualquier peligro de esa clase. Observaron desde la distancia que era un extranjero, sin conocidos en el país, y que nadie se tomaría el trabajo de preguntar por él, en el caso de que desapareciera (quand il viendroit a manquer)». Piensen, señores, en estos perros de Frisia que hablan de un filosofo Como si se tratara de un barril de ron consignado a un agente de seguros marítimos. «Su temperamento, advirtieron, era suave y paciente y, juzgando por la gentileza de su porte y la cortesía con que los trataba, supusieron que no seria mas que un joven novato carente de raíces y de una situación en el mundo, por lo que concluyeron que seria una tarea fácil quitarle la Vida. No tuvieron ningún escrúpulo en discutir todo el asunto en su presencia y, suponiendo que no entendía ningún otro idioma que el que hablaba con su sirviente, el resultado de su deliberación fue asesinarle y luego arrojarle al mar para repartirse sus pertenencias».
Disculpen mis risas, caballeros, pero el hecho es que siempre me río cuando pienso en este caso: dos cosas en él me parecen muy graciosas. Una de ellas es el terrible pánico o «funk»[41] (como lo llaman los hombres de Eaton) que debió invadir al mismo Des Cartes al oír como comentaban el drama de su propia muerte —funeral—, sucesión y administración de sus bienes. Pero otra cosa, que aún me parece mas divertida en este asunto, es que si esos perros frisios se hubiesen salido con la suya, no tendríamos ninguna filosofía cartesiana y, dada la inmensa bibliografía que ha producido, dejo al arbitrio de cualquier fabricante de baúles[42] que declare cómo nos habría ido sin ella.
Pero continuemos; pese a su enorme miedo, Des Cartes se dispuso a luchar y de ese modo infundio temor en los bandidos anticartesianos. «Al comprobar —dice M. Bailler— que no se trataba de ninguna broma, M. Des Cartes se puso en pie en un instante, asumió un semblante serio, que esos cobardes nunca habían esperado, y se dirigió a ellos en su propio idioma, amenazándoles con atravesarlos de parte a parte en ese mismo sitio si osaban ofenderle de alguna manera». En efecto, señores, habría sido un honor mas allá de los méritos de esos desconsiderados bribones el haber sido ensartados como pajaritos por una espada cartesiana, y por eso me alegro de que Des Cartes no robase sus victimas a la horca al cumplir sus amenazas, en especial porque no habría podido llevar su velero a tierra después de haber matado a su tripulación; de suerte que habría tenido que navegar eternamente por el Zuyder Zee[4], y probablemente habría sido confundido por los marineros con el Holandés Errante que regresaba a casa. «El espíritu que manifestó M. Des Cartes», dice su biógrafo, «obro como por arte de magia en esos bribones. Lo súbito de su consternación los confundió y cegó, conduciéndolo a su destino de la manera mas pacífica».
Es posible, caballeros, que crean, según el ejemplo de las palabras dirigidas por César a su pobre piloto —Caesarem vehis et fortuna ejus[44]—, que a M. Des Cartes le habría bastado con decir: «Perros, no podéis degollarme, pues lleváis a bordo a Descartes y a su filosofía», tras lo cual ya podía desafiarlos a que hiciesen lo peor que se les ocurriese; un Emperador alemán tuvo la misma idea: cuando le avisaron para que se apartase de la linea de tiro de los cañones, respondió: «¡Pues sí! ¿Has oído alguna vez que una bala de cañón haya matado a un Emperador?»[45] A un Emperador no sabría decirlo, pero mucho menos ha bastado para defuncionar a un filósofo; y el siguiente filósofo mas grande de Europa fue asesinado, hablo de Espinosa.
Sé muy bien que la opinión común acerca de él es que murió en su cama. Tal vez fuera así, pero eso no quita que fuese asesinado. Y esto lo probaré con un libro publicado en Bruselas, en el año 1731, titulado La Vie de Spinosa; par M. Jeam Colerus, con muchas adiciones manuscritas sobre la vida de Espinosa, obra de uno de sus amigos. Espinosa murió e1 21 de febrero de 1677, con poco mas de cuarenta y cuatro años de edad. Esto mismo ya parece sospechoso y M. Jean admire que cierta expresión en el manuscrito biográfico podría probar la conclusión de «que sa mort n’a pas éte’ tout-a-fait naturelle». Al vivir en un país húmedo y de marineros, como Holanda, podría suponerse que bebió mucho licor y, sobre todo, ponches[46], bebida que se acababa de descubrir. Es indudable que podría haber sido así, pero el hecho es que no fue así. M. Jean lo llama «extrêmement sobre en son boire et en son manger». Y aunque surgieron algunas historias infundadas acerca del jugo de la mandrágora (pag. 140) y del opio (p. 144), ninguno de estos productos apareció en las recetas de su boticario. Al vivir, por tanto, con semejante sobriedad, ¿cómo es posible que muriese de muerte natural a los cuarenta y cuatro años? Oigamos el relato de su biógrafo: «La mañana de un domingo 21 de febrero, antes de la hora de misa, Espinosa bajó las escaleras y conversó con el señor y la señora de la casa». A esta hora, por tanto, quizá a las diez de la mañana, comprobamos que Espinosa estaba vivo y se sentía muy bien. Pero parece ser que habían llamado de Amsterdam a cierto médico, a quien, según dice el biógrafo, «solo identificaré con estas dos letras: L. M.». Este L. M. había encargado que comprasen un gallo viejo para hervirlo y que Espinosa pudiese tomar un caldo al mediodía, como así fue, y comió algo del gallo viejo con buen apetito, después de que el señor de la casa y su esposa hubiesen regresado de la iglesia.
«Por la tarde, L. M. permaneció solo con Espinosa, pues los señores de la casa habían vuelto a la iglesia; al regresar de ella se enteraron, con gran sorpresa, de que Espinosa había muerto a eso de las tres en presencia de L. M., quien partió para Amsterdam esa misma noche, con el barco nocturno, sin prestar la menor atención al fallecido y probablemente sin esperar tampoco el pago de su pequeña cuenta. No hay duda de que no había nadie mas dispuesto a abandonar sus deberes, pues se había apoderado de un ducado y de una pequeña cantidad de plata, junto con un cuchillo con mango de plata, antes de huir con su botín». Aquí ven, Caballeros, que el asesinato es sencillo, así como la manera en que se cometió. Fue L. M. quien asesino a Espinosa por dinero. El pobre Espinosa era un invalido, estaba esquelético y débil; como no se encontró sangre, no hay duda de que L. M. se arrojó sobre él y lo asfixió con la almohada, después de haber sido sofocado ya el infeliz con la infernal comida. Después de masticar ese «gallo viejo», que yo sospecho era del siglo anterior, ¿en qué condiciones podría haber estado ese pobre invalido para enfrentarse con L. M.? Pero ¿quién era L. M.? Con seguridad no pudo haber sido Lindley Murray[47], pues yo le vi en York en 1825 y, ademas, no creo que cometiese semejante cosa; al menos no contra un camarada gramático: pues ya saben, caballeros, que Espinosa escribió una gramática hebrea muy respetable[48]. Hobbes, en cambio, nunca sabré por que razón o motivo, no fue asesinado. Esto constituye una enorme negligencia de los profesionales del siglo XVII, pues era a todas luces un magnifico sujeto para ser asesinado, excepto por el hecho de que era flaco y huesudo; puedo probar que tenia dinero, y (lo que es muy gracioso) no tenia derecho a oponer ninguna resistencia; de acuerdo con su teoría, un poder irresistible crea el derecho supremo, así que supone la mas pérfida rebelión resistirse a morir asesinado cuando aparece una fuerza competente con la intención de asesinarnos. No obstante, señores, y aunque no fue asesinado, me alegro de poder asegurarles (según su propia versión) que estuvo tres veces a punto de serlo. La primera vez fue en la primavera de 1640, cuando pretendió haber hecho circular un manuscrito en ayuda del Rey[49], y contra el Parlamento; de paso diremos que nunca pudo haber escrito ese panfleto; pero él dice que «si Su Majestad no hubiese disuelto el Parlamento» (en Mayo), «habría peligrado mi Vida». Disolver el Parlamento, sin embargo, no fue de ninguna utilidad, pues en noviembre del mismo año, el Parlamento Largo[50] se reunió y Hobbes, por segunda vez, temiendo ser asesinado, escapo a Francia. Esto se parece a la locura de John Dennis[51], quien pensé que Luis XIV jamas haría las paces con la Reina Ana a no ser que le entregaran para satisfacer la venganza del primero, por lo que huyo a la Costa con esa creencia. En Francia, Hobbes supo cuidar muy bien de su garganta durante diez años, pero al final de ese periodo publicó el Leviatán en homenaje a Cromwell. El viejo cobarde comenzó a sentir por tercera vez un pánico horrible; se imaginaba que las espadas de los Caballeros se volvían contra él, recordando Como habían tratado a los embajadores parlamentarios en La Haya y en Madrid[52]. «Tum», dice en su vida, escrita en un tosco latín,
«Tum venit in mentem mihi Dorislaus et Ascham;
Tanquam proscripto terror ubique aderat».[53]
Y actuando conforme a esto, regreso corriendo a Inglaterra. Ahora bien, es cierto que un hombre merece una paliza por haber escrito el Leviatán, y dos o tres palizas por haber escrito un pentámetro terminando de una manera tan Villana Como «terror ubique aderat!»[54] Pero ningún hombre le considero digno de algo mas que de una paliza. Y, de hecho, toda su historia no es mas que una fanfarronada. Pues en una carta aún mas abusiva, que escribió a una «persona ilustrada» (refiriéndose a Wallis[55], el matemático), da una versión de los hechos muy diferente, y dice (pag. 8) que corrió a casa «porque no confiaba en su seguridad dada la hostilidad que le mostraba el clero francés», insinuando que estaba a punto de ser asesinado por su religión, lo que realmente habría sido una broma pesada: ¡Tom llevado a la hoguera a causa de su religión!
Ya fuese o no una fanfarronada, cierto es, sin embargo, que Hobbes, al final de su vida, temía que alguien quisiera asesinarle. Esto ha quedado documentado por la historia que voy a contarles a continuación; no proviene de un manuscrito, pero (Como dice Mr. Coleridge) es tan bueno como un manuscrito, pues procede de un libro enteramente olvidado, esto es: El credo de Mr. Hobbes, examinado, en un dialogo entre él y un estudiante de teología, publicado alrededor de diez años antes de la muerte de Hobbes. El libro es anónimo, pero fue escrito por Tennison, el mismo que, treinta años mas tarde, sucedería a Tillotson como arzobispo de Canterbury. La anécdota introductoria dice lo que sigue: «Cierto teólogo, al parecer (sin duda el mismo Tennison), recorrió la isla durante un año. En una de estas excursiones (1670) visito el pico de Berbyshire, quizá por la descripción que Hobbes había hecho de él. Estando en esa comarca, no se resistió a realizar una visita a Buxton y en el mismo momento de su llegada tuvo la gran fortuna de encontrar a un grupo de caballeros desmontando ante la puerta de la posada, entre los cuales se hallaba un tipo delgado, que resulto no set otro que Mr. Hobbes en persona, que probablemente[56] se había llegado desde Chattsworth[57]. Encontrándose con semejante león, un turista a la búsqueda de lo pintoresco, no dudó en presentarse en su calidad de pelmazo. Por suerte para él, dos de los compañeros de Mr. Hobbes tuvieron que salir urgentemente, así que, durante el resto de su estancia en Buxton, tuvo a Leviatán enteramente para si, y también tuvo el honor de tomarse unos tragos con él por la noche. Hobbes, según parece, mostró al principio una gran rigidez, pues no le gustaban los clérigos, pero pronto se desvaneció ese retraimiento, se comporto de una manera muy sociable y divertida, decidiendo ir juntos a los baños. No puedo explicarme como Tennison se aventuro a juguetear con Leviatán, pero así fue: retozaron como dos delfines, aunque Hobbes tenia que ser tan viejo como las colinas que los rodeaban y, en algunos intervalos en que se abstuvieron de nadar y chapotear, hablaron de muchas cosas relacionadas con los baños de los antiguos, así Como sobre el origen de las Fuentes termales. Cuando habían pasado de esta manera una hora, salieron del baño y, después de haberse secado y Vestido, se sentaron esperando una cena, Como era propio del lugar, con el fin de refrescarse como los Deipnosophistae[58], mas para razonar que para beber mucho. Pero en esta inocente intención fueron interrumpidos por una pequeña riña, en la que, durante un breve periodo de tiempo, quedaron involucradas algunas de las rudas personas que estaban en la casa. Esto pareció preocupar mucho a Mr. Hobbes, aunque se encontraba a considerable distancia de esas personas. ¿Y por que estaba preocupado, señores? Piensan, sin duda, que por un bondadoso y desinteresado amor a la paz[59], propio de un hombre mayor y de un filosofo. Pero escuchemos: «Durante un rato perdió la calma, y se repetía una y otra vez, en un tono bajo y cuidadoso, como Sextus Roscius fue asesinado después de la cena en las “Balneae Palatine”»[60]. Algo parecido relata Cicerón en relación con Epicuro, el ateo, de quien observo que lo que mas temía era lo que mas condenaba: la muerte y los dioses[61]. Tan solo porque era la hora de la cena y se encontraban cerca de unos baños, Mr. Hobbes creía que iba a sufrir el destino de Sextus Roscius. ¡Lo iban a asesinar porque Sextus Roscius había sido asesinado! ¿Que lógica se escondía en esto, a no ser la de un hombre que siempre estaba soñando con el crimen? Aquí estaba Leviatán, no temiendo mas las dagas de los Caballeros ingleses o del clero francés, pero «asustado hasta perder la compostura» por una riña en una posada entre algunos honestos patanes de Derbyshire, a quienes les habría puesto los pelos de punta la figura de ese espantapájaros que pertenecía al siglo anterior.
Me complace informarles que Malebranche fue asesinado. El hombre que lo asesino es bien conocido: fue el obispo Berkeley. La historia es famosa, aunque aún no se haya dado la versión adecuada. Berkeley, siendo joven, fue a París y visitó al Pére Malebranche. Lo encontró cocinando en su celda. Los cocineros siempre han sido un genius irritabile, los autores aún mas: Malebranche era las dos cosas. Surgió una disputa entre ellos; el viejo padre, que ya tenia calor, se agito aún mas, la irritación metafísica y la culinaria se unieron atacándole el hígado: se echo en la cama y se murió. Esta es la versión mas difundida de la historia: «y con ella se engaña a todos los oídos de Dinamarca»[62]. El caso es que se echo tierra sobre el asunto, por consideración a Berkeley, que (como observa Pope con razón) «tenia todas y cada una de las virtudes que existían bajo el Cielo». Además, era bien sabido que Berkeley, sintiéndose asimismo irritado por el mal genio del viejo francés, se puso en guardia, y la consecuencia fue un combate: Malebranche quedó tumbado en el primer «round»; esto le bajo los humos, y tal vez se habría rendido, pero a Berkeley se le volvió a subir la sangre a la cabeza e insistió en que el francés se retractase de su doctrina de las «causas ocasionales»[63]. La vanidad del hombre era demasiado grande para consentir en ello y fue sacrificado a la impetuosidad de la juventud irlandesa, combinada con su propia absurda obstinación.
A Leibniz, siendo en todos los aspectos superior a Malebranche, se le podría considerar, a fortiori, asesinado, pero no fue el caso. Creo que este descuido lo desazono, y se sintió ofendido por la seguridad con que paso sus días. No puedo explicarme de otra manera la conducta que demostró al final de su Vida, cuando se torno muy avaricioso y acaparo grandes sumas de oro que guardaba en su propia casa. Fue en Viena donde murió. Y aún se conservan cartas en las que describe la inconmensurable ansiedad que le causaba mantener intacta su garganta. No obstante, su deseo de ser victima de un atentado era tan grande que no evitó el peligro. Un pedagogo inglés de Birmingham, el doctor Parr[64], adoptó, bajo las mismas circunstancias, una actitud mas egoísta. Había amasado una considerable fortuna en platos de oro y plata, y durante un tiempo los depositó en el dormitorio de su casa en Hatton. Pero temiendo cada Vez mas ser asesinado, y sabiendo que no opondría resistencia (sin tampoco haber tenido nunca la mínima pretensión de hacerlo), transfirió todo al herrero de Hatton, pensando que el asesinato de un herrero sin duda pesaría menos para la salus reipublicae que el de un pedagogo, Sin embargo, sobre esto se ha discutido mucho, y ahora la mayoría esta de acuerdo en que una buena herradura de caballo vale unos 21/4 de sermones de hospital[65].
Leibniz, aunque no fue asesinado, se puede decir que murió, en parte a una causa de la vejación que suponía no serlo. Kant, por otra parte, que no tenia ninguna ambición en ese sentido, tenia menos posibilidades de escapar de un asesino que cualquier otro hombre del que hemos leído, si exceptuamos a Des Cartes. ¡Tan injusta es la fortuna al repartir sus dones! El caso se cuenta, según creo, en una biografía anónima de ese gran hombre. ¡Por Dios Santo, Kant se imponía, de una sentada, un paseo de seis millas todos los días a lo largo de un camino real! Llegando este hecho a los oídos de un hombre que tenía razones privadas para cometer el asesinato, esperó en el tercer mojón de Königsberg a su víctima, que llegó tan puntual como el coche correo. Si no se hubiese producido un accidente, Kant habría sido un hombre muerto. Este accidente se debió a la moral escrupulosa o, como la habría llamado Mrs. Quickley, quisquillosa, del asesino. Un viejo profesor, pensó, podía estar cargado de pecados. Pero no un niño. Con esa consideración, renuncio a Kant en el último momento, y poco después maté a un niño de cinco años[66]. Ésta es, al menos la versión alemana de lo sucedido, pero mi opinión es que el asesino era un aficionado, que pensó en lo poco que
aportaría a la causa del buen gusto si asesinaba a un viejo, árido y adusto metafísico; no habría ninguna posibilidad de lucimiento, puesto que el hombre, muerto, no podría tener un aspecto más momificado que el que ya tenia en vida aportaría a la causa del buen gusto si asesinaba a un viejo, árido y adusto metafísico; no habría ninguna posibilidad de lucimiento, puesto que el hombre, muerto, no podría tener un aspecto más momificado que el que ya tenia en vida.
Señores, hemos seguido las conexiones entre la filosofía y nuestro arte, hasta que, sin darme cuenta, me he introducido en nuestra propia época. No me esforzaré por distinguirla de aquellas que la han precedido, pues no posee un carácter que la distinga. Los siglos XVII y XVIII, junto con la mayor parte del siglo XIX, como ya hemos Visto, forman en conjunto la era augusta del asesinato. La obra mas espléndida del siglo XVII es, sin lugar a dudas, el asesinato de Sir Edmondbury Godfrey[67], que obtiene toda mi aprobación; por el gran rasgo de misterio, que de una forma u otra debería adornar cualquier juicioso intento de asesinato, es excelente, pues aun no se ha descifrado el misterio. Exhorto a la sociedad a que renuncie a imputar este asesinato a los papistas, pues eso perjudicaría tanto a la obra, Como los restauradores profesionales han perjudicado algunos famosos Correggios, o incluso llegaría a arruinarla al incluirla en la clase superior de asesinatos meramente políticos o partisanos, los cuales carecen plenamente del «animus» criminal. De hecho, esa idea carece de fundamento y surge del puro fanatismo protestante. Sir Edmondbury no se distinguió precisamente entre los magistrados londinenses por su severidad contra los papistas, en favorecer los intentos de los celotas por endurecer la ley penal contra las personas. No había dirigido hacia si mismo las animosidades de cualquier secta religiosa. En cuanto a las gotas de cera de vela halladas en el traje del cadáver cuando se descubrió en una zanja, hecho por el que se dedujo en un principio que los sacerdotes asignados a la capilla de la reina papista habían estado involucrados en el asesinato, no eran mas que un artificio fraudulento organizado por aquellos que querían concentrar las sospechas en los papistas, o bien la prueba —las gotas de cera y la causa sugerida por las gotas— podía haber sido una jactancia o una broma del obispo Burnet, quien, como suele decir la Duquesa de Portsmouth, era uno de los grandes maestros en cuentos y novelas del siglo XVII. Al mismo tiempo, se debe destacar que la cantidad de asesinatos no fue muy grande en el siglo de Sir Edmondbury, al menos entre nuestros propios artistas, lo cual, quizá, se pueda atribuir a la carencia de un mecenazgo ilustrado. Sint Maecenates, non deerunt, Flacce, Marones. Al consultar las Observaciones sobre las tasas de mortalidad de Grant (cuarta edición, Oxford, 1665), encuentro que de 229.250 que murieron en Londres durante un periodo de veinte años en el siglo XVII, no mas de ochenta y seis fueron asesinados, esto es, alrededor de cuatro y tres décimas por año. Un número exiguo, caballeros, para fundar una academia y, ciertamente, donde la cantidad es tan reducida no tenemos derecho a esperar que la calidad fuese de primer rango. Quizá lo fue, pero aún soy de la opinión de que el mejor artista en este siglo no se puede equiparar al mejor en el siglo siguiente. Por ejemplo, por mas digno de elogio que fuera el caso de Sir Edmondbury Godfrey (y nadie puede ser mas sensible a sus méritos de lo que yo lo soy) aún no puedo situarlo en el mismo nivel que el de Mrs. Ruscombe de Bristol[68], ni en lo que respecta a la originalidad en su diseño, ni a la audacia y amplitud en la ejecución. El asesinato de esta buena señora se cometió en los inicios del reinado de Jorge III: un reino que, como todos sabemos, fue muy favorable alas artes en general. Vivía en College Green con solo una criada, y ninguna de ellas tenia titulo alguno para entrar en la historia, pero lo obtuvieron del gran artista cuya creación paso a recordar. Una soleada mañana, cuando todo Bristol estaba vivo y en movimiento, albergando alguna sospecha, los vecinos forzaron la puerta de la casa y encontraron a Mrs. Ruscombe asesinada en su cama, y a la sirvienta asesinada en las escaleras: esto fue al mediodía y, no mas de dos horas antes, las dos, tanto la dama como la criada, habían sido vistas con Vida. Si no me equivoco esto ocurrió en 1764, hace mas de sesenta años, por tanto, ya se ha olvidado, y el artista aún no ha sido descubierto. Las sospechas de la posteridad se han centrado en dos pretendientes: un panadero y un deshollinador. Pero la posteridad se equivoca; ningún artista sin experiencia podría haber concebido una idea tan audaz como la de un asesinato al mediodía en el corazón de una gran ciudad. No fue un oscuro panadero, caballeros, ni un anónimo deshollinador, se lo aseguro, el que ejecuto ese trabajo. Yo sé quién fue (aquí se produjo un murmullo en el auditorio que termino por romper en una ovación; el conferenciante se sonrojó y continuó con más gravedad). ¡Por amor al Cielo, señores, no me interpreten mal! No fui yo el que lo hizo. No tengo la vanidad de creerme capaz de ese logro; estén seguros de que sobrestiman mis pobres talentos; el caso de Mrs. Ruscombe estaba más allá de mis escasas habilidades. Pero llegue’ a saber quién fue el asesino por un célebre cirujano que asistió en su autopsia [69]. Este Caballero poseía un museo privado[70] en lo concerniente a su profesión, en uno de cuyos rincones se exhibía un vacío en yeso de un hombre con unas proporciones de gran armonía.
«Eso —me dijo el cirujano— es un vaciado en yeso del famoso salteador de caminos de Lancashire, quien oculto su profesión por algún tiempo a sus vecinos, poniéndole calcetines de lana a las patas de sus caballos para amortiguar el ruido que hacían al pasar por el callejón empedrado que conducía a su establo. En el momento de su ejecución por asalto, yo estaba estudiando con Cruickshank[71], y la figura del hombre era tan incomparable en la armonía de sus rasgos y miembros que no escatimamos ningún dinero o esfuerzo en apoderarnos de él con la menor dilación. Con la connivencia del ayudante del sheriff, se le bajo de la horca antes de que transcurriese el plazo legal, y lo pusimos de inmediato en un coche de caballos, de suerte que, cuando llegó a manos de Cruickshank, aún no estaba legalmente muerto. A Mr.—, un joven estudiante por entonces, le cupo el honor de darle el coup de grace, cumpliendo así la sentencia de la ley. Esta significativa anécdota, que parece implicar que todos los caballeros presentes en la sala de disección eran aficionados de nuestra clase, me impresiono mucho; un día se la conté a una dama de Lancashire, quien me informé que ella había vivido en el mismo barrio que el bandolero, y que recordaba muy bien dos circunstancias, las cuales, combinadas con la opinión de todos sus vecinos, parecen atribuirle el mérito del caso Ruscombe. Una era el hecho de su ausencia durante toda una noche en el periodo del asesinato; la otra que, en el periodo inmediatamente posterior, el vecindario de ese bandolero se vio inundado de dólares: ahora bien, se sabía que Mrs. Ruscombe guardaba dos mil monedas de esa divisa. No obstante, sea quien fuere el artista, el caso sigue siendo un monumento perdurable a su genio, pues fue tal la impresión de temor reverente y de poder que dejo, con la fuerza de concepción manifestada en su asesinato, que (como me dijeron en 1810) aún no se había logrado encontrar ningún inquilino para la casa de Mrs. Ruscombe».
Pero, al entretenerme elogiando el caso ruscombiano, no supongan que paso por alto los numerosos casos de extraordinario mérito que se extienden a lo largo del siglo. Esos casos, como por ejemplo el de Miss Bland[72], o el del capitán Donnellan y Sir Theophilus[73] Boughton[74], nunca merecerán mi complacencia. ¡Abajo con esos traficantes de veneno! Digo yo: ¿acaso no pueden mantener la antigua y honesta tradición de cortar gaznates, sin introducir esas abominables innovaciones de Italia? Considero estos casos de envenenamiento, comparados con el método legítimo, Como una figura de cera al lado de una escultura, o una litografía al lado de un fino Volpato[75]. Pero, al margen de estos casos, aún quedan numerosas obras de arte excelentes en un estilo puro, del que nadie se debe avergonzar, como admitirá cualquier sincero entendido. Y observen que digo sincero, pues en estos casos hay que hacer muchas concesiones; ningún artista puede estar seguro de estar en condiciones de llevar a cabo su propia idea. Pueden surgir inconvenientes de lo mas peregrino; habrá gente que no consienta en dejarse cortar el gaznate con tranquilidad; correrán, patearan, morderán y, mientras el retratista se queja con frecuencia del torpor de su modelo, el artista en nuestra línea generalmente se ve obstaculizado por el exceso de animación. Al mismo tiempo, aunque sea igual de desagradable para el artista, la tendencia del asesinato a excitar e irritar al sujeto es una de las ventajas para el mundo en general, y que no podemos ignorar, ya que favorece el desarrollo de talentos ocultos. Jeremy Taylor observa con admiración los tremendos saltos que son capaces de dar las personas bajo la influencia del miedo. De ello tuvimos un buen ejemplo en el reciente caso de los M’Keand[76], en el que el muchacho llego a una altura que no volverá a alcanzar en toda su Vida. El pánico que acompaña a nuestros artistas ha logrado desarrollar a veces los talentos más brillantes para dar puñetazos o para cualquier otro ejercicio gimnástico, talentos que habrían quedado enterrados o escondidos para sus poseedores, así Como para sus amigos. Recuerdo una interesante ilustración de este hecho en un caso que conocí en Alemania.
Cabalgando un día por los alrededores de Múnich, me encontré con un distinguido aficionado de nuestra sociedad, cuyo nombre no revelaré. Este caballero me informó que, estando hastiado de los fríos placeres (así los llamó él) de la mera actividad contemplativa, había decidido abandonar Inglaterra con destino al continente con el fin de practicar un poco la profesión. Para este propósito escogió Alemania, concibiendo que la policía en esa parte de Europa sería más lenta y amodorrada que en otros sitios. Su debut como profesional tuvo lugar en Mannheim[77], y sabiendo que yo era un camarada aficionado, me comunicó con toda franqueza su inaugural aventura. Frente a mi alojamiento —me dijo— vivía un panadero. Era un personaje avaricioso y vivía solo. No sé si se debió a su cara ancha como una pandereta o a cualquier otra cosa, el caso es que se me antojó, y decidí practicar con su garganta que, por cierto, siempre llevaba descubierta: una moda muy irritante para mis deseos. Observé que a las ocho de la tarde cerraba todos los días sus ventanas. Una noche que lo vi haciéndolo, me acerqué por detrás de un salto, cerré la puerta y, dirigiéndome a él con gran urbanidad, le comuniqué la naturaleza de mis propósitos; al mismo tiempo le advertí que no opusiera resistencia, lo cual sería desagradable para los dos. Después de haberle dicho esto, saqué mis herramientas y procedí a operar. Pero ante este espectáculo, el panadero, que parecía haber sido afectado por una catalepsia tras mi primer anuncio, despertó con una tremenda agitación. «¡No quiero ser asesinado! —gritó—, ¿por qué tendría que perder mi hermosa garganta?». «¿Por qué? —dije yo—; si no hay ninguna razón, pues porque ha puesto alumbre al pan. Pero no importa si ha puesto o no alumbre (pues no estaba dispuesto a comenzar una discusión al respecto), sepa que soy un virtuoso en el arte del asesinato —estoy deseoso de perfeccionarme en los detalles— y me he enamorado de la vasta superficie de su garganta, por lo que me he decidido a ser su cliente». «No me diga —dijo él—, pues yo le considero un cliente en otro sentido», y mientras decía esto adopté la posición de un boxeador. La sola idea de que boxeara me parecía absurda. Cierto, un panadero inglés se distinguió en el ring y llegó a adquirir fama bajo el titulo de Maestro de los Bollos[78], pero él era joven y estaba en buena forma física, mientras que ese hombre era un monstruoso colchón de plumas en persona, de cincuenta años de edad, y totalmente fuera de forma. Pese a todo esto, al enfrentarse a mí, que soy un consumado maestro en el arte, se defendió con tal desesperación que muchas veces temí que cambiaran las tornas, y que yo, un aficionado, pudiera ser asesinado por un panadero bribón. ¡Qué situación! Personas sensibles simpatizaran con mi ansiedad. Podrá comprobar lo duro que fue para mi si le digo que en los primeros trece asaltos el panadero llevé la ventaja. En el 14° asalto recibí un puñetazo en el ojo derecho que casi me lo cierra por completo; al final, creo que eso fue mi salvación, pues el enojo que creció en mi fue tan grande que tanto en ése, Como en cada uno de los tres asaltos siguientes, tumbé al panadero.
»Asalto 19°. El panadero se levantó jadeante y se le notaba tocado. Sus proezas geométricas en los últimos cuatro asaltos no le habían sentado bien. No obstante, mostró cierto estilo al parar un mensaje que le envié a su cadavérica jeta, y al enviárselo mi pie resbaló y caí en la lona.
»Asalto 20°. Al contemplar al panadero sentí vergüenza porque esa masa informe me estuviese dando tanto trabajo. Así que le acometí con fiereza y le administré un severo castigo. Se produjo un combate cuerpo a cuerpo, los dos nos vinimos al suelo, el panadero debajo, diez a tres para el aficionado.
»Asalto 21°. El panadero saltó con sorprendente agilidad; en efecto, aún tenia un buen juego de piernas y peleó magníficamente, considerando que estaba bañado en sudor, pero ya En verdad, caballeros, cuando uno escucha cosas Como ésta, se convierte, tal vez, en un deber suavizar un poco la extrema aspereza con la cual la mayoría de las personas suelen hablar del crimen. Al oír a la gente hablar, se podría suponer que ser asesinado tiene todas las desventajas e inconvenientes, y que no hay ninguna en no ser asesinado. Pero hombres prudentes no lo creen así. «Cierto —dice Jeremy Taylor—, caer víctima del filo de la espada es un mal temporal menor que morir a causa de una fuerte fiebre; y el hacha (a la cual se podría añadir el mazo del carpintero y la barra de hierro) causa menos aflicción que la estranguria». Muy cierto; el obispo habla como un hombre sabio y como un aficionado, y así es en realidad. Y otro gran filósofo, Marco Aurelio, también estaba por encima de los vulgares prejuicios sobre esta materia. Declara que «una de las mas nobles funciones de la razón consiste en saber si es el momento para irse de este mundo o no». (Libro II, traducción de Coller). Al tratarse de uno de los conocimientos más raros, no hay duda que hay que ser un carácter de lo más filantrópico para emprender la labor de instruir gratis alas personas en esta rama de la ciencia, con riesgo considerable para uno mismo. Todo esto, sin embargo, es pura especulación para futuros moralistas, y declaro mi convicción personal de que muy pocos hombres cometen asesinatos por principios filantrópicos o patrióticos, y repito lo que ya he dicho al menos una vez: que la mayoría de los asesinos suelen ser caracteres muy imperfectos.
Respecto a los asesinatos de Williams, los más sublimes y perfectos en su excelencia que se han cometido, no me permitiré abordarlos de manera superficial. Ni una conferencia entera, ni tampoco todo un curso de conferencias, podrían bastar para exponer sus méritos. Pero mencionaré un hecho curioso, conectado con este caso, porque parece implicar que el brillo de su genio cegó por completo el ojo de la justicia criminal. No dudo que todos recordaran que los instrumentos de los que se sirvió para ejecutar su primera gran obra (el asesinato de los Marr) fueron un mazo de carpintero y un cuchillo. Ahora bien, el mazo pertenecía a un anciano sueco, un tal John Petersen, y llevaba sus iniciales. Williams dejó detrás esta herramienta, en la casa de los Marr, y cayó en manos de los magistrados. Caballeros, es un hecho que la publicación de la circunstancia de las iniciales llevé de inmediato a la detención de Williams y, si se hubiera hecho antes, se habría podido prevenir su segunda gran obra (el asesinato de los Williamson), que se produjo precisamente doce días después. Pero los magistrados mantuvieron oculto al público este hecho durante esos doce días, hasta que se consumé la segunda obra. Entonces fue cuando se hizo público, creyendo que Williams ya había hecho lo suficiente por su fama y que su gloria se encontraba mucho mas allá de todo accidente.
En lo que concierne al caso de Mr. Thurtell, no sé que decir. Es natural que tenga cierta inclinación a pensar muy bien de mi predecesor en la cátedra de esta sociedad y reconozco que sus conferencias eran irreprochables. Pero, siendo sincero, pienso que su principal representación artística ha sido muy sobrestimada. Admito que al principio yo también me vi arrastrado por el entusiasmo general. En la mañana en que se dio a conocer el nombre del asesino en Londres, se reunió la asamblea mas concurrida de aficionados que he conocido desde los días de Williams; ancianos y decrépitos entendidos que ya apenas se levantaban de la cama y que repetían de una forma terca, despreciativa y quejumbrosa que «ya no quedaba nada por hacer», ahora se los veía renquear por nuestro club: raramente he presenciado tal hilaridad, tal expresión benigna de general satisfacción. En todas partes se veía a gente estrechándose las manos, felicitándose unos a otros y organizando fiestas para esa noche; y no se oía otra cosa que retos triunfantes como: «¡Bien! ¿Y qué me dice ahora?, ¿merecía o no merecía la pena? ¡Estaré satisfecho!». Pero, en medio de todo esto, recuerdo que nos quedamos en silencio al escuchar al viejo y cínico entendido L. S, ese laudator temporis acti, cojeando con su pata de palo; entro en la sala con su habitual entrecejo fruncido y, mientras avanzaba, gruñía y murmuraba por todo el camino: «No hay nada original en toda la obra. ¡Mero plagio, un plagio desde el principio hasta el final! Además, su estilo es tan duro como el de Durero y tan basto como el de Fuseli». Muchos pensaron que solo eran celos y mal genio, pero tengo que confesar que, una vez transcurrido el punto álgido del entusiasmo, encontré críticos más juiciosos que coincidían en que en el estilo de Thurtell había algo de falsetto. El hecho es que era un miembro de nuestra sociedad, lo cual, naturalmente, daba una inclinación amistosa a nuestro juicio y su persona era muy conocida por la afición, lo cual le dio una temporal popularidad entre el público londinense, que sus pretensiones no fueron capaces de justificar, pues opinionum commenta delet dies, naturae judicia confirmat. No obstante, había un diseño inconcluso de Thurtell para el asesinato de un hombre con un par de mancuernas que yo admiré mucho; era un mero esbozo, que nunca completo, pero a mi me parecía superior en todos los sentidos a su obra principal. Recuerdo que se produjo una gran decepción en algunos aficionados por el hecho de que ese esbozo hubiese quedado inconcluso, pero no puedo estar de acuerdo con ellos, pues los fragmentos y los primeros bosquejos, tan audaces, de los artistas originales, poseen con frecuencia un brillo que desaparece cuando hay que preocuparse de los detalles.
Considero que el caso de los M’Kean supera en mucho la jactanciosa representación de Thurtell, que esta sin duda por encima de todo elogio, y pienso que guarda la misma relación con las obras inmortales de Williams, como La Eneida con La Iliada.
Pero ha llegado el momento de que diga unas palabras sobre los principios del asesinato, no con la intención de reglamentar la práctica, sino el juicio: la plebe de lectores de periódicos se complace con cualquier cosa, con tal que sea sangrienta. Pero las mentes sensibles exigen algo más. En primer lugar, hablemos sobre el tipo de persona que mejor se adapta al propósito del asesino; en Segundo lugar, del escenario; en tercer lugar, del momento adecuado, así Como del resto de pequeñas circunstancias.
En lo que se refiere a la persona, supongo que es evidente que debe tratarse de un hombre bueno porque, si no lo fuera, él mismo podría estar pensando en la posibilidad del asesinato; y esos forcejeos de «diamante corta diamante», aunque agradables cuando no hay otra cosa disponible, no son lo que un crítico podría denominar con propiedad asesinatos. Puedo mencionar a algunas personas (no digo nombres) que han sido asesinadas por otras en un callejón oscuro; a esto no se le puede objetar nada, pero al profundizar en el asunto el público se ha dado cuenta de que el asesinado, en ese momento, planeaba robar a su asesino, como mínimo, y posiblemente matarlo si hubiese sido lo bastante fuerte. Donde sea éste el caso, o se piense que es el caso, hay que despedirse de todos los efectos genuinos del arte. El propósito final del asesinato, considerado como una de las Bellas Artes, es el mismo que Aristóteles asigna a la tragedia, esto es, «purificar el corazón por medio de la piedad y el terror». Ahora bien, podré haber terror, pero ¿como puede haber piedad en un tigre destrozado por otro? También es obvio que la persona elegida no debería ser un personaje público. Por ejemplo, a ningún artista juicioso se le habría ocurrido asesinar a Abraham Newland[79]. Por esta razón todo el mundo había leído tanto sobre Abraham Newland, y tan poca gente lo había visto, que se había difundido la firme creencia de que era una idea abstracta. Y recuerdo una vez, cuando se me ocurrió mencionar que había comido en una cafetería en compañía de Abraham Newland, que todo el mundo me miro enojado, Como si hubiese pretendido haber jugado al billar con Prester John, o haber tenido un asunto de honor con el Papa. Y, a propósito, el Papa seria una persona muy impropia para ser asesinada, pues posee tal ubicuidad virtual como el Padre de la Cristiandad y, como al cuco, se le oye con tanta frecuencia, pero no se le ve, que sospecho que la mayoría de la gente lo considera una idea abstracta. Pero si un personaje público esta en condiciones de invitar a cenar, «con todas las exquisiteces de temporada», el caso es muy diferente: todo el mundo comprende que no es una idea abstracta y, por tanto, no puede haber ninguna impropiedad en asesinarle, tan solo que su asesinato caerá en una tipología que aún no he tratado.
Tercero: el sujeto elegido tendrá que gozar de buena salud, pues es pura barbarie asesinar a una persona enferma, ya que, por su condición, suele mostrarse completamente incapaz de resistirlo. Siguiendo este principio, no se debe elegir a ningún sastre[80] que pase de los veinticinco años, pues a partir de esa edad es seguro que padece de dispepsia o, al menos, si se quiere cazar en ese coto, se deberá matar a dos a la vez; si los londinenses elegidos fuesen sastres, desde luego que tendrá que considerarse como un deber, según la vieja ecuación, asesinar a algún múltiplo de nueve: digamos 18, 27 ó 36[81]. Y aquí, en esta atención hacia los enfermos, se observa como un arte sutil suaviza y refina los sentimientos. El mundo en general, caballeros, es muy sanguinario, y la mayoría busca en el asesinato una copiosa efusión de sangre; el ostentoso despilfarro en este sentido los satisface. Pero el entendido ilustrado es más refinado en su gusto y el resultado de nuestro arte, Como de cualquier otro arte liberal bien cultivado, es humanizar[82] el corazón; tan cierto es esto, que:
«Ingenuas didicisse fideliter artes,
Emolit mores, nec sinit esse feros».[83]
Un amigo filósofo, muy conocido por su filantropía y su bondad, sugiere que el sujeto escogido debería tener una familia con niños pequeños que dependa enteramente de su trabajo, con el propósito de intensificar el «pathos». Y, sin duda, se trata de una precaución juiciosa. Pero yo no insistiría mucho en esta condición. Es incuestionable que el buen gusto la demandaría con rigor; no obstante, si al hombre no se le puede hacer ninguna objeción en cuestión de moral o salud, no me atrevería a imponer una restricción tan severa que pudiera tener como efecto reducir la esfera de actuación del artista.
Esto, en cuanto a la persona. En lo que se refiere al momento, al lugar y a las herramientas, tengo muchas cosas que decir, pero no tengo el tiempo necesario para ello. El buen sentido suele indicar al autor la nocturnidad y la soledad. Sin embargo, ha habido muchos casos que se han apartado de esta regla con efectos excelentes. En lo que a mi respecta, el caso de Mrs. Ruscombe es una hermosa excepción, que ya he comentado; y en lo concerniente al momento y al lugar, se da una sutil excepción en los anales de Edimburgo (año 1805), conocida por cualquier niño en esta ciudad, pero que, por motivos inexplicables, no ha encontrado entre los entendidos ingleses la fama que se merecía. El caso al que me refiero es el de un portero de uno de los bancos, que fue asesinado cuando llevaba un saco de dinero, a plena luz del día, al doblar la esquina de High Street, una de las calles más concurridas de Europa, y el asesino sigue sin ser descubierto[84].
«Sed fugit interea, fugit irreparabile tempus,
Singula dum capti circumvectamur amore».[85]
Y ahora, señores, para concluir, permítanme declinar solemnemente cualquier pretensión por mi parte de considerarme un profesional. Jamás he intentado asesinar a nadie en toda mi vida, excepto en el año 1801 a un gato, y aquello tuvo un resultado muy diferente al de mis intenciones. Mi propósito, lo admito, era el asesinato. «Semper ego auditor tantum?», me dije, «nunquamne reponam?»[86] Y bajé las escaleras en busca del gato a la una de la madrugada de una noche oscura, con el «animus», y sin duda con el aspecto feroz de un asesino. Pero cuando lo encontré, estaba ocupado saqueando la bolsa del pan y otras cosas. Eso dio un giro al asunto, pues, al ser los tiempos de escasez general, cuando incluso los cristianos se veían obligados a consumir pan de patatas, pan de arroz, y todo ese tipo de cosas, un gato que malgastaba un buen pan de trigo, de la manera en que lo estaba haciendo, era pura y llanamente traición. Al instante matar al gato se convirtió en un deber patriótico y, mientras me alzaba y esgrimía el brillante acero, me imaginé a mí mismo como Bruto, surgiendo de entre una multitud de patriotas, y lo apuñalé, yo
«pronuncié en voz alta el nombre de Tulio,
¡y grité “salve” al padre de la patria!»[87]
Desde entonces Cualquier Vago pensamiento de atentar contra la Vida de una anciana oveja o de una vetusta gallina, u otro «ganado menor», ha quedado encerrado en los secretos de mi corazón, pero para las supremas exigencias del arte confieso que me siento completamente incapaz. Mi ambición no llega tan lejos. No, caballeros, empleando las palabras de Horacio,
«… fungar vice cotis, acutum
Reddere quae ferrum valet, exsors ipsa secandi».[88]