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ALGUNOS de aquellos hombres, sin duda por librarse del castigo, invocaron mi nombre y hasta dijeron ser yo autor de unas proclamas dirigidas a los soldados españoles y de organizar en París trabajos revolucionarios. Esto era cierto, mas no que tuviera que ver con los de Vera. El fiscal de este proceso pidió para mí no sé cuántos años de presidio e ignoro si la pena de muerte. Blasco Ibáñez dijo que aquellos hombres, engañados, eran unos bandidos. Indignóme esto y tomé su defensa. Sabiendo que debían ser ejecutados, escribí una carta al embajador de España diciendo ser yo único responsable de lo sucedido en Vera, aun cuando no fuese cierto, y pidiendo ser oído por el Consejo Supremo de Guerra, antes de ser ejecutados. Me ofrecía a ir a Madrid y jugármelo todo. Esta carta fue entregada al embajador. Esperé en vano su respuesta.

RODRIGO SORIANO, España bajo el sable

Uno espera que los gallos canten al amanecer, pero en esta fría mañana del 6 de diciembre de 1924 parecen haberse quedado todos mudos o dormidos o transidos por el dolor del pueblo navarro, que va a ver cómo en su tierra se derrama la sangre de tres infelices. Incluso el sol parece haberse sumado también a la desazón reinante y se hace el remolón, como queriendo retardar su despunte tras las montañas y las nubes bajas, dejando a la penumbra el honor de despertar a los verdugos. Alrededor de la cárcel, sumidos en un silencio macabro, los curiosos más madrugadores o mezquinos merodean como aves carroñeras que olieran la carne camino del matadero. En el interior, un hálito trágico se extiende entre los funcionarios, los guardias, los sacerdotes, los hermanos de la Paz y todos aquellos que van a formar parte del espeluznante cortejo. A las seis horas y veinticinco minutos, el juez Bartolomé Clarés comunica a los reos la orden de que vayan preparándose para la ceremonia.

La ejecución va a tener lugar fuera del recinto de la cárcel, en la llamada Vuelta del Castillo, situada junto al foso del ala norte de la prisión, justo donde comienza el camino de ronda: así toda Pamplona podrá presenciar en directo el magnífico espectáculo. Anoche los carpinteros construyeron una plataforma de madera con dos aparatos de ejecución, por lo que alguno de ellos va a tener que utilizarse doblemente. Los verdugos, tras un frugal desayuno, se han acercado hasta el lugar con caras somnolientas, escuchando cómo gruñen los cerdos del matadero contiguo, en un grotesco juego de espejos del destino. Son los mismos (los verdugos, no los cerdos) que hace apenas un mes se encargaron de agarrotar a Josep Llàcer y Juan Montejo en la cárcel Modelo de Barcelona. El de Madrid es alto y desgarbado, cetrino y de expresión adusta, como queriendo hacer justicia a la imagen que uno tiene del oficio de sayón. El de Burgos, en cambio, es bajito, entrado en carnes, coloradote y campechano, y asegura que en su larga trayectoria como verdugo ha ejecutado ya a cincuenta y una personas.

—Con mi sistema no se pellizca la piel ni se derrama una gota de sangre —le dice orgullosamente a su compañero de faena, mientras saca de un estuche varias piezas de acero bruñidas y las va ajustando al poste.

El de Madrid no dice nada y procede a encajar sus instrumentos de ejecución en el otro aparato, mientras empiezan a congregarse los curiosos.

—Va como la seda —dice satisfecho el de Burgos, tras engrasar su torniquete y hacerlo funcionar dándole vueltas a la manivela. Y se limpia las manos en las perneras del pantalón, dispuesto a esperar la llegada del cortejo.

Mientras tanto, en la capilla, los tres reos se preparan para protagonizar su último desfile. Puestos en pie y esposados, aguardan gravemente la llegada del director de la cárcel y del juez instructor especial, que han de encabezar la comitiva. Un piquete de soldados hace guardia en el pasillo, con fusil y bayoneta. A las seis horas y cincuenta y cinco minutos aparece don Daniel Gómez Estrada, recién afeitado, para organizar el cortejo. Tres minutos después, con un gesto inequívoco del bastón —pues su garganta es incapaz de emitir sonido alguno—, ordena que se ponga en marcha la comitiva. El silencio es absoluto y sólo el ruido de pisadas en el corredor de la primera galería permite asegurar que no se han quedado todos sordos. En cabeza va un piquete de soldados; tras ellos, avanzan con paso fúnebre el director de la cárcel, el juez instructor, el médico forense y las autoridades civiles y militares, así como los tres vecinos que han sido elegidos oficialmente para ser testigos de la ejecución; después, a dos o tres metros de distancia, Gil Galar, más traslúcido que nunca y con la mirada perdida, camina sustentado por dos hermanos de la Paz y por el capellán Alejandro Maisterrena; le sigue Julián Santillán, con un aplomo digno de encomio, flanqueado por los dos hermanos de rigor y por el párroco Marcelo Celayeta; en tercer lugar, Pablo arrastra los pies sujetado por otros dos hermanos de la Paz, bajo la atenta mirada del canónigo don Alejo Eleta; cierra por último la comitiva un nuevo piquete de soldados. Al llegar al final de la primera galería, el grupo tuerce a la derecha y enfila un pasillo al que los presos comunes no tienen acceso, pues está destinado a oficinas y despachos.

—Soltadme —les dice entonces Pablo a los hermanos de la Paz—, que tengo fuerzas suficientes para caminar solo.

Los dos santos varones acceden a su deseo y poco después la comitiva se detiene ante una pequeña puerta que hay al fondo del corredor: franqueándola, una pasarela atraviesa el foso del ala norte y desemboca en unas escaleras que llevan al camino de ronda, donde se ha erigido el patíbulo. El primer piquete de soldados cruza la puerta y recorre la pasarela, seguido por las autoridades y los testigos; luego hacen lo propio Gil Galar y Julián Santillán, acompañados de sus respectivos hermanos y párrocos. Y entonces, cuando le toca el turno a Pablo, sucede algo inesperado que sorprende a los pocos que aún no han cruzado la puerta: con un gesto brusco y repentino se deshace de los hermanos que lo acompañan, le da un fuerte empujón al soldado que tiene detrás y entra atropelladamente en uno de los despachos. Con dos zancadas se planta frente a la primera ventana que encuentra, la abre y se tira al vacío de cabeza, como quien se lanza a una piscina o a un acantilado, con las manos esposadas por delante.

Los dos hermanos de la Paz y don Alejo Eleta se quedan paralizados, esperando el golpe seco del cuerpo al caer al suelo, mientras algunos soldados entran en el despacho dando gritos y volcándose sobre el alféizar de la ventana, con los fusiles listos para disparar. El revuelo llega hasta la cabeza del cortejo y son varios los que dan marcha atrás, entre ellos el alcaide y el juez instructor. Todos se asoman a la ventana, pero abajo, en el foso cubierto de maleza y de penumbra, no se distingue bien el cuerpo de Pablo.

—¡Bajen a ver qué ha pasado! —ordena don Daniel Gómez Estrada, haciendo gorgoritos, aunque ya son varios los soldados que están corriendo escaleras abajo.

—Vayamos nosotros también —apremia el juez instructor al doctor Echarte—. Que mucho me temo que va a tener usted trabajo.

Mientras, al otro lado de la pasarela, Gil Galar y Santillán se muestran sorprendidos e inquietos por el revuelo.

—¿Qué ha ocurrido? —pregunta el ex guardia civil al capellán Maisterrena, que vuelve del despacho santiguándose compulsivamente.

—Martín Sánchez, que se ha tirado por la ventana —dice el cura con voz afligida—. Que Dios se apiade de su alma.

—Pero, entonces, ¿ha muerto, padre? —inquiere Gil Galar, con los ojos como platos.

—No lo sé, hijo, no lo sé —responde don Alejandro volviéndose a santiguar.

—Ha hecho bien —musita Santillán para sus adentros.

No habrán pasado ni tres minutos cuando don Bartolomé Clarés los saca de dudas, al llegar acompañado por el doctor Echarte, que corrobora con nerviosos cabezazos de asentimiento las palabras del juez, como si quisiera repicar con la barbilla el tamboril de su esternón:

—El reo ha fallecido. Tiene el cráneo destrozado. Sigan adelante —ordena lacónicamente.

Y la comitiva se pone de nuevo en marcha, con mayor desolación si cabe. Un gallo canta por fin a lo lejos y su gorjeo llega apagado hasta el cortejo, como un responso improvisado. Un coro de cerdos le responde desde el matadero, completando la liturgia. Parece que lo has conseguido, Pablito, parece que te has salido con la tuya. Parece que has conseguido evitar con tu último vuelo que el vil garrote te pellizque la nuca y sirva tu muerte de infame espectáculo a esta ciudad de Pamplona y a esta España de sanchopanzas, cobarde y glotona, incapaz de ninguna idea que exista más allá de los bordes de su pesebre. Lástima que a tus compañeros no les quede ya el valor de un Don Quijote para lanzarse al vacío. Eso sí, pobre Ángela, Pablo, pobre Ángela cuando se entere, ahora que te había reencontrado. Y pobre Paula, también, que en sólo un día ha ganado un padre y lo ha vuelto a perder. Aunque, como diría el obispo de Pamplona, pro optimo est minime malus: lo mejor es lo menos malo, sí, lo mejor es lo menos malo. De nada sirve, sin embargo, que nos quedemos mirando desconsolados por la ventana. Dejemos a las hermanas de la Caridad rogando al cielo por tu alma impía y sigamos al cortejo para conocer la suerte que han de correr tus dos colegas de infortunio. No vayamos a perdernos el final de esta magnífica farsa.

A las siete horas y seis minutos la procesión llega a los pies del patíbulo. Está dispuesto que Gil Galar sea el primer ejecutado, por lo que a Santillán lo llevan hasta un descampado contiguo para que no sea testigo de la muerte de su compañero. Incapaz de mantenerse en pie y ayudado por dos hermanos de la Paz, Enrique sube los peldaños que llevan hasta el cadalso, con los ojos desorbitados en un rostro descompuesto. Una vez sentado sobre el banco de madera, el regordete verdugo de Burgos le ajusta el corbatín al cuello, mientras un guardián sube a quitarle las esposas y don Alejandro Maisterrena reza encomendando a Dios el alma del desdichado. La mayoría de los asistentes responde a la letanía postrándose de rodillas en el suelo. Con una robusta cuerda, los verdugos atan de pies y manos al reo, sujetándolo firmemente al poste y cubriéndole la cabeza con un paño negro.

—No me tapéis la cara —solloza Gil Galar—, que soy un mártir.

Pero el verdugo de Madrid no atiende a razones, recordando quizá el escupitajo que recibió hace poco en la cárcel Modelo de Barcelona, mientras su compañero empieza ya a girar la manivela y el ajusticiado repite una y otra vez, bajo la improvisada máscara mortuoria, «Jesús mío, ten compasión de mí. Madre mía, perdóname». El ruido de las vértebras al romperse queda amortiguado por los gritos de Gil Galar, que se retuerce como una sanguijuela sobre el banco. Las terribles sacudidas y contracciones se prolongan durante varios minutos, hasta que por fin el cuerpo queda inerte a las siete horas y veintiún minutos. El verdugo de Burgos hace girar la manivela en sentido contrario y suelta el corbatín que sujeta la cabeza del difunto, al que dos hermanos retiran rápidamente y meten en un ataúd de pino sin pintar que hay detrás del escenario. El sayón burgalés limpia el artilugio con una bayeta amarilla, mientras discute con su homólogo madrileño cuál de los dos aparatos van a utilizar para el siguiente condenado.

—Si quiere volvemos a usar éste, que va como la seda —propone el burgalés—. Y así no ensuciamos el suyo de usted.

Es entonces cuando aparece corriendo un funcionario de la cárcel agitando en su mano un telegrama. Más de uno cree que es el indulto, que llega con fatídico retraso, incluido don Daniel Gómez Estrada, que exhala un ridículo suspiro de alivio al leer su contenido:

—Es de la madre de Gil Galar —informa; y ante la expectación reinante, lee—: «Perdida toda esperanza, ruega hijo mío a la Virgen del Carmen, como nosotros lo estamos haciendo. Abrazos por última vez. Tu madre y hermanos».

Pero Enrique ya no tiene oídos para escuchar los ruegos de su venerable madre. Al contrario que el ex guardia civil Santillán, que oye la lectura del telegrama mientras sube las escaleras del patíbulo, con paso firme y seguro, mirando serenamente a la gente que le rodea.

—¿Puedo decir unas palabras de agradecimiento? —pide permiso al juez Clarés mientras se deja quitar las esposas y los verdugos lo amarran al poste.

—Hable usted —le concede don Bartolomé.

—Quisiera agradecer con toda mi alma al pueblo navarro las gestiones realizadas para conseguir nuestro indulto. Y quiero que sepa que muero, que morimos, víctimas de la tiranía… ¡Porque aquí no ha triunfado la justicia, sino la tiranía!

—¿Algo más? —pregunta el juez, visiblemente incómodo.

—Sí —dice buscando a alguien entre los presentes—, quisiera dar las gracias también a nuestro defensor, don Nicolás Mocholi, que ha hecho todo cuanto ha podido por nosotros. —Y al no verlo entre el público, termina—: Bueno, pues se lo dicen de mi parte. Ah, una última cosa: les agradecería que me pusieran sobre el corazón, en el ataúd, el retrato de los míos que llevo en el bolsillo de la camisa.

Un emotivo silencio se extiende entre los asistentes.

—Y tú —le suelta con desprecio al verdugo de Burgos—, procura no hacerme sufrir.

—No, hombre, si no es nada —responde cínicamente el burgalés, disponiéndose a taparle la cabeza con el paño negro.

—No, no me tapes la cara —se queja enérgicamente Santillán—. ¿Para qué? Que el pueblo navarro vea de lo que sois capaces. ¡Viva la revolución! ¡Viva España libre!

Pero la última exclamación se le atraganta en el esófago, pues ya el verdugo está girando la manivela y la cara del ex guardia civil se contrae en un rictus de terror a la vista de todos los presentes, que responden con gritos de asco o volviendo la cabeza para no ver el horrendo espectáculo que la justicia de Primo de Rivera nos está brindando esta mañana. Son las siete y treinta y ocho minutos del sábado 6 de diciembre de 1924 cuando el último grito siniestro sale de la boca de Julián Santillán. Poco después, su corazón deja de latir. El verdugo regordete desenrosca la manivela y suelta el corbatín, propiciando que la cabeza del muerto se deslice sobre el poste y quede mirando al firmamento con los ojos vacíos, el rostro amoratado, la lengua fuera y la boca llena de espuma blanca, en un gesto póstumo que parece estar preguntándose quién pagará en el cielo las injusticias que los hombres cometen sobre la faz de la tierra.

—Consummatum est —dice el capellán don Alejandro Maisterrena, haciendo la señal de la cruz.

Y en el matadero contiguo varios cerdos le responden con sus últimos gruñidos, ignorantes de la suerte que les espera.