Qué gran idea tuvo el inventor del epílogo, ese puerto al que llegan al fin los barcos y pueden hacer balance de la travesía. Es el momento de amarrar las cuerdas y atar los cabos sueltos y pedir disculpas a los pasajeros por las turbulencias del viaje. Y así ha llegado el momento, querido lector, de que respires hondamente y recojas tus maletas y te dispongas a cruzar la pasarela para volver a tierra firme. Sólo espero que no me reproches el abrupto y trágico final de esta aventura, pues qué otra cosa podía hacer yo, sino ser fiel a la verdad, por muy ingrata que sea. A mí también me habría gustado más un destino menos cruel para mi homónimo anarquista y sus desdichados compañeros de viaje, pero la Historia no es un menú a la carta en el que cada cual elige el postre que se le antoja. Es cierto, eso sí, que lamento no haber podido oír por boca de Teresa su propia versión del dramático desenlace y que no puedo evitar pensar a qué se referiría la entrañable anciana con aquello de la «sorpresita» final que me tenía reservada. Quién sabe si no hubiese dado una vuelta de tuerca a todo este asunto. Pero párame los pies, lector, y no me dejes seguir construyendo castillos en el aire. Que ya va siendo hora de que aproveche este último suspiro, mientras los estibadores terminan de amarrar el barco, para contarte algunos detalles que tal vez quieras saber antes de pisar suelo firme y perderte para siempre tierra adentro.
Tras el asesinato legal en la Prisión Provincial de Pamplona, como lo llamaron algunos, los cuerpos sin vida de Julián Santillán y de Enrique Gil Galar fueron llevados directamente al cementerio, en un coche mortuorio flanqueado por numerosos guardias civiles y un buen puñado de curiosos. Sin embargo, el cuerpo de Pablo, según indican fuentes oficiales, no salió de la prisión hasta el día siguiente. Al parecer, permaneció en la sala del hospital hasta que el médico forense, don Joaquín Echarte, procedió a practicarle la autopsia la tarde del domingo, 7 de diciembre de 1924. Poco después, un coche fúnebre custodiado por varias parejas de guardias civiles a caballo salía de la cárcel, transportando un ataúd de pino sin pintar adornado con una cruz de papel de plata. Durante todo el fin de semana, en señal de duelo, se suspendieron los partidos de pelota en el frontón de la capital navarra.
Las críticas por parte de los sectores más izquierdistas de la sociedad española no tardaron en arreciar, aunque fuera desde el exilio. Le Quotidien, por ejemplo, ofrecía este titular en su edición del 7 de diciembre: «Alfonso XIII y el Directorio cometen un triple asesinato», y culminaba el artículo con una profecía: «El mundo civilizado no podrá olvidar jamás este crimen». Al día siguiente, varios diarios franceses reproducían la carta que don Miguel de Unamuno, don Vicente Blasco Ibáñez y don José Ortega y Gasset dirigían al marqués de Magaz, a la sazón presidente interino del Gobierno, dado que Primo de Rivera se encontraba en Marruecos espoleando a sus tropas. La carta era contundente y no dejaba dudas sobre la postura antidictatorial de los tres intelectuales, aunque se desmarcaran de la participación directa en la intentona revolucionaria de Vera de Bidasoa. Decía así:
Protestamos en nuestro nombre, y en el de numerosos españoles que, por no disfrutar de libertad, no pueden hacerlo, del cruel atropello de la justicia que acaba de cometer el Directorio, haciendo ejecutar a los procesados por los sucesos de Vera. Las declaraciones que constan en autos no les fueron leídas a los procesados para que expresasen su conformidad; los detenidos no lo fueron in fraganti, sino bastantes horas después del hecho; no fueron tampoco sometidos al reconocimiento de testigos en rueda de presos. El fiscal mismo del Consejo Supremo, al formular su acusación, comprendiendo que se fundaba en una prueba arbitraria, hace constar su deficiencia y acusa como en un juicio medieval, por convicción moral; esta misma autoridad judicial atenúa el terrible ritualismo a que le impulsa su función y al pedir la pena de muerte manifiesta que en tal caso procede la aplicación del indulto. Finalmente, el defensor, en un clarísimo informe que lleva la convicción al ánimo más suspicaz y apasionado, termina diciendo: «Os juro en mi conciencia honrada, después de haber meditado mucho sobre cuanto figura en los folios de este proceso, que no encuentro pruebas, no ya suficientes, pero ni indiciarias para que tres hombres sufran la más irreparable de las penas». Al Directorio le convenía hacer creer en una organización revolucionaria y es inventada la absurda fábula, a la que el más cretino no puede otorgar fe, de un complot comunista, impulsado por elementos republicanos y con la finalidad de dar el poder a un monárquico, el conde de Romanones. Para vestir esta farsa, no se ha dudado en lanzar nuestros nombres, ni lo que es más grave, en teñirla con la sangre de tres inocentes. Por nuestra parte, consideramos legítimo cuanto se haga para derrocar una dictadura que nos envilece y nos degrada ante el mundo, y cuando creamos contar con medios adecuados para tal fin ocuparemos sin alardes, pero sin titubeos, nuestro puesto. Pero éste será el que nos señale nuestro deber, no el que intente discernirnos la fe desleal de unos adversarios sin normas de justicia ni aun de delicado respeto a la honra ajena. Ahora cumplimos con la obligación del momento, protestando con la máxima energía de la muerte de unos inocentes; lo expuesto nos autoriza a calificarla de asesinato. Con la petición de indulto del fiscal cae íntegramente su sangre sobre el extraño Gobierno que oprime hoy a nuestro país. Protestamos asimismo de que con tales actos se labre el descrédito de España ante la civilización, y suplicamos que no se juzgue a nuestra patria por lo que es obra de una minoría que la tiraniza, la menos preparada, la menos apta de cuantas pudieran regirla. España demanda el regularse, como todos los pueblos modernos, por la sincera y espontánea expresión de la mayoría nacional.
Firmado:
VICENTE BLASCO IBÁÑEZ,
MIGUEL DE UNAMUNO,
JOSÉ ORTEGA Y GASSET
Pocos días después, el propio Unamuno dedicaba a Pablo, a Enrique y a Julián el soneto XCVIII de lo que acabaría siendo su libro De Fuerteventura a París, acompañándolo de una glosa en la que criticaba con dureza a Alfonso XIII y a toda su cohorte de estúpidos estupidizados, como acostumbraba a llamarlos. Éstos fueron los versos que les regaló póstumamente:
La gana, la real gana, es cosa vana
y va a dar a la nada su sendero,
pero el entendimiento para en pero…
y todo va dejándolo mañana.
«¡Hay que obrar! —grita así la gente sana—;
¡palo!, ¡palo!», mirando al matadero.
¿Qué importa que la res sea cordero
o lobo? ¡Nuestra ley todo lo allana!
A unos pobres muchachos vil garrote,
«sin efusión de sangre», ¡oh, gran clemencia!,
en Vera les han dado, sin que brote
ni un quejido del pueblo; su paciencia
espera a que el rifeño nos derrote
la dictadura vil de la demencia.
Por las mismas fechas, Blasco Ibáñez conseguía inundar España con su folleto Una nación secuestrada, sin conseguir convertirla, no obstante, en una nación liberada, como pretendía Durruti. Cientos de miles de ejemplares fueron introducidos de manera clandestina durante todo el mes de diciembre de 1924, en una operación que casi podría decirse que se llevó a cabo por tierra, mar y aire. Como los panfletos se repartieron gratuitamente, acabaron entrando en las casas de la burguesía, de la nobleza y hasta en las mismísimas iglesias. El revuelo fue de tal magnitud que las autoridades mandaron quitar todas las placas dedicadas al escritor valenciano, se le embargaron los bienes, se prohibió la venta de sus libros (algunos incluso fueron quemados en plazas públicas) y hubo quien pidió que se le retirara la nacionalidad española. A todo esto, Blasco respondió con una bravuconada desde su fortaleza de Menton: «El folleto ha sido fuego de artillería. Ahora dispararemos la ametralladora». Pero, a la hora de la verdad, enseguida se le mojó la pólvora al afamado escritor y acabó muriendo en 1928, un día antes de cumplir los sesenta y un años, completamente alejado de la política y sin llegar a ver el advenimiento de su tan anhelada República. Sin embargo, para la posteridad quedarían las premonitorias palabras del patrón Pablo Dupont, personaje de su novela La bodega, que anticiparon con clarividencia lo que acabaría ocurriendo con los rebeldes de Vera: «Un poco de susto en el primer momento, y después, ¡pum, pum, pum!, el escarmiento que les hace falta, el presidio, y hasta su poquito de garrote, para que vuelvan a ser prudentes y nos dejen quietos una temporada».
Durante los meses posteriores a la intentona revolucionaria siguieron llegando detenidos a la cárcel de Pamplona, hasta el punto de que el número de procesados en el juicio ordinario alcanzó los treinta y tres. Entre ellos figuraban Unamuno, Blasco, Ortega y Soriano, que fueron declarados rebeldes por incomparecencia. Pero la vista no empezaría a celebrarse hasta el mes de enero de 1927, por lo que muchos de los detenidos acabaron pasando más de dos años en prisión a pesar de ser inocentes. Entretanto, la imprenta La Fraternelle publicó en abril de 1925 un opúsculo titulado La tragedia de Vera: un crimen jurídico, editado por el Comité Pro-Presos y firmado con el seudónimo de El Duende de la Cárcel, que acabaría espoleando un nuevo intento revolucionario en Vera de Bidasoa el 26 de mayo de 1925, aunque de escasas consecuencias: unos veinte hombres armados intentaron cruzar la frontera entre las mugas 24 y 25, pero fueron descubiertos por los carabineros, que los recibieron a tiros e impidieron su entrada en territorio español. Algunos sostuvieron que se trataba de un plan ideado para vengar la muerte de los compañeros anarquistas; otros dijeron, sin mucho fundamento, que lo que pretendían los rebeldes era darle su merecido al alguacil don Enrique Berasáin, «el Lechuguino», que desde los hechos de noviembre había recibido varias amenazas de muerte. Pero también es probable que se tratara de un complot urdido por la policía de Martínez Anido («ese cerdo epiléptico de manos ensangrentadas», en palabras de Unamuno), como ocurriría efectivamente a finales de 1926, según denunció el valiente capitán de Carabineros Juan Cueto: un grupo de policías, comandados al parecer por Luis Fenoll Malvasía, el jefe de Seguridad del gobierno de Primo de Rivera, compraron armas en Francia, subieron con ellas al monte Larún y dispararon varios tiros al aire en plena noche; luego durmieron en una borda de ganado y a la mañana siguiente bajaron a Vera para informar de que una numerosa partida de comunistas había intentado sin éxito cruzar la frontera, dejando en su huida dos cajas llenas de pistolas (que eran precisamente las que los propios policías habían comprado y subido al monte). El objetivo de la jugada parecía obvio: mantener latente el miedo entre la sociedad española y legitimar así una dictadura en horas bajas.
Por fin, el día 10 de enero de 1927 dio comienzo el juicio ordinario contra los treinta y tres acusados de haber organizado o participado en los sangrientos sucesos de Vera. A pesar del elevado número, consignaré aquí sus nombres, siquiera para dejar constancia escrita de todos ellos. A muchos ya los conocemos, pues aparte de los cuatro eminentes intelectuales declarados en rebeldía también fueron procesados por el consejo de guerra ordinario José Antonio Vázquez Bouzas (que se había librado por los pelos del cadalso), Bonifacio Manzanedo (que no ingresó en la cárcel de las tres pes hasta marzo de 1925, una vez restablecido por completo de las dos amputaciones que le salvaron del garrote vil), Julián Fernández Revert (Julianín, que entró en la cárcel hecho un chiquillo y saldría hecho un hombretón), Casiano Veloso (el mosquetero de Villalpando cuyas declaraciones condenaron a Pablo), Anastasio Duarte (el cacereño de mirada oblicua que vendió a su patria por una inyección de cocaína), Juan José Anaya (el Douglas Fairbanks madrileño), Justo Val (el esmirriado labrador de Huesca), Tomás García (el otro aragonés que cruzó la frontera con el grupo del malogrado Abundio Riaño), Gregorio Izaguirre (el carpintero de Santurce que compartió calabozo en Vera con Vázquez Bouzas), Francisco Lluch (el desertor del regimiento de Sicilia que quiso volver a España para ver morir a su padre), Eustaquio García (el muchacho afligido que contagió sus lágrimas a Julianín), Ángel Fernández (otro de los del clan de Villalpando, el del tupé inverosímil), Gabriel Lobato Quevedo (también del clan de Villalpando), Pedro Alarco (el choricero desdentado, más conocido como Perico) o Manuel Monzón (Manolito el sordomudo). Los demás procesados en el juicio ordinario fueron: Francisco Jáuregui Tellechea (natural de Vera de Bidasoa, acusado de encubrir a los fugitivos), Manuel del Río Menéndez (natural de Órdenes, Coruña), Inocencio Clemente Ansó (natural de Santa Engracia, Huesca), Isidoro Lorente Delgado (natural de Tobillos, Guadalajara), Alejandro Díaz Gazco (natural de Getafe, Madrid), Mateo Palme Barranco (natural de Tudela, Navarra), Felipe Crespo Martínez (natural de Armañanzas, Navarra), Domingo Bocos Pernía (natural de Pampliega, Burgos), Ángel Ramos Pina (natural de Fitero, Navarra), Antonio Pingarrón Magaña (natural de Madrid), Ángel García Pellisa (natural de Monzón, Huesca) y Manuel Zulaica Caramés (natural de San Sebastián, Guipúzcoa). A todos éstos habría que añadir a José Manuel López Martínez (natural de Castril, Granada, que murió en la cárcel antes de celebrarse el juicio) y a Bienvenido Vázquez Gustiñas (cuyo caso quedó separado del rollo general de la causa por haber sido detenido cuando el proceso se hallaba ya en estado de plenario). La mayoría se encontraba en la cárcel cuando tuvo lugar el juicio, con la excepción evidente del fallecido López Martínez y de los que habían sido puestos en libertad provisional, como el joven Eustaquio García, el inefable Perico Alarco (aunque el desdentado acabaría regresando a la cárcel poco tiempo después, acusado de hurto) o el sordomudo Manolito Monzón (que también volvería a dar con sus huesos en el calabozo tras ser detenido por pedir limosna en la vía pública).
¿Y no falta nadie en esta larga lista? Sí, en efecto: falta Leandro, el gigantón argentino, el hijo de Rocafú, el que casi mata al viejo Dubois, el que se enamoró como un chiquillo de la pequeña Antoinette, la hija del sepulturero. Y si no está es sencillamente porque no aparece en ninguna lista oficial de los procesados en 1927. Se trata de uno de los grandes misterios sin resolver de esta historia: tras la ejecución, desaparece del mapa. Lo último que sabemos de él es que subió a capilla a despedirse de Pablo. A partir de entonces, los diarios de la época no vuelven a mencionar su nombre y los libros de historia guardan el más absoluto silencio.
En cualquier caso, con la ausencia de Leandro, comenzó el juicio ordinario el 10 de enero de 1927. Muchos de los procesados escogieron a don Nicolás Mocholi como responsable de su defensa y el ilustrado comandante estuvo a la altura de las expectativas, consiguiendo que el tribunal absolviera a todos los encartados del delito de agresión a fuerza armada, por falta de pruebas. Lo que no pudo evitar es que se acusara de rebelión contra la forma de gobierno a Bonifacio Manzanedo, Casiano Veloso y Manuel del Río (condenados a doce años de prisión mayor cada uno), así como a José Antonio Vázquez Bouzas, Anastasio Duarte, Julián Fernández Revert, Justo Val, Gregorio Izaguirre, Tomás García y Ángel Fernández (diez años y un día de prisión mayor). Inocencio Clemente y Gabriel Lobato fueron condenados por cómplices a dos años, cuatro meses y un día de cárcel. Al resto se les absolvió o se les declaró en rebeldía. Sin embargo, ninguno de los condenados por rebelión terminó de cumplir sus condenas: entre el 12 y el 14 de abril de 1931 fueron liberados, algunos por las masas enfervorizadas que asaltaron las cárceles tras el advenimiento de la República y otros por la amnistía decretada por el nuevo gobierno. Además, en septiembre de aquel mismo año, el Ayuntamiento de Vallejo de Mena (Burgos), localidad natal de Gil Galar, solicitó al Congreso de los Diputados que se revisara el proceso por el que su vecino había sido ajusticiado. La petición fue aceptada y se iniciaron las diligencias, pero el proceso se alargó más de lo previsto y la Guerra Civil vino a truncar la posibilidad de resarcir póstumamente a aquellos hombres. «Así quedaron estigmatizados para siempre —escribiría años después el historiador José Luis Gutiérrez Molina— los ejecutados en diciembre de 1924. No había quedado probado que hubieran sido los autores de los asesinatos, pero murieron por la necesidad que tenía la dictadura de dar un castigo ejemplar a sus adversarios». Quién sabe si algún día, ahora que parece haberse avivado el ánimo de desenterrar las sombras del pasado, alguien cometerá la magnífica locura de remontarse hasta la dictadura de Primo de Rivera y exhumar los legajos de aquel juicio disparatado. Quién sabe, en definitiva, si no estará aún por escribirse el último capítulo de esta historia.
Por su parte, los que no fueron detenidos por las autoridades españolas corrieron suertes dispares, aunque sorprende el trágico destino que les esperaba a muchos de ellos, como si la fracasada intentona que empezó a fraguarse en París les hubiese contagiado una especie de maleficio. Ya vimos cómo Anxo García, «el Maestro», terminó arrollado por un tren entre las estaciones de Urruña y San Juan de Luz, al día siguiente de los sucesos de Vera. Luego caería Recasens, alias «Bonaparte», guillotinado en el verano de 1925 tras un intento de robo en Burdeos. Le siguió poco después Teixidó, el responsable en París de la propaganda revolucionaria, el hombre del rapé y la voz rasposa, que fue tiroteado por la policía en el bar Bruselas de la calle Urgell de Barcelona, en un ajuste de cuentas que no fue ni siquiera investigado. El siguiente en caer fue Piperra, el guía de Zugarramurdi que no pudo convencer a sus tíos para que cobijaran a Pablo y Robinsón: tras pasar casi un mes refugiado en el caserío de Eltzaurdia, rehízo su vida en San Juan de Luz, donde consiguió trabajo como peón de albañil y murió sepultado en una zanja tras desplomarse el muro en el que trabajaba. Años más tarde, ya durante la Guerra Civil, serían Francisco Ascaso y Buenaventura Durruti los que morirían trágicamente, tras más de una década empeñados en cambiar el mundo: poco después de ser detenidos por la policía francesa en diciembre de 1924, consiguieron embarcarse en el puerto de El Havre rumbo a América, donde se dedicaron a robar bancos para financiar la causa libertaria. Regresaron a España durante la República y participaron en la Guerra Civil, convirtiéndose en auténticos mitos revolucionarios, a lo que contribuyó sin duda su legendaria muerte: el primero en caer fue Ascaso, a quien le alcanzó un balazo en plena frente cuando intentaba sofocar, frente al cuartel de Atarazanas de Barcelona, el alzamiento fascista de julio de 1936; Durruti moriría cuatro meses después, en el hotel Ritz de Madrid, tras haber sido alcanzado por un disparo en el corazón mientras intentaba contener el avance de las tropas nacionales.
Pero no todo fueron desgracias, algunos corrieron mejor suerte. Gregorio Jover o García Vivancos, por ejemplo, llegaron a viejos, a pesar de haber participado también en la aventura americana y en la Guerra Civil española, donde lideraron la columna Los Aguiluchos de la 28.ª División del ejército republicano. Jover, el tercero de los tres mosqueteros, acabaría muriendo en México durante la dictadura franquista, en 1964, tras haber sido secretario de la Subdelegación de la CNT en el exilio. Vivancos, el que fuera responsable de la búsqueda de armamento en la fracasada intentona revolucionaria, moriría poco antes de la llegada de la democracia a España, tras haber llevado una vida de película: finalizada la Guerra Civil, huyó a París, donde fue hecho prisionero por el ejército nazi e internado durante cuatro años en los campos de concentración de Le Vernet y de Saint-Cyprien, pero acabó siendo rescatado por la resistencia y colaborando en la liberación de Francia, donde se quedaría a vivir. La miserable posguerra le obligó a ganarse la vida pintando escenas y paisajes en pañuelos de colores que luego vendía a turistas adinerados, hasta que conoció a Picasso en 1947 y consiguió que le apadrinara. Llegó a tener un considerable éxito como pintor, empezó a exponer en galerías de renombre y sus obras fueron compradas por personalidades tan dispares como Greta Garbo o François Mitterrand. Murió finalmente en 1972, en la andaluza ciudad de Córdoba, mientras disfrutaba de unas merecidas vacaciones durante los estertores de la dictadura franquista.
Por último, Roberto Olaya, alias «Robinsón», el amigo de infancia de Pablo Martín Sánchez, anarquista místico y vegetariano con bombín, se instaló en Bélgica tras haber sido expulsado por las autoridades francesas en 1924. Nadie sabe cómo se las apañó Kropotkin, su fiel perro salchicha, para seguirle el rastro, pero lo cierto es que lo consiguió, porque con él llegó Robinsón a España tras la proclamación de la República en 1931. Uno de los primeros lugares a los que se dirigió Robinsón al llegar a España fue Baracaldo, donde pasó algunos días en casa de Julia, la hermana de Pablo, dejando prendada a la pequeña Teresa, que no olvidaría jamás las largas barbas rubicundas y las entrañables historias que contaba con voz de profeta aquel viejo amigo de su tío el anarquista. Al estallar la Guerra Civil, Robinsón se negó a coger las armas: su anarquismo filantrópico había derivado hacia un pacifismo ecuménico, por lo que acabó exiliándose a Panamá, donde moriría de fiebres tifoideas. Antes de embarcarse, sin embargo, le escribió una carta a Julia para despedirse, acompañada de una acuarela que él mismo había pintado, titulada «Vera. ¿Visión sintética?». El dibujo era torpemente surrealista y mostraba una vieja imprenta a pedal (¿sería la Minerva de La Fraternelle?), de la que salía un tubo de desagüe que desembocaba en un barreño lleno de sangre, en el que se mezclaban, como anticipándose al Guernica de Picasso, un cúmulo de cabezas, manos y pies cortados. Un guardia civil y un juez vigilaban el buen funcionamiento de la máquina, mientras varios presos con las manos atadas a la espalda esperaban para ser despedazados. Completaba la escena una mujer desnuda, que miraba hacia el espectador desde una ventana del fondo de la habitación, mientras dejaba escapar un pajarillo que tenía entre las manos.
¿Y qué pasó con Ángela y su hija Paula tras la visita que le hicieron a Pablo en la prisión de Pamplona? Simplemente, desaparecieron. Desaparecieron como había desaparecido Ángela quince años antes: sin dejar rastro. El marido y padre putativo removió cielo y tierra para encontrarlas, pero no logró jamás descubrir su paradero. Tal vez huyeron al extranjero, a África, a América o a Oceanía, adonde Ángela siempre soñó viajar junto a Pablo Martín Sánchez, su compañero de la infancia, su amor eterno, su vampiro sin corazón.
Y esto es todo, querido lector: los estibadores han acabado su faena y ha llegado el momento de despedirnos. Sólo espero que el regusto amargo que nos ha dejado el trágico final de este relato perdure lo suficiente para impedir que sigamos cometiendo una y otra vez los mismos errores. Si además estas páginas sirven para rescatar del olvido a un grupo de hombres que vieron truncadas sus vidas por un anhelo de libertad, será un motivo añadido para considerar que el tiempo que he dedicado a reconstruir su historia no ha caído en saco roto. Y si dentro de ochenta o noventa años, en algún lugar de este inmenso mundo que no para de llenarse de seres humanos, otro Pablo Martín Sánchez se topa con la historia de un anarquista que se llamaba como él, siempre podrá echar mano de este libro escrito por un tocayo suyo, que tal vez consiga orientarle en la tarea de adueñarse de un recuerdo tal y como relumbra en el instante de un peligro. Aunque a decir verdad, paciente lector, yo me daré por satisfecho si he logrado traerte hasta la última página y has disfrutado del paseo, pues escribir no es sino salir a dar una vuelta con alguien al que aún no se conoce. Porque si de algo me alegro, en el fondo, es de haber podido compartir esta historia contigo, la historia de un anarquista que se llamaba como yo, la historia de Pablo Martín Sánchez, una historia que espero haya valido la pena ser contada.