XXIII

(1923)

Pablo soñó durante la noche con los pechos desnudos de la bella Nyla y se despertó creyendo que vivían juntos en un iglú. Pero el sueño se iba a derretir bien pronto. Nada más ver al voceador de periódicos rodeado por media docena de transeúntes, supo que algo grave había ocurrido.

—En la página dieciocho, señor —le informó el mozuelo, dándole El Liberal.

Y Pablo abrió el diario con un suspiro y un presentimiento. «Última hora», leyó en la segunda columna; y debajo, en letras enormes y amenazadoras, la fatídica pregunta: «¿Un golpe de Estado?». Pregunta retórica, en realidad, pues la respuesta se hallaba a continuación, en forma de manifiesto enviado a las dos de la madrugada por el capitán general de la cuarta región, don Miguel Primo de Rivera. «Al País y al Ejército», apostrofaba el marqués de Estella, y comenzaba así su arenga, con aquella prosa barroca que habría de convertirse en el sello de la casa: «Españoles: Ha llegado para nosotros el momento más temido que esperado (porque hubiéramos querido vivir siempre en la legalidad y que ella rigiera sin interrupción la vida española) de recoger las ansias, de atender el clamoroso requerimiento de cuantos amando la Patria no ven para ella otra salvación que libertarla de los profesionales de la política, de los hombres que por una u otra razón nos ofrecen el cuadro de desdichas e inmoralidades que empezaron el año 98 y amenazan a España con un próximo fin trágico y deshonroso».

Pablo leyó la primera frase de pie y se quedó de piedra. Luego, sin dejar de leer, empezó a caminar lentamente, arrastrando los pies con la cautela de un boxeador sobre el cuadrilátero, dando respingos, tragando saliva o meneando la cabeza cada vez que encontraba pasajes del tipo: «Este movimiento es de hombres: el que no sienta la masculinidad completamente caracterizada, que espere en un rincón, sin perturbar, los días buenos que para la patria preparamos»; o: «No queremos ser ministros ni sentimos más ambición que la de servir a España. Somos el Somatén, de legendaria y honrosa tradición española, y como él traemos por lema: “Paz, paz y paz”». Y tras la pomposa cháchara, venía la parte dispositiva, allí donde el demonio enseñaba los cuernos: «Al declararse en cada región el estado de guerra, el capitán general, o quien haga sus veces, destituirá a todos los gobernadores civiles y encomendará a los gobernadores y comandantes militares sus funciones. Se ocuparán los sitios más indicados, tales como centros de carácter comunista o revolucionario, estaciones, cárceles, bancos, centrales de luz y depósitos de agua, y se procederá a la detención de los elementos sospechosos y de mala nota. En todo lo demás se procurará dar la sensación de una vida normal y tranquila».

Cuando terminó de leer la sediciosa proclama, Pablo tenía la boca seca y estaba pálido como la muerte. Se detuvo, levantó la cabeza y enarcó las cejas: sus piernas le habían llevado de vuelta a casa, las muy listas. Por algo será, pensó, y decidió no ir a la fábrica. Al fin y al cabo, si el golpe prosperaba, la represión de los sindicalistas estaba más que asegurada.

—¿Qué ocurre? —preguntó su madre al verlo entrar.

Pero Pablo no tuvo fuerzas para responder: se limitó a dejar el periódico sobre la mesa, abierto por la página 18, y se dispuso a esperar en casa el desarrollo de los acontecimientos. Aquella misma noche sonó el timbre de la puerta y se hizo un silencio que habría podido cortarse con guadaña.

—¿Quién es? —preguntó Julia al fin, con voz temblorosa, mientras Pablo corría hacia el zulo y desaparecía tras las ropas del armario.

Nadie contestó.

—¿Quién es? —volvió a preguntar Julia con mayor firmeza, obteniendo como única respuesta el ruido de unos pasos bajando las escaleras. Diez minutos después Pablo salía del zulo como un topo de su topera sin que nadie se atreviera a esbozar una sonrisa.

Apenas pudieron conciliar el sueño aquella noche y Pablo volvió a quedarse en casa al día siguiente, esperando que su hermana regresara del trabajo con una buena provisión de diarios. El ABC llegaba desde Madrid con las fotos en portada de los abigotados jefes del alzamiento militar (Primo de Rivera, Cavalcanti, Saro y Berenguer), mientras La Libertad titulaba «Crisis total. El rey acepta la dimisión del Gobierno» y La Correspondencia de España no dejaba lugar a dudas: «Primo de Rivera, presidente del Consejo», haciéndose eco en páginas interiores de que los sindicalistas empezaban a huir de Barcelona.

—Mucho me temo que nos están mostrando el camino —musitó Pablo, pensando en el exilio, y María miró a su hijo y no pudo evitar que dos lágrimas cuajadas y duras cayesen sobre la mesa, aplastándose como bofetadas.

La lectura de los diarios dejó a Pablo sumido en una profunda consternación. El general Primo de Rivera había decretado el estado de guerra y constituido un Directorio militar, argumentando que los «políticos profesionales» —como él mismo los calificaba con innegable desdén— habían llevado al país a un callejón sin salida y que había que terminar de una vez por todas con las lacras de la corruptela administrativa, el nacionalismo separatista y el terrorismo revolucionario. Aunque, en el fondo, nadie ignoraba que aquel golpe camuflaba otra intención más sibilina: evitar el proceso de responsabilidades abierto contra diversos militares (que salpicaba incluso al mismísimo Alfonso XIII) por el desastre de Annual, donde el ejército español había sufrido una de sus más vergonzosas derrotas ante las tropas de Abd el-Krim. Desde luego, los camaradas anarquistas y comunistas no se habían quedado de brazos cruzados, y hasta habían enviado una nota a la prensa informando de la creación de un Comité de Acción contra la guerra y la dictadura. Pero lo cierto es que el movimiento sindicalista no pasaba por su mejor momento, sobre todo en Barcelona, donde el gobernador militar, don Severiano Martínez Anido, y el jefe superior de policía, don Miguel Arlegui, lo habían reprimido brutalmente, poniendo la guinda un mes antes del alzamiento militar al encarcelar a la plana mayor del anarquismo barcelonés. Y ahora, por si fuera poco, se rumoreaba que el nuevo Directorio tenía previsto premiar a ambos por sus desvelos, ofreciendo al primero el Ministerio de la Gobernación y al segundo la Dirección General de Orden Público, galardones que sólo admitían una interpretación de rima consonante: ¡mano dura y represión contra el sindicalismo de acción!

Por la noche, mientras la familia Martín Sánchez cenaba y discutía sobre las consecuencias del golpe, alguien volvió a llamar a la puerta, esta vez a la vieja y ruda usanza: dando puñetazos en lugar de usar el timbre. Pablo se escondió de nuevo en el vestidor y Julia volvió a preguntar «¿Quién es?», para obtener la misma e inquietante respuesta: el más atroz de los silencios.

—Mañana abriré yo mismo —se indignó Pablo al salir del zulo —y que sea lo que Dios quiera: ya estoy harto de esconderme como una lagartija.

Pero a la noche siguiente nadie llamó al timbre ni aporreó la puerta; se limitaron a introducir una hoja de papel por el quicio, emborronada con amenazadoras palabras: «Sabemos quién vive ahí y no queremos escoria en este edificio. No volveremos a repetirlo». Al parecer, las ansias de limpieza predicadas por el tirano habían calado hondo en casa de los vecinos.

—¡Hijos de puta! —gritó Pablo, abriendo la puerta de la casa.

Pero ya no había nadie en el rellano.

Aquella noche el primogénito de los Martín no pudo pegar ojo y el canto del primer gallo le hizo saltar de la cama: rescató del fondo de un baúl el morral que había comprado en París durante la Gran Guerra, lo llenó con algo de ropa y salió de casa sin hacer ruido, dejando una escueta nota sobre la mesa de la cocina.

Es mejor que no me quede aquí —decía—. Intentaré cruzar la frontera y esperar a que se aclare la situación, que seguro será bien pronto. España no puede permitir que triunfe esta barbarie. Os quiere infinitamente, Pablo.

P. D.: Quemad esta nota en cuanto la hayáis leído, os escribiré desde Francia firmando como «la tía Adela».

En la estación de ferrocarril se respiraba una calma tensa. Había menos gente de lo habitual y los que estaban procuraban no mirarse a los ojos, no fuesen a descubrir en el brillo de sus pupilas el miedo cerval de los que huyen. Al fondo del andén, Pablo creyó reconocer a un compañero del Sindicato Único, con la boina calada hasta las cejas y el cuello de la camisa erecto, como las orejas de un perro al acecho. Pero ambos hicieron ver que no se conocían y subieron a vagones distintos del tren con destino a San Sebastián. Pablo asomó la cabeza en el primer compartimento y la volvió a sacar: no había nadie dentro y prefería no viajar solo. Asomó la cabeza en el segundo y la sacó de nuevo: un cura tampoco le pareció la mejor de las compañías. Al final acabó tomando asiento en el tercero, donde viajaban tres personas con pinta de pertenecer a la misma familia: un abuelo de bigote canoso que pelaba un plátano con exquisita parsimonia; una mujer (probablemente su hija) que ofrecía al mundo una enorme verruga a la altura del entrecejo, allí donde el puente de la nariz empieza a tomar carrerilla; y un niño de pelo rubio (probablemente el nieto) que jugaba con una peonza de hojalata. Parecían por completo ajenos a la situación que estaba viviendo el país:

—¿Sabes cómo se divide un plátano en tres partes iguales? —le preguntaba alegremente el abuelo al chico.

—No —respondía el nieto de mala gana.

—Pues mira —dijo entonces el hombre con voz de mago, e introdujo el dedo índice en la punta de la banana, presionando hacia abajo hasta que el fruto se abrió como una flor de tres pétalos idénticos.

—Buenos días —masculló Pablo, interrumpiendo el espectáculo.

—Buenos días —respondió la familia al unísono.

Y el tren se puso en marcha con un silbido lastimero.

Pablo bajó en San Sebastián y tomó el Topo, el tren eléctrico de vía estrecha que debía llevarlo hasta Hendaya, al otro lado de la frontera. Diez años atrás la había cruzado a pie, en plena noche, con la ayuda de un contrabandista y la compañía de Vicente Holgado, del que no había vuelto a saber nada desde que se despidieran en el puerto de Buenos Aires. Pero ahora era diferente: Primo de Rivera había abierto las puertas de España para dejar salir a las ratas, haciendo caso del viejo refrán que dice que si la mierda se barre sola, nos ahorramos las escobas. Y si algunas se negaban a salir, ya habría tiempo de echarlas a escobazos, como ese ratón de biblioteca llamado don Miguel de Unamuno, rector de Salamanca, que se atrevería a calificar de «troglodítico» el manifiesto del generalísimo y al que habría que desterrar tarde o temprano a la inhóspita isla de Fuerteventura.

Aun así, el corazón de Pablo empezó a traquetear a toda máquina cuando llegaron a Irún, la auténtica prueba de fuego. Les hicieron bajar del tren con el equipaje a cuestas y pasar por el servicio de aduanas, donde un carabinero revisaba las maletas y un gendarme pedía la documentación. Pablo saludó al primero en vasco y al segundo en francés, mientras le revolvían el morral e inspeccionaban su pasaporte: al ver que había vivido en Francia durante la Gran Guerra, el gendarme se lo devolvió con un gesto de simpatía. Cinco minutos después, Pablo volvía a estar a bordo del Topo, listo para cruzar la frontera, sentado junto a una pareja de franceses recién casados a los que el alzamiento militar había sorprendido celebrando su luna de miel:

Je t’aimerai toujours —le decía él, tocado con chambergo, chalina y capa negras, al más puro estilo mosquetero.

Contente-toi de m’aimer tous les jours —le respondía ella, en un juego de palabras que a Pablo le habría parecido sublime si no hubiese estado más pendiente de cruzar cuanto antes la frontera.

Al poner los pies en suelo francés, lo primero que hizo fue escribir una postal, cuya imagen mostraba una playa atestada de niños en traje de baño y señoras con sombrilla:

Querida familia: me llegan noticias confusas desde España, al parecer el marqués de Estella ha tomado las riendas de la nación. ¿Es eso cierto? ¡Ah, ya era hora de que alguien se atreviera a poner orden en este país dejado de la mano de Dios! Cuando regrese celebraremos juntos la buena hora que se anuncia para nuestra querida patria, pero por el momento seguiré disfrutando de las vacaciones, aquí en el sur de Francia, donde el sol brilla con un fulgor divino. Os besa desde el balneario de Hendaya, la tía Adela.

Suspiró con resignación, pegó la estampilla en el ángulo superior derecho de la postal y la deslizó en un buzón de correos, que se la tragó con avidez de planta carnívora.

Pablo permaneció casi un mes en Hendaya, esperando a que la situación se aclarara al otro lado de la frontera y aferrándose, como un náufrago a un tronco, a los rumores que corrían entre los exiliados:

—¿Os habéis enterado de la carta que le ha enviado Blasco Ibáñez a Lerroux? —preguntaba alguien, y todos hacían corro a su alrededor para saber qué le había dicho el célebre novelista afincado en la Costa Azul al fundador del Partido Radical—. Resulta que Blasco tenía pensado ir a dar la vuelta al mundo, pero le ha escrito a Lerroux ofreciéndose a anular el viaje si le necesitan en España.

—¿Y Lerroux le ha contestado? —preguntaba un impaciente.

—Sí, claro, le ha dicho que se vaya a ver mundo si quiere, pero que esté localizable, porque piensan aprovechar el golpe de Estado para darle la vuelta a la tortilla y proclamar la República.

Pronto se demostraría, sin embargo, que el tronco estaba podrido, y los náufragos a la deriva acabarían ahogándose con sus ingenuas ilusiones: a mediados de octubre los Sindicatos Únicos de Barcelona publicaban en El Diluvio una carta abierta a todos los trabajadores anunciando la suspensión indefinida de sus actividades, mientras la UGT y el Partido Socialista se bajaban los pantalones y aceptaban el juego impuesto por el dictador. Aquello fue la gota que colmó el vaso de las frustraciones y a Pablo no le quedó más remedio que admitir que el Directorio militar se había hecho con el poder. Decidió entonces trasladarse a París, porque aunque Primo de Rivera siguiera afirmando que la situación era excepcional y transitoria, se veía de lejos que no pensaba soltar la sartén en mucho tiempo. Sin duda, en la capital tendría más facilidades para encontrar trabajo que en los pueblos del Mediodía francés, donde el excedente de exiliados españoles en busca de trabajo era cada vez mayor. En la última postal que envió desde Hendaya, la tía Adela le decía a su familia que se había enamorado de un apuesto comerciante parisino y que se iba a vivir con él a la Ciudad de la Luz.

Lo primero que hizo Pablo al llegar a París fue pasar por el Cabaret du Père Pelletier a pedir trabajo. Pero el cabaret ya no existía: en su lugar habían puesto una tienda de ortopedia. Luego se dirigió a la pensión de la rue Lecourbe, donde había vivido durante la Gran Guerra, para ver si tenían alguna habitación libre, pero el negocio era ahora una casa de citas. Poco a poco el país empezaba a recuperarse de las secuelas dejadas por el conflicto y en la capital era donde más se notaban las ganas de hacer borrón y cuenta nueva. París había sido elegida para albergar los octavos Juegos Olímpicos de la era moderna y el citius, altius, fortius había seducido a los parisinos, que se afanaban (y ufanaban) por ser la capital del mundo. ¿Cómo entender si no la construcción de ese armatoste infernal que se alzaba orgulloso entre los bulevares de Saint-Denis y de Sébastopol para regular el tráfico? Un auténtico disparate, a decir verdad, pues la gente se quedaba embobada mirando la lucecita roja y los accidentes se multiplicaban, por no hablar del molesto y ruidoso timbre que anunciaba el paso libre para los peatones. En fin, pensó Pablo contemplando aquel semáforo primigenio, cosas de la vida moderna. Y al doblar la esquina se dio de bruces contra una pareja de sesentones que andaban también con la boca abierta.

Oh, pardon —dijeron ellos.

Excusez-moi —dijo Pablo.

El hombre se recolocó el sombrero de copa, que se había deslizado sobre su calva, mientras la mujer, empolvada y llena de alhajas, se quedaba mirando a Pablo con extrañeza:

—¿Monsieur Martín? —preguntó finalmente, pronunciando el nombre a la francesa.

—¿Madame Beaumont? ¿Monsieur Beaumont?

Maravillas de la vida, aquellos dos sesentones eran los señores Beaumont, a los que Pablo había conocido en su finca de Marly al acabar la guerra. Durante unos segundos no supieron qué decirse, hasta que la mujer propuso ir a tomar un café a La Petite Porte, que quedaba justo allí al lado. De hecho, habían bajado a París a la boda de un sobrino y no tenían nada que hacer hasta el día siguiente. Fue entonces cuando Pablo se enteró de que el teniente aviador Joseph Beaumont había muerto fulminado por un rayo y que a la etérea Annabel, la petite chouchoute de Benjamin Poulain, se la había llevado la gripe española.

—Ahora vivimos en Lille —dijo la señora Beaumont, amagando un hipido— y sólo bajamos a Marly a pasar los fines de semana.

Durante un buen rato guardaron silencio, hasta que Pablo lo rompió para contar que había llegado a París aquella misma mañana y andaba buscando trabajo y alojamiento. Entonces los señores Beaumont se miraron a los ojos, menearon la cabeza tácitamente como si hubiesen estado esperando aquella confesión y le hicieron una oferta: el guardés que tenían en Marly les había anunciado que pensaba dejar el trabajo, por lo que tarde o temprano iban a necesitar a alguien que les cuidase la finca entre semana, cuando ellos no estuvieran. Tal vez podía interesarle, dijeron, hasta que encontrara un trabajo más acorde con sus capacidades. Le darían alojamiento y un sueldo modesto, pero un sueldo al fin y al cabo, que tal y como están las cosas no es ninguna tontería. Sólo tendría que ocuparse de los perros, del jardín y de mantener la casa en condiciones para cuando ellos llegaran a pasar el fin de semana. «Muchas gracias, lo pensaré», dijo Pablo, y antes de despedirse anotó el número del teléfono que los Beaumont se habían hecho instalar en la finca.

Pero el día aún tenía que dar mucho de sí. Al salir del café, Pablo compró Le Quotidien, el nuevo diario de izquierdas fundado por Henri Dumay para luchar contra la corrupción periodística, y los veinte céntimos que pagó por él valieron la pena: no porque el rotativo hiciese un llamamiento de protesta contra la condena a muerte de dos de los tres anarquistas acusados de asesinar al presidente español Eduardo Dato, ni porque en portada apareciese la fotografía de miss Eugénia Gilbert, «la mujer más bella de Los Ángeles», sino porque en páginas interiores le llamaron la atención dos noticias que habrían de decidir su suerte. La primera se congratulaba (no sin cierta dosis de ironía) de la inagotable imaginación de la burguesía parisina, que, arruinada tras la guerra, había encontrado una solución de urgencia a sus problemas económicos matando dos pájaros de un tiro: despidiendo al servicio doméstico y alquilando sus dependencias, las llamadas chambres de bonne, por lo general buhardillas frías y ruinosas a las que se accedía por una escalera de servicio, ideales para estudiantes pobres u obreros sin recursos que llegaban a París en busca de trabajo. Por veinticinco francos semanales se podía conseguir una más o menos digna, decía el artículo, y Pablo se imaginó de pronto viviendo a la altura de las chimeneas. No estaría mal, pensó, seguro que las vistas son excelentes. Y la idea le hizo sonreír, allí en mitad de la calle. La segunda noticia era aún más interesante y se hacía eco del proyecto de Sébastien Faure (conocido escritor y editor anarquista) de sacar a la luz un semanario en castellano, dirigido a la importante comunidad española que vivía en París y que sin duda iba a aumentar tras el golpe de Estado de Primo de Rivera. Aquel hombre había sido uno de los principales abanderados del pacifismo francés durante la contienda europea y Pablo había llegado incluso a escribirle una carta ofreciéndose a colaborar en el periódico anarquista que dirigía, Ce qu’il faut dire, justo antes de que fuera definitivamente prohibido por la censura. Tendré que pasar a verle, pensó Pablo, tal vez pueda darme algún trabajo. Y anotó la dirección de la imprenta que regentaba, llamada La Fraternelle, situada en el número 55 de la rue Pixerecourt, en pleno barrio de Belleville.

Al día siguiente, Pablo alquilaba una buhardilla en la rue Saint-Denis por treinta francos semanales, y dos días más tarde llegaba a un acuerdo con Sébastien Faure para trabajar como cajista en La Fraternelle, donde se encargaría de componer todo lo que se editara en castellano, especialmente el semanario Ex-ilio: hebdomadario de los emigrados españoles, cuyo primer número iba a ver la luz a principios de noviembre. Poco importaba que Pablo llevara casi una década sin pisar una imprenta, desde los tiempos de linotipista en La Belladona de Buenos Aires: a Faure le bastó saber que conocía el oficio y que profesaba la fe anarquista, la única fe digna de profesarse sobre la faz de la tierra. De todos modos, al principio estaría bajo la supervisión de Célerin Didot, un viejo tipógrafo que le ayudaría a refrescar los secretos del oficio.

—Eso sí, sólo puedo ofrecerte trabajo para los fines de semana —le informó Sébastien Faure, rizando las puntas de su bigote—. Porque de lunes a viernes la Albatros y la Minerva echan humo por las fauces. Pero con dos días bastará para componer un número de cuatro páginas, ¿no te parece?

—Desde luego —respondió Pablo.

Al salir de la imprenta el cielo se había encapotado. Miró la hora en su reloj de bolsillo, pero las manecillas estaban inmóviles: entre unas cosas y otras, se había olvidado de darle cuerda aquella mañana.

—Disculpe —paró a un anciano que pasaba por la calle—, ¿podría decirme la hora?

El hombre le miró a través de unos gruesos anteojos y se limitó a decir, antes de continuar su camino:

—Ahí en el fondo del reloj está la muerte. Pero no tenga miedo, joven.

Entonces sonó un trueno y comenzó a llover a gritos todo el cielo.