Quiero pedirle disculpas a mi editor, Jaume Vallcorba, y agradecerle sinceramente que me haya dado la oportunidad de incluir esta nota final, teniendo en cuenta que el libro está ya en galeradas. Y si le pido disculpas a él es para no tener que pedírselas a mi conciencia, que se ha visto presa del desasosiego en las últimas horas. Me explico. Hace unos meses, al terminar de escribir este libro y cuando ya había firmado el contrato de edición, hice llegar algunos ejemplares a diversas personas, esperando que me dieran su más sincera opinión y me ayudaran a despejar ciertas dudas que aún me quedaban por resolver: envié el texto a un par de historiadores, a algunos amigos de confianza y a varias de las personas que había conocido durante mi trabajo de campo en Vera de Bidasoa, en París o en Baracaldo, incluidos los «sabuesos del geriátrico». Muchos fueron los que respondieron amablemente a mi llamada, dándome su opinión o señalándome determinados errores geográficos o históricos. Lo que no esperaba es que aquellos ejemplares fueran a pasar de mano en mano hasta llegar a la persona que ha desasosegado mi conciencia.
La semana pasada recibí un correo electrónico de alguien a quien no conozco y que decía haber leído el borrador de mi novela. Aseguraba saber de primera mano la historia de lo ocurrido en Vera y, aunque en líneas generales estaba de acuerdo con mi relato de los hechos, no entendía cómo yo había podido dar crédito a la versión oficial del suicidio de Pablo Martín Sánchez. Lo primero que pensé fue que se trataba de una broma o del delirio de alguien obsesionado con tergiversar la Historia. Pero no pude evitar que un asomo de duda se colara en mis pensamientos. Y como siempre es mejor agitarse en la duda que descansar en el error, intenté ponerme en contacto con el responsable de aquel delirio, pero fue en vano: no ha respondido a ninguno de mis mensajes. Así que, como el tiempo juega en mi contra (pues la publicación del libro resulta ya inminente), he decidido incluir esta adenda antes de que sea demasiado tarde. Y no porque me parezca necesario airear mis desvelos de última hora, sino porque considero que es mi deber reproducir aquí las palabras de aquel correo, aunque sólo sea para no escatimar al lector el derecho a conocer otra posible versión de esta historia, por peregrina o fantasiosa que pueda parecer. Éstas son, textualmente, las frases que han desordenado mis ideas:
Olvida todo lo que hayas podido leer sobre la última noche que pasaron los presos en la cárcel de Pamplona. No te creas nada: es una sarta de mentiras, una reproducción patética de la versión oficial que las autoridades dieron de los hechos. Todo fue tergiversado y maquinado para que la hipótesis del suicidio de Pablo Martín Sánchez fuera creíble. Yo no sé qué ocurrió realmente, pero de lo que estoy seguro es de que Pablo no se suicidó, por mucho que todos se empeñen en afirmar lo contrario. No me dirás que no has visto la cantidad de incongruencias que se desprenden de tu propio relato de los hechos. ¿De verdad crees que un condenado a muerte, custodiado debidamente, puede escaparse de sus vigilantes, entrar en un despacho, abrir una ventana y lanzarse desde allí al vacío sin que nadie lo detenga? ¿De verdad te crees esa patraña de que Pablo Martín iba el último, cerrando la comitiva, y que empezó a correr cuando ya no había casi testigos, flanqueado sólo por un capellán y dos hermanos de la Paz? ¿Y por qué, a ver, durante la última noche mantiene siempre la cabeza gacha, no habla apenas con nadie y se tapa la cara con una gorra y el cuerpo con una manta? ¿No te parece sospechoso que el forense Eduardo Martínez de Ubago fuera sustituido la noche antes de los hechos por el médico Joaquín Echarte, por presunta enfermedad del primero? ¿Y no te extraña que Leandro, el argentino, no vuelva a aparecer entre los encausados, que la última vez que sepamos algo de él sea cuando va a visitar a Pablo la noche antes de la ejecución? ¿Y no te extraña más aún que Pablo quisiera despedirse de él y de Julián Fernández Revert, poniéndolos en peligro al revelar que estaban juntos en el momento del tiroteo? ¿No te resulta sospechoso que montaran dos patíbulos, siendo tres los condenados? ¿No te parece muy raro que tardaran sólo tres minutos en dictaminar el suicidio y seguir adelante con la comitiva? ¿Y qué necesidad había de hacerle la autopsia a Pablo si se supone que todo el mundo había visto lo ocurrido? Y, en caso de que efectivamente se la hubieran hecho: ¿no te parece extraño que nadie se hiciera eco de que las vísceras del suicida estaban cambiadas de lado por culpa del situs inversus? Y, además, ¿desde cuándo se necesitan dos días para hacer una autopsia? ¿Y por qué crees tú que Pío Baroja se hace eco del rumor de que no era Pablo Martín Sánchez el que fue enterrado en su tumba? ¿Y qué me dices de la tremenda censura a que se vieron sometidos los periódicos españoles durante los días siguientes a los trágicos sucesos? Por desgracia, yo no tengo las respuestas a todas estas preguntas, pero lo que sí tengo es el convencimiento de que Pablo no se suicidó en la Prisión Provincial de Pamplona. Y, si no, déjame que te haga una última pregunta: ¿nunca te has parado a pensar quién sería aquel Duende de la Cárcel que escribió el opúsculo editado por La Fraternelle en abril de 1925?
Se entenderá mejor ahora el motivo de mi desasosiego. ¿Y si fuera cierto lo que dice el correo, por descabellado que parezca? ¿No debería plantearme detener la publicación del libro, rastrear la nueva pista y, en caso de ser cierta, reescribir el verdadero final de esta historia? Claro que menudo ridículo si resulta ser tan sólo la fantasía de un lunático, el quimérico delirio de un loco o de un visionario. Pero entonces, ¿por qué Pío Baroja se hizo eco de los rumores que afirmaban que Pablo no se suicidó? ¿Por qué incluyó en las últimas páginas de La familia de Errotacho las declaraciones de un tal Manish que aseguraba que el suicida no era Pablo Martín Sánchez, sino otro que «había ido a la tumba con un nombre que no era el suyo»? Además, por si fuera poco, hoy he vuelto a escribir mi nombre en Google después de mucho tiempo sin hacerlo y me he topado con un nuevo diccionario anarquista, publicado por la Asociación Isaac Puente, que en la entrada correspondiente a Pablo Martín Sánchez dice: «Detenido por su intervención en los sucesos de Vera de Bidasoa, fue condenado a muerte y se suicidó camino del patíbulo. Algunos afirman que murió muchos años más tarde en Lavelanet».
Pero no, me digo, no puedo dejarme llevar por infundadas habladurías, ni por el íntimo deseo de que mi tocayo hubiera corrido mejor suerte: quién sabe si, en el fondo, no estaré alimentando estos rumores porque me permiten fantasear con un destino distinto para el anarquista que se llamaba como yo. No, definitivamente no, me digo, y me tranquilizo por haber podido escribir una adenda final que haga las paces con mi conciencia, confesando estas vagas inquietudes de última hora y cubriéndome las espaldas por si viniera alguien a decirme que ha oído por ahí, que se dice por allá, que comentan acullá que no fue Pablo el que se suicidó…
Ahora, mientras acabo de redactar apresuradamente esta nota, no puedo evitar la tentación de mirar una y otra vez la vieja fotografía que me dejó Teresa a modo de despedida, ésa en la que aparece Pablo abrazado a una mujer y a una adolescente junto a un camión de reparto que anuncia el queso de La vache qui rit. Y pienso entonces que la mujer bien podría ser Ángela, y la joven su hija Paula, y luego vuelvo a pensar en el correo que recibí la semana pasada y de repente me asalta una nueva duda y vuelvo a consultar unos archivos olvidados y me pregunto con el susto en el cuerpo que cómo es posible que aparezca Pablo en la fotografía junto a un cartel de La vache qui rit, si el logo diseñado por el dibujante Benjamin Rabier no empezó a utilizarse como reclamo publicitario hasta 1925. Y entonces el desasosiego vuelve a apoderarse de mí y termino a toda prisa esta nota para enviársela cuanto antes a mi editor, no vaya a arrepentirme en el último instante de haber escrito esta historia y de hacer lo que ya estoy haciendo irremediablemente sin quererlo.
Barcelona, a 6 de octubre de 2012.