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EL origen de la pena de muerte, tal como la aplican hoy en día los Estados, es ciertamente la venganza, la venganza sin medida, tan terrible como pueda inspirarla el odio, o la venganza reglamentada por una especie de justicia sumaria, es decir, la pena del talión: Ojo por ojo, diente por diente, cabeza por cabeza.

ÉLISÉE RECLUS, citado por El Duende de la Cárcel

en La tragedia de Vera: un crimen jurídico

El Consejo Superior de Guerra y Marina tiene ocho días para dictar sentencia, pero apenas invierte tres en emitir su veredicto: el miércoles, 3 de diciembre de 1924, al caer la tarde, un capitán de la Guardia Civil abandona las dependencias de la Sala de Justicia de Madrid y toma el tren con destino a Burgos, llevando bajo el brazo un voluminoso cartapacio que debe ser entregado al capitán general de la sexta región. Pocos son los que conocen su contenido y en la cárcel de las tres pes los encartados se comen hasta las uñas de los pies, mientras esperan que se confirmen o se desmientan los rumores que traspasan los muros y desvelan las conciencias. Y lo que dicen esos rumores es que el veredicto ha sido implacable para tres de ellos y condescendiente con el cuarto. No será hasta mañana por la tarde, sin embargo, cuando la noticia sea comunicada oficialmente y se conozca el contenido íntegro de la sentencia dictada por el Consejo Superior de Guerra y Marina, que consta de catorce resultandos y de siete considerandos en un total de más de doscientos folios. Demasiada tinta, como dijo Pablo no hace mucho, para tanta palabrería y tan triste desenlace: José Antonio se ha librado por esta vez, pero que se ande con cuidado hasta el final de sus días; en cuanto a Pablo, Enrique y Julián, que se preparen para representar su última escena en ese ingrato teatro que lleva el nombre de cadalso.

La noticia la reciben los tres reos en el locutorio de abogados de la Prisión Provincial de Pamplona. Los sacan de sus celdas después de cenar, con el desabrido puré buscando acomodo en sus angustiados estómagos. En el corredor de la tercera galería, cuando comprueban que Vázquez Bouzas no está con ellos, empiezan a confirmar sus malos augurios. Y al llegar al locutorio y encontrarse a Nicolás Mocholi con los ojos enrojecidos, ya no les queda ninguna duda. A su lado, don Daniel Gómez Estrada se alisa el pelo, reluciente de brillantina.

—Pueden sentarse, si lo desean —les ofrece el pavo real que dirige el presidio, con un ademán de aflicción que sólo consigue transmitir un amaneramiento hipócrita.

Pero los tres hombres no están para sentarse y se quedan de pie mientras escuchan la voz quebrada de don Nicolás:

—No me andaré con rodeos: han sido ustedes condenados a la pena capital. Mañana se les comunicará oficialmente la sentencia y el sábado se cumplirá al rayar el alba.

Las bruscas palabras de Mocholi tienen un efecto paralizante, congelando la escena y deteniendo el tiempo durante unos segundos, hasta que Gil Galar rompe el hechizo, desmoronándose y cayendo al suelo de rodillas, atacado por convulsiones y sollozos. Pero Pablo no puede oírle, pues un miedo súbito se ha apoderado de sus sentidos y deja de escuchar lo que ocurre a su alrededor. Sólo consigue ver. Y ve cómo Gil Galar cae al suelo y cómo nadie se acerca a levantarlo. Ve cómo Mocholi mueve los labios intentando pedir calma y cómo sus manos manchadas de vitíligo hacen aspavientos arriba y abajo. Ve cómo Santillán da una patada a una silla y cómo dos guardias intentan reducirlo, bajo la desaprobadora mirada del alcaide, que da varios golpes en el suelo con el bastón. Ve desconchones en las paredes y colillas húmedas en las escupideras. Ve los trajes de los guardias y los fusiles calados y los barboquejos apretando las papadas. Ve sus propias manos y las esposas que las aprietan y sus zapatos rotos y su uniforme de presidiario. Y sólo cuando los guardias lo sacan del locutorio empieza a recuperar el oído, con el tiempo justo de oír cómo Mocholi le dice a don Daniel Gómez Estrada:

—¡No, señor, el pueblo navarro no va a permitir que se derrame en su tierra la sangre de estos pobres desgraciados!

La vehemente afirmación de don Nicolás no consigue calmar la angustia de los pobres desgraciados, pero refleja el estado de ánimo de buena parte del pueblo navarro: no en vano, desde que ayer por la tarde comenzaron a circular los rumores más pesimistas, se puso en marcha la maquinaria para pedir el indulto, con la confianza de que si hace unos meses se lo otorgaron a Pedro Mateu y a Luis Nicolau (condenados a muerte por asesinar al presidente del Gobierno, don Eduardo Dato), no hay razón para que esta vez sea denegado. La verdad es que existe un cierto malestar entre algunos sectores de la sociedad pamplonica, y aunque nadie se atreva a justificar la intentona revolucionaria, no son pocos los que verían con buenos ojos el derrocamiento de la dictadura. El espectáculo del garrote vil, además, sería el bochornoso colofón de un juicio lleno de irregularidades que, para mayor escarnio, ha terminado con el severo castigo de quienes votaron a favor de la absolución en el primer consejo de guerra sumarísimo: dos meses de arresto para los cinco vocales y un mes de sanción para el juez instructor, el comandante González de Castejón, por falta de celo en el desempeño de sus funciones. Por supuesto, ni el presidente del tribunal don Antonio Permuy, ni el vocal ponente don Manuel Espinosa, que emitieron votos particulares en contra, han sido objeto de corrección disciplinaria alguna.

Los tres presos son devueltos a sus calabozos, en medio de un silencio sepulcral, sólo interrumpido de vez en cuando por los hipidos de Gil Galar. Cuando Pablo entra en su celda, tiene la impresión de que se ha hecho más pequeña. Se tumba en la yacija y piensa en Ángela y en su hermana Julia y en su sobrina Teresa y en su piadosa madre y en su difunto padre, y siente la necesidad de ver el cielo y las estrellas y la constelación de Casiopea, con su forma de M, la eme de Martín. Y el reo de la celda 31 se levanta del camastro, se sube al evacuatorio y abre el sucio ventanuco de la celda, para comprobar que el cielo está encapotado y no es posible ver ni una sola estrella en el firmamento. Pero lo que sí puede ver es al estornino ciego, extrañamente inerte en la repisa. Lo toca con el dedo y no se mueve: parece que la muerte, antes de llamar a su puerta, ha tenido la deferencia de asomarse por la ventana.

Pablo apenas ha pegado ojo cuando suena la corneta anunciando el toque de diana. Son las siete de la mañana de su último día de vida y sobre los adoquines del patio grande repiquetean las gotas de lluvia, produciendo un ruido sordo como de fritanga que ahoga el ajetreo en que se ha visto envuelta la cárcel desde el amanecer. La guardia de la Prisión Provincial de Pamplona ha sido reforzada con cuarenta soldados del Regimiento de Infantería América, temiendo tal vez un improbable asalto de las hordas revolucionarias para liberar a los compañeros condenados, y también han venido a prestar servicio fuerzas especiales de la Guardia Civil, que custodian el edificio y las carreteras próximas, tanto a pie como a caballo. Además, se ha prohibido rigurosamente el acceso al centro penitenciario de toda persona que no tenga autorización escrita del juez instructor.

Extramuros, la actividad es tanto o más frenética que en el interior de la prisión, pues son numerosos los organismos, asociaciones y personalidades que se están movilizando para conseguir el indulto de los tres condenados. Ahí está en primera línea de fuego el alcalde de Pamplona, don Leandro Nagore y Nagore, enviando telefonemas al Directorio y a Mayordomía de Palacio, y visitando personalmente al obispo de Pamplona, al vicepresidente de la Diputación y al gobernador civil para pedirles su intercesión en favor de los reos. También están poniendo su granito de arena la Cámara de Comercio, la Asociación de la Prensa, la Sociedad Deportiva Osasuna, la Cruz Roja, la Diputación y el Ateneo, e incluso el Partido Socialista se va a sumar a última hora de la tarde a las peticiones de indulto, si bien con escaso ímpetu, porque los anarquistas no son santo de su devoción, que digamos. Pero el corazón de Alfonso XIII no se ablanda ni con telegramas como el que ha enviado el vicepresidente de la Diputación Foral de Navarra al Mayordomo de Palacio:

Ruego Vuecencia transmita a Su Majestad el Rey súplica fervorosa Diputación Navarra para que, dando prueba una vez más de sus nobilísimos sentimientos, otorgue si es posible regio perdón tres desdichados condenados muerte Consejo Supremo Guerra por vituperables sucesos Vera donde sacrificaron vidas dos guardias civiles. Con el testimonio sincera gratitud reitero a Sus Majestades inquebrantable adhesión Navarra y su Diputación. Vicepresidente Gabriel Erro.

Es hasta cierto punto lógico que el soberbio Alfonso XIII no transija ante las súplicas de un puñado de burócratas y de media docena de asociaciones plañideras; pero que tampoco consigan ablandarle los ruegos de la Santa Iglesia, tan proclive como ha sido siempre el rey a atender las voluntades del clero, es algo que ni el propio obispo de Pamplona acaba de entender. Aunque así de caprichoso es el hijo de María Cristina y al prelado no va a quedarle más remedio que conformarse con ordenar a todos los templos de Navarra que dirijan sus oraciones al cielo pidiendo el indulto para los tres desgraciados.

—Quiero que me lo agradezca la Guardia Civil —dirá el Borbón, tras asegurar que el garrote vil es más humanitario que la guillotina o el fusilamiento porque no produce efusión de sangre—. Por consideración al Benemérito Instituto me niego a conceder el indulto para los asesinos de los dos guardias.

Pero hasta que el vil garrote no empiece a pellizcar el pescuezo de los condenados siempre habrá quien se refugie en la sabiduría popular: pues bien es verdad que mientras hay vida hay esperanza.

Pablo no se mueve del jergón de la celda 31, arrebujado bajo las mantas, ni siquiera cuando le traen el recuelo matutino. En el calabozo de al lado, Gil Galar prorrumpe en una agónica letanía, interrumpida de vez en cuando por repentinos golpes contra la pared. No es improbable que a los tres condenados les esté pasando por la cabeza la misma y funesta idea, como le pasaría seguramente a cualquiera que se hallase en su situación. Pablo, en todo caso, no puede evitar pensar en el quinto que se suicidó dándose trompazos sin carrerilla contra el muro de su celda; ni en Jesús Vallejo, el compañero de Altos Hornos que lo intentó dos veces sin conseguirlo. Y una vez abierta la veda, su mente se pierde en pensamientos fúnebres, viajando hacia aquellos que sucumbieron al canto de sirena. Y piensa así en Mateo Morral, que se disparó en el corazón. Y en el padre de Leandro, don Ataúlfo Fernández, que se quitó la vida pegándose un tiro en la sien. Y en una historia que le contó Vicente Holgado cuando vivían juntos en Buenos Aires: la de un lejano país donde se obliga a los condenados a elegir entre diez cápsulas de cianuro, sabiendo que una de ellas está vacía… Pablo piensa también en la posibilidad de que vaya gente a verlo morir en el patíbulo y la sola idea le produce un escalofrío que le recorre el cuerpo entero. Se pregunta si los llevarán al esquilador antes de salir al ruedo, para que estén presentables mientras se les retuerce el cogote. Y le viene a la mente la vieja leyenda según la cual hubo un tiempo en que se indultaba al reo si la soga se rompía dos veces seguidas. Lo malo es que el garrote vil está hecho de inquebrantable acero.

De repente, se abre la puerta de la celda 31 y se oye la voz gangosa de un guardia en el corredor:

—Tienes visita, Martín. Haz el favor de acompañarnos.

—¿Quién es? —pregunta Pablo mientras los guardias le ponen las esposas.

—Tu mujer y tu hija —responde el de la voz gangosa, y Pablo está a punto de decir que debe de tratarse de un error, que él no tiene ni mujer ni hija. Pero luego piensa que quizá sea su hermana Julia, que ha venido a visitarle con la pequeña Teresa y se ha inventado aquel ardid para que las dejaran pasar.

Atraviesan el corredor de la tercera galería y suben a la primera planta del edificio central, donde está el locutorio destinado a las visitas. Es una sala alargada e inhóspita, y sólo la escasa luz que se filtra por un ventanuco permite distinguir las caras de los visitantes. Dos grandes rejas verticales dividen la estancia en tres partes: a un lado, la destinada a los presos; al otro, la reservada para las visitas; y, en medio, un pasillo en el que hace guardia un centinela, como si a través del tupido enrejado pudieran pasarse algo más que palabras desesperadas.

Pero cuando Pablo llega al locutorio, no son su hermana y su sobrina las que le están esperando:

—¿Ángela…? —dice con un hilo de voz que se le quiebra en cuanto sale de su garganta.

—¿Pablo…? —responde Ángela, y los ojos se le llenan de lágrimas.

—¿Cómo has…? —intenta preguntar Pablo, sin poder acabar la frase.

—¿Por qué no me dijiste…? —musita Ángela.

—Yo creí que… —dice él.

—Yo pensaba que tú… —dice ella.

Pero hay momentos en la vida en que sobran las palabras. Pablo y Ángela se agarran al enrejado, mirándose a través de los seis palmos de distancia que los separan, completamente confusos.

—Pablo —consigue decir Ángela al fin, volviendo la cabeza hacia la adolescente que está a su lado—, te presento…, te presento a tu hija, Pablo… Ésta es tu hija, tu hija Paula.

Y el llanto de Ángela se desata como si hubieran abierto las puertas de un embalse largo tiempo cerrado, mientras Pablo abre la boca sin conseguir articular palabra. Y con expresión alucinada mira a esa joven de quince años que es la viva imagen de su madre, en todo menos en los ojos, porque los ojos son sus ojos, son los ojos de Pablo en un rostro adolescente. Y entonces ella se levanta y mete sus finos dedos entre el enrejado y dice:

—Hola, padre.

Y Pablo, ¿qué va a decir? Pablo abre la boca y dice:

—Hola, hija…, hola, Paula.

Y entonces ella quiere saber y pregunta:

—¿Dónde has estado todo este tiempo?

Y enseguida, sin dejarle responder:

—¿Lo hiciste, padre? ¿Mataste a los guardias o no los mataste?

Pero entonces suena un timbre en la sala, el timbre que anuncia el fin de la visita. ¿Cómo?, ¿ya?, si no ha durado nada, piensa Pablo y dice:

—No, claro que no —mirando a las dos mujeres.

Y ahora es Ángela la que vuelve a hablar y le dice a Pablo antes de que se lo lleven:

—Sigues siendo igual de guapo.

Y Pablo mira a Ángela y se le saltan las lágrimas y musita:

—Si salgo de ésta…

—¿Qué? —pregunta Ángela con la voz rota.

Pero a Pablo se le hace un nudo en la garganta y ya los guardias se lo están llevando.

—… iré a buscaros —consigue decir antes de desaparecer por la puerta del locutorio.

Aunque es muy probable que Ángela no le haya oído, porque se agarra a la reja y grita repetidamente «¿Qué?», mientras su hija Paula intenta calmarla y un funcionario de prisiones se acerca para sacarlas de la sala. Lo último que Ángela puede ver de Pablo es su nuca, una nuca erizada por la conmoción o el miedo; una nuca destinada a erizarse de nuevo mañana al sentir el frío mortal del más irreversible de los garrotes.

Media hora más tarde vendrán su hermana y su sobrina a visitarle, pero les denegarán la entrada. De todos modos, casi es mejor así, porque Pablo ya no puede aguantar más emociones.

A la una menos cuarto del mediodía, poco después del toque de fajina, se presenta en la Prisión Provincial de Pamplona el juez especial, teniente coronel don Bartolomé Clarés, para leer oficialmente a los tres infortunados la sentencia. Justo a la misma hora desciende del expreso de Madrid uno de los dos verdugos que oficiarán mañana la fúnebre ceremonia y es escoltado por la Guardia Civil desde la estación hasta sus aposentos en la cárcel; el otro llegó anoche, procedente de Burgos. Los acusados escuchan las palabras del juez y no pueden evitar que les tiemble el pulso al estampar sus firmas en el pliego condenatorio. Terminada la ingrata misión, don Bartolomé Clarés abandona el centro penitenciario, mientras Pablo, Julián y Enrique son conducidos a tres pequeñas celdas situadas en la segunda planta, justo al lado de la capilla, acompañados por el cura de la prisión, don Alejando Maisterrena, y por varios hermanos de la Paz y la Caridad, con hábito y cordón en la cintura, que tienen la tarea de hacerles compañía durante sus últimas horas en este valle de lágrimas construido por Dios en apenas siete días. A la entrada de la capilla varios soldados hacen guardia con fusil y cuchillo calado.

—¡Un malvado! —grita el ex guardia civil Santillán antes de desplomarse sobre el camastro de su nueva y última celda—. Un malvado es el que me ha acusado.

La celda de Santillán es la que está más alejada de la capilla y al ex guardia civil le cuesta contener el tembleque de sus manos, a pesar de la botella de coñac que le han traído para que temple el cuerpo. En la siguiente se encuentra Gil Galar, con el rostro desencajado y mascullando frases incomprensibles. En la última celda, la que hay justo al lado del oratorio, Pablo no puede quitarse de la cabeza la imagen de Ángela y de su hija Paula tras la reja; se sienta en el suelo, con la espalda apoyada en la pared, y cubre su cuerpo con una manta parda y una gorra a cuadros que nadie sabe de dónde ha salido, pero que le permite ocultar el rostro a las miradas ajenas y concentrarse en sus pensamientos. Ahora sí que, por primera vez desde que ingresaron en prisión, el tiempo empieza a correr para los tres condenados a una velocidad de vértigo.

Poco después de las dos llega el doctor Joaquín Echarpe, encargado de la paradójica tarea de supervisar la salud de los reos, tras la baja a última hora del médico forense titular, don Eduardo Martínez de Ubago, aquejado de una inoportuna gripe. Tras él llega el bueno de Nicolás Mocholi, que no se va a separar de los reos en todo el día, y les anima a recibir los santos sacramentos, consciente de que puede ser beneficioso para la petición de indulto. Gil Galar es el primero en dejarse convencer, en un súbito y postrero ataque de fe, y pide la presencia de don Alejandro Maisterrena para expresarle los más sinceros deseos de reconciliarse con Dios. Poco después son Julián y Pablo los que sucumben a la cristiana confesión, pues hay que tener mucho desapego a la vida para no intentar a estas alturas cualquier cosa que pueda ayudar a conseguir el indulto. A las cinco de la tarde se presentan en la cárcel dos carmelitas descalzos e imponen a los reos el santo escapulario de la Virgen del Carmen, que Gil Galar no va a dejar de besar fervorosa y compungidamente hasta el último momento.

A las seis, mientras del exterior empieza a llegar amortiguado un ruido como de martillazos, los reos reciben la visita del alcalde de Pamplona, señor Nagore, que les pone al corriente de las gestiones realizadas para conseguir clemencia y les asegura que no cejará un instante en su empeño. Con él ha venido también el obispo de la diócesis, monseñor Múgica, al que Gil Galar ya conoció en el hospital de Vera, por lo que es al primero que visita:

—¿Cómo estás, Enrique? —pregunta el prelado.

—Me he reconciliado con Dios, monseñor —solloza Gil Galar lanzándose a sus pies.

—Muy bien, hijo, muy bien. Hay que ser valiente para morir cristianamente…

Y como dándose cuenta de su falta de delicadeza, añade:

—Pero yo seguiré intentando conseguir el indulto hasta el último momento, hijo mío; todavía me queda una gestión por hacer que tal vez dé buenos resultados. Nihil desperandum.

—Gracias, gracias, gracias. Y, si no, iré al cielo y veré a los ángeles… Oh, Dios mío… —Y se echa a llorar desconsoladamente cuando monseñor Múgica sale de su celda para entrar en la de Santillán, que se ha acabado la botella de coñac.

—¿Hay alguna esperanza? —le pregunta a bocajarro el ex guardia civil.

—El difunto papa está rezando por vosotros desde el cielo —es todo cuanto el obispo atina a responder, algo sorprendido por la rapidez y vehemencia de la pregunta.

—Entonces, todo está perdido, ¿verdad?

—Procure pensar en las dulzuras de la vida eterna —le sugiere, invitándole a besar una cruz que le regaló Pío X—. Y deje para nosotros la tarea de seguir intentándolo hasta el final.

Pero Santillán rechaza la invitación y se deja caer pesadamente sobre el catre, mientras el ruido de martillazos llega ahora inconfundible y nadie se atreve a preguntar qué es, no vayan a confirmarse sus sospechas.

Cuando el prelado entra en la celda de Pablo, el ex cajista de La Fraternelle se limita a levantar la vista, sin quitarse siquiera la gorra a cuadros que parece protegerle de las inclemencias de la justicia terrestre y aun de la divina.

Arratsalde on —saluda el obispo Múgica en vasco, sabedor de que Pablo es oriundo de Baracaldo.

Arratsalde on —responde Pablo también en vasco, aunque domina más bien poco el idioma.

—Mi buen amigo el párroco de Baracaldo, don Ignacio Beláustegui, me ha escrito pidiéndome que me interese por usted —le comunica el prelado, pero Pablo apenas hace un gesto de asentimiento con la cabeza al escuchar el nombre del cura que le bautizó—. Desearía poder decirle que se han despertado en usted los sentimientos cristianos que sus piadosos padres le inculcaron…

—Ya me he confesado, padre —le interrumpe Pablo.

—Muy bien, hijo, muy bien. Errare humanum est, perseverare autem diabolicum —le suelta a modo de latinajo—. Volveré después de cenar, a ver si para entonces hemos conseguido avanzar en la petición de indulto. Pero, por si acaso, váyase preparando para morir cristianamente.

Bai, jauna —le responde Pablo, y vuelve a reconcentrarse en sus pensamientos.

Al llegar la hora de la cena, ninguno de los tres condenados tiene hambre y se limitan a tomar café o ponches de leche y huevo, ese humilde manjar que la cárcel de las tres pes sólo sirve en el corredor de la muerte. La tensión se va haciendo cada vez más insoportable a medida que pasan los minutos y no llega el anhelado indulto. El teléfono suena con insistencia en el despacho de don Daniel Gómez Estrada y el timbre se cuela como en sordina hasta las celdas de los reos, renovándoles por momentos las esperanzas. Algunas hermanas de la Caridad caminan de un lado a otro llevando vasos de agua o tazas de café, y los hermanos de la Paz intentan reconfortar los ánimos de los presentes con afables palabras. A las diez y media vuelve a aparecer el obispo Múgica, tal como había prometido, y tras dirigirles algunas palabras de piadoso consuelo a los tres desgraciados, les muestra el crucifijo que le regaló Pío X:

—Bésenlo, hijos míos —les dice uno por uno a Enrique, a Julián y a Pablo—, y acompáñenme a capilla, que rezaremos juntos el santo rosario.

Y los tres hombres, más muertos que vivos, se levantan como espectros y siguen al prelado hasta el oratorio, donde atienden también el capellán de la prisión y otros sacerdotes que se han reunido aquí esta noche, como el canónigo don Alejo Eleta, doctor en Teología por la Universidad de Salamanca, o el párroco de San Lorenzo, don Marcelo Celayeta.

—Manténgalo junto a los reos hasta el último momento —se despide monseñor Múgica, entregándole a don Alejandro Maisterrena el crucifijo de Pío X.

Al salir de la capilla se cruza con el alcalde Nagore, que viene de enviar desde la propia cárcel este último y desesperado telegrama al director general de la Guardia Civil: «Nombre pueblo Pamplona ruego V. E. interceda concesión gracia indulto última pena favor reos Vera dan muestras sincero arrepentimiento». Pero a estas horas el director general ya debe de estar soñando con los angelitos, a diferencia de los tres convictos, a quienes les resulta imposible conciliar el sueño. En especial a Pablo, a quien a medianoche le traen un telegrama enviado por su madre.

—Léamelo usted, don Alejandro —le pide Pablo al capellán de la cárcel.

—¿Está usted seguro?

—Sí, sí, hágame el favor.

—Muy bien, dice así: «Hijo mío: Perdida toda esperanza humana, tu madre, consumida de pena y postrada ante la Virgen de los Dolores, implora que te dispongas a morir cristianamente como cristianamente te enseñó a vivir. No le niegues este último consuelo a tu madre. María Sánchez».

Pablo esconde la cabeza entre las piernas y estalla en un llanto seco y convulso, como hiciera en su día al salir del vientre materno. Cuando consigue recuperarse, le dice a don Alejandro:

—¿Sería usted tan amable de responderle a mi madre? Ya no tengo fuerzas ni para escribir. Dígale que muero cristianamente.

—Así lo haré —responde el capellán—. ¿Algo más, hijo mío?

—Sí, líeme un cigarrillo, haga el favor, que tengo el pulso deshecho.

Gil Galar y Santillán escriben también a sus madres, aunque el ex guardia civil aún confía en un indulto de última hora. Hacia las dos de la madrugada, el médico don Joaquín Echarte reconoce a los reos, no observándoles más alteraciones que las propias de la situación. Si acaso los encuentra un poco fríos y pide que les traigan otra manta y una copita de anís. Al poco rato, Gil Galar se queda dormido y, al dejar de escucharse sus continuos lamentos, Santillán le dice a uno de los hermanos que le acompañan:

—Ése está tranquilo y es feliz porque duerme, pero ya verá cuando despierte…

A las tres y media, Pablo parece recuperar súbitamente el ánimo y pide hablar con el juez especial don Bartolomé Clarés, que ha llegado a la prisión a medianoche, en un signo inequívoco de la improbabilidad del indulto.

—Me gustaría despedirme de los dos compañeros que me ayudaron cuando caí herido —le dice a don Bartolomé al verle entrar.

—¿Cuáles son sus nombres?

—Leandro Fernández y Julián Fernández.

—Veré lo que puedo hacer —dice el juez en tono circunspecto.

Y al cabo de media hora aparecen Leandro y Julianín con los ojos rojos, quién sabe si por las lágrimas o por el sueño.

—¡Pablo! —exclama Leandro, sin poder reprimir el impulso de darle un abrazo. Pero los guardias se lo impiden y el argentino blasfema en todas las lenguas que conoce.

—Chicos —les mira Pablo a los ojos, con los suyos también enrojecidos—, gracias por todo. Despedíos de los demás y que tengáis suerte en el juicio. Mejor suerte que yo, por lo menos. —Y ensaya un amago de sonrisa, que se queda a medio camino entre un guiño de complicidad y una mueca grotesca.

—Lo que más bronca me da —se atreve a decir el argentino— es que estos miserables te hayan condenado injustamente.

—¿Acaso habrías preferido que me hubieran condenado justamente? —replica Pablo con socrática ironía.

Pasa un ángel, dejando la pregunta suspendida en el aire.

—Hasta pronto, che —es todo cuanto le sale a Leandro a modo de despedida.

—Hasta pronto —repite Julianín, sin saber qué más decir.

—Hasta siempre —propone Pablo, antes de que se lleven a rastras a sus dos amigos. Lo último que ve es cómo Leandro intenta zafarse del agarrón de uno de los guardias y recibe en respuesta una lluvia de porrazos.

A las cuatro y media sacan de las celdas a los tres condenados y los llevan a la capilla, donde don Alejandro Maisterrena va a oficiar la primera misa. A Julián Santillán se lo ve sereno, tal vez confiando aún en un golpe de gracia final. Gil Galar no para de besar el escapulario, mientras mira fijamente la imagen del Redentor que corona el altar y reza con labios temblorosos. Pablo mantiene la cabeza gacha, cubriéndose con la manta y cobijándose bajo la gorra a cuadros. Son ya casi las cinco cuando el canónigo Alejo Eleta oficia la misa de comunión, en la que comulgan los tres títeres sin voluntad en que se han convertido Pablo, Julián y Enrique, como autómatas de feria celebrando un ritual mil veces repetido.

Tras la segunda misa, el director de la prisión de las tres pes, por indicación expresa del señor juez, se dirige a su despacho y telefonea a los gobiernos civil y militar para saber si se ha recibido la orden de indulto, pues de lo contrario van a comenzar los preparativos para la ejecución. Cuando regresa, todos pueden leer en el mohín de sus labios que el indulto ha sido denegado. Las primeras luces del amanecer entran por la vidriosa ventana de la capilla e iluminan tenuemente los rostros lívidos y sobrecogidos de los presentes, que parecen incapaces de asumir lo que ya está sucediendo.