XXIV

(1923-1924)

Pablo aprendió enseguida que Sébastien Faure era más conocido en la imprenta como monsieur Fauve, el «señor Fiera», por su carácter abrupto y destemplado. De todos modos, no iba a sufrir mucho sus espontáneos ataques de ira, pues el viejo anarquista tenía dos cosas muy claras: que Dios era un invento de los ricos para seguir sometiendo a los pobres y que los domingos están hechos para descansar (algo en lo que incluso el Señor le daba la razón). Y quien dice los domingos, dice el fin de semana entero. De modo que los viernes por la tarde abandonaba La Fraternelle y no volvía a aparecer hasta el lunes por la mañana, dejando como responsable de la imprenta a Célerin Didot, un afable cajista entrado en años que lucía con orgullo su bigotillo de nieve y su ilustre apellido.

—Una errata hiere la vista como hiere el oído una nota falsa en un concierto —fue lo primero que le dijo a Pablo, tras darle un guardapolvos de cajista. Y, para que no se le olvidase aquella máxima del mítico Firmin Didot, le hizo componer la frase, imprimirla y colgarla sobre el dintel de la puerta, evaluando así de paso su conocimiento del oficio.

Pero el mísero sueldo de cajista a tiempo parcial apenas le iba a alcanzar a Pablo para pagarse la buhardilla, por lo que no le quedó más remedio que llamar a los señores Beaumont y aceptar el trabajo de cuidador de la finca. Hasta que encuentre algo mejor en París, se dijo, sin sospechar que acabaría quedándose en Marly un año entero. Subió el primer lunes de noviembre, acordó los términos del contrato con el señor Beaumont, arregló la caseta que había junto al estanque y decidió aprovechar los días en el campo para aspirar el aire puro que escaseaba en la capital. Y también para recuperar una antigua afición que tenía completamente olvidada: la de mandar cartas a sus viejos amigos. Al primero que escribió fue a Robinsón, del que no sabía nada desde que abandonó París para instalarse en Baracaldo. Luego escribió a Vicente Holgado, esperando que después de tantos años siguiera viviendo en la calle Cayena con Luciana, la bailarina de tango. Escribió también a Graciela, la mujer de Rocafú, y a su hijo Leandro, que se habría convertido ya en todo un hombre. Escribió a Ferdinando Fernández, con el que no había vuelto a tener contacto desde que le retiraron la credencial de reportero tras el episodio de Verdún. Y escribió incluso al padre Jerónimo, que le salvó la vida en la Fuente del Lobo cuando los demás le daban por muerto… Pero de todas las cartas que mandó, sólo dos recibieron respuesta: la del padre Jerónimo y la de Graciela. El cura bejarano se alegraba de volver a tener noticias suyas y le hablaba del rumor que corría por el pueblo desde hacía varios años: que Ángela vivía en Madrid, donde se había casado y tenía una hija. A buenas horas, pensó Pablo, y no pudo evitar sentir un amago de nostalgia.

Graciela, por su parte, le daba dos noticias, una buena y otra mala. La buena era que su hijo Leandro vivía ahora en París, adonde había llegado siguiendo precisamente los pasos de Pablo (cuya última carta, escrita al principio de la Gran Guerra, llevaba el matasellos de la Ciudad de la Luz), por lo que adjuntaba su dirección y le pedía que por favor pasase a ver cómo estaba. La mala era que Vicente Holgado había muerto en Buenos Aires cuatro años atrás, durante los sangrientos sucesos de la Semana Trágica, pues también los argentinos habían tenido la suya. Con motivo de una huelga de los obreros metalúrgicos que reclamaban la jornada laboral de ocho horas, se había desencadenado un terrible enfrentamiento entre las fuerzas del orden y los trabajadores, que acabó con cientos de muertos y miles de heridos. Pero a Vicente no lo había matado la policía, a Vicente lo habían asesinado los chicos de la Liga Patriótica Argentina, un grupo de asalto nacionalista y xenófobo que venía a demostrar que el fascismo de Mussolini tenía un hermano gemelo al otro lado del Atlántico. Le descerrajaron doce tiros en el portal de su casa y murió en brazos de Luciana, la bailarina de tango, que oyó los disparos y bajó corriendo las escaleras con el tiempo justo de oírle decir «Te quiero», seguido de un agónico «Hijos de…», que Vicente dejó interrumpido sin aclarar si eran de perra, de puta o de la madre que los parió.

A los pocos días de recibir la carta de Graciela, Pablo fue a ver a Leandro, aprovechando que a primera hora de la tarde ya había terminado el trabajo en La Fraternelle. Era un domingo lluvioso y triste, de esos domingos que parecen estar hechos para los suicidas y los sepultureros. Leandro vivía en una pensión de la rue des Beaux Arts, justo enfrente del Hôtel d’Alsace, donde Oscar Wilde había muerto brindando con champaña y dejando por pagar una deuda de más de dos mil francos, tras afirmar que «en esta tierra que habitamos no existe espectáculo más lúgubre que una lluviosa tarde de domingo en París».

Pablo llamó a la puerta, pero no obtuvo respuesta. Lo intentó de nuevo y escuchó un gruñido procedente de la habitación.

—¿Leandro? —preguntó, acercando su boca a la rendija de la puerta.

—¿Quién es? —bramó una voz ronca.

—Soy Pablo, Pablo Martín, me escribió tu madre para decirme…

La puerta se abrió de golpe y a contraluz se dibujó la silueta de un gigante:

—¡Pablo! —exclamó la silueta, y se abalanzó sobre el recién llegado, estrujándolo más que abrazándolo—. Pasá, che, pasá. Qué alegría volver a verte…

El hijo de Rocafú se había convertido en un hombretón de más de dos metros, ancho y fuerte como un molino de viento. Llevaba puesta ropa de cama y tenía los pelos alborotados, como si acabara de levantarse.

—Perdoná el desorden, la noche fue larga… ¿Un matecito?

Leandro cebó la amarga yerba en un cuenco de calabaza y Pablo se quemó la lengua con el primer sorbo. Luego se pusieron al día, y resultó que el hijo de Graciela trabajaba de camarero en el Point du Jour, un bar cercano a la imprenta de Sébastien Faure.

—No me digas que estás laburando para el viejo cascarrabias —se sorprendió el argentino—. ¿Vos sabés que él y mi padre fueron amigos? Amigos postales, en realidad, porque nunca llegaron a conocerse en persona. Pero se escribían todos los meses, papá en español y Faure en francés, no me preguntes cómo lo hacían, pero se entendían. Supongo que en el fondo hablaban el mismo «idioma», el de Proudhon, el de Bakunin, el de Ferrer Guardia y el de Malatesta, que fue quien los puso en contacto. Así que cuando llegué a París me acerqué a verlo y le dije: «Monsieur Faure, soy el hijo de Ataúlfo Fernández y vengo a pedirle trabajo».

—¿Y no te dio nada en La Fraternelle?

—Sí, entré de aprendiz, pero no aguanté ni dos semanas. Yo no valgo para eso, Pablo. ¿Viste mis manos, mis dedos? ¡Si cuando quiero agarrar un tipo agarro el componedor entero!

Sobre la cabecera de la cama había una fotografía de un equipo de fútbol, enmarcada y con el cristal roto.

—¿Te acordás? —preguntó Leandro.

—Claro —respondió Pablo—. Argentinos Juniors, el equipo de los proletarios.

—Los viejos Mártires de Chicago. ¿Sabés que ahora militan en primera división? Esa foto es una reliquia, porque la camiseta ya no es roja y blanca, sino verde y blanca…

Cebaron otro mate y siguieron charlando.

—Supongo que sabés lo de Vicente —dijo Leandro.

—Sí, me he enterado por la carta de tu madre.

Se hizo un silencio incómodo.

—Yo me vine a París después de que lo mataran —habló al fin Leandro—, no aguantaba más en Argentina… Mi viejo decía siempre que un conservador es aquel que prefiere la injusticia al desorden. Y mi país está lleno de conservadores, Pablo. ¿Sabés? A mí también estuvieron a punto de matarme esos hijos de puta de la Liga Patriótica. Mirá —dijo levantándose la camisa y mostrando una cicatriz de bala—: Me fui de allá con esto en el lomo, pero hay dos que no olvidarán mi cara…, si es que aún pueden recordar algo. ¿Sabés lo que les hice?

Pablo enarcó las cejas.

—Los agarré por el cuello y entrechoqué sus cabezas, con tanta fuerza que los cráneos se abrieron como sandías maduras. Me dejaron hecha un asco la camisa…

Durante un rato sólo se escuchó el siseo de la bombilla al sorber el mate. Cuando dieron las siete en una iglesia cercana, Pablo se levantó para marcharse.

—Esperá —le detuvo Leandro—. ¿Vos tenés bicicleta?

—No —dijo Pablo, poniéndose el gabán. Afuera había dejado de llover.

—Entonces tengo un regalo para vos —dijo Leandro con sonrisa de gigante. Y empezó a apartar trastos de un rincón, hasta que apareció un manillar, luego un sillín y por fin la bicicleta entera.

Voilà! —exclamó con júbilo—. Aunque la veas vieja, no es una bici cualquiera, es una Clément Luxe del año 96, una verdadera reliquia. Así que trátala con mimo, como si fuera una abuelita. Además, el chatarrero que me la vendió me dijo que había pertenecido a un escritor o a un pintor de esos bohemios que fue bastante famoso…

—Pero ¿tú no la vas a necesitar, Leandro?

—¿Yo? ¿Qué querés, que la destroce? El día que la probé casi me mato. En el fondo la compré porque me daba pena el chatarrero…

Pablo y Leandro se abrazaron, o más bien fue Leandro el que abrazó a Pablo y Pablo el que se dejó abrazar por aquel gigante de corazón tan blando.

—Pasate por el Point du Jour cuando quieras: laburo todos los días menos el domingo, porque le dije al dueño que mi religión no me lo permitía, que si no… ¡Vas a ver cuando se entere de que soy más ateo que Galileo! Está en la rue de Belleville, a la altura de la place des Fêtes.

—Allí nos veremos los tres, Leandro, no lo dudes.

—¿Los tres?

—Sí, claro: tú, yo y… Clément —dijo Pablo sonriendo y acariciando el sillín de la Clément Luxe.

Y salió de allí con una vieja bicicleta y un amigo nuevo.

Los meses fueron cayendo con la flemática precisión de un reloj suizo. En España, el Directorio militar se iba consolidando y la posibilidad de volver a casa se le antojaba a Pablo cada vez más remota. Por el contrario, en Francia eran las izquierdas las que tomaban el poder y el nuevo Cartel des Gauches hacía la vista gorda ante los grupos de exiliados españoles, cada vez más numerosos, que celebraban mítines de protesta contra la dictadura de Primo de Rivera. De todo ello daba buena cuenta el semanario Ex-ilio, de cuya edición se encargaba ya sólo Pablo, desde que el viejo Célerin Didot había tenido que jubilarse tras sufrir una embolia y quedarse con medio cuerpo paralizado. La tirada era modesta, pero llegaría a alcanzar los dos mil ejemplares durante las Olimpiadas, pues muchos obreros españoles habían trabajado en la construcción del flamante estadio de Colombes o de la piscina de Tourelles, y seguían con pasión los resultados de sus compatriotas en las pruebas de atletismo, tenis, natación, fútbol o boxeo. Y cuando los Juegos Olímpicos llegaron a su fin (sin una mísera medalla en el casillero del ejército deportivo español, como lo llamó algún periodista), fue el primer aniversario del golpe de Estado de Primo de Rivera el que vino a rellenar las cuatro páginas semanales de Ex-ilio.

Para entonces, París se había convertido en un hervidero de anarquistas, comunistas, republicanos y catalanistas que conspiraban a la luz del día con el descaro y la resolución de quien cree que tiene la justicia de su lado. Comenzó septiembre y La Fraternelle se vio invadida por grupos, asociaciones, colectivos y peñas de españoles que pretendían editar panfletos, octavillas, hojas volantes o carteles en los que anunciaban mítines, charlas, coloquios o espectáculos teatrales para protestar contra la situación que estaba viviendo España y conmemorar que iba a cumplirse un año del alzamiento militar.

—Si esto sigue así, voy a necesitar a alguien que me ayude en la imprenta —le dijo Pablo a Sébastien Faure, viendo que se le acumulaba el trabajo.

Y aunque la Fiera gruñó y blasfemó y se tiró de las puntas de los bigotes, al día siguiente le mandaba a un joven imberbe llamado Julianín, hijo de emigrantes alaveses, para que le enseñara el oficio. Hizo bien, pues el trabajo no disminuyó tras el 13 de septiembre, sino que los actos de conmemoración se alargaron varias semanas, como si la fecha señalada hubiera sido tan sólo la excusa para espolear a los exiliados y el pistoletazo de salida de un movimiento de protesta que habría de estallar tarde o temprano. Pablo no pudo asistir a muchos de aquellos actos, ya que entre semana estaba en Marlyles-Valenciennes cuidando la finca de los señores Beaumont. Pero sí acudió a algunos de los mítines más sonados, como el que organizó en el Local de los Sindicatos el político Rodrigo Soriano, al que asistieron más de seiscientas personas y que fue criticado por el diario L’Humanité en un feroz artículo titulado «Anarquistas y burgueses, codo a codo», donde se afirmaba que los anarquistas no eran sino los burgueses de la clase obrera. Pero más sonado fue aún el mitin que tuvo lugar el primer sábado de octubre en la Casa Comunal, con la participación de Blasco Ibáñez, que parecía querer demostrarle a Soriano —su enemigo declarado— que él era capaz de congregar a más personas todavía. Claro que en aquella ocasión a Pablo le tocó ir por motivos de trabajo:

—Oye, tú pensabas ir esta noche a la Casa Comunal, ¿verdad? —le había preguntado uno de los redactores de Ex-ilio aquella misma tarde.

Y Pablo había respondido que sí, pues tenía decidido pasarse un rato al salir de La Fraternelle.

—Es que he quedado con una amiga para ir a ver a la Raquel Meller esta noche… Sólo tendrías que tomar las notas, y mañana vengo yo a primera hora a recogerlas y redacto el artículo…

No era la primera vez que a Pablo le pedían favores de aquel tipo y aceptó aunque Sébastien Faure se lo tuviera terminantemente prohibido. Salió de La Fraternelle con un bloc de notas en la mano, cenó algo en el Point du Jour con su amigo Leandro y se dirigió a la Casa Comunal pedaleando la vieja Clément Luxe de 1896. El local estaba repleto y Blasco Ibáñez había conseguido superar a Rodrigo Soriano no sólo en cantidad, sino también en calidad: la flor y nata de la intelligentsia española exiliada en París se encontraba allí reunida. Nada más entrar en el salón de actos, Pablo vio a Miguel de Unamuno sentado en un rincón, en su postura habitual, con las piernas cruzadas y la puntera de la pierna de encima bajo la canilla de la de debajo, escuchando atentamente lo que le decía José Ortega y Gasset, otro ilustre intelectual que había tenido que abandonar su patria. Un poco más allá, un grupo de reconocidos políticos hacía corro a la espera de que comenzara el acto y Pablo pudo distinguir entre ellos a Francesc Macià y al propio Rodrigo Soriano, que lucía una sonrisa de oreja a oreja como queriendo demostrar a todo el mundo que había ido a escuchar a Blasco porque en momentos como aquéllos no hay rencillas que valgan. Pablo se dirigió al fondo de la sala y, al pasar junto al corro de políticos, pudo escuchar a Macià que decía, con aquel acento suyo tan catalán:

—Este tema ya lo cerré yo…

Justo entonces Blasco Ibáñez subió al estrado y el público más enardecido prorrumpió en vítores y aplausos, que acabaron salpicando toda su intervención. Cuando terminó de hablar, bajó del escenario y salió de la Casa Comunal como una vedette de music-hall: saludando con la mano en alto a sus admiradores. Mientras apuntaba aquella imagen en su cuaderno de notas, Pablo escuchó que alguien decía a su lado:

—¿Quieres?

Alzó la vista y vio a un tipo con la cara picada de viruela que le ofrecía una cajita abierta de rapé.

—No, gracias.

—Interesante discurso, ¿no crees? Blasco sabe cómo meter el dedo en la llaga. He visto a más de uno incomodarse cuando criticaba a España; algunos prefieren que no les quiten las vendas de los ojos, ¿verdad?

—Bueno, a nadie le gusta oír cómo insultan a una madre, aunque lo haga un hermano con toda la razón del mundo —dijo Pablo.

—Sí, imagino que será eso —concedió el hombre bajando la voz—. Sobre todo si eres un infiltrado. Por eso es mejor no hablar aquí de según qué cosas: pásate luego por el café de La Rotonde y súmate a nuestro grupo de tertulianos…

Pablo observó con atención al tipo mientras aspiraba un pellizco de rapé.

—No, gracias. Mañana me levanto temprano para ir a trabajar —rechazó la invitación.

—Vaya, adónde iremos a parar si ni siquiera este país respeta el descanso dominical —se lamentó mientras sacaba una tarjeta con la dirección del café de La Rotonde—. Pásate cualquier día de éstos por aquí, pero no tardes demasiado.

Pablo cogió la tarjeta y se dirigió a la puerta de salida: las últimas palabras de aquel hombre le habían dejado con mal cuerpo. Al abandonar la sala le pareció escuchar que alguien gritaba su nombre, pero no se volvió para comprobarlo: montó en la bicicleta y pedaleó con todas sus fuerzas hasta la buhardilla de la rue Saint-Denis. Sólo entonces, al llegar a casa y volver a mirar la tarjeta que le había dado el tipo de la cara picada de viruela, se dio cuenta de que en el reverso había una frase escrita a mano: «Necesitamos tu ayuda, compañero, ponte en contacto con nosotros urgentemente».

Aquella noche tuvo pesadillas y a la mañana siguiente se dirigió a La Fraternelle con un humor de perros. Para colmo de males, el redactor que le había pedido cubrir el mitin de Blasco Ibáñez no apareció por la imprenta en toda la mañana y a Pablo no le quedó más remedio que ponerse a escribir él mismo el artículo de aquel gacetillero de tres al cuarto, jurando que sería la última vez. Cuando acabó de redactar el texto, alineó varios caracteres y compuso el titular que habría de aparecer en la primera página de Ex-ilio: «Blasco Ibáñez agita las conciencias de los emigrados españoles en París».

Pero entonces sonaron dos fuertes golpes en la puerta del taller y Pablo dio un respingo, soltó el componedor y se desparramaron todos los caracteres.